Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo octavo. Apartado 4 - Consecuencias de la guerraCapítulo vigésimo octavo. Apartado 6 - Reconstrucción nacional Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 28 - EL GENERAL CALLES

EL PRESIDENTE CALLES




La disolución del triunvirato que constituían Adolfo de la Huerta, Alvaro Obregón y Plutarco Elias Calles, no sólo produjo la contienda armada remirada en páginas anteriores, antes también un estado de decaimiento político y moral en la nación mexicana; pues como era muy grande el prestigio de De la Huerta y se otorgaba a éste todo el crédito de la tolerancia social, se creía que los generales Obregón y Calles serían incapaces de realizar los progresos políticos y económicos que requería el país, puesto que tanto al uno como al otro únicamente se les concedía una capacidad de mando militar, pero de ninguna manera aptitudes para gobernar al país con propósitos de armonía nacional.

Para el vulgo, Calles y Obregón estaban clasificados como radicales extremos, de manera que con ello, al parecer superficial, amenazaban la unidad social y política de México; y como la República sentía el hartazgo de las luchas intestinas y ambicionaba la tranquilidad universal, muy difícil se creía que los dos generales puediesen mantenerse en el poder.

Debido a tal creencia, la Contrarrevolución empezó a alentar nuevas esperanzas de lucha y triunfo; ahora que como los viejos porfiristas y huertistas se hallaban exhaustos de fondos y prestigio, puesto que ningún progreso habían logrado en los diez años anteriores a la Sucesión presidencial de 1924, la Contrarrevolución buscó empeñosamente nuevos argumentos y otros caudillos.

Durante la guerra con el delahuertismo, el general Calles, hecho ya candidato presidencial para las elecciones de 1924, sin alejarse de las empresas guerreras y políticas del presidente Obregón, mantuvo una actitud discreta, sin comprometer sus derechos cívicos a fin de no invalidar su candidatura y sin tomar parte activa en los problemas guerreros a fin de no cargar con los odios y venganzas que siempre se suscitan con las guerras. Así, tan pronto como el delahuertismo quedó extinguido, el general Calles reinició sus trabajos electorales,

Al recomenzar su campaña, Calles se halló frente a un nuevo contendiente: el general Angel Flores, revolucionario osado y valiente, aunque muy rústico e ingenuo. Su carrera de guerrero así como de político tenía el crédito de la honorabilidad, pero sin poseer capítulos extraordinarios. Tenía numerosos enemigos en su estado natal que era Sinaloa y formaba entre los generales llamados por la ambición; pues como era emprendedor, esto le movía a mayores designios.

Tanta e incalculada ambición incitaba el alma de Flores, que éste no advirtió, cuando se le invitó a concurrir a la lucha electoral presidencial de 1924, que iba a servir a una causa contraria a la que había defendido desde 1910; porque iniciado en el maderismo, no se ausentó de las filas del partido popular sino a la hora en que aceptó la presidenciabilidad que le ofreció el Sindicato de Agricultores.

Constituían tal Sindicato, bajo cuyo nombre se ocultaba un verdadero partido político, los hacendados que se sentían lastimados por la aplicación de la Ley Agraria. Su bandera, en la realidad, correspondía a la Contrarrevolución, no tanto por defender los derechos de la legítima propiedad rural, cuanto por negar el valor de la Constitución y anidar el propósito de contrariar los principios de la Revolución, exceptuando el del Sufragio Universal, del cual quería servirse en 1924 con la candidatura de Flores.

Este, no obstante su personalidad de guerrero del noroeste de México, no igualaba a Calles ni en prestancia, ni en talento, ni en experiencia, ni en disposiciones de gobierno. Sin embargo, llevaba a la mano dos grandes acusaciones contra su contendiente; acusaciones que lograron dilatarse en el país. Flores y el Sindicato de Agricultores imputaron a Calles, en primer lugar ser partidario del Bolchevismo y pretender establecer en México una República soviética y socialista; después tener una ascendencia turca.

Calles, por sus ideas políticas formativas, pues había sido lector y admirador de los escritos literarios del grupo acaudillado por Ricardo Flores Magón desde los comienzos del siglo XX, se sentía atraído por el humanismo socialista; más el socialismo de Calles era un Socialismo sin Marx y sin Lenin; aunque no por ello dejaba de presentarse a la acusación vulgar de ser miembro del partido bolchevique y de proyectar la bolchevización de la República mexicana.

