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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 29 - CRISIS REVOLUCIONARIA

DIFICULTADES ENTRE EL ESTADO Y LA FE




Sin tener razón ni doctrina para inspirarse y ejecutar el agravio por el agravio, las luchas intestinas mexicanas, siempre tumultuorias y recelosas, queriendo vengar, como ya se ha dicho en otro libro, la muerte del presidente Francisco I . Madero y del vicepresidente José María Pino Suárez y reparar, al mismo tiempo, el desquiciamiento sufrido por el país, trataron de encontrar y castigar, al través de sus numerosos episodios de pensamiento y acción a los culpables de tales acontecimientos; y aunque no existía una prueba fundamental o incontrovertible que acusara a la Iglesia y Clero de México, como responsables o casi responsables de atentados de esa naturaleza que eran tan graves como despreciables, los caudillos de la guerra, siempre en alas de las emociones que producen el rifle y la pólvora y que constituyeron la vocación bélica de la época que remiramos, no pudieron detener sus impulsos contra lo que significaba una autoridad que, sin ser civil ni militar, representaba la responsabilidad de la conciencia; y como a lo anterior se agregó el influjo del juarismo, considerado por el vulgo -y sólo por el vulgo— a manera de ser la antinomia de la Iglesia, la fuerza de las armas cayó atropellada y vigorosamente sobre todas la manifestaciones de la jerarquía y oficios eclesiásticos de la República.

La carga y descarga contra la Iglesia fue terrible. Así y todo, no se amenazó la existencia de la religión, puesto que ésta no sólo poseía la categoría de inspiración y fé populares, sino también, aunque vergonzosamente, creencia de numerosos caudillos de las propias luchas intestinas. No dio, pues, la guerra ni un decreto, ni una ley, ni un dictamen que amenazara la vida y práctica de la religión en el país; aunque sí fueron expedidas disposiciones transitorias y constitucionales, más que con el objeto de agredir a la Iglesia y sus obispos, con el fin de tener una acción faccional y o bélica en nombre de la cristiandad mexicana.

Esto, sin embargo, dentro de un pueblo como México, sí sirvió temporalmente a los caudillos revolucionarios; y lo aceptaron también, con abnegación y dignidad, los obispos a pesar de que vieron violados los recintos destinados al culto de la Divinidad, siempre respetables por ser sosiego de almas transidas por el dolor; si todo eso, se dice, fue sumisamente admitido en vías de temporalidad, tampoco podía ser eterno. El desorden de las mentes era fortuito de ninguna manera permanente y destructor; el atropello de las armas, era consecuencia del ardimiento humano que suele gozarse en las funciones de la violencia. Así, la equidad y la razón deberían volver a todos los ámbitos de la República y con ello restablecer el reino del pensamiento y empresas humanos.

Pasados, pues, los sucesos violentos de la guerra, desde la caída de Carranza; proclamadas una vez más las libertades públicas, los católicos se creyeron amparados -y lo estaban- por las leyes, y debido a esta consideración, tan explicable como equilibrada, se unieron a las nuevas pléyades políticas; pero, ora porque no pocos de los jóvenes líderes católicos se pasaron incondicionalmente a las filas del partido de la Revolución, ora porque los católicos carecían de recursos pecuniarios para enfrentarse a la parcialidad política sostenida o apoyada con el dinero del Estado, ora porque la conveniencia de los incentivos que ofrecía el oficialismo neutralizó a un alto porcentaje de la grey católica, el hecho es que el partido confesional, languideció como tal.

Esto no obstante, existían tantos y arraigados rencores dentro de una Fé postergada, que en el alma recóndita del pueblo, y sobre todo en la correspondiente a la clase selecta del cristianismo mexicano, se henchía la idea del desquite o la venganza, que si como idea religiosa era inconcebible, sí tenía función y compatibilidad como idea humana.

Ahora bien: preocupado el Estado por los grandes y amenazantes problemas que lidiaban con la riqueza física del país, no advirtió las proporciones que adquiría la explicable malquerencia política de los líderes católicos, máxime que éstos se sentían intencionadamente excluidos de la vida política y civil de México. De esa suerte, considerando tal condición de ánimo, no era difícil prever que cualquiera chispa, ya de la ininteligencia, ya de las rozaduras casuales, podría llevar a católicos y revolucionarios, no tanto a la controversia del desengaño, cuanto a la guerra del desquite.

