Presentación de Omar CortésCapítulo trigésimo segundo. Apartado 11 - Ciencia, letras y arteCapítulo trigésimo segundo. Apartado 13 - Crisis oficial Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 32 - EL ESTADO

JUSTICIA DOMÉSTICA E INTERNACIONAL




La incertidumbre y deficiencia en la exposición escrita de ideas políticas de la Revolución o conexivas a la Revolución, que marcharon asociadas al temor de que tales ideas pudiesen ser, de hacerse públicas, incompatibles con los principios o doctrinas sociales de los días que sucedieron al presidenciado de Calles, fueron causa de que los caudillos políticos de los gobiernos de Portes Gil y Ortiz Rubio buscaran otro medio del que pudieran extraer ideas renovadoras fáciles de acoplar a las predicaciones de los revolucionarios mexicanos. Tal medio fue el administrativo, dentro del cual las innovaciones estaban exentas de polémicas de carácter político, y en cambio podían estar consideradas como novedades inherentes a los progresos preconizados por la Revolución; y como de lo administrativo, lo más atrasado era lo relacionado con el ramo de justicia, el Gobierno emprendió la transformación del ministerio público, al cual se le dio una misión conforme a la que, sin dejar de ser una realidad como representante de la sociedad ofendida, presentase a la vista el marbete de revolucionario; porque, en efecto, las reformas proyectadas para dar un nuevo orden a las fiscalías, no tuvieron más efecto que el administrativo, que lo mismo estaba dispuesto a la aplicación en un sistema que en otro sistema de gobierno. El nuevo ministerio público, pues, no significó ni la más pequeña variación en la misión de quien llevaba la representación de la ley y de la causa del bien común ante los tribunales de justicia. Tratóse así, no de crear una nueva función en el ramo de justicia, sino de dar elegancia, en nombre de la Revolución a lo que existía y continuaría vigente.

Un segundo propósito de acercar el castigo de los delitos al espíritu generoso de la Revolución y al alma innovadora de los revolucionarios mexicanos, fue el comprendido en el nuevo Código penal para el Distrito y territorios federales (13 de agosto, 1931), en el cual quedó excluida la pena de muerte.

Después de ese adelanto protector de las garantías y estabilizador de los niveles sociales, puesto que con él se libró a la gente pobre de ser verdadera víctima de la pena capital, el Gobierno dio extensión a la vieja idea de considerar los delitos del orden civil como producto de una defectuosa organización social y por lo mismo estableció el principio de la rehabilitación del delincuente. Al caso, tal idea pareció quedar complementada con un nuevo código de Procedimientos Civiles, del cual, y como acontecimiento principal, fueron desterrados los últimos vestigios de la legislación civil española. Así, más que una realización de proyectos humanísticos, el nuevo código constituyó un enésimo aspecto de la redondez del espíritu de nacionalidad que con tanto y verdadero ahinco perseguía el país.

Ahora bien: aquella reforma a los códigos denotaron cuán infatigables y efectivas eran las tareas de los adalides revolucionarios. La Revolución iba cambiando la faz de México poco a poco, sin que el país comprendiera los alcances de esa evolución. Trabajábase no tanto para los días que corrían, cuanto para un futuro que nadie calculaba para servirse de él. Había en los hombres de tales horas un noble desprendimiento personal y colectivo. La ambición se refugiaba en el querer un grande y renovador cielo nacional.

Y no sólo un cielo nacional, antes también internacional; porque el país empezaba a redescubrir al mundo. Cierto que ya en 1920, el general Alvaro Obregón consideró la necesidad de un retorno a la vida universal. Cierto asimismo que primero diplomáticamente; después al través de los canales financieros, quiso Obregón restablecer el crédito de la patria y colocar a México en la tabla de las equivalencias políticas mundiales; pero esas actuaciones del cuatrienio obregonista sólo fueron preliminares, por lo cual, sería Calles el verdadero emprendedor y realizador de esa tarea que mucho necesitaba la Nación, para readquirir su prestigio exterior.

Calles, como ya se ha dicho, empezó su carrera presidencial con una visita a países europeos y a Estados Unidos; después tendió activos lazos de carácter diplomático. Más adelante, en medio de tempestades, vio florecer el entendimiento con el gobierno de la Casa Blanca, a pesar de las crisis que habían sacudido las relaciones con la diplomacia norteamericana.

