Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo segundo. Apartado 12 - Justicia doméstica e internacionalCapítulo trigésimo segundo. Apartado 14 - La caída de Ortíz Rubio Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 32 - EL ESTADO

CRISIS OFICIAL




Si los negocios administrativos del Estado, al igual de la vida económica y financiera del país, que quedaron tan seriamente dañados como consecuencia del desplome mundial de 1929, agravado en México debido al pánico que produjo la reforma monetaria llevada a cabo conforme a la llamada Ley Calles de 1931, que a par de decretar la supresión del talón oro, provocó el ocultamiento del dinero y la fuga de los depósitos bancarios; si los negocios administrativos y la vida económica de México, se repite, se recuperaban lentamente, no por ello esa recuperación dejó de ser firme al mismo tiempo que traía consigo la confianza nacional.

Esto no obstante, no pudo decirse lo mismo respecto a los asuntos políticos, que conforme avanzaban los días, se hacían más difíciles para estabilidad del gobierno presidido por Ortiz Rubio.

Este había llegado a la presidencia en medio de un optimismo del cual no compartía el pueblo; y esto no porque la personalidad del Presidente fuese antipática o se la considerase incapaz para el gobierno de la Nación. Por el contrario, casi todas las cualidades de Ortiz Rubio concurrían al efecto de hacerlo respetable en la opinión pública. Su preparación política como gobernador de Michoacán, su espíritu de empresa altamente manifiesto durante su ejercicio de secretario de Comunicaciones; su dignidad personal en las crisis administrativas y su porte de diplomático, le proporcionaban dotes y figura correspondientes a Jefe de Estado.

Sin embargo, era incuestionable que Ortiz Rubio, al igual de Portes Gil, no debía su elevada función al reconocimiento, voluntad y acepto populares de tales prendas. Debíalo a la preocupación y designio del general Calles, para dar al país un Presidente cuyas características fuesen desemejantes a los caudillos de la guerra; propósito digno de una política ideal; pero no de una política crítica, a la cual por ser excesivamente pragmática se la llamaba de realidad mexicana.

Y tan engañoso, en efecto, fue el generoso y democrático pensamiento de Calles, tratando de crear una vida nacional al margen de los jefes de luchas armadas, que tan pronto como estuvo Ortiz Rubio en la presidencia, empezó entre los líderes políticos mexicanos una de las más insidiosas y agobiantes luchas domésticas, porque si de un lado se temió condenar a Ortiz Rubio, por considerarse que ello equivalía a reprochar al general Calles la elección de un Presidente en quien se suponía no existían los vicios autoritarios del caudillo; de otro lado, eran incontenibles los deseos políticos nacionales de volver a la realidad de un mando verdadero y efectivo, siempre tan favorable a quienes acostumbraban a hacer luz y sombra, ya a la izquierda, ya a la derecha, del Jefe de Estado.

Estas dos manifestaciones en el pro y contra de la hostilidad hacia Ortiz Rubio, constituían un igual número de agentes de roce y choques constantes, que producían una condición general de malestar en el país; y como ello, en el fondo, dejando a su parte la crisis económica que padecía la República, no era comprensible al vulgo, éste se volvió en reacciones violentas contra el Presidente, quien empezó a ser objeto de las graves imputaciones y faltas de respeto, de manera que además de un estado de alarma, el nombre de Ortiz Rubio andaba en los labios de la gente, no para estimarle, sino para serle motivo de la befa.

Tantos grados de miseria alcanzó aquella campaña contra el Jefe del Estado mexicano; tan bajo fue el nivel que la política alcanzó en tales días, que ni siquiera se advirtió el daño que se hacía a la patria, minorando el prestigio, la dignidad y el respeto que merecía el Presidente. México pareció perder la brújula de su destino. Las más infames calumnias llenaron el ámbito nacional con inmensa amenaza para la moral pública y el sosiego del país.

Los adalides políticos hicieron llegar al general Calles, por todos los medios posibles, todo ese mar de difamaciones y gracejadas disparadas en malas lenguas contra Ortiz Rubio; pero a fin de no hacer sentir a Calles el peso de su responsabilidad en la exaltación de Ortiz Rubio, se colmaba a aquél de las más abyectas lisonjas. Así, los apellidos de Jefe y Padre que gobernadores, senadores y ministros daban a Calles, no obedecían a signos de admiración u obsecuencia, sino a la táctica de conducir al propio Calles a un campo político neutral, para de esa manera quedar los líderes políticos en libertad de combatir y derrocar a Ortiz Rubio, primero; después, para preparar un camino, que con el tiempo sirviese para extinguir el apellidado Maximato del propio Calles.

Para éste, individuo de tanto talento como perspicacia, los propósitos, envueltos en la adulación y la cortesanía, de una vehemente y ambiciosa pléyade política, dispuesta a borrar uno de los capítulos de la Revolución, aunque sin deshacerse de la Revolución, no pasaba inadvertido todo aquel juego político; pero lo dejaba correr, y esto último no por falta de fuerza y voluntad, antes por el deseo de permitir a la evolución normal de los hechos, la eliminación de todos los males políticos; la eliminación de él mismo; pues se sentía fatigado y agobiado por una serie de males físicos que minaban su cuerpo, y que ocultaba y desterraba superficialmente, gracias al dominio de la voluntad propia que encerraba una de sus virtudes.

