Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo. Apartado 11 - Alzamiento en SonoraCapítulo undécimo. Apartado 13 - Levantamiento en Chihuahua Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD

EL PRIMER CAUDILLO




La hazaña, pues, convirtió a tal hombre en el primer caudillo de la Revolución; y aunque ésta todavía no se la conocía en Sonora con el nombre de Constitucionalista, se la dice Revolución de la Legalidad.

El caudillo, en la proclama que dirigió al pueblo sonorense después de la victoria, habla de la lucha por la vengaza; condena el crimen, la usurpación y la Contrarrevolución. Acusa a la gente rica de México de ser la responsable de la guerra y sobre todo de ser el principal sostén de Huerta y del execrable régimen porfirista, y advierte que castigará a quienes apoyen a Huerta y a los federales.

Y no sólo son amenazas las que dirige Obregón; pues hace vivos todos los resentimientos que palpitan tanto en él como en sus compañeros hacia el caído partido del general Díaz; pero sobre todo a las antiguas autoridades pueblerinas y a la gente acomodada de Sonora y de la República; y en efecto, envuelto en tales resentimientos mandó que fuesen aprehendidos los individuos principales de Nogales, a quienes, en seguida de comunicarles que deberían contribuir económicamente al sostenimiento de los soldados revolucionarios, ordenó que debidamente escoltados barrieran las calles de la ciudad.

Y, en efecto, no habían pasado cuarenta y ocho horas de la entrada de Obregón a la plaza, cuando entre el asombro de significados nogalenses de la clase más o menos acomodada, atolondrados y avergonzados, y llevando escobas a la mano, procedían a hacer la limpieza pública ordenada por Obregón.

Formaban también entre los humillados, los empleados públicos que habían servido a Huerta.

La venganza que ejecutaba Obregón, en nombre de la Revolución, no se detuvo en aquel acto. El castigo se hizo extensivo a los sacerdotes del culto católico.

A éstos, acusados de complicidad con el huertismo, lo cual no estaba probado, se les mandó salir de territorio mexicano, al tiempo de que los templos eran cerrados.

Con esta disposición quiso el triunfador dar a la guerra todos los visos de liberalismo; partido que admiraba al través de las páginas del P. Rivera. Asociábase a ese espíritu partidista de Obregón, el propósito de ganar autoridad y hacerse terñer, a manera que los apoyos económicos de Huerta se sintiesen amenazados. Al efecto, ordenó que los bienes inmuebles de quienes eran huertistas o se suponía que favorecían a Huerta, fuesen confiscados.

En este orden se cometieron no pocas arbitrariedades; pero Obregón logró lo que quería. Así, si de un lado la gente rica de la región noroccidental huyó; ya a Guadalajara o México, ya a Estados Unidos, para no verse comprometida con el huertismo; de otro lado, Obregón adquirió las características de un caudillo intolerante y omnipotente; característica que sirviera para darle un gran realce entre los revolucionarios; aunque no necesitaba acudir a tal teatro, pues sus cualidades personales bastaban por sí mismas para enseñar los valimientos que poseía y que brillaban a la luz del día en seguida de su primer triunfo.

No sólo la victoria militar entraba en la contabilidad del caudillo. Poníase en el haber de tal hombre, la ejecutiva manera con que procedió para ordenar los servicios municipales y los concernientes a la aduana fronteriza y disciplinar un naciente ejército llamado Constitucionalista, para distinguir a sus tenientes, otorgando a éstos categorías militares y civiles y dando, en fin, elevadas pruebas de disciplina al gobierno del estado, que a la sazón estaba considerado como la cabeza de la guerra de reivindicación constitucional.

Tan importante como esos acontecimientos, fue la transformación de la plaza de Nogales en puerto de entrada para los abastecimientos. Al caso, tan pronto como fue ocupada la plaza, Obregón entró en tratos con los agentes y especuladores de armas que llegaban presurosos al punto fronterizo, ya para hacer ventas de suministros, ya para entrar en negocios de trueque con los jefes revolucionarios; y esto último, porque faltando recursos pecuniarios para la compra de materiales bélicos, Obregón había mandado requisar todo el ganado vacuno de las haciendas del norte de Sonora, de manera que pronto hubo en las cercanías de Nogales cientos de cabezas que iban pasando a suelo noramericano a cambio de rifles y municiones.

Para llevar a cabo los aprovisionamientos que quería para continuar la empresa guerrera, Obregón no detenía su espíritu creador y organizador. A las chispas de su ingenio, a sus grandes dotes de mando y a la decisión que daba a sus órdenes, se seguían los planes para posibles grandes batallas en el sur de Sonora, hacia donde pensaba ahora encaminar sus tropas.

Tan notables, dichosos y efectivos eran los alientos de este hombre, que en unos cuantos días se destacó como el portaestandarte de la Revolución; y esto, cuando Carranza todavía no firmaba ni expedía el Plan de Guadalupe, ni siquiera vislumbraba una posibilidad de triunfo sobre las fuerzas federales.

Obregón, pues, no perdió el tiempo, aunque sí cambió de planes; porque en vez de marchar hacia el sur, como proyectaba, resolvió a petición del alcalde de Agua Prieta, Plutarco Elias Calles, avanzar hacia el oriente a lo largo de la línea divisoria con Estados Unidos y atacar, derrotar y poner en fuga a las guarniciones federales, de manera que la Revolución quedase dueña de todo el norte de Sonora y por lo mismo, sin enemigo a la retaguardia en el caso de poder movilizarse, como era el deseo del caudillo, hacia el acantonamiento de Torin o el puerto de Guaymas.

