Presentación de Omar CortésCapítulo decimoséptimo. Apartado 4 - La ofensiva villistaCapítulo decimoséptimo. Apartado 6 - El Convencionismo Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 17 - LA LUCHA

LA ORGANIZACIÓN DEL CARRANCISMO




El apellido de Constitucionalista que Venustiano Carranza dio a su ejército y gobierno desde el levantamiento contra la autoridad imperiosa e ilegal del general Victoriano Huerta, y que fue el comienzo de la Segunda Guerra Civil mexicana en el siglo XX, no pudo ser más oportuno, halagador y convincente, tanto para la República, cuanto a otras naciones. Con el Constitucionalismo, Carranza tuvo una bandera universalmente irreprochable; y bajo tal amparo hizo que todos los caminos —exceptuando el de las armas— quedasen expeditos hacia el triunfo de su causa y de sus hombres.

Realizada la reivindicación constitucionalista, no quedaba ya más que cumplir con el principio anunciado; pero vistos, como hemos visto, los nuevos obstáculos que surgieron para sentar las bases de la constitucionalidad; obstáculos que fueron encarecidos por el propio Carranza, no tanto por apetito personal, cuanto llevado del deseo de complementar una obra patriótica, política y jurídica que se había propuesto y en cuyo desarrollo y aplicación debió hallar una satisfacción individual; vistos, pues, los nuevos obstáculos. Carranza no se detuvo para continuar llevando a la mano la insignia del Constitucionalismo.

La idea, por otra parte, de dejar a la posteridad un hecho capaz de darle el título de ilustre repúblico —y esto en seguimiento del ejemplo de Benito Juárez— apareció en todos los momentos que Carranza se sintió azogado como Primer Jefe; y de esta suerte, ya empeñado en una nueva guerra, aquel hombre de gobierno que existía en el interior y exterior de Carranza, advirtió que la lucha no podía ser absoluta y precisamente constitucionalista, puesto que nadie se la oponía como opinión personal o como principio de partido; y sí muchos la exigían.

Apartado, pues, del camino puramente constitucional. Carranza argüyó, en defensa de su poder político, administrativo y militar, sobre la existencia de un nuevo período de la Revolución; porque la Revolución no podía ser un mero acto de guerra ni un solo episodio político. A ese nuevo período que se suponía era el puente entre la violencia y la paz; entre los impulsos y la razón, le llamó Carranza periodo preconstitucional, que en nombre y acción, correspondía realmente al derecho de la controversia; pero también de la autoridad irrestricta. Y así lo entendió el propio Primer Jefe, quien al caso —y como ya se ha dicho en el parágrafo anterior inició un recreo legislativo, que se dispuso a continuar y consolidar a manera de un justificativo preconstitucional, y como si dentro de la constitucionalidad no existiera el derecho de legislar.

Mas si tal recreo de Carranza no convenció, para que el país diese su consentimiento pleno a la necesidad de una época de preconstitucionalidad que se prestaba a muchos abusos, sí fue probanza del deseo que tenía el propio Primer Jefe, tanto de borrar las huellas, casi siempre sangrientas, de una lucha armada por los caprichos del poder o de la ambición por el poder, como de dar organización e ideario al carrancismo.

Fue así, con motivo de la expedición de las leyes de diciembre de 1914, que Carranza con señalado, aunque despreocupado entusiasmo, exclamó: ¡Hoy empieza la Revolución Social! y si tal exclamación parecía emanar del Socialismo, el Primer Jefe no la dijo como socialista, sino para servirse de una expresión que no correspondía al vocabulario vulgar de la política mexicana. Tratábase, pues, de una frase novedosa; pero sólo como frase y de ninguna manera como palabra de compromiso político o doctrinal.

Sin embargo, ya se ha dicho que Carranza comprendía que el pueblo de México perdería la confianza en la Revolución, si llegaba a observar que ésta no tenía más objeto que regar los campos con la sangre de los connacionales; porque ¿cuál sería el programa revolucionario, capaz de enaltecer y mejorar al pueblo mexicano, después del triunfo sobre el general Villa? ¿Qué iba a dar la Revolución para llevar a la gente al convencimiento de que la propia Revolución entrañaba un bien popular, sobre todo en relación al mundo rural de México?

