Presentación de Omar CortésCapítulo decimocuarto. Apartado 2 - La ocupación de VeracruzCapítulo decimocuarto. Apartado 4 - El triunfo de Obregón Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 14 - LA VICTORIA

EL TRIUNFO DE VILLA




La ocupación norteamericana de Veracruz dio, como se ha dicho, muchos alientos al huertismo, que entrevió la posibilidad de rehacer tanto sus casi destruidos cuadros militares, como su crédito político.

Al efecto, Huerta y sus colaboradores buscaron y pusieron en juego empeñosamente todas las mañas a su alcance, al fin de incitar los sentimientos patrióticos de propios y extraños, creyendo que de esa manera apaciguarían los ánimos de la lucha intestina, para dar un nuevo barniz a la autoridad huertista.

Sin embargo, tales alientos del huertismo se evaporaban conforme los caudillos revolucionarios no sólo rechazaban las invitaciones de los generales federales, para unirse contra el intervencionalismo, sino que desenvolvían todos sus aprestos a fin de continuar la marcha sobre la ciudad de México.

Además, los comisionados de paz y alianza que enviaba Huerta en todas direcciones, lejos de servir a la causa huertista, apenas iniciaban pláticas con los Constitucionalistas y quedando convencidos de la causa de éstos, desertaban del huertismo y empuñaban las armas contra Huerta.

Los primeros efectos, pues, producidos por la ocupación de Veracruz en el alma popular, pasaban y con ello Huerta iba quedando más solo y las esperanzas del huertismo, de aprovecharse de los acontecimientos en el puerto del Golfo, caían una a una, sin que apareciera otro síntoma capaz de proporcionar una nueva bandera a los contrarrevolucionarios.

De aquí, que las tres columnas del Constitucionalismo que avanzaban desde el norte hacia la ciudad de México, unidas a las partidas armadas que operaban en toda la República, ya independientemente, ya aceptando la jefatura de Carranza, parecían no tener más oficio que el disputarse el camino más recto y corto, para llegar a las puertas de la capital nacional. Y tal era, en efecto, el propósito de los tres grandes generales de la Revolución: Francisco Villa, Alvaro Obregón y Pablo González.

Villa, en seguida de la toma de Torreón y del combate de San Pedro, dueño absoluto del norte central de México, dada la posición que ocupaba, volvió a su tarea favorita de organizar y pertrechar debidamente a sus tropas. Y no faltaban en el general Villa, cualidades para el caso; pues con asombrosa prontitud y memoria advertía las necesidades de sus hombres; y aunque ajeno, durante los primeros lances de la lucha armada, a los negocios públicos y civiles, los triunfos de la guerra, el mando de los hombres, las previsiones militares y el asombro que dentro de él mismo debió producir su exaltación a la condición de superioridad, hicieron que el caudillo entrara de un golpe al campo de la malicia política; más como a Villa le faltaban la instrucción formativa, la experiencia de gobierno y la virtud reflexiva y sólo se servía de su vivísima y sagaz inteligencia, en vez de la consideración política se forjó dentro de él mismo un impulsivo mando civil, que a par de ser acorde con las circunstancias, significaba una rectitud de propósitos en una política personalísima. Villa, al efecto, no obstante sus victorias, que en ocasiones daban idea de lo fabuloso, continuaba ayuno de apetitos de gobierno; ahora que sin declaración alguna ni manifestación probada alentaba, con la aureola de hombre afortunado, la organización —dentro de las rudezas de su gente y de sus días— de un partido villista.

Pero esto tenía los caracteres de lo secundario dentro del alma guerrera de Villa, así es que apenas sintió consolidada su fuerza militar, resolvió, atendiendo las órdenes de Carranza, marchar tras de las derrotadas fuerzas huertistas.

Estas, en su retirada de Torreón y Monterrey, lograron concentrarse en Saltillo, aunque otras columnas, desatendiendo la campaña del norte, se encaminaban, de hecho a manera de fugitivas, hacia la ciudad de México.

Además, antes de continuar su avance hacia el sur, el general Villa advirtió que no podía dejar enemigos a su retaguardia, y como por otra parte, requería la posesión de la región carbonífera a fin de poder movilizar sus trenes, mandó organizar una columna de seis mil jinetes y mil soldados de infantería y tomando el mando personal de tal columna, se dirigió a Saltillo, siguiendo el camino de hierro.

Los huertistas, asediados por todas partes, se vieron obligados, para proteger su retirada, a detenerse en Paredón, punto defensivo inmejorable, donde prontamente hicieron líneas de atrincheramientos.

