Presentación de Omar CortésCapítulo undécimo. Apartado 10 - Huerta y los Estados UnidosCapítulo undécimo. Apartado 12 - El primer caudillo Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO SEGUNDO



CAPÍTULO 11 - LA ANTIAUTORIDAD

ALZAMIENTO EN SONORA




Aunque fuera de la ciudad de México, el maderismo era un poder popular insondable e inquebrantable; pues para los lugareños la personalidad de Francisco I. Madero no se había minorado, eso no era obstáculo para que en medio de la rutina cotidiana aparecieran a menudo, en la República, las sombras de la desconfianza, por más que no se sabía precisar de quién se desconfiaba. Por esto, el mundo popular de México se hallaba inerme al momento del golpe militar de febrero.

Sin embargo, a la trágica muerte de Madero y Pino Suárez, considerada como una verdadera catástrofe nacional, y en seguida del llanto que produjo, quién más, quién menos de los mexicanos advirtió que era inminente una Segunda Guerra Civil.

Para la idiosincrasia nacional, ignorante de los preceptos constitucionales, la acción de Huerta no había producido un destroncamiento legal. La acción de Huerta era un crimen a par del amenazante regreso a las odiadas autoridades locales del porfirismo. Así, Huerta y el huertismo aparecieron en el escenario popular como figuras detestables a las que no se debía respeto ni consideración.

Tan general fue esa caracterización que el común de la gente dio al huertismo, que la promoción del levantamiento no fue obra de conspiradores. Hízose espontánea y vigorosa a manera de un consenso universal; y como conforme avanzaban los días, el huertismo sólo significaba ganancias a fuerza de armas, violencias y crímenes políticos y atropelladas exacciones, los sucesos en la ciudad de México adquirieron, para la masa mexicana, pero sobre todo para la población rural, las formas de un verdadero trauma nacional.

Lo mismo, dio motivo a la aparición de un espíritu revolucionario que, no obstante su escasez de ideas y programa, quería la transformación de México.

Ahora bien: como entre la masa popular se anidaban muchos rencores, nació y esplendió en cada individuo un ánimo de venganza; y, en efecto, el caos que dentro de los revolucionarios se observaría más adelante, conforme se desarrollaban los poderes y ambiciones de la Guerra Civil, provino de ese desorden a que dio lugar la dramatización individual de los sucesos de Febrero y los que se siguieron a la acción despótica, y en ocasiones criminal, del general Huerta. Venganza pedían unos; venganza exigían todos. Pero, ¿qué después de satisfacer los agravios?

El deseo, pues, de castigar al huertismo, así como hizo crecer nobles inspiraciones humanas, así también fue causa de actos salvajes durante las luchas intestinas de 1913.

Los hombres, en esos días que precedieron a la Segunda Guerra Civil, exageraron sus pasiones e ímpetus, ya para ganar una categoría, ya a fin de hacerse respetar, ya con el objeto de abrirse el camino al triunfo de sus designios.

De esta suerte, pero con un grandioso y generoso desinterés respecto a los bienes materiales, los sinaloenses y los sonorenses, no obstante carecer de guías tradicionales, acudieron presurosos al llamado a la guerra dejando cariños, tranquilidad y trabajo.

Parecía como si a aquellos hombres les hubiesen inyectado nuevas y maravillosas drogas, y como si éstas sirviesen para mover un poder etéreo nacido en los secretos del universo. Nunca antes se había visto cosa igual en la patria mexicana; porque tales hombres, dándose de alta en las filas antihuertistas, ora como soldados, ora como improvisados jefes, no acudían al llamado de un general, ni de un caudillo político, ni de un principio social, ni de un propósito económico, ni de un designio de maldad o provecho. Acudían al llamado interno de una justicia innata y de un batallar progresista.

Cierto que los sonorenses y sinaloenses estaban contagiados del espíritu democrático de Estados Unidos, país al que iban y venían casi en continuidad. Cierto que mucho temían, por haberlo sufrido en carne propia, la rudeza primitiva de los gobernantes civiles y militares del régimen porfirista. Cierto que vivían bajo el peso de los sufrimientos y desconsuelos que causaban los monopolios otorgados a los extranjeros, ya chinos, ya norteamericanos, españoles. Cierto todo eso; pero cierto también que eran individuos de redobladas ambiciones humanas; ambiciones que deseaban hacer patentes castigando el asalto, la ilegalidad, la usurpación y el crimen. Dentro de tales hombres latía, pues, un espíritu de justicia de tantas dimensiones como seguramente pocas veces se ha hallado en el mundo.