La revisión documental de las horas personales de Calles, establecen cómo vio éste, en medio de aquella tormenta amenazante para Ortiz Rubio y la autoridad nacional, el final del caudillismo guerrero y el comienzo formal de un caudillismo burocrático, hacia el cual quería conducir al país; y creyendo que con ello, olvidando los males que había producido el burocratismo porfirista, podría dar principio a una era verdaderamente democrática, capaz de representar y dar cumplimiento a los postulados revolucionarios de 1910. Para Calles, después de las etapas armadas; del castigo a la subversión; de la desaparición de los señores de la guerra y de las rivalidades personalistas, sobrevendría una segunda etapa de estabilidad, progreso y entendimiento nacionales. No consideró, sin embargo, la amenaza de la rutina y embalzamiento de la Revolución.

Pero mientras se realizaba ese intermedio -intermedio que representaba Ortiz Rubio—, que iba a servir conforme a las ideas de Calles, más adelante, para consolidar y dilatar la obra revolucionaria hasta convertir las luchas armadas pacíficas en Gran Revolución, todo un conjunto de intrigas y calumnias, como se ha dicho, dirigido desde no pocas secretarías de Estado, el Partido Nacional Revolucionario, el Congreso y altos funcionarios de la Federación, caía pesadamente sobre el presidente Ortiz Rubio; y si todo esto se llevaba a cabo no sólo con encono, que no podía causar un individuo de la calidad de Ortiz Rubio, ello se debía a que entre uno y otro de los apetitos del nuevo caudillismo burocrático, surgía la figura de un hombre.

Tal hombre, que a pesar de su generalato, poseía todas las características del civil, fue Lázaro Cárdenas, quien sin más prendas que su juventud, su discreción y su modestia, daba la idea de ser persona a quien todavía no llegaba la hora de elegir y definir el verdadero camino de su vida, pero en quien se reflejaban características de representar la dirección de una nueva etapa de México y la Revolución.

Hecho, pues, el personaje, se requería dar a éste y a su grupo, los visos de un acontecimiento novedoso; y como no era posible seguir las huellas del obrerismo laborista, puesto que el callismo había cometido muchos abusos de tal corriente, ni parecía conveniente resucitar programas de la Guerra Civil, ni pareció oportuno importar nuevas ideas europeas, en un medio que sin compromiso o designios oficiales se presentaba cada día más fortalecido y como creador de nacionalidad, el nuevo caudillismo político abrazó, sin poseer fundamentos prácticos ni doctrinarios, la causa del agrarismo a la cual se dio el prístino nombre de ejidismo.

Hacia los días que estamos remirando, y que dieron lugar al nacimiento de la opinión civil y burocrática que se dispuso a seguir al general Cárdenas, existían en México tres grandes grupos políticos revolucionarios u oficiales. El primero de ellos, era el puramente callista; el siguiente, aquel de nuevos e incipientes adalides y, finalmente, el ortizrubista, que hubiese sido aniquilado desde los comienzos del gobierno de Ortiz Rubio, de no ser su principal correspondiente el general Joaquín Amaro, a quien mucho se respetaba no tanto por el poder de las armas del que era representante, cuanto por sus prendas personales.

Amaro —tanto así era su prestigio; tantas sus aptitudes- pudo refrenar durante el segundo semestre del gobierno de Ortiz Rubio, gracias a su leal, desinteresada y resuelta actitud en defensa del Jefe de Estado, la veloz carrera de los apetitos políticos, en la que eran parte principal los jóvenes recién llegados a las lides públicas.

Sin embargo, si la tarea de Amaro fue bienhechora para la tranquilidad y prestigio del país, tal tarea no sería más que un remanso dentro de aquel gran juego de pasiones y aventuras políticas que, desatado en México, volvía a advertir cuán prolífica había sido la Revolución, produciendo uno tras del otro, grupos políticos selectos; porque cuando parecía que las crueldades propias de las guerras habían extinguido a la juventud revolucionaria, surgían nuevos hombres, aunque de dudosas capacidades y de dudosas preparaciones. Lo extraordinario, dentro de aquella profusión de valores humanos, fue que no se vio la reproducción de ideas en la misma cantidad que se admiró la repetición de hombres con dotes para mandar y gobernar. Fue inagotable aquel caudal de valores personales, de manera que si la Revolución no produjo la elocuencia del verbo, ni la inventiva individual, ni el tecnicismo laboral, ni la suficiencia monetaria, ni la igualdad económica, si no dio fórmulas positivas, sí promovió y conmovió las personalidades.

Mas a ese género cuantitativo se debió el desarrollo y continuidad de los estados de lucha doméstica. En efecto, tales estados evidenciaron que no era posible que aquella gran pléyade política, compuesta en su mayoría por una juventud impreparada, pero vehemente, se repartiese equitativa y pacíficamente las funciones concernientes al Estado y a la sociedad. Las dispuestas, pues, formaban parte de la ley natural, inmodificable durante los trances nacionales, sobre todo cuando se inspiran y desarrollan en la violencia.

Todo eso influía de manera decisiva en los acontecimientos que circundaban al Presidente, por lo cual todo hacía comprender que Ortiz Rubio no podría permanecer durante el completo período presidencial; ahora que existía una creencia popular de que Amaro sería lo bastante fuerte para evitar la caída de Ortiz Rubio.

Confiábase también en que el general Calles se opondría al derrocamiento de Ortiz Rubio, considerando los males que el hecho acarrearía a la Nación. Sin embargo, Calles desdeñoso y valetudinario, sólo daba la idea de neutralidad, sin considerar que más adelante, de permitir la caída de Ortiz Rubio, por la que abogaba el grupo selecto e imperioso del Partido Nacional Revolucionario, se volvería contra él mismo.
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