Presentación de Omar CortésCapítulo decimocuarto. Apartado 3 - El triunfo de VillaCapítulo decimocuarto. Apartado 5 - Fuga de Huerta Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 14 - LA VICTORIA

EL TRIUNFO DE OBREGÓN




Desde el comienzo de la guerra formal contra el general Victoriano Huerta, los soldados de éste no habían visto un solo triunfo efectivo y estimulante. Así y todo, ¡con cuánto valor y pasión seguían combatiendo los viejos generales del porfirismo! Una escuela de bizarría y dignidad había sido la idea formativa de aquellos generales que, por muchos años, se consideraron a sí mismos, y con derecho, los herederos del noble y valiente ejército de la Reforma y la Intervención; y esta tradición a la que unían el también tradicional heroísmo de los jefes formados en el Colegio Militar, mantenía en los comandantes del huertismo el fuego del honor militar.

Perdidos para el ejército federal estaban el norte y centro del país. Casi perdido el sur. Así y todo, todavía se alentaba la esperanza de tener una recompensa hacia el rumbo de Jalisco donde las últimas huestes del huertismo aguardaban la lucha con los soldados de Obregón.

Y éste, al efecto, ya conocedor de las dificultades y extravíos de Carranza y Villa, no tenía más objetivo que dar prisas al avance sobre Guadalajara. Así, después de revistar a ocho mil soldados de infantería en Ahualulco, mandó que las caballerías de Lucio Blanco, con cuatro mil hombres, se situaran en Ameca (Jalisco) para que, con mucho sigilo, avanzaran hacia el sur de Guadalajara, mientras que la infantería a las órdenes de Diéguez, marchaba en dirección a Amatitlán, y él, Obregón, con las fuerzas de los generales Buelna, Hill y Cabral, seguía de frente sobre la capital de Jalisco.

Blanco realizó el movimiento ordenado por Obregón con la cautela recomendada. Esto no obstante, los federales advirtieron el movimiento y comprendiendo que la caballería revolucionaria iba a cortarles la retirada hacia México, quisieron abrirse paso por la hacienda de Orendain, pero sentidos por los revolucionarios al amanecer del 6 de julio, no tuvieron más remedio que combatir.

Y lo que en un principio pareció una escaramuza pronto alcanzó las proporciones de una batalla; pues a la noche de ese mismo día, la lucha se había generalizado, de manera que el general José Ma. Mier, comandante de las fuerzas huertistas, sintiéndose amenazado por los cuatro costados, mandó que sus soldados iniciaran la evacuación de la plaza, pero Obregón les salió al paso, y un nuevo combate se desarrolló a las faldas del Cuatro.

Para esto, ya los constitucionalistas estaban a las puertas de Guadalajara por el oeste y norte de la ciudad, de manera que cuando Mier, en precipitada fuga, dejaba los aledaños de la plaza, los soldados de Obregón empezaban a entrar (8 de julio) en las calles de la ciudad.

La derrota de los huertistas fue completa. Mier dejó cinco mil prisioneros, dos mil soldados entre muertos, heridos y perdidos, dieciséis cañones, dieciocho trenes y cerca de cuarenta locomotoras; la mayor suma de material rodante abandonada por los federales en esos dramáticos días.

Y no fue ése todo el saldo de la derrota huertista; pues con ésta quedaban abiertas las puertas de la ciudad de México; ahora que para Obregón no bastaba tal perspectiva. Sobre los triunfos obtenidos, había siempre en Obregón un propósito político. Así, caracterizando ahora el odio que la clase rural sentía hacia las ciudades, a donde los muchos privilegios del régimen porfirista había hecho un tronco de bienes para los ricos extranjeros, los burócratas mexicanos y los políticos rutinarios, quiso el general Obregón humillar a Guadalajara -a los ricos y reaccionarios tapatíos, enemigos del progreso y de la Revolución -y, al efecto, mandó que las fuerzas constitucionalistas tomaran posesión de los templos, conventos y asilos sostenidos por órdenes religiosas; que los sacerdotes nacionales y extranjeros quedasen presos; que las monjas fuesen exclaustradas y enviadas a vivir a casas particulares y se les prohibiese transitar por las calles; que los orfanatos escuelas y casas de ejercicio dependientes del gobierno eclesiástico, pasaran a poder del Gobierno Constitucionalista; que las fincas rústicas y urbanas en el estado de Jalisco de las que eran propietarios los ex caciques del porfirismo y huertismo, se diesen por confiscadas y por lo mismo los hombres del Constitucionalismo con derecho a ocuparlas, y que los propietarios de casas, los agiotistas, los industriales, los comerciantes y banqueros tapatíos entregaran cinco millones de pesos en calidad de préstamo a la Revolución.