En los estados de Sonora y Sinaloa no había acontencido lo que en Coahuila. En el primero, el gobernador José María Maytorena, no obstante ser hombre de una pieza, de invariable credo maderista, contrario a la usurpación del Poder nacional y partidario del alzamiento popular, se mostró temeroso de seguir el ejemplo de Carranza, no tanto por titubeos de partido o cobardías personales, cuanto porque Guaymas y Torin eran dos fuertes acantonamientos de soldados federales, desde los cuales, el general Huerta, al través de sus lugartenientes, estaba en aptitud de dirigir un movimiento militar envolvente sobre Hermosillo y frustrar, de esa manera, fácil y prontamente, cualquier actitud acaudillada por el gobernador del estado contra Huerta y el huertismo.

Frente a esa situación de carácter militar, se necesitaba un intermedio de prudencia, capaz de neutralizar al enemigo y así como lo había llevado a cabo Carranza en Coahuila, Maytorena temía, sobre todas las cosas, perder, en un momento de impulso, el centro de un mando futuro que era Hermosillo; y de aquí que buscara, antes de hacer público su partido, la hora más desfavorable a sus designios.

Esta actitud prudencial de Maytorena, no concordó con el desencadenamiento de las pasiones. En efecto, los hombres decididos a la guerra abierta y sin cuartel, brotaban en Sonora como obra de una magia singular; pero Maytorena, dentro de su criterio circunspecto y juicioso —también ranchero— no comprendía la súbita aparición de aquella almáciga de voluntades y decisiones, sobre todo entre gente que no había correspondido a las luchas del maderismo. Dentro de la mentalidad de Maytorena no cabía la explicación de por qué la indiferencia de la gente rural principal en 1910, ahora se convertía en pasión y partido —y pasión y partido de violentos propósitos, que consideraban la espera como un mal funesto y por lo mismo condenable.

Era realmente un caso penoso lo que sucedía en Sonora hacia los primeros días de marzo (1913); porque si Maytorena advirtiendo la realidad de las pasiones, confió a los espontáneos combatientes o futuros combatientes, una situación que daba la impresión de irresolución del gobernador, mayores habrían sido los días de gloria para los sonorenses si Maytorena asume un mando decisivo; porque, ¡qué de hombres valerosos y dignos circundaban al gobernador! ¡Qué de hombres dignos e idealistas se aprestaban a tomar las armas, para convertirse no en soldados, sino en ciudadanos armados!

Entre aquellos tipos sonorenses y sinaloenses de la Revolución, que iban a compartir penas y triunfos, ya en torno de Maytorena, ya luchando independientemente contra las fuerzas huertistas, ya apoyando al Primer Jefe Venustiano Carranza; entre aquellos tipos, estaban Severiano Talamantes, quien juntamente con sus hijos había sido de los primeros en levantarse en armas a los comienzos del maderismo. Estaban también Alvaro Obregón y Ramón F. Iturbe, Fermín Carpió y Salvador Alvarado, Juan G. Cabral y Pedro Bracamontes, Ignacio Mendívil y Plutarco Elias Calles, Benjamín G. Hill y Manuel M. Diéguez.

Todos estos eran individuos desconocidos en la guerra y la política. Despreciábales el huertismo. Los jefes del ejército federal les desestimaban por su inexperiencia y rusticidad. Maytorena mismo no confiaba en ellos. De haberles observado, descubre el alma generosa y valiente de la que pronto se percataría la República.

Salvador Alvarado al hablar —tal era la pujanza de su espíritu- en una reunión efectuada en Hermosillo (febrero, 25, 1913), a la que concurrieron diputados locales, cónsules extranjeros y miembros de las cámaras de comercio de Guaymas y Hermosillo, y durante la cual comerciantes y representantes consulares trataron de convencer a Maytorena para que reconociera la autoridad del general Huerta; Alvarado, se repite, al hablar en tal reunión, dijo: La única solución posible es ir a darles de balazos a los pelones y que los científicos que no sean fusilados queden reducidos a la miseria.