Por último, con mucha sabiduría, pues advirtió que la amistad de México y Estados Unidos no debería comprender el apogeo de una Nación sobre otra Nación, abrió una temporada de diplomacia hacia los países Centroamericanos. México no podía, con su credo revolucionario, tender sus brazos únicamente hacia el Norte y dar la espalda al Sur. Una política internacional de equivalencias se presentaba a la vista de México; y aunque superficialmente podía ser causa de los recelos norteamericanos, Calles balanceando el franco y nada común entendimiento con la diplomacia del Departamento de Estado, procedió a dar la misma orientación a los tratos con las generosas Repúblicas al sur del río Suchiate. Dentro de esto, por otra parte, se dilataba el espíritu de justicia, aplicado en primer término a las cuestiones domésticas y extendido ahora a las cuestiones exteriores.

Ya se ha dicho, que como inicio de esta política, el general Calles no ocultó, durante el ejercicio de su cuatrienio presidencial, una viva simpatía hacia la causa nacional que en Nicaragua acaudillaba el general César Augusto Sandino, quien dentro de su suelo patrio no sólo luchaba contra el partido contrario, sino también combatía la intervención armada de Estados Unidos. En medio del conflicto que se sucedía en territorio nicaragüense, el general José María Moncada logró que le hicieran presidente de la República de Nicaragua, con lo cual el gobierno de Estados Unidos creyó que la paz y concordia estaban restaurados en tal país, y no tuvo por qué ocultar su satisfacción y pedir a México el reconocimiento de Moncada. A tal petición, hecha por conducto del embajador norteamericano, contestó el presidente Portes Gil, que el gobierno mexicano no reanudaría sus relaciones diplomáticas con Nicaragua, mientras en este país existiese un gobierno contrario a la organización política nicaragüense y en tanto la República centroamericana estuviese ocupada por fuerzas armadas extranjeras.

La resolución de la diplomacia mexicana fue tan decorosa, aunque con visos de intervencionismo doméstico; pero sobresaliendo la negativa de reconocer a un gobierno que estaba apoyado por una fuerza armada extranjera de intervención, que la Casa Blanca no insistió en sus pretensiones. Además, el caso de Nicaragua vino por esos días a menos, debido a que el general Sandino dio una tregua a su lucha y pidió asilo en México (enero, 1929).

Sin titubeos, Portes Gil no sólo garantizó el asilo al patriota nicaragüense, sino que dio órdenes a los agentes diplomáticos de México en Costa Rica, Honduras y Guatemala, para que el general Sandino fuese considerado, dentro de tales territorios extranjeros, bajo el amparo de la bandera mexicana.

Esta franca y resuelta actitud de Portes Gil, aunque colmada de peligros, puesto que estaba más allá del derecho de asilo, señaló la existencia de una verdadera diplomacia mexicana; sobre todo de una diplomacia de amistad, reciprocidad, y entereza en relación con los países de América Central.

Cierto que las órdenes del Presidente no dejaron de suscitar temores a pesar de que Portes Gil con mucha habilidad dejó varios puentes para las oportunas retiradas; pero los amenazantes nubarrones pronto desaparecieron. En efecto, sin tropiezo alguno y sin necesidad de la protección que aconsejaba la orden presidencial, el general Sandino llegó felizmente a México y se instaló en Yucatán, punto estratégico desde a donde estaba en aptitud de realizar nuevos preparativos bélicos, para una segunda expedición armada a su patria. Así, asilado y protegido en Yucatán, Sandino empezó a reunir hombres y pertrechos de guerra; ahora que ello ocasionó el disgusto del presidente Ortiz Rubio, quien mandó una vigilancia al caudillo nicaragüense, advirtiéndole que México estaba en desacuerdo con las actividades bélicas de un asilado político.

De esas empresas de Sandino y de las inquietudes políticas que se suscitaron en los países centroamericanos a propósito de los proyectos bélicos de los diferentes partidos y caudillos, nació en el secrerario de Relaciones Exteriores Genaro Estrada, la idea de estabilizar y adoctrinar la política de México en el extranjero; y al efecto, fijó (27 de septiembre, 1930) que México otorgaría su reconocimiento diplomático a los gobiernos de facto, sin calificar ni precipitadamente ni a posterior, el derecho de las naciones para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades.

A esta declaración del secretario de Relaciones, considerada como punto de partida de una política diplomática de muchos alcances, y que empezaba por hacer incompatible la interferencia mexicana en los negocios de Nicaragua, se la llamó, por acuerdo del Instituto Americano de Derecho, Doctrina Estrada, en honor del ministro mexicano que representó el substrato de una considerada y compatible política de nacionalidad.

