Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo octavo. Apartado 3 - El triunfo del presidenteCapítulo vigésimo octavo. Apartado 5 - El presidente Calles Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO CUARTO



CAPÍTULO 28 - EL GENERAL CALLES

CONSECUENCIAS DE LA GUERRA




Cuando el gobierno presidido por el general Alvaro Obregón acabó de extinguir a los sublevados delahuertistas, la República se vio obligada a concurrir a un suceso en casi todas las órdenes de su vida. El año de 1924 sumió al país en la desconfianza e inseguridad.

También un año fue perdido por Obregón en el cuatrienio presidencial, de manera que su obra, no obstante que la inició y presidió con talento y empresa, apenas logró lucimiento. Esto, como era natural, hizo creer al vulgo que Obregón sólo podía ser catalogado como político secundario y que su principal y tal vez único valimiento era el de un buen soldado. Sin embargo, el examen de tales días y la revisión de la obra personal del Presidente no corren al igual de la versión popular.

Obregón inició una era política en México, empezando por sortear con inteligencia y valor los problemas electorales. Al efecto, entregado totalmente a la vida primera de la Revolución acerca del Sufragio Universal, inauguró una excepcional temporada electoral. Para esto no midió los peligros ni calculó los resultados; se sintió capaz de encauzar todas las amenazas que sobreviniesen de los comicios. Dio beligerancia a los partidos; permitió el desenvolvimiento de los líderes políticos; dejó concursar las ambiciones, pedanterías e intencionalidades de la literatura periodística; reconoció los resultados electorales, mientras estos no constituyeron amenaza para la estabilidad del Estado e hizo crecer la ilusión nacional sobre la posibilidad de hacer efectivo el voto, como lo había proclamado el maderismo.

No dejó el Presidente, ya en elecciones municipales o estatales, ya en la organización de autoridades locales, de hacer manifiestos sus favores o simpatías; también el poder de su influjo. Esto no obstante, no desmintió su amor hacia las instituciones democráticas ni retrocedió ante los peligros de ver minados los intereses de su propio partido.

Para sobresalir a los peligros de la democracia electoral que se presentaban en las mesas de votación y en las juntas computadoras, así como en las disputas de partido y en la instalación de dobles ayuntamientos o congresos locales, el general Obregón se valió de su ingenio político, pues si ciertamente en algunas ocasiones el Estado se sirvió de sus soldados para dirimir contiendas, esto lo hizo el Gobierno con mucho tino y a manera de ser el instrumento necesario para restablecer el orden y cuidar del bien de los connacionales.

Numerosos obstáculos halló el Presidente para hacer efectivo el Sufragio. Así y todo hizo la primera planta de un edificio electoral rural. Sin legislar sobre la materia, aquel genio político que había en Obregón, empezó a modelar un sistema de consentimiento electoral que poco a poco se haría sistema en la República.

Grandes defectos tuvo tal sistema en su nacimiento; pero será impropio, por indocumentado, asegurar que el Presidente obró de mala fe. Sin apartarse de las ideas de justicia y probidad, Obregón, ante aquel amenazante alud de apetitos e ignorancias, de rivalidades y engaños logró hacer vencer la autoridad del Estado; y si no llevó más adelante lo que intuitivamente percibía, se debió a que, apenas restablecida la paz en junio de 1924, sólo le quedaron seis meses para dar orden a las cosas conexivas a su presidenciado.

Era tan grande el conocimiento político que poseía y practicaba Obregón, que sin tener derrotada totalmente la sublevación delahuertista, puso a la consideración y ratificación del Senado la Convención de Reclamaciones con Estados Unidos. Fue tal acontecimiento un desafío a la oposición; fue asimismo una prueba del poder obregonista; pero Obregón fiaba tanto en su tren político que pudo obtener la mayoría del Senado en la sesión del 1° de febrero (1924).

Un mayor obstáculo que las contiendas electorales; que la oposición política y que la propia sublevación de De la Huerta, tuvo que vencer el Presidente en el último año de su presidencia. Ese obstáculo fue la falta de alimentos.