¡Ir a dar de balazos a los soldados del ejército federal!

¡Vengar con la sangre y el despojo del prójimo, el crimen cometido por el intelectualismo y el cuartel de la ciudad de México! He aquí lo que vibraba en la cabeza incierta, pero en el alma pura de aquella gente, que ahora era dueña de fusiles y municiones. Las pasiones y los ímpetus iban a resplandecer en el cielo de México, antes tan pacífico y aparentemente destinado a serlo siempre, ya que en la superficie nada parecía lesionar la tranquilidad y el bienestar de los hombres, mientras que en el fondo se laceraba a una comunidad sin sombra protectora y sin punto fijo en el horizonte.

Sonora, anticipándose en razón de sus caudillos a Sinaloa, estaba ya sobre las armas. Fue inútil la cordura del gobernador José María Maytorena, no para evitar un alzamiento popular, sino a fin de hacer mejores preparativos antes de empezar la guerra contra el huertismo. Tan inútil así, que éste optó por separarse temporalmente de su empleo (26 de febrero), dejando el gobierno a Ignacio F. Pesqueira.

Para esos días —tal era la decisión de los sonorenses que sobrepasaba a los sinaloenses— ya Pedro Bracamontes estaba dentro de la plaza de Nacozari; Calles, con cuatrocientos y tantos hombres, se hallaba levantado cerca de Agua Prieta amenazando a los federales que no sabían si salir a combatirlo o esperar a que atacara; Diéguez, alcalde de Cananea, seguido de diez policías había abandonado la población, pero ocho días después, sus fuerzas ascendían a trescientos hombres, pues acudían a sus filas mineros mexicanos, ya de Cananea, ya de las minas arizonianas, y Obregón, comandante de un batallón de irregulares, atendiendo a la voz de la patria levantaba la bandera de la legalidad anunciando, con mucha bizarría su resolución de atacar a los federales en cualquier punto de Sonora.

Entre irregulares, rurales y voluntarios, ya flecheros, ya carabineros, ya montados, ya de a pie, a los primeros días de marzo de 1913, había en Sonora cerca de dos mil hombres; y con tales fuerzas, el gobernador del estado desconoció la autoridad del general Huerta y nombró a Alvaro Obregón, jefe de la sección de guerra, dándole facultades a fin de que procediera a organizar a los revolucionarios.

Ninguna otra orden recibió Obregón. Esto no obstante, como consecuencia de las facultades que le otorgaba el Gobernador, comunicó a la gente adinerada de Hermosillo que deberían entregarle cincuenta mil pesos en calidad de préstamo forzoso, pero reintegrable al triunfo de la Revolución, y como la exigencia fue muy imperiosa y Obregón se encargó de divulgar la noticia de que las personas que no cumplieran la orden del préstamo serían castigadas, en pocas horas pudo tener el dinero para iniciar su empresa guerrera; porque Obregón era individuo diligente y emprendedor, de vivísima imaginación y de mucha audacia.

La historia de Obregón, anterior a este acontecimiento, estaba perdida entre el anonimato de la gente rural. No tenía un signo particular de vida, como no la poseía ningún mexicano si no era correspondiente al mundo oficial o al círculo de allegados o amigos de los gobernadores y jefes políticos. Obregón, pues, no era más que uno de los tantos y tantos individuos que, no obstante sus cualidades humanas, vivía perdido en la obscuridad del mundo popular, aunque pensando, como pensaba toda aquella gente colocada al margen de los negocios políticos y administrativos de la República, que en alguna ocasión, la población rural del país sería reivindicada.

La incertidumbre de la vida, el apartamiento de los negocios públicos, la inestabilidad y poquedad de los medios e instrumentos de trabajo y progreso, habían formado, dentro de la gran masa rural de México, una condición singular conforme a la cual, tal masa dispuesta a acudir adonde la voz de los paladines la llamara en nombre de las realidades del país; y las realidades estaban en la renovación de la gente que gozaba del Poder, político y administrativo, en la organización económica de los mexicanos, en el desarrollo del espíritu de promoción y creación y en la esperanza de alcanzar mayores y mejores recursos en los capítulos ingentes de la cotidianidad.

