Presentación de Omar CortésCapítulo primero. Apartado 6 - La lucha del localismoCapítulo primero. Apartado 8 - Responsabilidad del General Díaz Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 1 - PAZ DE REGIMEN

LA NACIONALIDAD ECONÓMICA




Dentro de la que se llamaba clase superior de México, que era la clase que ejercía la dominación política del país, estaban los intereses económicos extranjeros que constituían el inversionismo; y si éste no correspondía a los establecimientos coloniales de otros lugares del mundo, sí comprometía al país con lazos foráneos de tanta consideración, que éstos a veces asomaban tenebrosamente en el horizonte de un pueblo que, como el de México, carecía de reservas propias, debido a lo cual, los esfuerzos tanto del mundo oficial como del particular para fundar una economía nacional se desvanecían al más ligero de los soplos.

No obedecía tal hecho a un premeditado propósito sojuzgador de los capitales o naciones extranjeros. Obedecía a una idea, según la cual, escaso el país de recursos naturales físicos y ajenos sus habitantes a las prácticas fabriles y mercantiles, lo forastero, lejos de menoscabar los intereses nacionales, era un coadyuvante en la organización y crecimiento de una riqueza dentro de la Repúbhca; riqueza que, al correr de los años, estaría en aptitud de adquirir la nacionalidad mexicana en todos los aspectos del fondo y forma.

La idea general acerca del inversionismo, nacida yfomentada durante el régimen porfirista, tuvo una explicación en esa época; pero los resultados efectivos distaron de proporcionar al país los beneficios que había considerado el Gobierno. En efecto, el inversionismo, que sólo buscaba los provechos redituables así como la recobración de sus capitales, sin anidar los fines satánicos y sojuzgadores que se le han atribuido, fue la caracterización precisa del aventurero audaz a par de ilusivo. No hay pruebas de que los capitales de inversión a través de los días que recorremos, hayan ingresado a la República en función de terceros. Los grandes y pequeños empresarios de Estados Unidos y Europa avecindados en México durante el último tercio de siglo anterior a la Revolución, lo hicieron creyendo encontrar en suelo mexicano el vellocino de oro de la fábula a que daban lugar las extravagancias y exageraciones que la ignorancia forastera divulgó por el mundo acerca de supuestas riquezas físicas de México. Tal fue el caso de las compañías mineras extranjeras; tal el del hallazgo de las inimaginadas fuentes del petróleo en Tamaulipas.

El noramericano Edward Doheny, descubridor de los yacimientos petroleros en El Ebano, no fue un explotador vulgar ni un enviado del gobierno de Estados Unidos en misión conquistatoria. Fue, en cambio —y dejando a su parte la función contable del capital de inversión—, un soñador, quien creído de la abundancia y poder combustible del petróleo, imaginó ser capaz de convertir lo pobre en rico; lo pequeño en grande.

Esos días en que Doheny tuvo la intuición de hallar petróleo en Tamaulipas, corresponden a aquellos en los cuales, los pueblos de inventiva dieron hombres que se creían iluminados y capaces de transformar suelos y mentalidades, vientos y hábitos. Rara especie de osados buscadores de riquezas y de febriles empresarios surgió al final del siglo XIX; ahora que, ya adelantados los años, lo que fue lance extraordinario y romántico de los individuos, apareció, por obra de la literatura política, como vulgar hazaña de intrusos y malquerientes o bien como expansiones coloniales de los países dueños de riquezas físicas e industriales.

Los capitales y negociaciones extranjeros que inmigraron al país tuvieron las más diferentes peculiaridades. Las inversiones destinadas a la construcción y manejo de los ferrocarriles fueron muy específicas. Entraron a la Repúbhca no tanto para organizar un servicio público útil y eficaz a la Nación mexicana, cuanto a fin de dar mercado y ganancias a la industria siderúrgica de Estados Unidos; también para aprovecharse de una ley económica sobre el valor y desgaste de los metales, conforme a la cual México daba su oro a cambio del hierro norteamericano, es decir, cambiaba materia acrecentable por materia depreciable.

Si ciertamente las inversiones extranjeras en ferrocarriles proporcionaron a México el placer de competir —por lo que respecta a vías de comunicación— con las naciones más civilizadas del mundo, en cambio produjeron, automáticamente, la desvalorización de la moneda nacional. Cada peso oro que el país daba a los ferrocarriles construidos en suelo mexicano -y lo daba, ya en subvenciones, ya en trabajo, ya en fletes y pasajes— se convertía en décimo de peso en virtud del consumo por el uso.

Tal fue el principio de la disminución de una riqueza metálica que la República tenía a manera de una reserva perenne. El precio de lo que no se posee -y México no poseía acero para la construcción y sostenimiento de los ferrocarriles— fue pagado siempre como un lujo ruinoso de los países que quieren adelantarse a las fuentes de la naturaleza.

