Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo cuarto. Apartado 7 - La idea de DiosCapítulo vigésimo quinto. Apartado 1 - Desmembración del carrancismo Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 24 - CÓDIGO FUNDAMENTAL

RETORNO A LA VIDA MUNDIAL




Las guerras civiles que sacudieron al país a partir de 1910, excluyeron, por sí y por los intereses que en ellas concursaron, a México de la vida mundial.

Fueron tan numerosos y trascendentales los problemas domésticos que se presentaron a la vista nacional desde 1910, que los mexicanos, ora de partido, ora sin partido, ora instruidos, ora intuitivos se apartaron de los asuntos concernientes a otros países; y esto, no obstante que no pocos de esos negocios atañían a cuestiones internas de México, puesto que México vivió ayuntado más a preocupaciones e intereses financieros y mercantiles extranjeros que a sus propias preocupaciones e intereses, porque estos últimos fueron muy escasos, hasta la primera década del siglo.

La Guerra Europea, empezada a la mitad de 1914, no sólo produjo variaciones en los órdenes políticos, militares y diplomáticos de un Continente. También fue causa de modificaciones en asuntos demográficos, mercantiles, crediticios, industriales, marítimos y económicos del mundo. Las operaciones bélicas conducidas por submarinos alemanes a la mitad del oceáno Atlántico; las amenazas entre beligerantes para llevar sus planes de estrategia y rivalidad más allá de sus jurisdicciones territoriales y marítimas; las moratorias de pagos a deudas y créditos internacionales decretadas por naciones guerreras y pacíficas; los requerimientos de un mercado entregado a abastecimientos de materias primas aplicables a las necesidades bélicas y seguidos a todo eso, los nacientes precios universales y las migraciones de capitales, produjeron, aunque circunstancialmente, nuevos géneros de vida dentro del concierto universal.

México, sin embargo, vivió ajeno a tales sucesos en cuanto a pensamiento, pero no en lo conexivo a prácticas materiales. Y esto se debió no únicamente a innúmeras preocupaciones intenas originadas por la guerra. Debióse asimismo a la enemistad que el país sentía hacia lo extranjero, por una parte; por otra parte, a la escasa instrucción formativa de su nueva clase gobernante. De las naciones más allá de las fronteras y litorales mexicanos sólo se conocían los nombres.

De aquí provino el desdén hacia lo exterior, aunque con detrimento para los intereses nacionales; porque a partir de Huerta, el país se hizo a la idea de que era dable y conveniente jugar con los asuntos políticos y diplomáticos exteriores. Los propios intelectuales que circundaron y dirigieron la política del huertismo, ignoraban las realidades de otros países, debido a lo cual, cometieron imperdonables dislates. El de provocar la ocupación de Veracruz, entre ellos.

A partir del triunfo Constitucionalista, dejando a su parte lo concerniente a las relaciones con Estados Unidos, que fueron capitales para los suministros de pertrechos bélicos a la causa acaudillada por Venustiano Carranza, los asuntos extranjeros quedaron constreñidos a reclamaciones por daños de guerra a propiedades de forasteros avecindados en México. De esta suerte, dos años después de haber empezado la Guerra Europea el gobierno nacional, en lo referente a tal conflagración, sólo había producido un documento: la declaración de Carranza (25 de septiembre, 1914), como Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, estableciendo que México era un país neutral.

Sirvieron de fundamento a tal declaración, las condiciones de guerra doméstica que prevalecían en el país, así como el propósito mexicano de no agraviar ni apoyar a las partes en conflicto, de manera que México quedaba al margen de las naciones beligerantes. Esto, pues, advertía que la República continuaría su línea de amistad con los países europeos cualquiera que fuese su posición o disposición con respecto a la guerra.

La declaración decretada, sin embargo, no fijó más previsones que la de acudir a la Convención de La Haya, para hacer efectivas las estipulaciones sobre derechos y deberes de los neutrales en caso de guerra marítima. Con esto, se dejaba un paso franco, en los puertos mexicanos, para los suministros de combustibles a los buques de las naciones en guerra; paso franco del cual se aprovechó Alemania para que su crucero Leipzig se surtiera de carbón (agosto y septiembre, 1914) en Bahía Magdalena y Guaymas.