A pesar de esa situación muy cercana al trance, dentro de la cual lo único que no se podía adelantar era de dónde partiría la agresión cuando a ésta se resolvieran las partes, los católicos aceptaron, con extraordinaria dignidad y heroísmo, concurrir a un juego de provocación iniciado por los caudillos de la Confederación Regional Obrera Mexicana, quienes empeñados en hacer méritos políticos, de manera que el gobierno de Calles se sintiera más comprometido con tal organismo, inventaron y pusieron en práctica la idea de crear una iglesia católica cismática,; y al efecto, burdamente levantaron un aparato propio al caso, y empezaron la obra, ocupando (21 febrero, 1925) violentamente el templo de la Soledad, en la ciudad de México, entregándolo al sacerdote José Joaquín Pérez, quien sirviendo con docilidad a los intereses políticos de la CROM, se proclamó patriarca de una Iglesia Mexicana, además de tomar otras descabelladas resoluciones.

El suceso, que dio origen a tumultos y agravios, debilitando las simpatías populares merecidas por un gobernante como Calles, cuando éste apenas empezaba su presidenciado, si no condenado por el orden que mandan las leyes, sí fue neutralizado por el Estado.

A tan negativo como inconducente suceso, se agregaron en esos días las exageraciones anticlericales de los gobiernos de Veracruz y Tabasco, que sin tener otro motivo que el de una inoportuna glorificación liberal, dictaron medidas encaminadas a limitar las funciones del sacerdocio. Al efecto, en Tabasco fue expedido un decreto estableciendo que para ser ministro del culto se requería ser casado y tener la edad de cuarenta años.

Además, tanto en uno como en otro estado, los grupos oficialistas empezaron a editar folletos en los cuales con lenguaje soez se atizaba la hoguera contra el clero; luego, se mandó la vigilancia a los sacerdotes, con la amenaza de que a cualquier falta que estos cometieran contra las leyes de Reforma, los templos serían entregados a los cismáticos.

De esta manera, bien pronto comenzaron a exaltarse las pasiones y el ambiente en el país quedó preñado de los más negros presagios, máxime que los católicos ya no ocultaron el propósito de defender a su Iglesia en el terreno al que se les llevara.

Y, tratando de cumplir la advertencia, bajo la dirección de Miguel Palomar y Vizcarra, René Capistrán Garza y Luis G. Bustos, los católicos fundaron (14 de marzo, 1925) la Liga Nacional de Defensa Religiosa. Era ésta, en la realidad, un ejército cristiano en ciernes, que pronto contó con numerosos adeptos en los estados de Guanajuato, Michoacán, Aguascalientes y Jalisco.

En este último, la Liga no tuvo las características de un mero agrupamiento de gente selecta dispuesta a hacer frente a las agresiones a su fe. En Jalisco, tal organización surgió como un movimiento, al que correspondieron las clases más pobres y principalmente las rurales, que ya sin recato emprendieron manifestaciones éncaminadas al ejercicio de la violencia; y al caso, anunciaron su determinación de proceder a boicotear impuestos y espectáculos y todo lo que tuviese conexión con los asuntos y vida del Estado.

Los obispos, como ya se ha dicho, no tanto con el propósito de inmiscuirse en asuntos que, como el pretender hacer controvertible una Constitución nacional a la cual todo mexicano estaba obligado a respetar, por ser tal la esencia de los códigos, cuanto por el cúmulo de mortificaciones y responsabilidades que llevaban en su ministerio, como consecuencia de los atropellos a los templos y dignidades de su Iglesia, habían detenido todas las manifestaciones rebeldes de su grey — manifestaciones que ahora trataban de hacer efectivas los jefes de la Defensa.

Esa actitud de deliberado pacifismo cristiano, sin embargo, no podría ser permanente e inalterable. Llegó el momento en el cual, la beatitud episcopal fue impotente para seguir oponiéndose a los designios del partido católico, que se sentía humillado ante los nuevos y cada vez mayores arrestos anticlericales de los funcionarios del gobierno, que sin necesidad de Estado alborotaban y desafiaban los ánimos hasta de la gente más tranquila y ajena a las luchas sociales o políticas.

