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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 22 - EL ORDEN CIVIL

LA POLÍTICA DE CARRANZA




Terminada la guerra principal, puesto que quienes quedan levantados en armas en la República, incluyendo en éstos a los partidarios del general Emiliano Zapata, no constituyen una amenaza para el gobierno que día a día se acerca más al título de Constitucional a pesar de llamarse a sí propio preconstitucional, el Primer Jefe Venustiano Carranza, aunque justamente envanecido por la victoria incuestionable de su ejército, comprende, gracias a sus notables cualidades de mando, que es indispensable continuar el esfuerzo de organizar todos los campos políticos y administrativos de la República; del Estado, se dirá con más propiedad, no obstante que este vocablo es poco usado por los caudillos revolucionarios, ya que se le tiene a menosprecio por creérsele propio a las tiranías, pero principalmente concerniente a las monarquías; y este concepto no proviene de la ignorancia, sino del temor que produce el más pequeño signo de sujeción oficial.

Para el pensamiento de Carranza, preocupado en levantar las columnas del Estado y fortalecer a éste, no existía el carrancismo, sino la autoridad de la Nación. Por lo mismo, el Primer Jefe no perdía de vista los principios autoritarios y los recursos de que estos se sirven, para dilatarse y consolidarse.

Además, el Primer Jefe se mostraba apresurado para poner en vigor los preceptos constitucionales, considerando que una nueva dilación podía servir de pretexto para el alzamiento de alguno o algunos de los caudillos revolucionarios. En su función, Carranza no estaba en la posibilidad de gobernar para la nación. Debía, en primer lugar, dirigir los pasos de su autoridad para satisfacer a su partido, que no era solamente un partido civil, antes también armado. Por lo mismo, cada disposición dictada, era necesario hacerla observando los efectos capaz de producir dentro de las filas de su gente; y aunque el procedimiento le cohibía en sus proyectos, los dictámenes y ordenes calculados no dejaban de ser provechosos para el bien general del pais. Carranza, en efecto, no debió ignorar que cada caudillo era una entidad, si no respetable, cuando menos sensible; y en aras no tanto de su jefatura como de su patria, avanzó hacia sus fines muy cautelosamente.

Además, no pudo creer posible la aplicación total de la constitucionalidad o de las reformas mandadas por la Revolución. La guerra había producido grandes y profundos estragos en los filamentos sociales, y estaba fuera de consideración pretender entregar súbitamente el título de ciudadanos a todos los hombres de México; mas como no quiere que se le vuelva a tener como motivo principal de una nueva guerra, resuelve, como se ha dicho, el establecimiento de un período preconstitucional.

No se halla tal intermedio dentro de los mandatos del Plan de Guadalupe ni ha sido previsto al iniciarse la guerra contra las huestes villistas; pero el Primer Jefe lo cree necesario, y no para amparar los abusos que pudiesen achacarse a su autoridad; pues el ejercicio de ésta, se insiste, la llevaba a cabo prudencialmente, aunque con tenacidad y firmeza, de manera que era muy difícil que se le doblase el pulso. Carranza no estaba dispuesto a desafiar a su pléyade guerrera. No pertenecía el Primer Jefe al género de hombres que gustan las recaídas.

Estaba obligado, pues, a probar a la nación que otra y no el brillo a su personalidad o a su autoridad, era su tarea preconstitucionalista; y empezó aprovechando el período dicho, para tender un puente entre lo improvisado y lo administrativo; entre lo pueblerino y lo urbano.

Una cuestión de muchos bemoles se presentaba a la vista y consideración de Carranza al iniciarse el año de 1916. En efecto, como los gobernadores de los estados, llamados gobernadores militares durante la Guerra Civil, habían mandado sin leyes, ni responsabilidades, ni consultas, ni tolerancias, era muy difícil y casi imposible que pronta y dúctilmente se ajustaran a las ordenanzas que en los aspectos civiles y morales, jurídicos y tradicionales demandan las leyes y costumbres nacionales; también las promesas de la Revolución.

Aunque con la idea de estar sirviendo a la organización de un mundo nuevo, o de sentar las bases para evitar un gobierno personal, o de hacer un bien a la colectividad, las autoridades de la Guerra Civil habían hecho de su proyectismo verdaderas fábricas de decretos, de manera que quienes no imitaban o competían a otros gobernadores, expedían ordenanzas de los más contradictorios caracteres; también de las más imposibles aplicaciones; y aunque algunas parecían grotescas, no por ello dejaban de denotar los deseos de sus autores para ser útiles al bien de la República.