Sin embargo, faltos de moral, víveres y municiones y sintiendo sobre ellos las cargas de la caballería villista azuzada al combate por la intrepidez y valentía del cuerpo de guardia del propio Villa; cuerpo al que llamaban Los Dorados, los federales parapetados en Paredón no resistieron los asaltos; y como intentaran romper el cerco de fuego. Villa y sus Dorados cargaron con tantos bríos y valentía, que los federales, ya en el capítulo de la desesperación, abandonaron el campo en completo desorden (17 de mayo, 1914), dejando entre muertos, heridos y prisioneros mil doscientos hombres.

Tras de los derrotados federales salió la vanguardia de la columna villista a las órdenes del general José Isabel Robles, quien en una persecución sin descanso llegó a las puertas de la capital de Coahuila, que los huertistas se apresuraron a evacuar (21 de mayo).

Villa, en el entusiasmo de su enésimo triunfo, sin calcular el alcance que podía tener su resolución, dispuso que la plaza tomada fuese puesta bajo la jurisdicción del general Pablo González, quien de esa manera quedó dueño de la puerta de entrada a la región carbonífera coahuilense, y con lo mismo, restó al villismo, ya en formación de partido y ejército, el poder del combustible necesario para movilizar los trenes militares.

Sin advertir, pues, las consecuencias de la entrega de Saltillo a un jefe que correspondía al carrancismo, el general Villa, engolosinado con el triunfo obtenido y satisfecho por haber tenido la ocurrencia de incorporar a sus fuerzas a la oficialidad del derrotado ejército huertista, procediendo así contrariamente a lo hecho al comienzo de la guerra, cuando sin misericordia mandó fusilar a los oficiales de Huerta; engolosinado y satisfecho, se dice, con tales acontecimientos, el general Villa regresó a Torreón a fin de preparar el avance hacia Zacatecas.

Ahora, además de aquel bizarro ejército que le seguía, y de sus triunfos. Villa estaba seguro de que los oficiales ex huertistas servirían a fin de dar disciplina a las tropas revolucionarias, que a menudo no cumplían las órdenes de sus jefes, porque sobre ellas dominaba el espíritu de la independencia rústica, siempre tan contrario a la efectividad de la guerra.

Consecuencia de esa misma independencia rústica, fué el debilitamiento de las relaciones entre Villa y Carranza; porque si éste tenía razón y ley para hacerse obedecer de aquél, ello no bastaría para que Villa admitiera la necesidad de la obediencia política. Así, sin muchos miramientos y mientras que el Primer Jefe se acercaba a Torreón en viaje de inspección Villa, sin esperarle, salió violentamente a Chihuahua. Y en tal suceso no hubo un motivo de enemistad hacia Carranza. En la realidad el jefe de la División del Norte sólo quiso significar lo independiente de su criterio, no obstante que tal independencia, en el momento decisivo que se acercaba para la Guerra Civil, resultaba impropio e inconducente; y tanto así, que dentro de Carranza se produjo una condición de mucha responsabilidad y jerarquía que le obligó a dictar las primeras medidas para graduar, o cuando menos desear graduar, el poder de Villa.

Desde ese momento, el Primer Jefe pudo estar seguro de que un partido villista estaba en incubación; y como cuidaba celosamente de la unidad Constitucionalista, que a la vez establecía su mando personal, quiso salir al encuentro de lo que previsoramente consideraba, y al efecto, se dispuso a dar una orden que, de cierto, sabía que era capaz de probar los alcances de la mentalidad levantisca del general Villa. '

Fue este un momento de apresuramientos, y por lo mismo amenazante para la victoria de la Revolución; porque si de un lado iban a surgir los consejeros políticos de Villa, que le incitarían a la desobediencia; de otro lado, el Primer Jefe llevaba el valor de su autoridad a desafiar al poderío armado que representaba la División del Norte, tan encariñada con su caudillo y tan obcecada en su hegemonía.

Pero como Carranza creía tener a la mano todas las artes de la política y del gobierno, de una manera muy autoritaria mandó que el general Villa pusiera bajo las órdenes del general Pánfilo Natera cinco mil hombres, para que, agregados a los que cercaban la plaza de Zacatecas, pudiera hacerse efectivo un asalto general a dicha plaza.