No fueron tales hechos la única humillación que sufrió Guadalajara; pues la ciudad, que mucho había paseado, si no su riqueza sí su orgullo porque se preciaba -y con justa razón— de ser la síntesis de una enraizada, aunque superlativa tradicionalidad, vio cómo -ello era la catolicísima ciudad que en su fe llegaba al fanatismo— los soldados constitucionalistas, se apoderaban de su iglesia catedral; y que dentro de ella, junto con sus mujeres e hijos, hacían vida doméstica y conyugal, sirviéndose de los ornamentos religiosos para los más comunes menesteres, mientras que por otro lado, individuos ajenos a la Revolución, se aprovechaban de la turbulencia para entrar a saco la propia catedral, la casa arzobispal, el seminario, los templos todos, perdiéndose con ello numerosas joyas artísticas y con éstas las bibliotecas de San José y el Seminario, así como las de casas particulares; pues numerosas y valiosas obras impresas existían en Guadalajara, siempre celebrada por la ilustración de sus hombres.

El castigo ordenado por Obregón, no iba específicamente dirigido a la religión católica, sino tenía por objeto lesionar a la fibra más sensible de la sociedad tapatía, que era la fibra religiosa; aunque la resolución de Obregón tuvo tintes de justificación debido a que algunos clérigos guardaban armas, y otros habían inspirado terribles críticas a la Revolución y los revolucionarios. El castigo, sin embargo, pareció más excesivo de lo que en realidad fue; pues el abuso de la fuerza aunque sea hecho en nombre de nobles e inspirados principios políticos, jamás tendrá justificación, sobre todo cuando es aplicado a débiles e indefensos, o destruye los monumentos de la laboriosidad e inspiración humanas, o invade el refugio de las almas inocentes.

De otra naturaleza habían sido las violencias contra el clero de Sonora y Nuevo León, sobre todo en este último estado, a donde el gobernador y comandante militar general Antonio I. Villarreal, no sólo mandó que la tropa se acuartelara en las iglesias, sino que, acusando a los clérigos de ser una amenaza para la moralidad de México, expulsó de su jurisdicción a los sacerdotes extranjeros y a los jesuítas; mandó quemar los confesionarios; prohibió la confesión y la entrada del público a las sacristías; decretó que las campanas de los templos sólo fuesen usadas para las fiestas patrias y clausuró los colegios católicos.

Villarreal, individuo de mucho talento, creía que al clero se le debían muchos de los males de México, y desde 1903 pedía limitaciones para los ministros del culto. A esta idea de Villarreal, se acercaban los viejos liberales sonorenses, y de aquí el origen del ostracismo al que habían sido condenados los sacerdotes de Sonora.

Sin embargo, tales sucesos eran secundarios frente a la división que surgía en las filas del Constitucionalismo; porque, dueño el general Villa de la plaza de Zacatecas y teniendo prácticamente expedito el camino a la ciudad de México, Carranza comprendió que la presencia del jefe de la División del Norte en la capital, sería un estímulo para quienes acaudillaban el anticarrancismo, que empezaba a hacer sentir sus resultados en Sonora con la enconada rivalidad del coronel Plutarco Elias Calles y el gobernador José María Maytorena, y por lo mismo, ostensiblemente procuró entorpecer el avance de las fuerzas de Villa hacía el Distrito Federal.

Así, con mucho juicio, entereza y patriotismo quiso Carranza, si no evitar una nueva conflagración, cuando menos demorarla; y, al efecto, no halló otro recurso a la mano, que el de dar origen a una conferencia que debería efectuarse en Torreón, entre los grupos oponentes, es decir, entre los que se perfilaban como carrancista y villista.

Aunque el Primer Jefe no ignoraba que la conferencia sería incapaz de solucionar las flaquezas y apetitos del divisionismo, no estaban en el mismo entendido los leales amigos de Villa, quienes se aprestaron a concurrir a tal reunión estimulados por su buena fe, aunque también llevados por la idea de poner en duda la autoridad de Carranza; y esto a pesar de tener reconocida la autoridad del Primer Jefe.

