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José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 4 - LA GUERRA

EL LEVANTAMIENTO EN EL PAÍS




Años hace —y muchos— que los mexicanos no escuchan el triquitraque de la fusilería, ni los gritos del entusiasmo y desafío guerreros, ni el estruendo de los cañones, ni las manifestaciones violentas de la autoridad, ni las exclamaciones de ¡Abajo el mal gobierno! o de ¡Viva la libertad!

Tan ajeno vivía el país a todo eso que trae consigo la guerra, que no obstante el anuncio de la revolución, esto parecía increíble; porque ¿adónde estaban los hombres resueltos a jugarse la vida, si toda la población mexicana era pacífica y se sentía atemorizada por la imperiosa autoridad de los policías rurales, jefes políticos y gobernadores? ¿Quién, en días anteriores a la fecha señalada para dar comienzo a la insurrección, podía creer que los hombres entregados a los goces de la paz, el orden y la salud iban a convertirse en soldados de aventura y riesgo?

Nada indicaba, cuando menos en la superficie, hacia el final de octubre (1910), que aquel pueblo de México, aparentemente vencido y sujeto a la dominación política del partido porfirista que privaba a la sociedad nacional de su autodeterminación, llevase en el alma un volcán de ímpetus e ideas, y que a la sola voz de libertad —y como si esta misma voz tuviese a la mano la llave paradisíaca— fuese capaz de empuñar las armas y presentar el pecho a las balas. Porque eso era lo que ahora, atónita, contemplaba la República; pues la revolución anunciada por la voz callejera, pero increíble como suceso nacional, estaba en marcha. ¿A dónde? En Chihuahua y Coahuila, en Durango y Sinaloa; también en Sonora.

Mas el centro revolucionario se hallaba en las llanuras y montañas de Chihuahua; y esto se debía a la obra incansable y persuasiva de Abraham González. Este, con alma apostólica, había viajado por sierras y valles, primero tratando de llevar a los ciudadanos a los actos comiciosos; luego, dejando la tranquilidad personal que le proporcionaban sus bienes, para invitar a los valientes y convencidos maderistas a la guerra.

Ya para esos días, en Chihuahua, como en todo el norte de la República, a donde el influjo de las ideas democráticas del pueblo norteamericano llegaban como una esperanza de dicha; ya para esos días, los chihuahuenses estaban divididos en dos grupos que se decían, uno de convicción, y otro, sin convicción. ¡Dichosa fue esa época en la que se hacía tal clasificación, pues denotaba cuánto más se querían las ideas que los intereses materiales; aunque, ciertamente, cortos eran los intereses materiales de los mexicanos!

Entre los catequizados por González, no tanto para votar a Madero, cuanto a fin de empuñar las armas, estaba Pascual Orozco. Era un arriero. Poseía un carácter resuelto, aunque como todos los individuos de su oficio, había en él mucho de huraño y desconfiado; y como estaba acostumbrado a guiarse por sí propio, tenía un espíritu de mucha independencia y por lo mismo fácil a convertirse en veleidoso. Orozco ya sabía de armas y refriegas; pues había peleado, en buena lid a balazos, con los hijos de los caciques de San Isidro (Chihuahua), su pueblo natal. Además, como hombre acostumbrado a transitar incesante e incansablemente por caminos y veredas sabía desafiar todos los peligros con que solían asaltar a los caminantes, la naturaleza y los hombres.

Conquistados también por González habían sido los mineros Agustín Estrada y José de la Luz Soto, y el comerciante José de la Luz Blanco. El primero, más que el segundo, individuo de mucha entereza y con fama de valiente entre la gente que transportaba metales o comerciaba en los minerales. Blanco, menos osado que Estrada, pero más sagaz que éste y que Soto, tenía probada su lealtad y discreción; pues durante los meses de octubre y noviembre había recorrido los estados de Sinaloa y Sonora llevando la nueva de los preparativos para la rebelión.

En Parral, también enlazados al maderismo por medio de González, estaban Guillermo Baca y Maclovio Herrera, ambos dispuestos a levantarse en armas a la primera señal de Madero. Baca se llamaba a sí mismo maderista de hueso colorado.

Había un individuo, entre aquellos que González seleccionó y preparó a fin de que sirviera a la guerra, que tenía fama por sus correrías, generalmente exageradas, debido a sus carácter agraz y aventurero a par de misterioso. Este se nombraba a sí propio Francisco Villa. Era analfabeto, pero poseía, con todo el vigor de su naturaleza salvaje, un criterio de las cosas. Su fama no podía ser catalogada entre las gloriosas y honorables; aunque ¿quién, de los sujetos que habían hecho su vida entre las montañas y llanuras chihuahuenses, podía, dejando a su parte a los jefes políticos y rurales, corresponder a la lista oficial de la gente honrada y de buenas costumbres? ¿Quién, de todos aquellos fronterizos que, unidos o no a las filas del antirreeleccionismo, se hallaba limpio de las manchas del contrabando, del abigeato y del tráfico gambusino? Asociado al régimen orgánico del porfirismo estaba, incuestionablemente, ese género de tipos de innaturaleza social que llevaban a sus espaldas un rosario de cuentas ilegales. Sin embargo, la existencia de tales tipos explicaba por sí sola, una de las causas revolucionarias.

Por otra parte, Francisco Villa, caracterizaba de manera excepcional, si no por sus malas artes, sí por su mentalidad vigorosa y osada a una nueva clase rural mexicana —a la clase rural que, en medio de su rusticidad deseaba una vida más acorde a las necesidades del progreso; de un progreso que no era precisamente el del dinero, sino el del mando.

Muchos y muchos fronterizos de esa misma laya, enterados del maderismo y del Plan de San Luis, aunque sin saber a ciencia cierta qué era el maderismo o el Plan de San Luis, pero que se sentían iluminados por la esperanza de vengarse de los atropellos de los jefes políticos y caciques y de proclamar que eran libres; muchos y muchos fronterizos, bajo el estímulo y dirección de Abraham González esperaban en los pueblos y aldeas de Chihuahua, la hora de dar el grito de rebelión. González, previamente, les había abastecido, aunque en poquedad, de armas y municiones.

Así, con el 20 de noviembre llegaba para aquella gente la hora y día del levantamiento; la hora y día del desquite; la hora y día del progreso del pueblo rural.
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