Presentación de Omar CortésCapítulo vigésimo primero. Apartado 8 - La gente de pazCapítulo vigésimo segundo. Apartado 1 - Política de Carranza Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO TERCERO



CAPÍTULO 21 - FIN DE LA GUERRA

LOS NUEVOS DÍAS




Al llegar a los primeros días de 1916, el poder político y guerrero del Primer Jefe Venustiano Carranza y del Partido Constitucionalista, llamado más comúnmente carrancista, es definitivo por su autoridad y su poder en la República. No es un gobierno imperioso, pero sí agresivo. No es despótico, pero tampoco transigente. No tiene virtudes administrativas, mas sí políticas. No es un régimen jurídico, ahora que sí es moral. No es rico, lo cual no es obstáculo para ser sólvente. No ha transformado al país, mas ha dado calor y ser a la ambición de progreso general.

De sus hombres principales no podrá decirse que caracteriterizaban la perfección. Representaban el deseo universal de crear la perfección; el deseo universal de crear la responsabilidad política y humana.

Respecto a la situación personal de Carranza, nadie duda las ambiciones que anida el Primer Jefe; tampoco se duda que éste se halle circundado de enemigos políticos. La lealtad hacia el Primer Jefe corresponde a un juego de pasiones y no a una doctrina absoluta. Las circunstancias pueden modificar, en el discurso de las horas, la posición de hombres y partidos; ahora que sí es posible determinar que en medio de aquel hervor de necesidades y apetitos, no hay quien se oponga a que Venustiano Carranza sea el presidente interino de la República —el presidente preconstitucional, dice el general Obregón.

El propio Carranza considera que no existe impedimento legal para que él aspire a tan alta función. Sin embargo, no oculta el Primer Jefe su preocupación y deseo de restablecer previamente un gobierno constitucional. Un carrancismo puro, y un Partido Constitucionalista, no bastan para consolidar la Revolución. Hay que apartar a ésta de la Guerra Civil; pues conforme avanzan los días, más claramente se establece la línea divisoria entre la Revolución y la Guerra; ahora que mientras se observa tal fenómeno, también se advierte que los jefes revolucionarios, en sus actividades políticas, omiten el maderismo a pesar de que éste fué la medula del movimiento popular armado y político. También palabras como Democracia, Sufragio Universal y Libertad van desapareciendo del vocabulario de las lides políticas, pero principalmente del vocabulario oficial.

De los problemas que más interesa resolver al gobierno de Carranza, es el económico quizás el primero. La República no está en condiciones de sostener a los cien o ciento veinte mil (el número preciso no lo poseía el Gobierno) de soldados que forman en el ejército revolucionario; tampoco está en posibilidad de licenciarlos. Y esto último, porque todavía la Contrarrevolución no se convence de su total derrota, ni dejan de causar daños en las poblaciones rurales los dispersos del villismo o las gavillas de asaltantes organizadas con las armas vendidas por los desertores, o abandonadas en los pueblos, o entregadas por los contrarrevolucionarios con la esperanza de alzar a los rancheros. Aún se requiere un ejército; pero un ejército sin el lastre originado en los vicios que en todos los órdenes de la vida producen las luchas intestinas. Para ir abriendo las puertas a las nuevas ambiciones civiles y administrativas de los revolucionarios, así como para dar acomodo a los oficiales del ejército de la Revolución que deben ir reincorporándose a la vida civil. Carranza manda que sean cesados, sin excepción, los empleados federales y locales que hubiesen servido a la autoridad huertista. Con esto, las oficinas del gobierno se transforman; y aunque el acontecimiento no deja de producir males momentáneos, puesto que la rutina quedó automáticamente cortada, en las oficinas oficiales hay nuevas caras y nuevos impulsos. La juventud llena ahora los despachos postales, las oficinas telegráficas, los empleos fiscales y de glosa en la secretaría de Hacienda. Al cuerpo de policía del Distrito Federal pasan a servirlo trescientos ex soldados de la Revolución. Los municipios del propio Distrito, están remozados con gente nueva, inexperta en las cuestiones administrativas, pero con proyectos de mejoramiento urbano.