Tantos remordimientos y preocupaciones debieron sacudir el alma patriótica y de alta autoridad que poseía Carranza, que no sólo quiso contagiar de tales preocupaciones y remordimientos al general Obregón, en quien creía encontrar comprensión y apoyo, sino que pidió al pintor, escritor y líder político Gerardo Murillo, quien se había dado a sí propio, como indicio preciso del renacimiento de la nacionalidad mexicana, el nombre de Doctor Atl; pidió Carranza al Doctor Atl, que organizara un partido político revolucionario, mientras que él, Carranza, continuaba legislando; pues como ni la ley del divorcio ni del municipio libre tuvieron la virtud de conmover al mundo popular de México a quien el Primer Jefe hacía demasiado sensible, ahora debería ser probado el efecto de una ley agraria.

Esta, expedida el 6 de enero (1915) no era una ley novedosa que requiriese, para su aplicación, instituciones novedosas; tampoco constituía la suma de la rehabilitación rural de México. Trataba tal ley, eso sí, de dar continuidad -como lo había propuesto el licenciado Luis Cabrera desde 1912— a los fundos legales nacidos con la Ordenanza Real del 26 de mayo de 1567, y a los ejidos establecidos conforme a la Real Cédula del 1° de diciembre de 1573.

Mas, dejando a su parte, la reglamentación del orden parcelario y del trabajo a que se contrajeron las leyes de la Corona de España, la ley expedida por Carranza poseía un sentido humano. Los requerimientos de tierras, eran unos; otros, los concernientes a los primeros alivios de los malestares del cuerpo rural de la Nación mexicana.

Así, por el artículo tercero de la Ley del 6 de enero, se mandó que los pueblos sin ejidos o que no pudieran lograr las restituciones ejidales por falta de títulos, dada la imposibilidad de identificarlos o porque ilegalmente les hubiesen sido enajenados, podrían obtener que se les dotara del terreno suficiente para reconstruirlos conforme a las necesidades de su población. expropiándose, por cuenta del gobierno nacional, el terreno indispensable para ese objeto, no sin el advertimiento de que los expropiados estaban capacitados para ocurrir a los tribunales a dilucidar sus derechos; y de la sentencia se establecería si tenían o no capacidad legal para obtener del Gobierno de la Nación, la indemnización correspondiente.

La continuidad que Carranza concedía a la legislación de la Corona española, aplicada en el país, aunque intermitentemente, al través de todas las épocas, se presentaba de nuevo al pueblo rural de México, no como reforma social o agraria, sino como práctica administrativa y política desde los comienzos de la Revolución. Y esto, sin conmover al mundo popular, ni detener la guerra, ni hacer ganar las simpatías para el partido que la apoyaba.

Los repartimientos de tierras se habían sustanciado, pues, lo mismo en Sonora que en Veracruz, en el Distrito Federal que en Durango. A veces, tales repartimientos, como los llevados a cabo en Michoacán por Trinidad Regalado, tuvieron un carácter de manifestación independiente y popular, mas de todas maneras intrascendentes para la República. De esta suerte, así como la Ley Agraria no podía ser el meollo de la Revolución desde el punto de vista social y económico, tampoco podía significar el arma conveniente para que Carranza obtuviera el triunfo sobre las huestes del villismo.

Tratábase, eso sí, de comprobar la existencia de una legislación del Constitucionalismo; y al caso, el Primer Jefe requería complementar sus proyectos de legislador. Así fue como decretó la supresión de la lotería nacional, negocio internacional y antirrevolucionario. Después, expidió las primeras leyes a fin de dar orden al sistema de los ferrocarriles. En seguida, fijó las garantías que el Constitucionalismo otorgaba a la clase obrera; y como con todo esto proporcionaba espesor y altura a su gobierno, Carranza consideró llegado el momento de proceder a dar entidad a su administración, puesto que carecía de un verdadero cuerpo de colaboradores, con la capacidad de aplicar la obra legislativa.