Esa neutralidad mexicana, no podía decirse que constituía, en doctrina y acción, una política internacional a seguir por el Constitucionalismo. La neutralidad no iba más allá de ser un hecho fortuito. La otra parte de las relaciones exteriores de México estaba concentrada, como queda dicho, en una política específica mexico-norteamericana, que había tenido todo género de entonaciones, apariencias y aplicaciones; pero que Carranza, ya en días del triunfo Constitucionalista, quiso fijar a manera de que fuese entendida y glosada por el gobierno de Estados Unidos, hacia donde puso la puntería, eligiendo al caso, para hacer fe de propósitos (15 de diciembre, 1915), la población fronteriza de Matamoros.

La lucha nuestra (dijo Carranza en Matamoros) será el comienzo de un hecho universal que dé paso a una era de justicia en que se establezca el principio del respeto que todos los pueblos grandes deben tener por los pueblos débiles. Deben ir acabando, poco a poco, todos los exclusivismos y todos los privilegios. El individuo que va de una nación a otra debe sujetarse en ella a las consecuencias y no debe tener más garantía ni más derechos que los que tienen los nacionales.

Ahora, con tales palabras doctrinales, Carranza irradiaba al exterior el espíritu de nacionalidad inherente a la Revolución mexicana. Y no era todo: señalaba también el derecho de la debilidad, y aunque esto último, en medio de una conflagración que se dirigía ya a una correspondencia mundial, no dejó de tener un sentido romántico y no por ello desmereció en propósitos jurídicos y políticos.

Ninguna otra defensa, dentro del estrépito de las grandes armas y portentosos ejércitos, quedaba a un pueblo como México en caso de que la conflagración incendiase los Continentes. Carranza, pues, se adelantó a los acontecimientos con una luz de justicia y soberanía; porque ¿qué otra cosa, si no el principio de ser soberano significaba el respeto que el fuerte debería tener al débil?

Un tanto añejo era el principio de Carranza al fundar las soberanías nacionales en la debilidad y no en el Derecho. Así y todo, haciéndola acompañar de una advertencia ya esclarecida, formulada y practicada por la Doctrina Calvo, daba a la patria mexicana un lugar de Nación y una dignidad de nacionalidad. Después de Carranza, ninguna ley ni gobierno se atrevería en México a exaltar los intereses extranjeros como probación del progreso, paz y bienestar de la República. Los privilegios otorgados en lo pasado, quedaban, desde esa hora, como mancha indeleble, aunque explicable, sobre regímenes pretéritos y como anuncio claro y preciso de los requerimientos de una inspiración nacional creadora, instituida por la Revolución.

Con esos instrumentos, que no eran ciertamente de magnitud, pero que caracterizaban un nuevo estado de cosas mexicanas en los órdenes político y diplomático, el gobierno del Primer Jefe llegó a la hora constitucional; esto es a la hora en que México se sentía obligado a un retorno sin condición a la vida mundial. El momento presentaba un sin número de complicaciones, pues todo hacía creer en un cercano triunfo militar de las potencias Centrales, y en un aislacionismo temeroso y obligado de Estados Unidos frente a las disputas europeas.

Fundábase tal creencia en las exageradas proporciones que la publicidad concedía al poderío militar e industrial de Alemania, en un agotamiento material de los aliados y una tímida política exterior de Estados Unidos, país al que por otra parte se atribuía incapacidad para organizar, movilizar y dirigir soldados, y por tanto en brazos de una pobreza e impotencia bélicas.

Visto así el panorama europeo y universal, el partido que en México favorecía con sus simpatías a las potencias Centrales se acrecentaba día a día; pero sobre todo encendía las ilusiones entre los principales adalides del Constitucionalismo; también en Carranza.