Abierta la entrada de los revolucionarios a un mundo del cual habían estado excluidos los filamentos rurales del país, Carranza, sin perder de vista los problemas económicos, se dispone a crear una moneda, que sustituya a los bilimbiques; pero como el gobierno carrancista teme que de ser acuñada una moneda de oro o plata, se reproduzcan los fenómenos observados con las emisiones metálicas del zapatismo, ya que éstas desaparecían del mercado tan pronto como iban saliendo de la Casa de Moneda, pues los especuladores las absorbían a cambio de los bilimbiques, el Primer Jefe, ilustrado al caso por el secretario de Hacienda Luis Cabrera, antes de crear la nueva moneda, procedió a excluir total y definitivamente de la circulación monetaria los billetes de banco.

Previamente decretó el establecimiento (29 de septiembre, 1915), de una Comisión reguladora e inspectora de las instituciones de crédito existentes en el país, que tenía por objeto llevar a cabo la vigilancia de los bancos, así como estudiar la cancelación de las concesiones bancarias otorgadas durante el régimen porfirista, y que habían hecho de las instituciones de crédito fáciles establecimientos para el lucro. Debería también la misma Comisión iniciar los preliminares para la fundación de un banco de Estado.

Cabrera, apoyado discreta pero vigorosamente por el Primer Jefe en su gestión hacendaría, concebía no sólo la posibilidad de un Estado fiscal, sino también de un Estado crediticio. La idea posiblemente estaba inspirada en el Socialismo; pues Cabrera era un hombre de vasta cultura a la cual agregaba su espíritu analista, y aunque poseía una singular mentalidad mexicana, no por ello dejaba de hurgar en los problemas extranjeros los problemas que creía tenían similitud con los nacionales. De aquí sus ideas centralistas aplicadas a los sistemas monetarios y principalmente a los bancarios.

Mas poco podía adelantar Cabrera en sus proyectos. Las condiciones que imperaban en la República no favorecían los cambios violentos de carácter fiscal o monetario; pues si la hacienda pública ofrecía algunas ventajas favorables al Gobierno, esto era sólo en la apariencia.

La guía principal para Cabrera, en su intento de dilatar los sistemas fiscales y abrir un nuevo campo a la moneda y al crédito estableciendo un banco de Estado, era el favor que la balanza exterior ofrecía a México; porque, en efecto, al cerrar el año de 1915, el país hizo ascender sus exportaciones a doscientos cincuenta y un millones de pesos, mientras que las importaciones sólo sumaron cincuenta y dos millones de pesos.

Ahora bien: para Cabrera, esta última cifra sólo correspondía a un halago circunstancial, puesto que denotaba la pobreza e impotencia del país de adquirir en el extranjero los útiles necesarios para su progreso mercantil e industrial. Indicaba, pues, la pobreza de importaciones, una falta de habilitaciones propias a una nación que requería el desarrollo económico al compás de su evolución política. De nada servirían los nuevos signos de virtud constitucional que prometía la Revolución, si a éstos no iban acopladas las ventajas económicas. Carranza, en ese sentido, no dejaba de procurar el mayor equilibrio en sus designios revolucionarios.

Esa misma desproporción entre las exportaciones y las importaciones, señalaba que la República enviaba al exterior las riquezas metálicas nacionales que en esos días de Guerra Europea iban a determinar el futuro de las reservas monetarias en las potencias mundiales. Y, en efecto, la producción mexicana de oro y plata, que en 1915 montó a siete millones de kilogramos de oro y setecientos doce millones de kilogramos de plata, fue totalmente enviada al extranjero, dejando solamente en México lo correspondiente a los salarios de las explotaciones y beneficios mineros y los impuestos; ahora que éstos, recaudados casi en su totalidad por el villismo, sumaron tres y medio millones de dólares.

Otro tanto aconteció con la producción petrolera. Esta, que en el mismo año de 1915 ascendió a veintinueve millones de barriles, sólo dio seis para el servicio y utilidad del país, dedicándose a la exportación el porcentaje mayor.