Había nombrado, como queda dicho, secretario de Hacienda al licenciado Luis Cabrera; y ahora llamó al licenciado Rafael Zubaran para que se hiciera cargo de la cartera de Gobernación; y dio a Jesús Urueta la de Relaciones Exteriores.

Zubaran era autoritario, pero como poseía una cabeza luminosa, no faltaban en él los destellos de la inteligencia; ahora que de más virtudes del talento gozaba Urueta. Uníanse en éste, la cultura y la vivacidad de su pensamiento; pues era Urueta, de las pocas personas de la Revolución que sabían pensar. Además, de éste podía decirse que era hombre conocedor de la geografía; conocía asimismo la idiosincrasia de los pueblos, y estaba enterado de los problemas exteriores, pero principalmente de aquellos que se presentaban y desarrollaban en torno a la Guerra Europea; saber y entendimientos tan importantes para manejar los negocios internacionales de México.

Todas las manifestaciones del temor, del egocentrismo y de una autoridad de muchos vuelos que se daba Carranza a sí mismo, quedaron minoradas, gracias a ese último suceso, resplandeciendo con lo mismo las ideas democráticas y sobre todo aquellas relativas a la voluntad popular, de las cuales el villismo había retratado al Primer Jefe como el más grande de los adversarios.

Un mal, sin embargo, surgía por otro lado, como consecuencia del nombramiento de los colaboradores más cercanos del Primer Jefe; porque, al efecto, en lugar de elegir Carranza a los miembros de su gabinete entre los ciudadanos armados que poseían merecimientos y entre los cuales empezaban a descollar individuos con aptitudes administrativas y políticas, escogió a quienes negaban las cualidades de aquéllos. Por otra parte, tanto Cabrera como Zubaran se jactaban de representar a los revolucionarios civiles, es decir a quienes no correspondían a los ciudadanos armados, aunque no por ello dejaban de poseer cualidades políticas revolucionarias; ahora que esto último, no era bien entendido por los caudillos de la guerra, quienes creían que el triunfo o derrota del Constitucionalismo no dependía del talento o cultura de los civiles, sino de las hazañas bélicas de los jefes de partidas armadas.

Además, como entre los colaboradores cercanos al Primer Jefe se hablaba de la organización de un partido al que se llamaba civilista y que se suponía tendría por objeto preservar al país de futuras guerras intestinas, la sola noticia bastaba para crear un estado de alarma o desconfianza entre los caudillos de la guerra. Tal parecía como si en aquellos días, en los cuales todavía no se presentaba en el horizonte el triunfo del carrancismo, se empezara a abrir una nueva época de pugnas en el seno del propio carrancismo y se pretendiera estimular los recelos de caudillos tan importantes como el general Obregón.

Este, como agente principal en el campo de guerra carrancista, omitiendo momentáneamente las consideraciones que se derivaban de los empleos principales a los civiles revolucionarios, estaba dedicado en cuerpo y alma a reunir un ejército capaz de avanzar sobre la ciudad de México; y al efecto, tenía ordenado que todas las partidas de gente armada que operaban a lo largo de las vías de los ferrocarriles Mexicano e Interoceánico, fuesen concentradas en las cercanías de Puebla, con el objeto primero de hacer retroceder a los zapatistas que, faltos de jefes guerreros y escasos de dinero y materiales de guerra, empezaban a abandonar sus posiciones, de manera que dejando abiertas las puertas de la ciudad de Puebla, las fuerzas de Obregón ocuparon la plaza, el 5 de enero (1915).

Ahora, el general Obregón tenía un punto de apoyo para sus operaciones sobre la ciudad de México; y como el general Pablo González había rehecho una gran parte de sus tropas tan mermadas como consecuencia de las deserciones sufridas con motivo del avance del villismo a Querétaro; y como el general Cándido Aguilar, había enviado cerca de dos mil veracruzanos hacia Puebla, en la segunda quincena de enero, Obregón comprobó que tenía listos para el avance poco más de diez mil hombres.