Este, aunque sin deber al exterior el triunfo de sus armas, ni de su política, ni de su personalidad, mantuvo una simpatía de dignidad hacia Estados Unidos; ahora que esto, con limitaciones; porque aparte del temor de caer en las redes políticas y diplomáticas del presidente Wilson, no podía ocultar sus resentimientos frente a las idealizaciones de la Casa Blanca; idealizaciones que sirvieron para prolongar la guerra civil mexicana, con irreparables pérdidas de sangre e intereses nativos. Este justo rencor de Carranza hacia Wilson produjo, dentro del Constitucionalismo, en lo conexivo a las relaciones con Estados Unidos, una política de esquivez, que acercó a México hacia una amistad defensiva y una enemistad positiva.

No pretendió Carranza, con ese proceder, un procedimiento tortuoso, sino un sistema que no desviara el decoro nacional. Además, que continuara situando a México dentro de su propio campo de independencia, a manera de que cualquiera creencia que atribuyera el triunfo del Constitucionalismo al apoyo norteamericano quedara automáticamente desvirtuada. Volvió así Carranza a la historia de Juárez y del juarismo, siempre estigmatizados por la leyenda de la ayuda de Estados Unidos que, sin haber existido, sirvió durante largos años para tratar de empequeñecer no tanto la figura de Juárez, cuanto el patriotismo y soberanía de México. Siguió, pues, Carranza, como lección de cabecera en sus tratos con la Casa Blanca, lo acontecido a Benito Juárez.

Tanto cuidó Carranza este capítulo de su gobierno como Primer Jefe, temeroso de que la calumnia le alcanzase como a Juárez, puesto que Wilson y Bryan se jactaban de haber contribuido a la victoria del Constitucionalismo con la ocupación de Veracruz y el embargo de armas a las facciones contrarias a Carranza; y los generales Villa y Zapata le acusaban públicamente de estar en connivencia con la Casa Blanca, e inclusive hacer tratos indecorosos y antipatrióticos con el departamento norteamericano de Estado; y la Contrarrevolución afirmaba que el armamento del Ejército Constitucionalista era obsequio del gobierno de Estados Unidos; tanto cuidó, se repite, Carranza este capítulo, que situándose entre los comienzos de una fea y detestable difamación y la realidad política, optó por una postura incómoda a par de peligrosa, pero que no hiciera dudar al pueblo de México de que dentro de él, de Carranza, existía un irrefragable patriotismo y un amor inequívoco e invariable a la soberanía de México.

Sin embargo, Carranza olvidó o ignoró que los cánones de la diplomacia, no pueden ser llevados para servir a la salvación de las personalidades políticas. Olvidó o ignoró que Juárez, prefirió que la calumnia le persiguiese, antes de entrar en un camino de vaivenes y tibiezas. Juárez, en efecto, no dudó en hacer omisión de la calumnia, para proseguir una línea de estricta conducta de correspondencia con el aliado moral que fue Estado Unidos. La admiración de Juárez hacia los hombres que exterminaron la esclavitud, fue invariable e irreprochable. La difamación, pues, no evitó que Juárez conservase perennemente el título de repúblico.

Los temores de Carranza, que ocasionaron algunos errores en el orden internacional, colocaron a tan distinguido y grande caudillo mexicano en la fila de los gobernantes incomprensibles, irascibles e ingratos. Ciertamente, ningún hecho compromisorio hizo Carranza con Estado Unidos ni con los hombres de la Casa Blanca. La actuación del Primer Jefe en materia exterior fue de inmaculado patriotismo. No debió Carranza al gobierno norteamericano ni los embargos dé armas al enemigo, ni los pasos de tropas por territorio de Estados Unidos, ni el reconocimiento de su Gobierno, puesto que todo eso fue hecho incondicionalmente. Sin embargo el pueblo de Estados Unidos se portó tan generoso con el pueblo de México en los más grandes y luctuosos días de la Nación mexicana, que si no el Partido Constitucionalista ni personalmente el Primer Jefe, sí la República de México tenía una correspondencia honorable y digna, pero siempre franca, con la Nación septentrional; correspondencia que el estaba obligado a exteriorizar de manera decorosa y conveniente, sobre todo a horas en que el pueblo norteamericano se viese compelido a entregar su sangre y su carne en defensa de sistemas políticos, a los cuales México era de los más afines.