De la producción petrolera, hecha por las compañías El Aguila, la Waters Pierce y la Standard, el gobierno de Carranza recibió por concepto de derechos fiscales, tres millones de dólares; el general Manuel Peláez exigió doscientos mil dólares, los propietarios mexicanos de terrenos con mantos petrolíferos en Veracruz, Tamaulipas y Tabasco, obtuvieron, por concepto de arrendamientos, de uno a tres dólares anuales por hectárea, más un diez por ciento de regalías. Los salarios recibidos por los trabajadores mexicanos en los campos de explotación y en las refinerías de Minatitlán, El Aguila y Waters Pierce sumaron un millón y medio de pesos bilimbiques.

El mayor ingreso del gobierno de Carranza durante el año de 1915, lo proporcionó el henequén de Yucatán. Esta fibra, cuya venta quedó convertida en monopolio de Estado de acuerdo con las instrucciones del Primer Jefe y los decretos del general Salvador Alvarado, no sólo produjo lo necesario para el pago de los suministros de material de guerra a los ejércitos del Constitucionalismo, sino que Cabrera estuvo en aptitud de considerar que la riqueza yucatanense podía ser la garantía para la emisión de una nueva moneda nacional.

Mas los planes hacendarios del gobierno, correspondientes a 1916, apremiados por el acrecentamiento de los presupuestos destinados al sostenimiento del ejército, no dependían únicamente del monto de los ingresos del fisco, sino también del orden que se diese a los regímenes monetarios del país; y a la marcha y regularidad de tales regímenes, sirvieron las revisiones y caducidades de las concesiones bancarias.

Estas instituciones, que por un sin número de concesiones otorgadas entre los años de 1906 y 1909, habían ido aumentando sin limitaciones su moneda propia circulante, hasta dejar al margen las reglas de la garantía determinada por las autorizaciones oficiales, quedaron prácticamente tutoriadas por el Estado con la disposiciones de vigilancia decretadas en septiembre (1915), de las cuales se ha hablado arriba. Sin embargo, tales disposiciones sólo fueron un preliminar para que la secretaría de Hacienda determinara la caducidad total de las concesiones. Y, al efecto, como los bancos de Hidalgo y Peninsular no tuvieron en sus arcas las cantidades en metálico que conforme a la ley deberían poseer para garantizar la circulación de sus propios billetes, el Gobierno declaró nula (16 de noviembre), la concesión a tales establecimientos, así como confirmó las otorgadas al Banco Nacional y al de Londres y México.

Después, por lo mismo que había sido declarada la caducidad a los bancos Peninsular y de Hidalgo, quedaron sin efecto las concesiones a los bancos de Durango, Querétaro, Coahuila, Zacatecas, Tamaulipas y Estado de México.

Estos dictámenes oficiales, que momentáneamente ocasionaron una crisis financiera y económica, pues la medida pareció el anticipo de una incautación de fondos particulares, pronto sirvieron para dar otro cariz a la circulación monetaria.

En efecto, como la mayoría de los intereses mercantiles, industriales y agrícolas del país tenían créditos en los bancos, y éstos, debido a las caducidades, dejaron sin cobro la mayoría de tales créditos, las deudas incobradas constituyeron una ganancia firme y cumplida para los deudores.

Con la política seguida por el Gobierno hacia las instituciones bancarias, se produjo otro fenómeno imprevisto por Cabrera y las autoridades monetarias. Al efecto, como la secretaría de Hacienda ordenó que se procediera a contabilizar oficialmente los depósitos metálicos en poder de los bancos, como consecuencia de las liquidaciones a las cuales estaban obligadas las mismas instituciones, se observó que día a día mejoraba el valor en los cambios de bilimbiques por pesos fuertes, de manera que en el mes de diciembre (1915), el peso bilimbique alcanzó el precio de veinte centavos de dólar. La libre concurrencia, por una parte; y por otra parte, la obligación de los causantes del timbre de pagar proporcionalmente en oro sus impuestos, había producido aquel imprevisto fenómeno.

El influjo de este acontecimiento se reflejó principalmente en la confianza pública hacia la moneda de papel que expedía el Gobierno; también en el descenso de los precios de artículos alimenticios; aunque por otro lado, desde los últimos días de 1915, la ciudad de México empezó a ser reabastecida por los estados de México y Puebla, que si no exentos de grupos armados y de escaramuzas entre zapatistas y carrancistas, podían ser considerados como muy cerca de llegar a los linderos de la paz.