Muy notorio fue el propósito de Carranza al dictar tal orden de restar gente a Villa, y por lo mismo inhabilitar a éste para proseguir la triunfal marcha de la División del Norte hacia la capital de la República. Tan notorio así, que en vez de servir de prueba, como deseaba Carranza para calibrar las pretensiones de Villa, sirvió de manera que los generales villistas hicieran burla de tal orden, al mismo tiempo que pidieran a Villa la continuación de la marcha al sur, haciendo omisión del mando de Carranza; y Villa, entregado a las sutilezas y preocupaciones de quien creía que la independencia de acción equivalía a doctrina de la Revolución, sin titubear, ordenó que su ejército se pusiera en marcha a Zacatecas.

Eran diecinueve mil los hombres que, ora en trenes, ora por tierra emprendieron el movimiento. Mandábanlos los generales Manuel Chao, Severiano Ceniceros, Felipe Angeles, Pánfilo Natera, Eugenio Aguirre Benavides, Isaac Arroyo, Maclovio Herrera, José Isabel Robles, Tomás Urbina, Trinidad y José Rodríguez.

Las marchas ordenadas por Villa fueron tan coordinadas y efectivas, que el 20 de junio, las fuerzas de la División del Norte tenían a la vista la ciudad de Zacatecas.

La plaza había resistido, sin estremecimientos, los ataques de los revolucionarios efectuados bajo las órdenes del general Natera, los días 9 al 12 de junio (1914), y gracias a tal resistencia, los jefes federales posesionados de poderosos puntos defensivos que obedecían a la configuración natural del suelo, confiaban en sus posiciones. Confiaban asimismo en sus once mil soldados; pues si los más de éstos habían sido reclutados violentamente, no por ello escaseaban dentro de la plaza numerosos veteranos de la guerra.

Esto no obstante, las fuerzas de Villa empezaron el ataque a la mañana del 23 de junio. Haciéndolo sin un plan formal de ataque, de manera que el fuego desde los baluartes huertistas establecidos en los puntos dominantes de la plaza —puntos que parecían inaccesibles para los revolucionarios—, les causaba grandes estragos. Sin embargo, no había entre los villistas quien retrocediera, y esto, a pesar de que vieron caer a su valiente general Trinidad Rodríguez. Cayó éste al llegar a las primeras trincheras del enemigo. ¡Sólo tenía la edad de veintitrés años! Era un hermoso joven norteño, salido como inesperada aurora, de la clase rural más pobre.

La muerte de Rodríguez enardeció los ánimos de los villistas. Villa estaba al frente de sus tropas. Mandaba con mucho coraje. Ahora ya no era un simple guerrillero ni el guerrero de las audacias. Héle aquí como general. El genio militar ha emergido en tan extraordinario rústico. La voluntad creadora, iluminando el campo de batalla, transformó a aquel individuo.

Villa no despegaba la mirada de los movimientos de sus soldados; y dirigía una de las más encarnizadas fases del combate el general Felipe Angeles; y como había indicios de que el enemigo cedería a pesar de sus ventajosas posiciones, el general Villa hizo avanzar sus reservas hacia la línea de combate.

Los revolucionarios más fogueados, se encaminaron hacia la Bufa, el Clérigo y el Grillo que eran las posiciones principales del enemigo; y si en ocasiones parecieron titubear e iniciar la retirada, al lado de ellos surgía el general Villa, amenazando a quienes no avanzaran a su lado. A veces, en el fragor de la lucha, la gente de Villa llegó hasta las trincheras del enemigo y se confundió con éste luchando y matando. Sin embargo, cuando el Clérigo estaba a punto de sucumbir, los federales tuvieron refuerzos.

Nueve horas, casi suicidas, fueron de combatir, hasta que los huertistas empezaron a retroceder. Casi todos corrían hacia Guadalupe dejando en el camino armas, caballos, víveres, vestuario. Una parte de la ciudad de Zacatecas estaba en llamas. La población también huía. Era aquel el mayor desastre, al cual los apetitos de Huerta y del huertismo habían llevado a su ejército. ¡Cuánta pena el espectáculo que ofrecían los cadáveres de los jóvenes que quedaron en Zacatecas, y a quienes se había obligado a servir en una causa a la cual eran ajenos! Porque las pérdidas del huertismo, entre muertos, heridos y dispersos fueron de cuatro mil doscientos hombres. Mil doscientas bajas en las filas del Constitucionalismo.

La persecución a los huertistas que habían podido huir hacia Guadalupe fue tan tenaz como salvaje. Los villistas, hechos turba, mataban sin piedad a quienes daban alcance; y sólo la llegada de la noche hizo que otros muchos hombres se salvaran de la brutalidad que inspiran las luchas intestinas.
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