Sin ocultar, pues, su idea central socialista, el general Calles no advirtió cuán grande iba a ser su error al tener que cargar con el sambenito de un Socialismo marxista o leninista durante aquellos días y los que siguieron, de manera que en vez de hacer lucir sus ideas propias y sus propios designios, pareció ser un vulgar imitador o instigador del Socialismo de Marx y de Lenin. Con esto, no sólo ahuyentó de él, que poseía mucho talento y un gran sentido humano, a una porción de la sociedad mexicana, sino que se presentó como hombre intolerante, faccional e irreverente.

Ese aspecto de su vida y programa políticos, ya no lo pudo remediar el general Calles en el discurso de su campaña electoral, con lo cual, se perdió el verdadero sentido de su pensamiento; porque examinados cuidadosamente los documentos escritos que lidian con las ideas de Calles es fácil encontrar que éste era devoto de un sincretismo político, con el cual, sin violar los preceptos constitucionales, quiso dar a éstos una elasticidad conveniente, capaz de concurrir a solventar los problemas centrales de México, que tan profundamente le preocuparon; porque si el general Obregón quiso poner remedio a los conflictos de superficie que tanto afeaban al país como consecuencia de las luchas intestinas, el general Calles procuró ir al fondo de las cosas. Para esto, tenía una excepcional capacidad de analista y constructor.

Por no haber puesto atención en los daños que causaba al país y a su partido el uso continuo del vocablo socialismo, Calles perdió muchas horas de trabajo e hizo perder al pueblo de México un gran número de días en desconfianzas.

Ahora bien: si Calles pudo reparar esa falta, en cambio, por decoro, estuvo incapacitado para responder públicamente a la acusación que se le hacía respecto a su ascendencia extranjera; acusación que alcanzó los límites de la difamación, pues nada más grave para aquel hombre que el hacérsele aparecer como descendiente vergonzante de un camellero turco.

La versión de que el general Calles era hijo de un súbdito de Turquía y por lo mismo constitucionalmente no podía ser presidente de la República, se debió a la novedad insaciable del periódico Arizonan Republican, editado en Phoenix, que afirmó haber descubierto que el político mexicano era hijo de un camellero levantino llamado Elias, importado (circa 1860) por el gobierno de Estados Unidos para cuidar un rebaño de rumiantes en Arizona.

Ningún documento exhibió el Arizonan para probar su dicho. Esto no obstante, la versión fue acogida con vehemencia por los partidarios del general Flores y después, por largos años, sirvió de bandera para el anticallismo. Sirvió también para que el escritor norteamericano Robert Froman reiterara tal versión en la revista de historia American Heritage, aunque sin poder presentar una sola prueba para su aserción. Sin poderla presentar, porque examinados que fueron para la composición de esta Historia los documentos oficiales del gobierno de Estados Unidos conexivos a la importación de camellos y camelleros, no se halló la menor prueba que ligase a la familia Elias Calles, de Sonora, con el camellero turco Elias. Tan difamatoria fue la afirmación que el propio Froman, compelido para que señalara las fuentes de su información, se vio obligado a confesar que sólo se había basado en la gacetilla periodística del Arizonan Republican.

De todas maneras, la calumnia no sólo ofendió a Calles, antes también mermó el prestigio de los hombres de México. Por lo mismo, la candidatura de Calles, en 1924 fue objeto del desdén y disgusto nacionales; y aquel hombre, en quien estaba retratada la tipología de las familias yaqui y mayo, cargó injustamente sobre sus espaldas la fama de llevar en sus venas sangre levantina.

Con esas acusaciones al general Calles, la República cayó en las más hondas y negras preocupaciones, temeroso de que el callismo le condujese a una odiosa tiranía, sobre todo por haberse rodeado el candidato presidencial de radicalísimos líderes agraristas y obreristas.

En medio de tales cavilaciones, las elecciones nacionales, que costaron al país cinco millones de pesos, se efectuaron en julio de 1924. La proclamación del triunfo de Calles fue un acontecimiento previamente considerado y aceptado por la República, puesto que el general Flores no tuvo la calidad de un verdadero contendiente ni el pueblo concurrió a las casillas electorales.