La escasez de granos y carnes para el abastecimiento de la población nacional, empezó a sentirse desde mediados de 1923. La inseguridad sembrada por los agraristas; la fuga casi total de los hacendados; la transición que se operaba en el derecho de propiedad rural; la merma de signos monetarios en el campo; el inesperado crecimiento de las grandes poblaciones del país y con esto el abandono de los cultivos agrícolas, hicieron decrecer la producción agropecuaria, de manera que en 1924, el Gobierno tuvo que importar víveres por valor de cincuenta millones de pesos. Los cálculos oficiales indicaron en ese año que los productos nacionales sólo alcanzaban para alimentar al cincuenta y cinco por ciento de los mexicanos. En Quintana Roo y Chiapas, en Oaxaca y Puebla, la falta de maíz, frijol y carne fue tanta, que todo parecía indicar que se acercaba una época de hambre para el pueblo.

Para el vulgo, estas escaseces no se eran vistas como consecuencia de la situación creada por la guerra y las transformaciones agrarias. Atribuíanse al poder que ejercían los extranjeros, pero principalmente los españoles y chinos. Aquéllos eran dueños, condueños o arrendatarios de un alto porcentaje de haciendas y de giros mercantiles, tanto en el altiplano como en la costa oriental de México. Las cifras denotantes del poder económico que representaban los españoles no eran ni podían ser conocidas con exactitud; porque mezclados tales súbditos con la población mexicana, por una parte, exenta la economía agrícola de la supervisión del Estado, por otra parte, las estadísticas no estaban en aptitud de precisar los intereses hispanos en la agricultura de México; ahora que la riqueza de explotación de los peninsulares sobresalía, dentro de su totalidad, a las inversiones británicas y norteamericanas.

Por lo que respecta a los chinos, sin tener éstos un registro de capitales, como el que llevaban los gobiernos de Washington y Londres respecto a sus connacionales residentes en México, representaban en el noroeste del país un monopolio en los ramos de alimentación y ropa. Tales extranjeros poseían a lo largo de la zona costanera del Pacífico una liga de créditos y giros mercantiles de tanta magnitud que de hecho, los mexicanos estaban excluidos de las elementales disposiciones de competencia; y como todo eso caracterizaba una condición contraria a la idea de nacionalidad proclamada por la Revolución, se manifestó una reacción hacia los chinos; reacción más viva hacia el final de 1924, pues víctima el país de la escasez de alimentos, se atribuyó tal mal a un monopolio chino, de lo cual se originaron violencias, y con éstas, la expulsión de los asiáticos del norte de Baja California.

Obligados así los chinos a abandonar tierras y comercios, no pocos fueron los daños que causó tan atropellada disposición; pues aparte de que eran numerosos los asiáticos casados con mexicanas y numerosos también los niños, hijos de tales matrimonios, que quedaban excluidos de las garantías legales; y tanto la agricultura como el comercio sufrieron un fuerte descenso en Sinaloa, Sonora y Baja California; pues no existía una clase mercantil mexicana capaz de reemplazar la laboriosidad, la experiencia y el crédito de los súbditos expulsos. Por otro lado, no dejó de indicar tal suceso, que aquella fermentación de nacionalidad constituía el umbral del renacer mexicano.

Esos acontecimientos produjeron mermas en la economía nacional, ya agobiada por los parados, las ocupaciones de tierra y la lucha intestina de 1924; y como el remedio a tantas aflicciones parecía poseerlo el secretario de Hacienda Alberto J. Pani, todas las miradas y esperanzas se dirigieron a éste, creyéndosele capaz, gracias a su vanidad insolente, de transformar la economía de México.

Pani en efecto, iba de un plan a otro plan. Carecía de fijeza y determinación; ahora que su principal ambición consistía en recuperar el crédito nacional, perdido por la revocación del Convenio De la Huerta-Lamont sobre los pagos de la deuda exterior, por los apuros observados dentro del presupuesto nacional, por la desconfianza pública hacia los negocios del Estado y por la lucha armada.

Comprendido que hubo Pani la necesidad de rehacer el crédito, se dirigió a los banqueros de México invitándoles auna convención; y si éstos no se rehusaron a concurrir a la reunión (2 de febrero, 1924), tampoco se entregaron a los designios de Pani, por lo cual las conclusiones de la junta fueron estrictamente administrativas: depósitos y garantías, cuentas en monedas extranjeras, letras y cheques.

De la separación entre los establecimientos bancarios privados y las necesidades oficiales, que se advirtió durante la convención, fue culpable Pani. El dictamen de éste a propósito de supuestos malos manejos hacendarlos de De la Huerta, llevado a cabo en consecuencias de un desconocimiento de la sensibilidad administrativa y crediticia bancaria, originó en el país un estado de tanta desconfianza hacia los negocios fiscales que todos los planes oficiales quedaron desdorados de antemano. Pani ignoraba la existencia de una ley casi mecánica conforme a la cual la mengua a los hombres de Estado es mengua del Estado mismo.

