Presentación de Omar CortésCapítulo cuarto. Apartado 8 - Los días de la guerraCapítulo quinto. Apartado 2 - La guerra de guerrillas Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 5 - EL TRIUNFO

RELACIONES CON ESTADOS UNIDOS




El general Porfirio Díaz ha jurado, el primero de diciembre de 1910, desempeñar, como consecuencia de su sexta reelección, las funciones de presidente de la República como manda la Constitución de 1857; y aunque el juramento no tendrá, como no lo ha tenido anteriormente, cumplimiento en las prácticas accesorias, su efecto será preciso en la substancia constitucional: la representación efectiva y honrosa de la patria, la defensa de las instituciones políticas y civiles, la garantía al derecho de propiedad y la seguridad del orden colectivo.

Si no es eso todo lo que manda tal Constitución; y si ésta no era cumplida al pie de la letra, no se debía a la ausencia del ánimo moral o patriótico del cuadro de la autoridad oficial. Díaz, en medio de sus grandezas personales, reconocidas por propios y extraños, no creía en los atrevimientos o ensayos políticos. Por esto, diez días después de tener las primeras noticias de la insurrección en el norte del país, se sentía tan tranquilo y seguro de su situación, que su presencia en el Congreso de la Unión, para prestar el juramento de ley, podía hacer creer que tan ilustre octogenario, aureoleado por el principio de la autoridad absoluta, alcanzaría a terminar su nuevo presidenciado o que, en el desgraciado caso de su muerte, la República seguiría disfrutando de un régimen de paz y orden.

Todo eso, por supuesto, correspondía a la mente del general Díaz y de sus allegados, mas no del pueblo. Este, aparentemente insensible ante los acontecimientos políticos e intuyendo la composición de otros sucesos más conmovedores, no pareció tener interés en el nuevo juramento de Díaz ni en las elecciones municipales (diciembre, 1910) hechas conforme al mecanismo habitual que nadie extrañaba. Dos eran las otras noticias que movían a la opinión pública: la que hacía referencia a la guerra en el norte del país y la que atañía a las relaciones con Estados Unidos. Estas, ciertamente, no dejaban de ser cordiales, pero como se acercaba la fecha para la renovación de los permisos relacionados con el uso de Bahía Magdalena y Pichilingue, la atención nacional estaba fija en la resolución que el gobierno de México diera a tan escabroso asunto.

Este negocio lo dirigía el ministerio de Relaciones con señalada prudencia; pues acercándose el plazo para la prórroga del permiso, la cancillería mexicana instruyó al embajador de México en Wáshington Francisco León de la Barra, a fin de que éste disuadiera al presidente de Estados Unidos de tal renovación, exponiéndole cuán grave error cometería la Casa Blanca de continuar en el Continente una política de ganancia en concesiones, puesto que tal política llegaría a ser considerada por los países americanos de habla española como una amenaza, bien definida, de Estados Unidos, ya que en la realidad, muchas y grandes eran las críticas que con motivo del permiso o concesión de Bahía Magdalena se hacían a Estados Unidos, considerando que el gobierno norteamericano abusaba de su poderío y proseguía una política con todos los visos de imperialista.

Tan hábil fue la política del general Díaz cerca de la Casa Blanca, que sin menoscabo en las relaciones de los dos países, el gabinete norteamericano, en seguida de examinar los progresos que el antiyanquismo hacía en América del Sur y el desasosiego patriótico que se experimentaba en México, con todo tino desistió formalmente (11 de enero, 1911), de renovar la petición a México.

Fue este acontecimiento, por lo que respecta á la política interna del país, un poderoso auxilio para el régimen porfirista, puesto que aparte de exaltar los sentimientos patrióticos del pueblo, consolidó las relaciones mexiconorteamericanas, que si no postradas, seguramente estaban resentidas moralmente después de la entrevista de los presidentes Porfirio Díaz y William H. Taft, cuando éste debió advertir el estado valetudinario del gobernante mexicano y las censuras que la propia prensa de Estados Unidos dirigía a don Porfirio llamándole dictador sempiterno.

Tan señalados fueron, en efecto, los temores abrigados por el gobierno noramericano respecto a la ineptitud física del general Díaz, que el presidente de Estados Unidos mandó a Henry Lane Wilson, individuo conocido por su agresividad, sus disposiciones de mando y su fanatismo democrático, como embajador del gobierno norteamericano en México.

Eran esos días, aquellos en los cuales empezaban a dilatarse continentalmente, ya no los intereses políticos o militares de Estados Unidos, sino los intereses capitalistas e inversionistas que entraban a los pueblos americanos de habla lusoespañola con derechos de favorecidos, toda vez que no existía ninguna legislación protectora contra los grandes intereses de potencia alguna, con lo cual, como era de consecuente razón, se prestaba si no a abusos de intencionalidad, sí a disgustos de las grandes masas populares tan sensibles frente a los poderíos; a disgustos, principalmente, de los medioilustrados, siempre hechos a los excesos emotivos.

Esto no obstante, el gobierno de Washington, si de un lado desistía de cualquier negocio con los países continentales conexivo a cesiones o concesiones territoriales, de otro lado, creyó que el tema central de su diplomacia debería consistir, no en coordinar los bienes humanos de los países centro y sudamericanos, lo cual hubiese producido un bienestar general en el Hemisferio, sino en proteger, sobre cualquier otro negocio, el establecimiento y progreso, a lo largo y ancho del Continente, de los intereses económicos de Estados Unidos.

Tan ajena a la diplomacia del dólar, y a las consecuencias que ésta podría producir, estaba la diplomacia mexicana, que en vez de atajar esa política de proteccionismo económico exterior que seguía el gobierno de la Casa Blanca, puso sobre la mesa del departamento de Estado Norteamericano, junto con los permisos para el uso de las bahías de Magdalena y Pichilingue, el negocio del Chamizal y el concerniente a las aguas del río Colorado.

Así y todo, si esa política hacia Estados Unidos no desmejoró las relaciones entre los dos países, sí dio lugar a desconfianzas mutuas; ahora que el gobierno de Estados Unidos no titubeó para acceder a los deseos del de México, cuando éste pidió ayuda a las autoridades norteamericanas, tanto para perseguir a los revolucionarios mexicanos asilados en Texas, California y Arizona, como para cerrar el paso de la frontera a los abastecimientos de guerra que estaban recibiendo los maderistas de las fábricas de armamentos de Estados Unidos.
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