No demoró Obregón, gracias a la diligencia de su carácter, la marcha de su gente hacia el Distrito Federal; y organizando dos columnas, avanzó despejando el camino de las guerrillas zapatistas que aparecían una tras de otra; aunque el hambre y el frío las hacía evacuar prontamente sus posiciones, dejando el paso libre a los soldados de Obregón, a quienes éste tuvo el cuidado de abastecer de indumentaria propia para el invierno, así como de hacerles seguir por los trenes de impedimenta, debido a lo cual el ejército carrancista marchaba con seguridad y entusiasmo, situándose a las puertas de la ciudad de México, sin necesidad de emprender combates, el 25 de enero (1915).

Para este día, tanto el Interino nombrado por la Convención de Aguascalientes, como los miembros de la Asamblea y al igual que las fuerzas zapatistas, se disponían a evacuar la plaza. El Interino, con el proyecto de desligarse del villismo y del zapatismo, proclamar su propia autoridad y establecer lo que llamaba el Gobierno de la República, en San Luis Potosí o en Saltillo. Los miembros de la Convención, con el deseo de continuar sus labores políticas y legislativas, ya en Cuernavaca, ya en Toluca. Los zapatistas con el plan de dejar entrar al general Obregón y en seguida sitiar a la capital, de manera que los carranciastas quedaran incomunicados con el cuartel general de Veracruz.

Mas todos esos proyectos y propósitos, eran producto de la impotencia de convencionistas como de zapatistas, para hacer frente a las fuerzas de Obregón que tan decididamente avanzaban desde Veracruz a donde Villa y Zapata unidos hubieran podido llevar la guerra.

Y tanta, en efecto, era la debilidad de zapatistas y convencionistas, que a la sola noticia de que los carrancistas habían ocupado la villa de Guadalupe, procedieron a la evacuación de la capital, que previamente había abandonado el general Gutiérrez, llevándose a los miembros de su gabinete y a poco más de mil hombres que le servían de escolta personal, de manera que la plaza, ya desocupada, fue entregada al general Obregón el día 28 (enero, 1915).

Verdad es que la recuperación de la capital no constituía un triunfo guerrero del carrancismo; pero sí un progreso de mucha calidad para la moral militar de la gente de Obregón; de la gente de Carranza en toda la República, puesto que mermó la personalidad, que tenía fama de invicta, del general Villa, y mermó también el prestigio hazañoso de los soldados villistas.

Unióse la recuperación de la ciudad de México a otro acontecimiento guerrero también favorable al carrancismo. En efecto, el general Diéguez, a quien hemos dejado en Zapotlán, tratando de reorganizar su división con el objeto de marchar hacia Guadalajara, después de recibir el material bélico que le había ofrecido el Primer Jefe por conducto del licenciado Estrada, reunió con mucho tesón y diligencia a los soldados veteranos y bisoños, con lo cual pudo disponer de una columna de seis mil hombres, que puso en marcha hacia la capital de Jalisco.

La empresa era, arriesgada, porque el villismo tenía concentrados en Guadalajara poco más de ocho mil hombres. Así y todo, Diéguez ordenó que el general Enrique Estrada con mil jinetes tomara la vanguardia, siguiendo a lo largo de la vía férrea a Guadalajara, atacando y dispersando las partidas villistas; y en seguida de que tuvo noticias de los felices progresos de la caballería de Estrada, movilizó al grueso de su tropa que sumaba cinco mil soldados.

Diéguez se puso en marcha el 10 de enero, y al tener noticias de este movimiento, el general Julián Medina, comandante villista de Jalisco, pidió auxilios al general Villa, quien se reforzó con mil quinientos caballos de la gente selecta de La Laguna.

Al iniciar el avance a Guadalajara, Diéguez fiaba no sólo en sus pertrechos, en la bizarría del general Estrada y en la experiencia guerrera de los veteranos. Fiaba también en la pléyade de jóvenes que constituía la oficialidad de su división; pues mientras reorganizaba sus fuerzas en Zapotlán, de Guadalajara y otros puntos de Jalisco y Colima llegaban jóvenes, a veces adolescentes, en quienes bullía tanto el deseo de aventura, como el propósito de convertirse en reformistas de México. Fiaba, por último, el general Diéguez, en el arrojo de sus generales, luchadores adoctrinados, unos; políticos intelectuales con ideas sociales, como Roque Estrada, y otros. Si aquella división del general Diéguez no tenía los soldados de Sinaloa y Sonora que daban el ejemplo de la intrepidez, del pulso y del sacrificio, y de lo cual dieron pruebas incuestionables en el ejército de Obregón, en cambio se significaba por una oficialidad que se iluminaba con sus capitanes y tenientes.