Tal era el estado de cosas; tal el embarazo en que se hallaban católicos y anticlericales, cuando un reportero de El Universal, publicó una declaración del arzobispo de México, hecha en años anteriores, como declaración del día, en la cual el prelado censuraba los astículos 3°, 5°, 27°, y 30° constitucionales.

Las actualizadas palabras del arzobispo José Mora del Río, causaron molestia y desagrado a la gente del Gobierno; y aunque el prelado pudo esclarecer la verdad sobre el origen de su declaración, no lo hizo por razón piadosa, pues habiéndosele arrodillado, humilde y arrepentido el autor del refrito periodístico, pidiéndole que no le perjudicara diciendo la verdad de lo acontecido, accedió a callar, sin disipar las dudas oficiales y tomando, la responsabilidad del hecho.

Frente a lo dicho por el obispo no fue necesaria una larga espera para la respuesta oficial. En efecto, sin averiguar ni examinar el fondo de las palabras episcopales, el secretario de Gobernación coronel Adalberto Tejada, individuo generoso e inteligente, pero político intolerante y caviloso, exagerando el tono y el principio doctrinal de la autoridad nacional, acusó al arzobispo de México de rebeldía y de incitar a la rebelión, de lo cual estaba muy distante Mora del Río, pues era persona tranquila dedicada al culto de la idea de Dios.

Hacia los días que recorremos, la autoridad episcopal que había sido tan mermada durante las luchas intestinas, no tanto dentro de su jurisdicción eclesiástica, cuanto en la controversia con el Estado, ya no estaba tan débil,para hacer silencio en torno a la acusación del coronel Tejada. Después de doce años de tropiezos y amarguras, había surgido, como muro protector de la fe, una pléyade de jóvenes, que sin desoir ni dejar de venerar a los obispos, se consideraba llamada a acaudillar el desquite político de la grey católica mexicana.

Por su parte, el gobierno nacional no columbró la fuerza que representaba o podía representar la juventud católica, y desdeñosamente la tuvo por endeble y asustadiza, y sin tenerla en consideración, dejó que embarneciera, sin sospechar que esa gente, ajena a las tácticas mansas y ordenadas del antiguo partido católico y ajena también a los temores y horrores de la guerra, era capaz de preparar una nueva lucha armada en el país.

Subestimando, pues, las empresas de la juventud e insistiendo en sólo ver al partido católico histórico, el Estado omitió todos los cálculos sobre las amenazas que representaba la naciente élite de la fe, y en respuesta a las amenazas decretó más restricciones para el ejercicio sacerdotal, lo cual únicamente sirvió para exacerbar los ánimos de quienes estaban dispuestos a convertirse en soldados de la Religión.

Y, ciertamente, la Liga de Defensa, dirigida por esos jóvenes valerosos e inteligentes, promovió en el país un fanatismo agresivo y clandestino, que en pocos días puso al gobierno en situación defensiva, porque la Liga ya no hizo oculto su propósito de tomar las armas, no tanto para evitar la destrucción de la Iglesia que nunca pensó en llevar a cabo el Estado, cuanto para vengar las burlas y agravios que los políticos revolucionarios habían hecho sistemáticamente a la Iglesia y al Clero, desde 1913.

No apreció el gobierno todas las fases del movimiento iniciado por la Liga, y creyendo que los verdaderos responsables de las manifestaciones de descontentos, así como de los disturbios callejeros que se realizaron en la ciudad de México y las capitales de los estados, eran los obispos, mandó aprehender a los prelados, incluyendo al delegado Apostólico.

Ahora bien: si algunos obispos, y entre estos el de Huejutla José de Jesús Manrique y Zárate, se habían pronunciado literariamente contra el Estado y la Constitución; si otros formaban el punto de apoyo de las actividades que desarrollaba la Liga de Defensa, no todos los obispos correspondían a los preparativos insurreccionales que hacían los propios líderes de la Liga.