Y no solo para el Instituto Americano tuvo el comunicado de Estrada el carácter de Doctrina. Ahora, los principales adalides de la Revolución, salvados los peligros que pudieron desarrollarse en torno al conflicto doméstico de Nicaragua y abandonando al patriota Sandino, dieron a la disposición de Estrada el carácter de una representación de la más pura justicia internacional. Existió, pues, a partir de tales días, una diplomacia mexicana basada sobre los principios de justicia. Así, a una justicia doméstica, correspondía una justicia universal preconizada por el alto espíritu revolucionario de México. Ahógose de esta manera, cualquier título de intervencionismo y el derecho de cada Nación para establecer su autoridad conforme a su idiosincrasia, abrió todas las válvulas del espíritu de independencia y soberanía nacionales.

El influjo de la nueva doctrina fue manifiesto desde luego, primero, en los instructivos a Fernando González Roa, comisionado mexicano en las investigaciones y temas conciliatorios para los arreglos del conflicto territorial y armado entre Bolivia y Paraguay; después, en la franca actitud neutral de México sobre el caso de China, hecha pública en el seno de la Asamblea de la Sociedad de las Naciones por el delegado de México Francisco Castillo Nájera. Poco más adelante, puesta de relieve en el protocolo firmado por México y Estados Unidos en conexión a la discusión de las reclamaciones agrarias; protocolo que confirmó el derecho mexicano de determinar y aplicar sus propias leyes y el respeto que tales leyes debería tener en el exterior.

Tal confirmación del Derecho mexicano se acrecentó, al corresponder la Nación, aceptando el fallo (abril, 1932) del arbitramiento pronunciado por el rey Victor Manuel III de Italia, conforme al cual, Francia, y no México, tuvo la soberanía sobre la isla Clipperton que había estado considerada como parte del suelo nacional.

Formó, pues, tal aceptación mexicana, dentro del principio de justicia internacional, que era la parte afín a la de justicia doméstica.

Debido a ese principio, que si no era nuevo en el mundo, sí pasó a ser un sobrefundamento de la independencia y soberanía de México, las relaciones mexico-norteamericanas tuvieron un nuevo período de comprensión; pues los intereses de ambos países, que en ocasiones habían tenido fuertes razonamientos, demandaron —y Ortiz Rubio estuvo dispuesto a concurrir a tal demanda— no una nueva prórroga como en 1925, sino una resolución sensata y patriótica; y de esta manera, recomenzaron las negociaciones formales sobre las rectificaciones al cauce del río Bravo, los arreglos sobre el Fondo Piadoso de California y la reintegración a México de la zona del Chamizal.

Todo esto fue conducido por la Cancillería mexicana con mucha cordura y celo; pero también con la firmeza que aconsejó un hombre que, como Genaro Estrada, supo sustituir su ignorancia acerca de los problemas del Derecho y los engendrados por la Primera Guerra Mundial, con una laboriosidad suprema, una clarísima inteligencia y un sistema de consulta que sin minorar su jerarquía de secretario de Estado, sirvió para dar un lucimiento a la diplomacia mexicana.

Mucho valimiento de estadista tuvo, en efecto, Estrada; pues sin poseer una educación formativa revolucionaria y sin tradición diplomática, dio a la Cancillería mexicana las bases de la nacionalidad preconizadas por la Revolución. Además no solo fundó la doctrina que lleva su nombre, sino que adoctrinó y organizó un cuerpo diplomático, que caracterizó en el extranjero, aunque lentamente y en medio de explicables titubeos, la inspiración creadora de México.

Unió también el secretario de Relaciones a los problemas exteriores, durante los días que examinamos, una función práctica para proteger a los mexicanos que residían en Estados Unidos, así como una segunda con el objeto de reintegrar al país a todos aquellos connacionales que por causa de las guerras intestinas habían huido del suelo de México.

Originóse de tales propósitos, una tarea proteccionista no tanto de intereses materiales mexicanos, cuanto de tradiciones e individuos de México, obligados a permanecer en suelo norteamericano.

De esta suerte, la Revolución iba produciendo una evolución, que de los primeros síntomas de formación nacional avanzaba a la construcción de un cuerpo de doctrina internacional; de experiencia y ciencia diplomática, también.
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