Sin embargo, aquellos improvisados legisladores, que se guiaban por las más fútiles ocurrencias, no procedían dolosamente; ahora que tampoco entraba en sus cálculos la idea de que iban a saturar al país de decretos y a crear incompatibilidades constitucionales, con lo cual el orden y concierto de las cosas, después de la lucha armada, hallaría nuevas y profundas dificultades para su función nacional.

Además, para dar cuerpo y doctrina a las iniciativas, preocupaciones y decretos de gobernadores y jefes militares, faltaba la guía que es siempre un partido político. Sin este, la Revolución seguía considerada a manera de una explosión humana, en cuyo fondo original hervían muchas pasiones e ideas, pero no un programa preciso de hacer para el bien nacional.

Considerando así la necesidad de establecer firme y resueltamente un orden civil; y aceptando la propia obligación que tenía de reconstruir los cimientos administrativos y políticos de la nación, Carranza, con extraordinaria responsabilidad y jerarquía personales, procedió a remover a los gobernadores que reunían en su mando la autoridad civil y militar, para dar campo a la organización de la nueva élite política, que poco a poco se iba dibujando en el horizonte de México.

Entre los primeros políticos correspondientes a la pléyade revolucionaria que empezaba a destacarse, estaba Adolfo de la Huerta; y fue a De la Huerta a quien Carranza entregó el gobierno del estado de Sonora, que en aquellos días era el más difícil para la gobernación, tanto por haber sido el último baluarte del villismo, como debido a que el nuevo grupo político sonorense era tan numeroso, que para encauzar las envidias y las ambiciones, se necesitaba un hombre persuasivo a la vez que de pulso, considerado y tolerante a par de inteligente y humano. Y estas virtudes las halló Carranza en De la Huerta, y mandó que fuese entre los primeros de la élíte revolucionaria que enseñara sus dotes de autoridad y gobierno.

La tarea de Carranza buscando, sin hacer distinción entre paisanos y guerreros, a quienes podían ser gobernadores prudentes y liberales, no era tan fácil y grata como pensaba la prensa periódica de tales días. La Revolución era, en la realidad, una almáciga de pregobernantes; pero no de gobernantes de hechos y derechos. De aquí los problemas que presentaba la selección. Tampoco era posible, en medio de aquel golfo de calamidades, apetitos e individuos que era México al final de la Tercera Guerra Civil, cumplir con los requisitos de la ley para la designación de autoridades en los estados. La preconstitucionalidad exigía, más que exactitud en preceptos legales; precisión en las determinaciones del Primer Jefe. De aquí que para el estado de Zacatecas, Carranza eligiera al general Gregorio Osuna; para el de México al general Rafael Cepeda y para el de Tamaulipas al licenciado Fidencio Trejo; y como estaba temeroso de que los adalides revolucionarios de imaginación viva y resplandeciente produjeran conflictos adelantándose a los planes políticos de la Primera Jefatura, Carranza mandó el cambio de los gobernadores Francisco J. Mújica y Jesús Agustín Castro, quienes seguían los programas personales de hacer transformaciones por medio de decretos. También hizo que gobernantes como el general Salvador Alvarado, quien expedía una tras de otra ley en Yucatán, se moderara en sus excesos legislativos, a pesar de que éstos no reñían con el espíritu ni los brazos de la Revolución.

Para hacer compañía a ese nuevo aparato de administraciones y gobiernos locales. Carranza organizó formalmente su gabinete, y así como dió la cartera de Guerra y Marina al general Alvaro Obregón, hizo secretario de Relaciones Exteriores al general Cándido Aguilar; confirmó las funciones del licenciado Jesús Acuña en la secretaría de Gobernación; encargó las de Fomento y Comunicaciones a los subsecretarios Pastor Rouaix e Ignacio Bonillas, continuando en la secretaría de Hacienda el licenciado Luis Cabrera y en la de Instrucción Pública, como encargado del Despacho, el ingeniero Félix F. Palavicini.

Halló el Primer Jefe en el general Obregón a uno de sus principales colaboradores; ahora que éste, así como era osado en la guerra, ambicioso en la política e ingenioso en su conversación, no poseía las dotes requeridas para ser un administrador del ramo castrense; tampoco las de un organizador convencido y persuasivo; y como ambas cualidades eran necesarias para encauzar a los ciudadanos armados hacia las reglas y ordenanzas que se requerían para las disposiciones de un nuevo ejército federal, ya que no era posible que los soldados revolucionarios continuaran en agrupamientos ajenos a las disciplinas militares, el general Obregón, no obstante los laureles conquistados en los campos de batalla, no fue el hombre más indicado para modelar un ejército de la Revolución, que sirviese ya no para hacer la guerra, sino para sembrar la paz.