Elegido Presidente, quiso el general Calles, guiado por su espíritu de progreso y empresa, y atosigado por preocupaciones de analista político y social, conocer y estudiar el por qué de las miserias económicas de México y el por qué de las riquezas de otras naciones, y al efecto resolvió viajar a Europa, tratar a los estadistas europeos, examinar el cuerpo de los partidos políticos universales, vivir cerca de las masas populares de otros países y traer a su patria todo lo que de bueno y útil hallase en su excursión por el extranjero. Había en Calles una sobresaliente idea de triunfo personal y patriótico. Tenía el propósito de significar cuán equivocados estaban sus enemigos políticos considerándole torpe protegido del general Obregón. Y, en realidad, Calles poseía cualidades personales capaces de hacer prácticos sus proyectos de recuperación y organización del Estado y pueblo mexicanos.

Grande fue la osadía del general Calles al preparar y realizar su viaje al exterior, pues muy corto era el crédito de México. La ingrata fama que había dejado la Guerra Civil estaba todavía fresca en Europa y en el mundo. El país vivía estigmatizado, y todo hacía creer en el fracaso de la excursión del presidente electo. Era además la primera vez que un caudillo mexicano, de hecho gobernante de la República, iba más allá de la frontera norte del país.

Con señalada dignidad, el general Elias Calles, sin más acompañamiento que el ingeniero Guillermo Zárraga y el doctor José M. Puig Causaranc llegó a Estados Unidos; y aquí si de un lado fue recibido por el líder de la American Federation of Labor Samuel Gompers, de otro lado fue invitado a conversar con el presidente de la República Calvin Coolidge, y en medio del asombro de propios y extraños —tan mayúscula así era la inspiración patriótica que animaba a Calles—, el político mexicano y el gobernante norteamericano se trataron con tanta familiaridad dentro del decoro de sus posturas nacionales, que Calles pudo sentar reales por su desenvoltura, dignidad y talento.

Eran aquellos días del mes de octubre de 1924, los correspondientes a la era de la Social Democracia y del populismo universales. Calles no trataría con los viejos hombres de gobiernos anteriores a la Primera Guerra Mundial que habían ofendido a la patria mexicana con sus intrusiones o pretendidas intrusiones durante el período de las guerras intestinas.

Los laboristas ingleses, acaudillados por J. Ramsay McDonald, vivían la primera época de su corto, pero vigoroso poderío político. En Alemania el Socialismo Mayoritario, al frente del cual estaba Friedrich Ebert, había ganado el Poder. Edouard Herriot, adalid del Partido Radical Socialista, era el primer ministro y caudillo del populismo francés.

Calles, pues, llegó a Europa a horas que hacían creer en todo lo novedoso. Hablábase, con naturalidad, y como si tal fuese la realidad tangible, de un nuevo Estado, de nuevos hombres, de nuevas ideas. Parecía como si la Primera Guerra Mundial hubiese tenido la fuerza y capacidad para sepultar un mundo y hacer nacer un segundo; como si las naciones pudiesen desprenderse de sus tradiciones y designios, para adoptar otras posturas y abrir inesperados horizontes. Las quimeras eran forjadas en torno a la paz terrenal perenne, a la comunidad de los bienes humanos, al alma creadora del hombre, a la procuración del mejoramiento de la pobretería, al asociamiento del trabajo. Herriot, precediendo a Calles, había iniciado los viajes de Estado; y como Calles, pensaba en la posibilidad de un sincretismo político. El plan Dawes, el Protocolo de Ginebra, la Conferencia de Londres; todo, todo eso se reunió en tomo a Herriot e inspiró a Calles para intentar las grandes aplicaciones económicas que quería para su patria.

Asociado a lo que observó durante su viaje por Europa y en sus tratos con los socialdemócratas y fabianos, con los radicales y laboristas, con sindicalistas y unionistas, había en el general Calles un acendrado mexicanismo. Conocía los problemas más íntimos de su patria; seguía la corriente intuitiva de la mentalidad mexicana; amaba a la clase nativa; sentía el valimiento de la instrucción, pues había sido maestro de escuela y trataba los infortunios de los filamentos más pobres de la sociedad mexicana. Asociaba igualmente a cuanto repasó sobre el origen y desarrollo de la riqueza europea y norteamericana su espíritu pragmático; quizás demasiado pragmático. Allí adonde no veía utilidad cercana y factible mandaba un intermedio. Ahogábale, pues, la impaciencia —el deseo de hacer todo a la vez y siempre de prisa. Esto, ciertamente, no constituía el camino más acertado para la tarea de un hombre de gobierno.