Estos, al efecto, sin calcular los males que iban a proporcionar a la República, y sin medir su responsabilidad como caudillos de una rebelión, fácil y audazmente desenvolvieron sus planes subversivos. No consideraron, dentro de ese camino, que si en el campo de la paz no había sido posible lograr la tolerancia oficial, con la guerra hecha a un Estado ya embarnecido, en vez de obtener alguna ventaja para su credo, sólo ocasionarían el sacrificio de una juventud altiva y hermosa a la cual, por otro medio, que no fuese el de regar con su sangre el suelo patrio, la habrían conducido a la libertad y respeto a su Iglesia.

Mas, la inocencia e irreflexión juveniles, entregadas a la idea de Dios, por un lado; la violencia de un Estado que después de innúmeras vicisitudes estaba temeroso de volver a la anemia que producen las guerras intestinas, por otro lado, eran fuerzas destinadas a chocar. Ni un puente, para una retirada honrosa, benévola y humana dejó abierto ni una parte ni la otra parte, de manera que los primeros síntomas (abril, 1926) de la juvenil rebeldía cristiana, produjo en el Gobierno todos los temas y acciones de la violencia que por naturaleza manda el poder público, aún cuando no sienta amenazados sus cimientos.

Un único esfuerzo para evitar aquella contienda tan desigual como trágica, en la que un puñado de jóvenes inspirados por su fe iba a combatir con un ejército fogueado en las batallas casi incesantes de diez años, fue hecho para evitar tamaña conflagración que de antemano se sabía iba a lacerar el alma nacional. Tal esfuerzo lo llevaron al cabo siete obispos norteamericanos, quienes en su noble propósito no titubearon en dirigirse al presidente de Estados Unidos pidiéndole sus buenos y generosos oficios, humanos y no oficiales, para que se evitara el derramamiento de sangre mexicana.

Sin embargo, tal nobleza de ánimo, en vez de servir a la procuración de la paz, tuvo tanta semejanza a una intrusión extranjera, que únicamente sirvió para caldear el ambiente y sobre todo para producir la indignación de la autoridad civil de México.

Así, y sin que nadie más pensara en servir de mediador en la contienda que se avecinaba, nuevos y muy dolorosos días se acercaban para la patria mexicana, sin que se avistara un poder moral bastante y considerado a fin de evitar los acontecimientos que se dibujaban en el horizonte y que se agravaban día a día; porque en efecto, tomados por la Liga de Defensa los dispositivos bélicos, los obispos inconsultamente procedieron a cerrar los templos, con lo cual soliviantaron los ánimos populares; porque al tiempo de aquellas iras del mundo católico, expresadas en atropelladas procesiones, en colectas clandestinas para la compra de pertrechos de guerra, en excitativas insidiosas y en juntas conspirativas, el Estado puso en vigor (2 de julio, 1926) la ley reglamentaria del artículo 130 constitucional, a la que se llamó Ley Calles, que sin ser atentoria al credo religioso, fué útil para que los caudillos católicos tuvieron motivos de las primicias del martirio, hasta el cual se elevó al fanatismo en la lucha armada de la juventud católica de México.

Esas manifestaciones de angustia y sacrificio de los jóvenes mexicanos, tuvieron efectos de mucha consideración, más en el extranjero que en el país; pues en el exterior, durante esos días, y como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, el mundo civilizado sentía un verdadero culto de las libertades, de manera que la suspensión de oficios religiosos en los templos de México (31 de julio, 1926), no se tuvo en el mundo solamente como consecuencia de los atentados cometidos por el Estado mexicano a la Iglesia, sino que dio la idea de fatal e incivilizado atropello a las libertades constitucional y de creencia.

Además, el Vaticano que había seguido una inalterable y sabia política de neutralismo en las controversias mexicanas, no sólo aprobó la suspensión del culto, sino que el Sumo Pontífice censuró al Gobierno de México y el secretario del Estado Vaticano declaró impropia y atentoria la conducta del presidente Calles, debido a lo cual la República mexicana quedó en el entredicho de los gobiernos europeos. Esto, como es natural, produjo gran detrimento al país, y detuvo los trabajos de reconstrucción nacional que llevaba a cabo Calles.