Esto, dentro de una condición moral que apesadumbraba a Carranza, no pudo llevarse a cabo. Ni siquiera en medio de eufemismos, puesto que el gobierno Constitucionalista, tratando de destruir la calumnia, empleó tanto radicalismo y tanta pureza de ánimo y procedimientos, que quemó los puentes para la retirada, quedando así aquel hombre, tan austero como reflexivo que había en Carranza, en los tráfagos de la diplomacia, como persona que desestimaba la confianza que los gobernantes siempre requieren de todas las naciones.

Todo eso perjudicaría más adelante, en nombre, gravedad y confianza que el país merecía en el mundo democrático. Serviría asimismo para que se acusara a Carranza, sin fundamento, de germanófilo.

Inhabilitado, pues, decorosamente, para expresar sus inclinaciones personales en los negocios exteriores, por una parte; temeroso de exponer a su patria a los peligros de un triunfo alemán que parecía muy posible, por otra parte, Carranza se entregó a una doctrina de irrestricta neutralidad; esto es, a un absolutismo neutral, que si de un lado parecía correr pararelo a un amor hacia el género humano y una respuesta a la brutalidad que es la guerra, de otro lado, dio la idea de que Carranza quiso que México se significara como nación desdeñosa al contagio de pueblos poderosos, por tener capacidad completa, para hacer lo meramente conveniente a sus necesidades.

Así, tal posición, haciendo omisión del análisis, pareció poseer todos los visos de ser la mejor; ahora que abrió un vasto campo para que, quienes en México eran partidarios de las potencias Centrales -y tales partidarios eran numerosos y no escaseaban en ellos las características agresivas- hiciesen, al compás de la propaganda activa que desarrollaban dichas potencias, los más descabellados cálculos y exposiciones sobre el futuro de la guerra aplicados a México; y con lo mismo, pusieran a Carranza en una situación que no podía dejar de ser favorable a los intereses guerreros y políticos de Alemania, a cuyo solo nombre se conmovía el sur de México, mientras que el norte no se apartaba de una admiración dedicada a las instituciones políticas y sistemas democráticos de Estados Unidos.

Mucho se resintieron, con una situación de tantas singladuras y disyuntivas, los asuntos públicos de México hacia el final de 1917. También alcanzaron consecuencia los negocios mercantiles; pues como éstos eran muy débiles y cortos, y dependían, por tradición y necesidad, de las importaciones europeas, pronto se vieron dañados por las llamadas listas negras, primero de los Aliados; después de Estados Unidos, de manera que todo eso repercutía directa y efectivamente en el mercado nacional, ya esquilmado por las guerras intestinas.

Servían también a hacer más incierta y peligrosa la situación nacional derivada de la contienda europea, las actividades públicas del ministro alemán J. Von Eckhardt, quien tratando de dar vuelo a una política de engaños, destinada a tener en jaque a los diplomáticos Aliados a par de lograr méritos cerca de su Cancillería, no perdía cuanta oportunidad se presentaba a su paso, para hacer creer que gozaba de una confianza ilimitada dentro del Gobierno mexicano, pero principalmente cerca del presidente Carranza, por lo cual se exhibía intencionadamente en las reuniones públicas a las que acudían funcionarios, o hacía correr la voz de un supuesto disfrute de atenciones y confianzas del presidente de la República, lo cual daba como hecho incuestionable la diplomacia Aliada dentro de la que, como es general en tales medios, el candor dominaba sobre la factibilidad documental.

Ahora bien:, como el Presidente a su vez, enterado de las empresas de Von Eckhardt, aprovechaba las correrías diplomáticas y pendencieras de éste, creyendo que con ello criaba la incertidumbre del gobierno de Estados Unidos, y de esa manera la independencia y soberanía de la patria mexicana eran objeto de mayor respeto y consideración; y por otro lado ponía en el laberinto diplomático un supuesto acercamiento o compromiso con el Kaiser Guillermo; como el Presidente aprovechaba tal coyuntura en defensa de su política interna, el gobierno de Estados Unidos llegó a creer que, en efecto, podía existir un trato secreto entre México y Alemania.