Obregón era, pues, a pesar de los relámpagos de su ingenio y de su alma emprendedora, un número más de los millones de habitantes de México. Su distinción consistía en sus afanes de progreso personal, en sus simpatías hacia todo lo que significaba oposición al régimen porfirista y en su muy corta, pero significativa ilustración; pues si de un lado admiraba y seguía con interés la obra semihistórica y semiliteraria del liberalísimo Padre Agustín Rivera; de otro lado, leía con fruición, las novedosas, pero incoherentes parrafadas del escritor colombiano José María Vargas Vila, quien llevaba a la mente de sus lectores las más descabelladas y atropelladas proposiciones y esto, en medio de frases pedantescas y escasas de formalidad literaria.

Sin haber concurrido a la jornada democrática de 1910, por lo cual siempre significó él mismo su culpa, Obregón, no sólo por amor a la aventura, antes también movido por un sentido de antiautoridad que era consecuencia de los excesos cometidos por un mando y mandones del régimen porfirista, se afilió a la Revolución como jefe de guerrilla en las fuerzas organizadas en Sonora, para ir a combatir a los alzados de Pascual Orozco, en 1912; y desde esos días,atraído por una vida que, como la del vivaque, incita no sólo a la camaradería sino asimismo a la jerarquía y la lucha, tomó verdadera afición a las armas y a los derechos y obligaciones que éstas enseñan y practican.

Así, ya con la pequeña escuela adquirida dentro de un cuerpo irregular del que era comandante en 1913, Obregón apenas desconocida la autoridad de Huerta y anunciada la nueva guerra, se sintió impelido por los vientos del combate, y como era impulsivo y valiente y poseía todas las disposiciones para una carrera de triunfos, en seguida de tener en sus manos los cincuenta mil pesos exigidos a los ricos de Hermosillo, mandó reparar la vía férrea que habían destruido los partidarios de Maytorena, temerosos de un avance de los federales sobre la plaza; embarcó a su gente sin dar a conocer sus planes y se puso en movimiento (6 de marzo), calladamente, hacia Nogales.

Aquí, los jefes, federales habían concentrado en pocos días cuatrocientos soldados, que estaban bien pertrechados y atrincherados y en condiciones de ser auxiliados, en el caso de que se hiciera necesario, por otros cuatrocientos que estaban en Cananea y trescientos cincuenta más en la plaza de Naco, aparte de los quinientos que guarnecían el puerto de Guaymas y dos mil acantonados en Torin,

La resolución de Obregón, frente a la posibilidad de que los federales de Nogales pudieran ser reforzados, poseía una fuerte dosis de audacia, tanto más cuanto que sus soldados estaban mal armados y la mayoría eran voluntarios de última hora.

Así y todo, con los setecientos hombres que pudo embarcar, se presentó a las puertas de Nogales y organizó tres columnas. Una, al mando de José Gonzalo Escobar; la segunda a las órdenes de Antonio Guerrero. El se reservó la del centro. Así se dispuso al combate.

Antes de emprenderlo recibió noticias ciertas de que la vía de Nogales a Hermosillo había quedado expédita, para el caso de una retirada. También estuvo seguro de que en pocos días más podían llegarle otros trecientos hombres que estaban organizando en la capital de Sonora.

Con todo, sin apresuramientos, y calculando cada uno de sus movimientos, Obregón dio la orden para el ataque que los revolucionarios emprendieron con mucha bizarría, y como luego de tomar los primeros atrincheramientos advirtieron que los defensores de la plaza se retiraban, tratando de ganar la línea divisoria con Estados Unidos, cobraban más ímpetus, rompieron la línea defensiva de los federales y triunfantes entraron a Nogales (15 de marzo). Los huertistas derrotados, huyeron en su mayoría hacia suelo norteamericano. Los menos se rindieron. Obregón les desdeñó dándoles la libertad y la vuelta a la población civil.

Después del triunfo en Nogales todo fue riente a Obregón. Y había razón para ello; porque a su arrojado carácter, a su ingenio creador, a su prodigiosa memoria y simpatía personal asociaba su hermosa figura varonil.
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