La clausura de los templos, la voz condenatoria de la Santa Sede, la propaganda sediciosa o casi sediciosa de la juventud católica que se hallaba bajo el influjo insurreccional de la Revolución mexicana, todo, todo eso condujo a los agresivos adalides del cristianismo y a los agentes del Gobierno nacional a una condición de odios, que no demoró en asomarse al campo de la violencia; violencia del cuerpo oficial y violencia del populismo católico, de lo cual se llegó públicamente a la certeza de que el país estaba entregado a un conflicto entre la Iglesia y el Estado.

Sin embargo, hasta finales de julio (1926), las manifestaciones hostiles de una parte hacia la otra parte, no pasaban de tener las características de escarceos políticos. El gobierno acrecentó las exigencias hacia los sacerdotes, obligando a los curas a un registro de notoria represalia; y aunque acusó a los obispos de estar fomentando la rebelión, tal aparato no tuvo más objeto que amedrentar al clero y poner a los obispos en el campo de la ilegalidad; ahora que éstos no comprendieron el alcance de la finta oficial y yendo más adelante, los prelados de Yucatán, Michoacán, Jalisco, Nuevo León y Oaxaca, suscribieron una pastoral, confirmando la suspensión del culto y aconsejando a los padres de familia que no enviaran a sus hijos a las escuelas oficiales.

En este tren de exaltaciones, tumultuarias, en las que no faltaron los cálculos optimistas y las heróicas empresas, los líderes católicos cayeron en el error de los conspiradores: desestimaron el poder del Estado y creyeron en la fuerza de su número, de manera que se situaron tan lejos de la realidad, que tuvieron la ocurrencia de decretar, por medio de la Liga de Defensa, un boycot a la vida económica de México, llevados por el ensueño de que con tal boycot se desquiciaría un orden fundado en un sin número de poderosos agentes civiles, mercantiles, militares, bancarios, diplomáticos y jurídicos. Tan magno fue en esos días el delirio de la fe acongojada que no se dudó en el desenvolvimiento del siempre supuesto poder de lo inerme.

A partir de ese momento, los movimientos de la Liga de Defensa, dejando a su parte los epopéyicos, se convirtieron en juegos infantiles que el Estado, en su obligación incuestionable de defenderse, conocía y estaba en aptitud de exterminar.

Las esperanzas, pues, de los adalides liguistas, de un levantamiento general y popular en la República pudieron darse como propias a un exagerado optimismo. Mas no fue así; porque la actitud desafiante y antigobiernista de la gran mayoría de los mexicanos fue tenida como pie de una acción bélica; ahora que mucho distaba la masa católica de tal fin. Graves desórdenes callejeros se produjeron ciertamente en Chihuahua y San Luis Potosí, en Hidalgo y Nayarit, en Colima y Tabasco; y si en tales desórdenes se registraron no pocos abusos de autoridad y con los mismos se estimuló el espíritu de rebelión, todo éso no bastó para que la gente se lanzara a los campos de batalla. Los católicos, una vez expresado su descontento en procesiones y peroratas, en proclamas y decretos, volvían al sosiego hogareño.

El único y verdadero tema que vivió profundamente entre la grey católica, fue el de reunir dinero para defender a la religión contra los atentados del gobierno; y a contribuir concurrieron los católicos ricos y pobres; aunque las sumas recaudadas debieron ser muy cortas, puesto que aquel mar de la fe tan agotado a los comienzos de agosto de 1926, no levantó mayores murmurios urbanos en el resto del año.

No aconteció lo mismo en la población rural a donde los adalides de la Liga trasladaron sus actividades; porque ahora animaban al pueblo de México a un alzamiento. Y, al efecto, la juventud católica de Jalisco y Michoacán se ponía al frente de grupos armados.

Muy penosa fue para el país aquella situación; muy penoso para el Estado interrumpir sus tareas constructivas; muy penoso para propios y extraños los nuevos derramamientos de sangre. Calles no podía retroceder, porque el asalto de los líderes católicos no era precisamente contra el partido callista, sino contra el propio Estado mexicano.