Estaba, pues, perdido el crédito oficial, de manera que se consideraba que lo firmado hoy, podía quedar inválido poco adelante. Poníase así en duda la solidez de las personas y la solvencia de la hacienda pública. Así, hecho el mal por inexperiencia y venganza, muchos esfuerzos costaría a la Nación mexicana recuperar su reputación y autoridad en los siempre delicados asuntos fiscales y financieros.

Sin embargo, fue admirable el tesón de Pani para enmendar sus faltas; y al efecto, tratando de ganar la voluntad de los contribuyentes, estableció (9 de febrero) un tribunal de Apelaciones, encargado de conocer todos los casos de inconformidad sobre las infracciones del fisco. Después, expidió (29 de septiembre), la ley de bancos refaccionarios, tanto para auxilio de la industria, como del comercio; y tratando de aliviar la crisis monetaria, estableció una nueva cotización para el oro a razón de tres pesos cincuenta centavos por la moneda de plata, lo cual produjo desde luego una baja en el tipo de cambio de 0.49 por dólar.

La medida, sin embargo, no mejoró la situación. Las monedas de oro empezaron a desaparecer, y los juegos y beneficios de los cambistas produjeron numerosas alteraciones y lesionaron una vez más la confianza pública. En menos de un mes, no sólo se registró la ocultación de la moneda, sino que los depósitos bancarios sufrieron una merma considerable.

Otra medida más tomó Pani creyendo poder resolver la crisis: suspendió (30 de junio, 1924), el servicio de la deuda exterior; y para justificar su decisión hizo que el presidente de la República quebrantara las normas de un Jefe de Estado, usando palabras inadecuadas para reiterar las acusaciones a De la Huerta, atribuyendo a éste el error de haberse comprometido a pagar la deuda nacional en dólares al tipo de dos por uno con la moneda nacional, lo cual era una reclamación infundada, ya que al ser firmado el convenio con el Comité Internacional de Banqueros no existía otra cotización que la aceptada por De la Huerta.

Reiteró también el general Obregón, a instigación de Pani, que De la Huerta le había engañado hasta hacerle aceptar el convenio con Lamont. Tal engaño había consistido en hacer creer al Presidente que con la firma del tratado, los banqueros extranjeros quedaban comprometidos a otorgar un préstamo a México. Esta afirmación presidencial contradecía la verdad, puesto que De la Huerta, no realizó una conversión, sino sólo estableció un régimen de pagos.

La inexperiencia política de Pani llevaría más lejos de la racionabilidad de Estado al general Obregón. Este, a través del documento preparado por el secretario de Hacienda, hubo de decir: ... el gobierno ha venido recorriendo un largo y penoso Vía Crucis de penuria; y tal aseveración, aunque cierta, mermaba la dignidad y fortaleza del Estado, haciendo que la sociedad retrocediera cautelosamente ante el temor de hallarse en medio de una crisis más formal y perjudicial a los intereses privados.

Tales miserias de la hacienda pública eran correlativas a las miserias políticas. El Presidente, sin embargo, no dejó de ser una figura extraordinaria en el centro de los muchos devaneos que sufría el país; pues todo parecía ser un desconcierto. Los sufrimientos y angustias de la guerra civil surgían de nuevo; aunque en esta ocasión muy prometedores líderes nacionales estaban a la vista.

Tan grande descenso sufrieron los valores del talento político, que en el seno del Congreso de la Unión se escucharon las más disparatadas apreciaciones sobre la política nacional e internacional; pues si el diputado Manlio Fabio Altamirano simbolizó el alma de la libertad en un dictador como Nicolás Lenín, Luis N. Morones no pudo definir el Socialismo ni Ezequiel Padilla halló el meollo del Laborismo inglés.

Propio de esos días fue también el hecho de que el Presidente recibiese, como si se tratara de un personaje de la literatura universal, a José María Vargas Vila, escritor pedestre, escandaloso pueblerino, a quien Obregón admiraba desde sus años mozos.