Al caso, pues, se reunieron en Torreón (4 al 8 de julio) los delegados de las Divisiones del Norte y Noreste; estos últimos a manera de parte neutral o conciliadora que iba a dirimir la contienda que se ponía en el horizonte, como resultado de la desobediencia de Villa al atacar y tomar la plaza de Zacatecas y de la firme actitud de Carranza para sostener los derechos de su jerarquía militar y política en la Revolución.

Reuniéronse, pues, en Torreón, los delegados de un partido que empezaba a llamarse a sí propio villista y los que, en la realidad, representaban al carrancismo. Eran los primeros José Isabel Robles, Miguel Silva, Manuel Bonilla y Roque González Garza; los segundos, Antonio 1. Villarreal, Cesáreo Castro y Luis Caballero.

Mas todavía hasta esas horas de la junta, el alma de la unidad revolucionaria estaba viva. Quién más, quién menos de aquellos conferenciantes comprendía el delito que sería provocar lo faccional dentro de las filas Constitucionalistas; y aunque era notorio que Carranza, al aceptar aquella reunión, lo hacía con el objeto de dar tiempo al general Obregón para avanzar y tomar la capital de la República, de todas maneras tan grande era la personalidad del Primer Jefe y tanta la sencillez de los revolucionarios, que aun los más finos apetitos parecieron quedar sumergidos en las aguas de la conciliación.

Villa mismo, en quien la rusticidad inspiraba una mentalidad de independencia, admitió frente a aquellos hombres que por el momento representaban la asociación y entendimiento de la Revolución, que era necesario reconocer a Carranza como jefe del Ejército Constitucionalista, en tanto que aquél a su vez, ratificaba el nombramiento de Villa como comandante de la División del Norte y accedía a proporcionar carbón, armas y dinero a los villistas.

Sin embargo, la resolución del Primer Jefe llegaba tarde para Villa. La ambición suprema de éste, que esperaba hacer desfilar sus batalladoras fuerzas por las calles de la ciudad de México, no se cumpliría. Obregón, en seguida de su triunfo en Guadalajara y sin aguardar las consecuencias de sus disposiciones de líder político, no tuvo otra preocupación que la de avanzar violentamente sobre la ciudad de México, tanto para evitar que los federales se reorganizaran, cuanto a fin de ganar el camino de la victoria final al general Villa.

Y no sólo el avance de Obregón empañaba la ambición de Villa. En efecto, las armas del Constitucionalismo triunfaban en todo el país. El horizonte de la paz surgía entre la bruma de la guerra que iba quedando atrás; pues si los zapatistas llamaban ya a las puertas de la ciudad de México, el general Gertrudis Sánchez hacía su entrada triunfal a Morelia, el general Ramón F. Iturbe tomaba el puerto de Mazatlán, los revolucionarios de Guanajuato cobrando bríos se posesionaban de Irapuato; y Tampico y San Luis Potosí sucumbían ante el empuje de los revolucionarios. También el general Pablo González, movilizando su división a través de la Huasteca, se dirigía a grandes marchas hacia la capital de la República, y el propio Carranza, dejando el norte, tomaba el camino del sur, con el propósito de llegar a la ciudad de México al tiempo de Obregón.

Todo aquello era adverso a los ardientes fines de Villa. Este, pues, quedaba excluido de concurrir al goce de los laureles Constitucionalistas. La derrota de las últimas huestes del huertismo anunciaba la cercanía de la paz.

Villa apareció así en tales horas, como caudillo secundario de la Revolución; pero con ello nacía en el alma del guerrero, la ponzoña del despecho; de un despecho justificado, porque si ciertamente no era ni podía ser carrancista, puesto que otro muy desemejante al personalismo era el tema que le había animado a concurrir a la lucha armada, cuando menos creía en la unidad revolucionaria; y esta unidad no tenía otro fundamento que el de dar a cada quien un lugar en el concierto de la Revolución, y de ninguna manera postergar a los hombres, sobre todo a los hombres que habían ganado batallas importantes como las que eran debidas a Villa y a la División del Norte.

El capítulo de la ingratitud estallaba dentro del ser de Villa; y como éste conocía sus méritos, mucho le dolía verse alejado de la escena triunfal en la que mucho soñara desde sus primeros triunfos en Chihuahua. La victoria se acercaba; igualmente la paz. Villa, de seguir así las cosas, no tendría asiento en la traza del porvenir de México. La oscuridad amenazaba una vez más al héroe de la clase rural, y no era ese el principio de la Gran Revolución Mexicana.
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