Por otra parte, Obregón y los ciudadanos armados habían llegado a un estado crítico; pues pocos de los jefes revolucionarios querían continuar en el servicio de las armas. La mayoría, hechos soldados para corresponder a sus ideas, preferían penetrar al campo de la política civil. Hasta antes de las medidas que dictaba Carranza para organizar un ejército regular, los jefes revolucionarios no correspondían a una profesionalidad; no podía llamárseles gente de cuartel. Obregón calculaba que al comenzar el año de 1916, el Ejército Constitucionalista tenía en sus filas siete mil ochocientos individuos entre generales, jefes y oficiales; y aunque la mayoría usaba uniforme y tenía graduación de un ejército regular, no por ello pertenecía a una casta militar.

No dejaba el Primer Jefe de observar, como ya se ha dicho, todos esos fenómenos; y como vivía en el temor de que, como consecuencia de la guerra y de los triunfos de los caudillos de la guerra, se formara una clase amenazante o privilegiada, procedió a dar mayor impulso a sus proyectos de constitucionalidad y civilidad. Para el caso, entregó al secretario de Gobernación Jesús Acuña, la dirección de los asuntos políticos.

Este, sin temor al enemigo político, sin enemigos personales entre los caudillos de la guerra y con mucho ánimo democrático, expidió (12 de junio, 1916) la primera convocatoria de la Revolución a elecciones municipales, advirtiendo que tal convocatoria era un anticipo a la función del Sufragio Universal en México, de manera que con tales comicios no sólo deberían quedar restablecidos los ayuntamientos libres, sino también suprimidas las prefecturas políticas, que tantos males morales y civiles habían producido en el país, ya que sobre ellas estuvo hincado el sistema de mando durante el régimen porfirista, en detrimento de las libertades públicas; y como ya estaba decretado, como acto previo a las elecciones municipales, la reinstalación del poder judicial, primero; y después, había sido establecida la función de los jueces militares en relación con los juzgados de distrito. Carranza consideró que se hacía necesario continuar dictando medidas llevadas al objeto de abreviar el período preconstitucional, para que la República experimentara lo más pronto posible los bienes del régimen constitucional ofrecido por el Plan de Guadalupe.

Al efecto, Carranza previno que, durante aquella parte que parecía final del período preconstitucional, la Primera Jefatura ejerciera las facultades que correspondían a la Suprema Corte de Justicia sobre substanciación de competencia de los tribunales inferiores, responsabilidad, impedimientos, recusaciones, y, en general, todo aquello que se refiriera al personal de dichos tribunales.

La obra de Carranza no tenía límites; ahora que no todos los esfuerzos del Primer Jefe para dar a la República un orden civil, eran debidamente correspondidos. No fácilmente, en efecto, podían ser desarraigados los sistemas de violencias utilizados, ya por gente armada, ya por los paisanos, durante la Guerra Civil. Además, para realizar todos los proyectos de constitucionalización que Carranza deseaba poner en planta, no sólo se requería recomponer la maquinaria política y administrativa del país, sino que se hacía necesario coordinar los numerosos e importantes medios e instrumentos de la vida mexicana, en el sentido que la Primera Jefatura concebía la organización y dirección de la República.

Por último, como faltaba la experiencia en el mando y gobierno civil y administrativo del país a los nuevos funcionarios, resultaba impropio e idealizado considerar que todos los males o errores del régimen condenado por la Revolución, podían ser súbitamente enmendados; porque la gran ilusión, quizás la primera ilusión de la Revolución y de los revolucionarios, radicaba en hacer precisamente lo contrario de lo que había hecho el gobierno del general Porfirio Díaz, ya que los males del país no se atribuían a su suelo, ni a sus sequías, ni a sus pestes, ni a su ruralidad, ni a su anacionalidad. Atribuíanse única y específicamente al régimen político del porfirismo, por lo cual todo quería curarse con otro régimen político que fuese la antítesis del caído.

Debido a esto, no se consideraban ni se analizaban las causas de las miserias políticas y económicas de México, y lo que no se llevaba a cabo con la prontitud y desahogo con que los caudillos habían idealizado la Revolución, parecía como responsabilidad de Carranza. Grave responsabilidad que sólo servía para iniciar el dislocamiento de aquel gran partido de la guerra de 1915 -del Partido Constitucionalista.
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