Avanzaba, pues, el general Diéguez seguro de su triunfo, cuando, y conforme a los avisos previos recibidos, se encontró al general Francisco Murguía, seguido de su gente que era víctima de la fatiga, del desgano y de la falta de pertrechos. Murguía, después de su salida de Morelia y del golpe que le diera el general Amaro por orden del general Gertrudis Sánchez, no descansó hasta encontrar al general Diéguez, quien le recibió complaciente, a las horas que frente al propio Diéguez se presentaba (16 de enero) una línea de batalla que, partiendo de Sayula (Jalisco) tenía veinte kilómetros de longitud; pues Villa, alarmado por las noticias recibidas de Guadalajara, anunciándole el avance del general Diéguez, sin muchos titubeos, después de destacar mil quinientos jinetes, mandó que el general Rodolfo Fierros con dos mil hombres más, marchara violentamente a Jalisco, y unido a Julián Medina avanzara hacia Zapotlán para salir al paso de Diéguez, combatirle y derrotarle.

Diéguez, cauteloso, ante aquella línea de combate tendida por el villismo dudó en el ataque; ahora que ya no había manera de retroceder. El compromiso era formal, y de haberlo despreciado sólo le quedaba contramarchar con todos los aspectos de una fuga. Resolvió, pues, el general carrancista, hacer frente al enemigo, entusiasmándole a esto, tanto la joven oficialidad deseosa de medir sus armas con los famosos jefes del villismo, como el general Murguía, en quien no se ocultaba la ambición de probar sus aptitudes de jefe guerrero.

Ningún plan tenía formulado el general Diéguez. Lo que importaba era romper la línea enemiga y penetrar hasta la plaza de Sayula; y así, a las primeras horas del 17, la gente de Murguía inició el combate, avanzando impetuosa sobre una de las alas del enemigo, desde la cual Murguía, en caso de triunfo, podría dominar el camino a la plaza del contrario.

Desde los primeros movimientos de Murguía, apoyados por la infantería de Diéguez que avanzaba con el intento de perforar el centro de la línea villista, se observó que los villistas no hacían una seria resistencia; y esto, no tanto, por la debilidad de sus fuerzas ni debido al desarrollo de un plan estratégico, sino como consecuencia de las rivalidades que pronto se suscitaron entre los generales Fierros y Medina, pues el uno y el otro pretendía ser el jefe de la acción, con lo cual pronto cundieron la desorganización y la desobediencia entre los villistas.

La superioridad numérica de éstos era notoria; las armas y los caballos de primera calidad. Fierros llevaba consigo a sus mejores lugartenientes —los mismos lugartenientes que hicieron temible y sanguinaria a las fuerzas que mandaban el propio Fierros. Así y todo, a la tarde del primer día de combate, la caballería villista empezó a retroceder, y como Fierros, daba vuelo a su disgusto con Medina, el mal lejos de ser remediado, se agravaba.

A la noche del 17, los dos bandos pernoctaron a campo raso, sin intentos de combatir; pero a la mañana del siguiente día, la lucha se reanudó con nutrido fuego a lo largo de la línea, aunque bien se pudo observar que el flanco correspondiente a la caballería de Fierros estaba abandonado, de lo cual se valió el general Murguía para un asalto sobre la infantería de Medina que pronto empezó a retroceder en desorden, de manera que a la tarde del 18, Diéguez y Murguía perseguían al enemigo que se retiraba en confusión, dejando abandonado la mayor parte de su material de guerra y provocando por sí mismos la desbandada de cerca de nueve mil hombres.

De esta manera, las puertas de Guadalajara quedaron nuevamente abiertas al carrancismo; y Diéguez y Murguía entraron como triunfadores a la plaza, el 19 de enero; aunque a partir de aquella hora comenzaron graves desacuerdos entre los dos generales, porque si Murguía era díscolo y autoritario, Diéguez a su vez era desdeñoso y frío.