A esos primeros signos de mejoría económica nacional, se asociaron los esfuerzos que hacía el Gobierno para encauzar sus negocios administrativos, así como para dar nuevo orden a las disposiciones fiscales. Cabrera estaba empeñado en dar cuerpo a un Estado fiscal, quizás más que para embarnecer la hacienda pública, para neutralizar la acción o las intenciones de los caudillos guerreros para penetrar en los negocios de Estado.

Los proyectos de Cabrera no siempre podían desarrollarse en la forma como deseaba el ministro. Los nuevos funcionarios, salidos en su gran mayoría de las filas revolucionarias, carecían de la experiencia necesaria para aplicar las disposiciones de Cabrera en materia fiscal; y aunque era comprobable la honestidad de tales funcionarios, la hacienda pública daba la idea, aunque sólo la idea, de que existía en un caos administrativo del que parecía culpable la deshonorabilidad de los empleados del Gobierno.

Para complementar el cuadro de la reorganización hacendaría que se proponía y que tenía como fin acrecentar el basamento del Estado constitucional. Carranza no descuidó los detalles accesorios. Así, desde octubre (1915) ordenó, como anticipo a sus grandes proyectos, que el diario oficial fuese editado en la capital de la República; y que se procediese a la reorganización del Poder Judicial, para con ello ir suprimiendo los juicios militares que mucho desasosegaban a la sociedad, y que muy a menudo eran meros puntos de apoyo para el ejercicio de la venganza personal.

De esta suerte, ya reinstalados los juzgados en el Distrito Federal, a pesar de que el país vivía bajo un régimen preconstitucional, Carranza mandó que se devolviera al derecho de amparo toda su eficacia. El acontecimiento, en la realidad, no tenía paralelo, y probaba no sólo el alto espíritu de justicia que llevaba dentro de sí el Primer Jefe, sino también la confianza que éste tenía en el triunfo, tanto del Partido Constitucional, como de la idea principal de la Revolución.

Será siempre difícil hallar un suceso paralelo en los anales de las guerras civiles del mundo, en las cuales los caudillos, siempre temerosos de la aplicación de las leyes protectoras de la libertad individual, retienen en sus manos todos los poderes de juicio y sentencia, y excluyen por lo mismo los instrumentos de la pureza legal.

No se conformó Carranza con las disposiciones encaminadas a restablecer y embarnecer un régimen de justicia, sino que el 22 de diciembre (1915) determinó la jurisdicción de los jueces de instrucción militar y los de distrito, de manera que los procesos del orden federal quedasen sujetos al código de procedimientos penales expedido durante el régimen porfirista, y que la Revolución todavía no consideraba posible someter a nuevas consideraciones jurídicas y procesales, compatibles con las prescripciones humanas que dictaba el acontecimiento revolucionario.

Ninguna de tales disposiciones, sin embargo, era correlativa a un espíritu de reforma; pero correspondían, eso sí, a la esencia constitucional de la cual tanto se preocupaba Carranza. Tampoco resolvían los muchos problemas que se habían suscitado en la República con la Revolución; mas abonaban el terreno para cuando la capacidad de los líderes revolucionarios pudiese interesarse en la materia.

Carranza era contrario al sistema de hacer ensayos idealizados. Era asimismo opuesto a lo que se llamaba el transformismo político y social. La Guerra Civil le había enseñado a apartarse de la rutina, y con ello vivía ahora más cerca de lo nuevo, a lo cual tuvo repugnancia en los primeros días del gobierno Constitucionalista en Veracruz. De un culto a Juárez, al que siempre quiso imitar en persona y hechos, pasaba ahora, aunque sin confesarlo, al alma renovadora del maderismo.

Esto no obstante, no todos los líderes revolucionarios se mostraban conformes con los procedimientos del Primer Jefe: pues deseaban y esperaban que los triunfos guerreros tuviesen un complemento capaz de hacer sentir al pueblo de México los resultados prácticos de la Revolución; y como tal complemento era presentado por el carrancismo a largo plazo, parecía como si Carranza careciese de ímpetus, de imaginación o de ideas políticas, máxime que el Gobierno, haciendo omisión momentánea de los llamados grandes problemas, se dedicaba a la expedición de decretos sobre la instrucción pública, la supresión de las corridas de toros, peleas de gallos y juegos de azar, y a reglamentaciones secundarias que podían ser consideradas como inconducentes.