Construido así automática y engañosamente un escenario mexicano favorable en sus apariencias a los intereses alemanes, la Cancillería de Berlín creyó que había llegado la hora de tentar los proyectos o ambiciones del gobierno de México, máxime que las actividades de Von Eckhardt y las tácticas patrióticas de Carranza daban idea de que eran verdaderas; y al objeto, el 12 de noviembre (1916), el gobierno Imperial por conducto de su ministro hizo a México insinuación de una alianza a cambio de bases para submarinos.

Tal insinuación, la había calculado y discernido con seguridad y audacia el ministro de relaciones de Alemania Arthur Zimmermann, guiándose principalmente por lo informes de Von Eckhardt y por las reiteraciones de neutralidad hechas por el secretario de Relaciones de México general Cándido Aguilar.

Zimmermann, en efecto, presentó al Mando supremo alemán, reunido en Pless, un proyecto conforme al cual se propondría a México que en un futuro convenido declarara la guerra a Estados Unidos, operando de acuerdo con Japón y con ayuda de Alemania; mencionando Zimmermann, al imperio japonés, con la esperanza de que éste aceptara unirse a las potencias Centrales. A cambio de tal acción mexicana -y de acuerdo con el plan- Alemania se comprometería a que México recuperara el territorio perdido en virtud del Tratado de Guadalupe.

Aprobado tal plan, Zimmermann, aprovechándose de los canales telegráficos de Estados Unidos, envió un instructivo al ministro Von Eckhardt; instructivo del cual se enteró el embajador alemán en Wáshington conde Johan von Bernstorff. En ese instructivo, Zimmermann comunicaba a sus agentes que pronto empezaría la guerra submarina total y que si como consecuencia de tal acción Estados Unidos no se mantenía neutral, Von Eckhardt propondría al Gobierno de México hacer la guerra y la paz junto con Alemania, que daría generoso apoyo financiero para la acción bélica mexicana y acuerdo definitivo a fin de que el territorio perdido de Texas, Nuevo México y Arizona volviese a la soberanía nacional. No mencionaba el instructivo el suelo de Alta California, no obstante estar comprendido en los Tratos de Guadalupe.

Debidamente instruido (5 de febrero) por su Cancillería, para llevar el asunto oficial y formalmente al secretario Aguilar, el ministro del Kaiser, sólo lo hizo hasta los cinco días siguientes.

Aguilar, sin considerar los peligros que se podían avecinar a su patria por el solo hecho de escuchar a Von Eckhardt, silenció y ocultó la nota alemana con el descabellado proyecto de Zimmermann, considerando seguramente que aquella aventura quedaría perennemente dentro del arca de sus confidencias.

No dio Aguilar, ciertamente, una respuesta a los planes de Zimmermann, pero creyendo congraciarse al imperio alemán y a manera de contestación indirecta, pero inteligible para un aliado en potencia, se dirigió a las naciones neutrales, en tono infantil, proponiéndoles que, de común acuerdo y procediendo sobre la base de la más absoluta igualdad para uno y otro grupo de potencias contendientes, se tomaran las providencias necesarias y convenientes para poner fin a la guerra, llevando a la práctica tal propósito ya por sí solas, ya valiéndose de los buenos oficios o de la amistosa mediación de todos los países, que conjuntamente hiciesen la invitación del caso.

No satisfecho el general Aguilar con ese neutralismo beligerante, proclamado a los cuatro vientos a pesar de que México lo había rechazado con indignación cuando Estados Unidos y varios países sudamericanos, en nombre de la neutralidad propusieron sus buenos oficios para establecer la paz entre las facciones políticas y guerreras mexicanas; no satisfecho Aguilar, se dice, con tan romántica procuración, hizo universales su inexperiencia diplomática e ignorancia histórica, proponiendo que si dentro de un plazo prudente las naciones beligerantes no aceptaban renunciar a la guerra, los países neutrales, tomarían las medidas necesarias para reducir la conflagración a sus estrictos límites, rehusando a los beligerantes toda clase de elementos y suspendiendo el tráfico mercantil con las naciones en guerra.