Aquel viaje a Europa y Estados Unidos, dio al general Calles nuevos alientos y nuevas empresas. Volvió al país cargado con grandes proyectos, sobre todo aquellos dirigidos a transformar la economía nacional, puesto que era este el tema principal de su preocupación; ahora que tal transformación no la fundaba, como los europeos, en el traslado de las riquezas, sino en la creación de riquezas.

Pero no únicamente en el orden económico quiso ser Calles un renovador. También consideró el orden político. Así, con tal hombre se inició otra edad política de México: la edad de las multitudes; pues si éstas no iban a gobernar al país, sí estaban llamadas, porque así lo quiso —y no podía ser de otra manera— el alma de caudillo de Estado que había en el general Calles, a fundar una fuerza oficial, útil tanto en las maniobras como en las finalidades del gobierno nacional.

De esta suerte, a partir de la inauguración de la temporada callista, los hombres de partido dejarían de brillar por su talento o su honorabilidad. El lustre político del individuo dependería de los tratos y programas más halagüeños que aquél destinase a la gente del pueblo que anteriormente no concursaba en los espectáculos o motivos administrativos de la República. Esta adulación a las masas populares, sin embargo, no correspondería a un tema mexicano; fue correlativa a la novedad europea puesta en boga por Benito Mussolini e importada a México con motivo del viaje del general Calles. A esa política de las muchedumbres, se seguirían las procesiones tumultuosas y obligatorias para los obreros y campesinos; los discursos y peroratas inmoderados y antojadizos. Con lo mismo nacería un tipo de líder que ya no sería el muñidor electoral, sino el audaz conductor agrario. La política no sería más una suma de ideales o idealizaciones; los elogios a los acontecimientos revolucionarios quedarían sustituidos por ideas de aplicación futura. Los caudillos de la guerra civil dejarían de figurar en las primeras filas, puesto que el callismo formaba una nueva élite civil. Los clubs políticos desaparecerían bajo el peso de las organizaciones obreras y campesinas. Una juventud impetuosa, que apenas había tenido tiempo para ilustrarse, se presentaba en la contienda política para constituir el cuerpo del callismo, dentro del cual la competencia radical sería uno de los agentes más importantes para decidir el porvenir de líderes.

Surgió de esa manera en el país una nueva emoción política a la cual correspondió el general Calles con actitudes destinadas más a atraer al proletariado que a convencer a los connacionales. Por esto, el desdén hacia quienes no pertenecían a la clase trabajadora se acrecentó entre los políticos, y la división de lo filamentos sociales surgió intensamente. Aquel hombre de tantas disposiciones de orden que había en Calles apareció, dado el imprevisto cambio de cosas, como un vulgar agitador que sólo los años harían volver al reconocimiento de sus virtudes civiles y de gobierno.

Tantas variaciones produjo en la vida política del país el carácter humano y progresista del general Calles, que en los cinco meses anteriores al 1° de diciembre (1924), el propio Calles adquirió las proporciones de un hombre dispuesto a servir exclusivamente a una sola clase social y con lo mismo a exterminar a quienes no comulgaran con la doctrina tan novedosa como ecléctica que presentaba. Además, muchas dudas surgieron en el país, pues para Calles cualquier obstáculo a la marcha de su partido o del Estado parecía ser producto de los reaccionarios a quienes desafiaba con palabras casi delirantes. Es necesario, dijo Calles, que sepa la reacción mexicana y la reacción extranjera que yo estaré siempre con los principios más avanzados de la humanidad; y en seguida amenazaba a la reacción clerical, que no existía en la realidad; o apremiaba a la renovación social, considerada como una corriente que invadía todas las sociedades de la tierra. Estas palabras de Calles, en un pueblo que carecía de tradiciones, ideológicas, causaban azogamiento y hacían creer que México se hallaba al borde del caos; y debido a esto, los adalides del callismo se sentían obligados, muy a menudo a contradicciones, de manera que si por un lado endulzaban al proletariado, de otro lado hacían promesas al capitalismo. El partido del general Calles, pues, había marchado con demasiada prisa, haciéndose ininteligible dentro del alma nacional, por todo lo cual empezaba a padecer la República.