Significaban tales cortedades, no tanto la falta de ejercicio revolucionario, cuanto el gran paréntesis que abría la Revolución después de sus victorias en los campos de batalla. Además, agobiada la sociedad urbana y rural de las tantas pestes originadas por la lucha armada, incluyendo entre esas pestes una epidemia de tifo exantemático que minó a la población del Distrito Federal y de toda la Mesa Central, la obra constructiva de los nuevos gobernantes de México no podía ser sobresaliente. Así, cuando el Gobierno se vio obligado a señalar algún adelanto denotante de un progreso no conocido anteriormente, sin hechos trascedentales, tuvo que limitarse a mencionar la fundación de talleres de vestuario para el ejército, así como para la construcción de aviones.

Todo esto encerraba una serie de contradiciones, mas no debidas a mala fe, sino a que en ocasiones se quería llevar al cabo cuanta ocurrencia venía a la mente de los líderes; y en otras se presentaba el desánimo. En el fondo, sin embargo, se observaba que el ambicioso espíritu de empresa, eje central de la Revolución, no hallaba su asiento, con lo cual el alma de los ensueños, ya políticos, ya civiles, ya administrativos, parecían estar aposentados en el vacío. La fatiga de la guerra empezaba a hacer sus efectos; y estos se caracterizaban principalmente en una postración nacional que hacía creer que la República no podría recuperar la salud moral, en busca de la cual los mexicanos marcharon a la guerra y a la Revolución.

De esta suerte, la convalescencia de México sería más difícil y prolongada que la propia guerra. Lo único que dentro de aquel estado crítico se conocía como cosa cierta, era el crecimiento demográfico del país, pero principalmente del Distrito Federal. Y tanto era éste -y como si fuese el único producto tangible de la Revolución- que al final de 1915, las viviendas, mercados y comunicaciones en la ciudad de México, se hicieron insuficientes para corresponder al aumento de población.

Increíble, sin embargo, fue para los metropolitanos el hecho de que en el último tercio de 1915, los tranvías de la ciudad de México movilizaron veinte millones de pasajeros, en tanto que cinco años antes, tal movimiento sólo registró cuatro y medio millones de personas.

También en Guadalajara, León y Monterrey ocurría un crecimiento de población; ahora que en estas ciudades tal desarrollo no se presentaba como un problema. La vivienda, aunque sin los recursos de los adelantos urbanos, continuaba, en lo que respecta a rentas, dentro del marco anterior a 1910; pues como el bilimbique no despertaba el interés del ahorro ni los bienes inmuebles eran objeto de mejorías, los propietarios mantenían inalterables los precios de arrendamiento. En Guadalajara, el promedio de renta de una casa para una familia de seis personas, era de treinta pesos mensuales; en la ciudad de México, de sesenta.

Mas en esos días, durante los cuales poca importancia se daba al dinero, otra era la interrogación de la vida cotidiana. Esa pregunta, que constituía el meollo de la nacionalidad, bordaba en torno a las reformas prometidas por la Revolución. Mas no se trataba de reformas de orden político o social, sino de orden humano. No se decía en qué consistía esto último; ahora que todo hacía comprender que el requerimiento del país estaba fijo en la paz: en la vuelta a la paz total. Mientras que la lucha armada, o cuando menos las amenazas de lucha armada estuviesen a las puertas del país, todas las enseñanzas que en libertades, ambiciones, mando, audacias y provechos había obtenido el pueblo de México, no tendrían más carácter que el propio a las cuestiones ilusivas. La República, pues, insistía en la necesidad de la paz; aunque no de paz a cualquier precio, puesto que no se ponía como condición, quizás para que no se repitiese la hazaña del porfirismo, la existencia de las libertades, con lo cual se empezaba a hablar de libertad en el trabajo y libertad en los cultos y libertad en la iniciativa, no obstante que ninguna de estas materias poseía antecedentes doctrinales y sólo eran ocurrencias momentáneas y propias a la intuición popular.
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