Coronó tan singular nota, de nobles, pero impracticables propósitos, una confesión casi increíble, puesto que el general Aguilar admitió que el proyecto de esa neutralidad beligerante, se apartaba un tanto de los principios del Derecho Internacional; pero que tal hecho se debía a que la guerra europea era un conflicto sin precedente en la historia de la humanidad que exigía remedios nuevos, que no correspondían a las reglas estrechas y un tanto egoístas del Derecho Internacional.

Tan peregrino documento, que de no contener ideas personales del general Aguilar pudo ser aplicado contra México, estaba llamado a perderse entre las desdeñosas o maliciosas sonrisas de las cancillerías neutrales, sobre todo, porque en esos días era ya inminente la concurrencia de Estados Unidos a la guerra; porque los neutrales europeos estaban de hecho comprometidos con alguna de las partes beligerantes y porque, finalmente, México, después de la Guerra Civil que tanto daño había causado a su crédito político en el exterior, no estaba indicado para hablar de paz.

El Presidente, sin poner la mano en aquella situación, dejó, posiblemente con toda intención, que las cosas se desenvolviesen por sí solas, y que el documento de Aguilar hiciese o no los efectos buscados quizás por el propio Presidente.

Este, en realidad, sólo poseía un concepto en materia internacional: evitar que México, después de los tantos sufrimientos causados por la lucha intestina, pudiese ser comprometido en la conflagración mundial que ya estaba a la vista; y como comprendía que de entrar Estados Unidos a la guerra, como era tan factible, trataría de buscar una alianza de México, se adelantó permitiendo que Aguilar expidiera el documento que de hecho determinaba una neutralidad irreductible.

Un ancho campo de suposiciones se abrió, no tanto para la Historia, cuanto para la gente de tal época, con los laberintos y audacias de la cancillería kaiseriana, las andanzas y maniobras del ministro Von Eckhardt, la reiteración neutralista de México y la nota del general Aguilar; y ese campo de suposiciones, si ciertamente hizo brechas peligrosas, por otro lado fijó a la patria mexicana muy al margen de la Primera Guerra Mundial, aunque no por ello dejó el país de volver a sentirse ligado a los asuntos universales.

La nota de Aguilar, por otra parte, pareció agradar momentáneamente a las naciones sudamericanas, y entre las principales a Argentina.

Al efecto, la cancillería argentina, no deseando quedar en un segundo puesto, quiso hacer efectiva la nota mexicana, y se adelantó proponiendo la reunión de un congreso de países neutrales; congreso que constituiría un verdadero desafío a los beligerantes. Mas tal plan carecía de consistencia. Argentina, aunque en el más alto nivel del optimismo de los comienzos del siglo XX, no poseía categoría de potencia. Era dueña de un bien puesto teatro político y militar; pero a pocos pasos de tal teatro, la República sólo era un pueblo producto del talento, inventiva y laboriosidad de su clase selecta, sin las riquezas físicas naturales requeridas para colocarse sobre la plataforma del poder que la Revolución industrial había dado a las naciones que en aquellos días hacían y se hacían la guerra.

Tan romántico e ilusivo fue el acontecimiento, que cuando México quiso observar, con toda gravedad y decisión, el proyecto neutralista méxico-argentino, la nación del Plata se batió en retirada. La realidad de sus recursos y de su vida la había llevado a lo negativo; y aunque sin retractarse, abandonó la posición de neutralidad y se dedicó a aprovechar, con innúmeras y positivas ventajas, los últimos capítulos de la Primera Guerra Mundial.

México se retiró cautelosa y dignamente de aquella aventura. Apartóse de la guerra y de sus consecuencias.

Volvióse, de acuerdo con su principio de nacionalidad, a sus asuntos internos. Ahora, la Revolución tenía más razón de ser. México no se disociaba de una idea general del mundo y sobre todo de sus obligaciones hacia la armonía universal, pero se apartaba de las modalidades bélicas. Con esto, hizo una diplomacia más efectiva y decorosa que intentando una sociedad antibelicista dentro de un ambiente de sables y cañones.

Así, después de tales acontecimientos, la Cancillería mexicana no llevó a cabo nuevas incursiones literarias, siempre frágiles en el campo de la diplomacia, entendiendo que ésta posee otros resortes y no los de meras consideraciones de orden negativo.
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