Pero así como Vargas Vila era objeto de honores, así era objeto de desdenes y censuras oficiales el escritor José Vasconcelos. Este, más por capricho que por vocación quiso ser gobernador de Oaxaca, compitiendo con un ignorante a quien el gobierno nacional necesitaba para tal empleo, y esto no para dar saber ni grandeza a los oaxaqueños, sino para someter violenta y atropelladamente a quienes intentasen alterar el orden.

Incierto y quejumbroso se hallaba el Gobierno nacional. En cambio, en el seno de la sociedad, pareció haberse descubierto un nuevo mundo de la inteligencia. Al efecto, Antonio Caso hacía esfuerzos para penetrar a los problemas de su patria, pero como sólo se servía de su linda oratoria, hubo de situarse al margen de la vida cotidiana. En cambio, la naciente generación literaria abrió las puertas de un posible teatro mexicano; y a esto se siguió la inauguración formal de la radiodifusión, con la que empezó una vida artística. Al mismo tiempo Manuel Tousaint abrió el camino a la devoción arquitectónica virreinal y Diego Rivera iluminó el arte popular, aunque confundiendo lo vernáculo con la intuitiva empresa de incorporar al pueblo a la vida civil y administrativa de la República.

El otoño de 1924 fue frío y seco para el presidenciado del general Obregón. La gente quería ver correr los últimos días de obregonismo. La República era injusta en sus apreciaciones políticas; exigía demasiado de aquel hombre que en la realidad representaba el primer gobernante constitucional de la Revolución. A Obregón se le hacía culpable de los males que sufría el país. Dudábase, por lo mismo, de su pulso personal, de su capacidad política, del poder de su ingenio, de sus facultades administrativas. Sin embargo, para aliviar las acusaciones, de Obregón se decía que si era falto de méritos en la ciencia de gobernar los poseía en abundancia para las funciones de la guerra.

Sin restar esta última virtud, y porque asi lo enseñan los documentos de que hoy se dispone, el general Obregón, entregándose desinteresada, valerosa y dignamente a la superficial y peligrosa unicidad revolucionaria que se originó con los acontecimientos de 1920, probó fuerte y grandemente cuán notable político era; pues con sabiduría mantuvo su autoridad dentro del triunvirato que tanto lustre y firmeza dió al partido de la Revolución en 1920; y con sabiduría también, dió destino a cada uno de aquellos guerreros ambiciosos que a la hora de la caída de Carranza acrecentaron las obligaciones del Estado.

Además, todos los problemas de trasguerra, que Carranza había ido dejando en cartera, para no minorar su prestigio con asuntos controvertibles, y entre ellos el de la desocupación rural, que habían salido a la superficie al comienzo de la presidencia obregonista, fueron objeto de examen y consideración por el general Obregón. Este, pues, no se detuvo para confrontar todas las amenazas que se cernían sobre la República y que surgían como consecuencia de las luchas intestinas.

Durante sus cuatro años de Presidente no faltaron en Obregón ni el patriotismo, ni la laboriosidad, ni la tolerancia, ni el respeto a la leyes, ni la correspondencia a la amistad, ni el espíritu legislativo, ni el pulso cierto. Lo único que restó mérito a tan distinguido hombre, fue haber abandonado a la hora del trance electoral, su poder conciliador, para entregarse débilmente a la idea de la violencia por la violencia. Responsable asimismo de días cruentos fue De la Huerta; porque éste, que era la esencia de la armonía, pudo haber dominado los ímpetus de quienes estaban ofuscados para llevar al país a una nueva guerra.

Acreedor fue Obregón, por lo que de inteligente previsor, observador y gallardo había en él, de llegar invicto, firme y constitucionalmente al 30 de noviembre de 1924, si no amado y admirado por el pueblo de México, sí respetado como la autoridad superior de la República.

Pudo Obregón, dadas su facultades personales, alcanzar mayor estadio como Presidente, pero para explicar la falta, es necesario considerar que su obra como gobernante quedó inconclusa debido a los acontecimientos producidos por la sublevación delahuertista, que le obligaron a excederse en sus emociones y compromisos humanos.

Esto no obstante, de Obregón es necesario decir que en medio de muchas vicisitudes, alcanzó el pedestal del estadista; y su alma fue en ocasiones tan oscura y fría como un sótano, su cabeza, en cambio, nunca dejó de ser luminosa. Lo que ensombreció su figura fue la fiereza y frialdad de su mando, su espíritu de venganza y el castigo criminal que dio a sus enemigos.
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