Hubo, en medio de esa amarga situación, un intento, más cordial que político, para borrar la idea del desquite católico. Al efecto, el licenciado Eduardo Mestre concertó una conferencia del presidente de la República con los obispos Leopoldo Ruíz y Flores y Pascual Díaz. Pero esto se hizo a destiempo. Las pasiones levantiscas y vengativas estaban ya incrustadas principalmente en la gente pueblerina. No era posible reintegrar al sosiego las ilusiones bélicas de la juventud católica, ni el gobierno, dispuesto a liquidar los intentos insurreccionales, podía obtener sus ordenes, sobre todo porque bajo el influjo de la propaganda oficial, el ejército se sentía entusiasmado por la guerra. Las esperanzas de la victoria en una nueva contienda armada llenaban el ambiente del país; y como era fácil advertir que los católicos carecían de dinero y pertrechos; de caudillos guerreros y cuerpos organizados, para el ejército nacional se presentaba una perspectiva de triunfo prometedor.

De esta suerte, la conferencia del Presidente con los prelados, se perdió en palabras más cercanas al desafío que a la armonía; y como si sólo esperaran los resultados de la entrevista, el 6 de septiembre ocurrió un levantamiento en San Juan de los Lagos. Fue un alzamiento cual el vulgo llamó Cristera desde esos días; apellido que los propios sublevados aceptaron y adoptaron para designarse.

Una vez más, la República estaba entregada al estruendo de las armas. El 29 de octubre (1926) el general Rodolfo Gallegos se proclamó jefe de la rebelión cristera en el estado de Guanajuato. En Nueva York, René Capistrán Garza, la promesa mayor de la juventud católica mexicana, fue presentado a la jerarquía católica como delegado de la Liga de Defensa en Estados Unidos; después, ya como caudillo de la propia Liga, Capistrán firmó un documento (3 de diciembre) en el que apareció como Jefe del Gobierno de México, suponiendo que para tal fecha, los cristeros habrían triunfado en el país. En Yurécuaro (Michoacán), los rebeldes católicos, luego de tomar y entrar a la plaza, pasaron revista a poco más de dos mil combatientes: el ejército católico empezaba a ser una realidad, mientras que José F. Gándara se proclamaba a si propio general en jefe de tal ejército.

En la realidad documental, no existían ni gobierno ni ejército cristeros. Había en el país grupos de alzados católicos; pero tales grupos padecían la falta de coordinación, de armas y municiones y de cabecillas audaces; ahora que todas esas faltas eran sustituidas magistralmente por la fe y sacrificio de aquellos improvisados capitanes y soldados que se decían de Cristo Rey.

Ahora bien: mientras los grupos de alzados iban de un punto a otro punto del altiplano mexicano a donde estaba radicado el meollo de la rebelión, el presidente de la República, sin precipitación alguna, queriendo dejar que la rebelión acabase de brotar con el objeto de combatirla más eficazmente, mandó organizar los cuerpos militares, que formarían en las columnas de ataque.

Hacia los últimos días de diciembre (1926), el número de cristeros ascendió a siete mil hombres. Solo siete mil soldados había podido dar la grey católica de México, aunque esto no por falta de valor y amor a su religión, sino por sus escaseces pecuniarias. El Estado, en cambio, movilizó hacia los estados de Michoacán, Jalisco y Guanajuato, veinticinco mil hombres. El Presidente situó otros seis mil en México y Querétaro e Hidalgo y mandó avanzar al general Saturnino Cedillo con diez mil agraristas armados hacia Guanajuato y Querétaro. Con tales aprestos de lucha, el cristerismo no sólo estaba amenazado, sino prácticamente derrotado. Sólo una guerra de guerrillas podría mantenerlo con vida activa; y para ese género de lucha también estaba preparado el presidente Calles.

Sólo los milagros de la fe, asociados al tempestuoso continente de la juventud mexicana que había nacido en el nudo de las contiendas armadas, y que por lo mismo llevaba en el alma la idea de que la violencia era su tabla de salvación; sólo los milagros de la fe, se dice, unidos a las fuentes de la juventud eran capaces de seguir inspirando las empresas cristeras, que no hacían alto a pesar de los excesos que cometían los soldados del gobierno, ni de los atropellos que sufrían católicos pacíficos, ni del acrecentamiento de las fuerzas militares del Estado, ni de las derrotas que los cristeros experimentaban cada vez que presentaban el pecho a las balas del orden. Cerrados los ojos a la realidad, los católicos rebeldes, se empeñaron en continuar aquella guerra, que si para ellos tenían las características de santa, para la sociedad mexicana era estéril y para el bien de la patria negativa, completamente negativa.
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