No aconteció igual con el inversionismo dedicado a explotar industria de extracción: porque si es verdad que tal inversionismo no era parte de un capital, y en su transitoriedad todas las ganancias obtenidas por el trabajo mexicano estaban destinadas a ser substraídas del país, verdad también que dicho inversionismo dejaba en México los cimientos de una industria que, como la minera, había languidecido a partir del segundo tercio del siglo XIX.

Del inversionismo extranjero, el procedente de Estados Unidos se dilataba sobre una considerable superficie de intereses. Probablemente, de los dos mil cuatrocientos millones de dólares que totalizaban las riquezas establecidas en México por propios y extraños, el cincuenta por ciento correspondía al inversionismo noramericano, un veinticinco por ciento al capital británico y lo restante a los inversionistas franceses, españoles y alemanes.

La inversión norteamericana hecha originalmente en el país, esto es hacia el final del siglo XIX, fue de seiscientos cincuenta millones de dólares. La costa noroccidental de México atrajo excepcionalmente a inversionistas, empresarios y aventureros de Estados Unidos. La minería y la agricultura constituyeron fuentes de inversión y lucro para los noramericanos, mientras que los españoles, más mayordomeando en las haciendas que invirtiendo ahorros y capitales, tuvieron predominio en los estados circundantes del Distrito Federal. La minería nacional que poseía un capital de seiscientos cuarenta y siete millones de pesos, veintinueve eran de empresas mexicanas.

No obstante la fuerte inversión de capitales del exterior, el número de extranjeros residentes en la República era pequeño. Hacia la primera década de la centuria, teniendo México trece millones de habitantes, la población extranjera ascendía a dieciséis mil individuos, siendo la mayoría españoles; el menor número correspondía a los árabes y turcos.

Los extranjeros, ya como residentes personales, ya como inversionistas, estaban colocados dentro de México con muchos títulos de privilegio; ahora que los más de tales privilegios los debían a los intereses particulares también extranjeros. Favorecíanles, en efecto, los créditos, las concesiones, las garantías, las exenciones aduanales, los contratos oficiales, la técnica fabril, los consorcios internacionales, los litigios judiciales. Favorecíanles, asimismo, el influjo cerca de las altas y bajas autoridades mexicanas, de manera que con todo esto tenían ventajas sobre los intereses económicos de los nacionales.

Fueron las sociedades anónimas extranjeras que operaban en el país, no solamente centros de un inversionismo que trabajaba con utilidad y ganancia y dejaba, por lo mismo, provechos a México, sino también representación de un mercantilismo a veces tenebroso y de acciones inconfesables; pues sirviéndose de los triunfos de algunas compañías forasteras, abusaba de su condición extranacional para petardear, ora a los pequeños ahorros, ora a los modestos créditos pueblerinos, ora a la estimulante y tolerante política económica que seguía el régimen porfirista, con lo cual, aparte de lesionar a los intereses del país, incitaba con sus premeditadas maldades a crear un ambiente de xenofobia, principalmente en la Mesa Central, en donde los abusos de los forasteros tenían muchas proporciones y muy a menudo estaban exentos de castigo. No acontecía lo mismo en las regiones costaneras, donde los extranjeros, por razones de una amplia y eficiente comunicación con el exterior, llevaban una política más liberal y sobre todo de más apego al país que les daba hospitalidad y ventajas.

Pero lo que más daño hacía a los sentimientos nacionales que se desarrollaban en el país conforme aparecían los síndromes del antiporfirismo, eran los derechos que el Gobierno central otorgaba a los extranjeros a fin de que éstos desenvolvieran las empresas conexivas a los servicios públicos; porque si bien es cierto que hubo progresos en algunas poblaciones, tales se iban cargando con deudas a consecuencia de los empréstitos municipales contratados en Europa y Estados Unidos, o bien mediante compromisos establecidos en concesiones de explotación principalmente para la entubación de aguas potables o servicios de comunicaciones.

Con esa política, pues, favorable al inversionismo, las rentas municipales de las poblaciones mexicanas pobres iban quedando hipotecadas en el extranjero. Así, mientras el juego de los grandes préstamos exteriores no fue en detrimento de la masa nacional representada por los lugareños, en quienes empezaba a incubarse el odio hacia el Centro, las poblaciones costaneras y de tierra adentro admitieron vivir maquinalmente; mas en cuanto advirtieron los perjuicios directos que causaba el extranjerismo fomentado y apoyado por el régimen porfirista, una nueva situación empezó a gestarse en el país. Las alas de una ambición mexicana, bien en derechos mercantiles, bien dentro de las distribuciones rurales, bien cerca del remozamiento civil, bien respecto a las explotaciones mineras, fueron tantas y de tantos tamaños, que el antiextranjerismo, si no en acciones directas y violentas, sí en representaciones antiporfiristas empezó a crecer ostensiblemente; pues de todo lo que acontecía en el país no se culpaba al inmigrado, sino a la persona que por sí misma había querido la responsabilidad absoluta de los negocios públicos: al general Díaz.
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