Tales contradicciones sin embargo, correspondían, en su fondo como se ha dicho, al sincretismo político que con señalado empeño deseaba realizar el general Calles; ahora que las verdaderas intenciones del caudillo no podían ser comprendidas por un pueblo desacostumbrado al debate público y que además era muy suceptible a las innovaciones, puesto que la Revolución todavía no iniciaba el Alto Período del espíritu creador.

Debido a todo eso, el país estaba en ascuas; y en ese estado de incertidumbres emotivas, el general Calles rindió la protesta de ley el 1° de diciembre (1924), en el estadio nacional, con lo cual no sólo dio a la política y al Estado un carácter espectacular, sino que confirmó el poder de las muchedumbres, haciéndolas parte de aquel acto que anteriormente sólo correspondía al mundo oficial. Calles confirmó así su acendrado populismo, que ya no era una mera ensoñación, sino una realidad.

Confirmó igualmente el nuevo Presidente, su propósito de hacer a la clase obrera sostén del Estado, al nombrar secretario de Industria al líder de la CROM Luis N. Morones; y ello a pesar de que Morones no gozaba de fama bastante y considerada para asegurar la paz social ni el progreso de la manufactura mexicana. El hecho de que el desarrollo industrial del país qudase en manos de un caudillo obrero acusaba parcialidad en las nuevas autoridades de la República.

Otros dos personajes, si no parte del clásico obrerismo, pero si guiones de una política agresiva fueron también nombrados colaboradores del nuevo presidente. Tales personajes fueron el ingeniero Luis León y el doctor José Manuel Puig Causaranc. El primero representaba la actividad agraria, y habló desde los comienzos de su gestión en nombre de un Socialismo agrario, aunque sin determinar en qué consistía el fundamento de ese partido. El segundo llegó a la secretaría de Educación tratando de emular a José Vasconcelos; ahora que Puig Causaranc no poseía méritos literarios, ni pedagógicos, ni administrativos. Tales faltas, sin embargo, las sustituyó declarándose discípulo del Socialismo; y como no quiso quedarse atrás en aquella era de masas proletarias, empezó su obra educativa incitando al magisterio a sindicalizarse, sin considerar que en esos días una organización magisterial significaba una amenaza para el desarrollo y cimentación de una jerarquía escolar tan necesaria para México.

Grandes vuelos se ofrecían con esas composiciones ministeriales a las novedades políticas, más que al verdadero pensamiento de Calles, quien tropezaría con innúmeros problemas para fijar la idea de que su socialismo era un Socialismo sin Marx —un socialismo mexicano, sin instituciones específicas por pretender no tanto la transformación del régimen capitalista, cuanto la humanización de los bienes de trabajo y riqueza.

Pero mientras el país podía captar el verdadero sentido del Socialismo callista, el Partido Comunista, dirigido por los pintores capitaneados por Diego Rivera, los socialistas oportunistas de los que era adalid principal Vicente Lombardo Toledano y los comunistas espectaculares como el senador Luis G. Monzón, ranchero inverecundo, proclamaban a los cuatro vientos la cercanía de un régimen Marxista al cual era totalmente ajeno el general Calles.

Este, sin embargo, buscando amacizar los cimientos del Estado mexicano, dejaba que continuasen libre y golosamente los aleteos del marxismo, con la seguridad de que, aprovechados para los fines de la nacionalidad y bienestar de México tales aleteos, el Estado, ya fortalecido vencería sobre cualquier acción faccional. Al efecto, el Presidente, desde el primer día de su cuatrienio, no dejó de tener a la mano los instrumentos convenientes para pesar y medir las extravagancias u osadía de los grupos comunistas y socialistas hacia quienes, en el fondo, tenía un insondable desdén.

Calles sabía que no siendo México un país rico no podría sustanciar el poder del Estado en lo que no existía; y como lo único que era dable disponer para construir un Estado fuerte era la arrogancia y vigor de las masas obreras y campesinas, se propuso aprovechar a éstas, con la seguridad de que con las mismas embarnecería el tronco estatal, que a la vez era comienzo de una prosperidad y seguridad nacionales.
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