De esta suerte, en seguida de nombrar a Francisco R. Serrano, joven de brillante talento, ex secretario del gobernador Maytorena y uno de los fundadores del Partido Antirreeleccionista en Sonora, autoridad suprema de Nogales, con el grado de capitán del ejército revolucionario, Obregón organizó una columna que sumaba mil doscientos cincuenta hombres, con el objeto de ir a la conquista de las poblaciones fronterizas de Cananea, Naco y Agua Prieta.

Pero no fue el nombramiento de Serrano como oficial del ejército revolucionario el único que expidió Obregón. A José Gonzalo Escobar lo hizo mayor; a Antonio Guerrero, teniente coronel. Luego rubricó otros quince nombramientos de tenientes; y ya recibidas lás primeras armas compradas en Estados Unidos, dio órdenes para la nueva marcha.

No fue Obregón, el único jefe revolucionario que concedió empleos y categorías militares en Sonora. También los jefes de partidas que, ora por considerarse con méritos personales, ora por tener bajo sus órdenes diez o más individuos armados, quienes se nombraron a sí mismos capitanes, o mayores, o tenientes coroneles del ejército de la Revolución; y aunque en ocasiones, el procedimiento pareció cómico o bien adquiere los tintes del candor, o no faltó quién le viese como desbordamiento excesivo de la autodeterminación personal o abuso del poder de las armas, y de ninguna manera el comienzo de un nuevo ejército, y menos de un ejército que se llamase Constitucionalista, no existe documento capaz de negar que el acontecimiento fue una revelación de la intuición popular, que hallaba una puerta franca, con los fundamentos de la justicia, para concurrir a las instituciones públicas, a las leyes de la Nación y al gobierno y mando de la República.

El suceso coincidió con la formación de nuevas familias e intereses, nuevos nombres y categorías; mas no podrá decirse que con todo eso surgía un México dispar del México conocido. Era el mismo México; sólo que la inspiración creadora iba cambiando y corrigiendo los designios anteriores de la gente; y ésta, transformada en individuales, brotaba a cada hora que avanzaba el tiempo.

Así, cuando Obregón, a quien los periodistas llamaban general y él lo aceptó con agrado, aunque en la firma de las órdenes a sus subordinados se daba la categoría de coronel; así, se repite, cuando Obregón marchó sobre Cananea y Naco, iba acompañado de una nueva pléyade que crecía y fortalecía el espíritu revolucionario de un pueblo que languidecía en la rutina, la desesperanza, la derrota, la incivilidad y la anacionalidad; de un pueblo que parecía condenado a ser eternamente un pueblo rural, ignorante y casi tribal.

Obregón, cuyas son las filas que se acrecentaban numéricamente más y más, puesto que pronto sumaron cuatro mil quinientos los hombres que le seguían, se encaminó hacia Cananea donde le esperaban, en improvisados atrincheramientos, hechos principalmente sobre los muros del cementerio, los soldados federales al mando del coronel Manuel Moreno.

Mas como éste no era un jefe militar de cuidado, Obregón dejó el proyectado ataque a Cananea para movilizarse sobre Naco, donde estaba el general Pedro Ojeda, soldado pundonoroso, arrojado y con mucha experiencia en el arte de la guerra pero despiadado con el contrario.

Sabía Obregón que iba a enfrentarse a un verdadero enemigo. Así y todo, con un dejo de fanfarronería, le mandó un pliego retándole a que saliera de la población con sus fuerzas a pelear a campo abierto. Los revolucionarios -dice Obregón— querían demostrar su hombradía y la bondad de su causa luchando a pecho descubierto.

Ojeda recibió el pliego de Obregón, y como viejo soldado, sonrió. Su deber era el de defender la plaza y no el de jugar a la guerra, haciendo omisión de su responsabilidad de jefe militar. Con esto, Ojeda quiso dar una lección a Obregón. Y lo logró. Obregón, en efecto, gracias a su clara, y en ocasiones embelesadora inteligencia, comprendió su inexperiencia, y temeroso de un fracaso frente al viejo y valiente soldado que era Ojeda, con justa cautela pospuso el ataque a Naco y volvió a sus planes primeros.

Así, emprendió la marcha a Cananea. El defensor, coronel Moreno, fió en sus trincheras y en dos ametralladoras emplazadas técnicamente. Creyó Moreno que estas dos piezas eran suficientes para causar desmayo a los atacantes; y apenas se acercaron éstos a la plaza, abrió fuego. Utilizó también un antiguo cañón, que no le proporcionó ventaja alguna.

Los revolucionarios, aunque sufriendo pérdidas, avanzaron poco a poco sobre los atrincheramientos, hasta el momento en que Obregón dio órdenes para el asalto; y éste se realizó con tanto impulso y señalada efectividad, que el coronel Moreno se vio obligado a rendirse (26 de marzo); y con Moreno entregaron sus armas, dos jefes, ocho oficiales y trescientos veintidós soldados.

Hecho el triunfo y sin perder horas, Obregón se volvió hacia Naco. Llevaba mil quinientos hombres, pero a poco se le unieron otros mil. A la hora del combate, posiblemente -dice la crónica— ascendían a tres mil quinientos, aunque más de la mitad carecían de armas.

Ojeda se defendió con mucho ardimiento; mas eran tan grandes el coraje y la osadía de los atacantes, que éstos rompen la línea defensiva de Naco, y Ojeda retrocedió en orden; pero luego, temeroso de que el enemigo se valiese de la retirada para cobrar bríos, huyó precipitadamente a Estados Unidos, llevando consigo a la mayoría de su tropa al territorio norteamericano donde entregaron sus armas a los soldados extranjeros.

En menos de un mes, Obregón derrotó tres veces a las fuerzas federales; se apoderó de tres plazas fronterizas. Fue el dueño, de hecho, del norte de Sonora.
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