Mas la suerte de las armas carrancistas en Jalisco y Puebla, no sería favorable a este partido en el norte del país.

En efecto, proyectando el Primer Jefe establecer un tercer frente al enemigo; frente que a su vez sirviese para poner un peligro a la retaguardia de las fuerzas de Villa, mandó que el general Antonio I. Villarreal, uno de los más distinguidos hombres de la Revolución, tanto en porte como en ideas, tomara la jefatura de tal frente, que debería operar sobre las posiciones más poderosas del villismo y a donde éste tenía los mejores recursos para ser victorioso.

No ignoraba Carranza que el general Villarreal, no obstante ser valiente y osado, carecía de las dotes guerreras para resistir una seria embestida de Villa y de los principales capitanes del villismo. No ignoraba Carranza que Villa, comprendiendo la amenaza que se presentaba a sus espaldas, cargaría lo más granado de sus ejércitos sobre los hombres de Villarreal. Tampoco, por último, ignoraba el Primer Jefe, los recursos de que podía echar mano el general Villa al experimentar los primeros síntomas de la agresión, dentro de un suelo que consideraba totalmente villista; y como de nada estaba ignorante. Carranza nombró al general Maclovio Herrera, general agresivo y muy fogueado en la guerra, como lugarteniente de Villarreal, dándole el nombramiento de jefe de la División del Bravo; división que, en la realidad, sólo estaba organizada con las fuerzas del propio Herrera. Ningún otro apoyo, que el de la bizarría de Herrera recibió Villarreal para ponerse en el lugar más peligroso de la campaña contra el villismo.

Villa, en efecto, tan pronto como tuvo noticias de la organización de aquel amenazante frente; de las actividades de Villarreal a fin de movilizar a todo el carrancismo armado en el noroeste de la República; de la colaboración de Herrera por quien sentían un odio irreprimible; de los abastecimientos bélicos que empezaba a recibir el general Vülarreal y de las posibilidades que se podían presentar a éste para embarnecer sus tropas, resolvió exterminar, a un solo golpe, a tal enemigo; y al efecto, ordenó al general Tomás Urbina que hiciera un alto en su marcha hacia el estado de Tamaulipas, para que concentrara tres mil hombres en la línea férrea entre Saltillo y San Luis; y se dirigió a los jefes villistas en Durango y Chihuahua, a fin de que movilizaran quince mil hombres hacia Torreón, en donde el general Felipe Angeles, debería tomar el mando de ía columna encargada de destruir a la mayor brevedad posible a las fuerzas de Villarreal.

Este, con extraordinaria diligencia, pudo reunir nueve mil soldados, aunque la mayor parte bisoños en el arte de la guerra, puesto que habían sido reclutados de prisa en Monterrey; y sin considerar el número del enemigo y tratando de cumplir los planes de Carranza con la mayor lealtad y prontitud posibles, se puso en marcha hacia Torreón, el cuartel general del villismo. Mucho de entusiasmo, más que de realidad y razón había en las disposiciones de Villarreal; pero como éste era de los hombres que, conforme a las prédicas liberales, todo dependía de la voluntad individual, no titubeó para movilizar su gente sobre el centro principal del villismo, de manera que, de triunfar en el episodio, el general Villa hubiese quedado derrotado allí mismo.

Pero Villa, en vez de esperar al atacante, informado como estaba no sólo del número, sino de la calidad de los soldados de Villarreal, dejó que éste avanzara, y sin esperar la reunión de todas las tropas convocadas, organizó una columna de diez mil soldados escogidos, los puso bajo las órdenes de Angeles, a quien entregó la responsabilidad de una acción que sería definitiva para el dominio del norte del país, ya por uno, ya por otro partido en lucha.

Angeles estudió, antes de poner en movimiento a sus soldados, un plan de ataque, con el propósito no sólo de derrotar a los carrancistas, sino con el objeto de abrirse paso hasta Monterrey, ocupar esta plaza y continuar hacia Tamaulipas a fin de exterminar al carrancismo de la región petrolera. Estudió también Angeles, y en seguida puso en marcha sus proyectos, un sistema de abastecimientos, de manera que nada debería faltar en una campaña rápida y efectiva, que el general Villa veía no sólo como un golpe al carrancismo, sino también como una venganza contra el general Herrera, a quien odiaba por considerarlo desertor del villismo.

Tantos, pues, fueron los cuidados que tuvo Angeles en el cumplimiento de su deber militar, que desde los primeros encuentros (1° de enero, 1915) de sus avanzadas con las del enemigo que eran mandadas por el general Luis Gutiérrez, hizo sentir la superioridad de sus planes y de su gente, obligando a los soldados de Villarreal a evacuar la plaza de Saltillo.

Desde ese momento, el general Villarreal no dejó de advertir el poder del enemigo; pero gobernado por la rectitud de su responsabilidad, y sin querer retroceder, se situó en Ramos Arizpe, ordenando que todas sus fuerzas fuesen concentradas en el punto, ocupando los flancos que eran más fáciles al ataque de los villistas.

Sin embargo, en el apresuramiento al que obligaban los informes, según los cuales Angeles avanzaba velozmente, el general Villarreal no pudo dictar disposiciones oportunas a fin de que los trenes de sus tropas no entorpecieran las maniobras militares en el momento necesario, pues fácil era advertir que el enemigo podía cargar sobre un reducto sin protección como eran tales trenes.

Y, en efecto, el general Angeles vigilaba a los carrancistas, y percatándose de la situación de las tropas de Villarreal, resolvió, anticipar el asalto para aprovechar el hecho de que los soldados carrancistas, estando todavía a bordo de los vagones, no podrían tomar posiciones de defensa. Además, como el lugar para el asalto estaba cubierto con una espesa y baja niebla, Angeles mandó a sus hombres al ataque, cayendo así inesperada y violentamente sobre los mismos trenes, inmovilizando automáticamente a más del cincuenta por ciento de la gente de Villarreal, sembrando el terror en una lucha cuerpo a cuerpo, al grado de que los hombres de un bando y otro bando, llevando iguales distintivos, no sabían quien era quién.

Además, el general Angeles había dejado de reserva a poco más de cuatro mil hombres, y como todavía a la tarde de ese día (5 de enero), los carrancistas, parapetados en los furgones de ferrocarriles, seguían resistiendo a los villistas. Angeles mandó entrar en acción a sus fuerzas de refresco, con lo cual Villarreal y Herrera se vieron obligados a retroceder, cediendo el campo a los villistas y dejando a sus espaldas la sangre y los mejores pertrechos de sus divisiones.

El retroceso de los carrancistas fue en medio del mayor desorden. Los soldados carrancistas no obedecían mando alguno y sólo trataban de ponerse a salvo. Villarreal mismo, estuvo a punto de ser prisionero en dos o tres ocasiones. Los trenes carrancistas ardían; las vías férreas quedaron cortadas; el general Angeles, sin detenerse, y al tiempo de recibir un refuerzo de cuatro mil hombres, ordenó que el avance continuara hasta ocupar la plaza de Monterrey.

La derrota del carrancismo a la que concurrieron causas de la imprevisión y causas de la audacia, conmovió profundamente a Carranza. El general Villarreal agobiado por la pena, se retiró a Nuevo Laredo, en donde preparaba un informe sobre tan desgraciados sucesos, cuando se le informó que el Primer Jefe daba órdenes para que se le abriera causa militar. El acuerdo de Carranza no podía ser más injusto, puesto que en Villarreal y Herrera no habían faltado el pundonor ni la lealtad. Una mala estrella de la guerra, no podía ser motivo para acusar a un hombre de la dignidad y valor de Villarreal, de manera que cuando éste quedó enterado de los propósitos del Primer Jefe, tomó el camino del destierro voluntario. La Revolución perdió, momentáneamente, a uno de sus grandes y distinguidos hombres.
Presentación de Omar CortésCapítulo decimoséptimo. Apartado 4 - La ofensiva villistaCapítulo decimoséptimo. Apartado 6 - El Convencionismo Biblioteca Virtual Antorcha