Presentación de Omar CortésCapítulo décimo. Apartado 3 - El destino de MaderoCapítulo décimo. Apartado 5 - Muerte de Madero y Pino Suárez Biblioteca Virtual Antorcha

José C. Valades

HISTORIA GENERAL DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

TOMO PRIMERO



CAPÍTULO 10 - LA RESPONSABILIDAD

PRELIMINARES DE UN CRIMEN




Desde la mañana del 21 de febrero (1913), los colaboradores cercanos al general Victoriano Huerta no desconocían cuál sería el destino de Madero y Pino Suárez, Huerta no les había comunicado ni interiorizado de sus planes secretos; pero el ambiente todo, dentro del círculo de los triunfantes sediciosos, señalaban la muerte del Presidente y del Vicepresidente como suceso necesario y fatal.

Estaban, si no en el entendimiento de lo que iba a pasar, sí en la idea general de que mientras vivieran Madero y Pino Suárez peligraban los hombres de la cuartelada, además de Huerta, Blanquet, Mondragón, Cepeda y Robles, el brigadier Félix Díaz y el licenciado Rodolfo Reyes; pües si entre ellos, se insiste, no existió un acuerdo previo, en el fondo combinaban sus ideas sobre la manera menos burda de quitar la vida a los gobernantes presos. Y prueba de lo anterior es que los cuatro últimos, unidos a los otros, aceptarían horas más adelante, la mentira, casi fabulosa, acerca de la muerte de Madero y Pino Suárez. Esa sola mentira, urdida en el menor de los covachuelismos, empañará para siempre la memoria de personas tan distinguidas como Reyes y Díaz, en quienes, infortunadamente, se había metido el diablo de la venganza.

La sentencia contra Madero y Pino Suárez, fue dictada en la defensiva y silenciosa reciprocidad de aquellos hombres. Es difícil que de uno al otro -si de esto se exceptúan a Huerta, Cepeda y Blanquet- haya salido la frase: Hay que matar a Madero. Otra es la manera como se entienden quienes tienen miedo de perder la victoria fácilmente obtenida; otra la forma como se proyectan y realizan los crímenes políticos. Para el ejercicio de éstos hay sondeos individuales y no discusiones colectivas. Esto equivaldría a dejar huellas imborrables. Un político criminal se cuida más que un vulgar criminal, aunque éste pretenda el crimen perfecto.

Así, en medio de una borrachera, el general Huerta llamó al general Blanquet a la madrugada del 22 de febrero, diciéndole que dispusiera todo lo conveniente para hacer desaparecer ese mismo día a Madero y Pino Suárez; y que, para el caso, el propio Blanquet eligiera el personal que debería ejecutar la orden antes de que amaneciera el 23 de febrero.

El general Félix Díaz no ignoró que la orden para el crimen había sido dictada por el general Huerta en la madrugada del día 22, y cuando Huerta se hallaba en estado de ebriedad; pero Díaz dudó, dado el estado de Huerta, en que Blanquet la cumpliera o que aquél le reiterara. Sin embargo, la orden era un hecho, y Blanquet procedió a ponerla en práctica; ahora que la trama, de manera que saliera de acuerdo con los designios futuros de Huerta, fue fraguada en su parte principal, por Enrique Cepeda y el coronel Luis G. Ballesteros.

Esa parte principal de la confabulación consistió en simular un traslado de Madero y Pino Suárez del Palacio Nacional a la Penitenciaría del Distrito Federal, con el objeto de que, llevados los prisioneros a un lugar aislado y protegidos por la obscuridad, fuesen muertos, a manera de poderse decir, oficialmente, que la tragedia había ocurrido, en el camino a la penitenciaría, al intentar, un grupo de maderistas, libertar a los prisioneros.

Mas, para llevar al cabo tal artificio, sin que recayera sospecha sobre la intervención de Huerta y Blanquet en el crimen, fue necesario hacer una ingeniosa urdimbre de personas e instrumentos; y al caso, desde la mañana del 21 de febrero, Cecilio L. Ocón, lugarteniente del general Félix Díaz, y Enrique Cepeda, representante de Huerta, anduvieron en procuración de un automóvil, para un eminente servicio de Palacio. Y no era, ciertamente, tan fácil, la tarea de hallar el vehículo; pues no había tantos así en la ciudad de México como para que los propietarios se desprendieran de ellos, ni aun para el servicio de Palacio, a pesar de que Palacio significaba respeto y amenaza.

Pero como Ocón estaba obligado a satisfacer la demanda de la autoridad de Palacio, no descansó hasta que Alberto Murphy, rico de la época porfirista, ofreció prestarle su Protos, coche cerrado de cinco plazas, que el chofer Ricardo Romero condujo al patio central del Palacio Nacional, donde lo entregó a dos oficiales del 29° batallón. El chofer del vehícülo iba advertido por Murphy, de que no se asustase, pasara lo que pasara.

Faltaba el segundo automóvil, y como Ignacio de la Torre y Mier, rico hacendado y yerno del general Porfirio Díaz poseía dos, Enrique Cepeda le pidió uno en préstamo; pero de la Torre, no obstante sus nexos con los contrarrevolucionarios, sabiendo lo que significaba la frase servicio de Palacio, sin negarse a facilitar un vehículo mandó a su mayordomo para que alquilase un automóvil en el sitio de la Alameda, del cual era propietario el inglés Frank H. Doughty.

El inglés, ajeno a lo que se avecinaba arrendó un auto Packard, encargándole el manubrio a Ricardo Hernández, quien llevando como ayudante a Genaro Rodríguez, se dirigió al patio central del Palacio, donde fue recibido por Enrique Cepeda, quien mandó al chofer que se pusiera a las órdenes del comandante Francisco Cárdenas, correspondiente al Primer cuerpo de rurales.

Y, en efecto, éste al cabo de dos o dos horas y media, se presentó al chofer Hernández, preguntándole entre broma y broma, si era lo suficiente, hombre para no asustarse con los balazos, con lo cual Rodríguez empezó a entrar en temores; mas como vio que tanto Cárdenas como los dos cabos de rurales que acompañaban a éste seguían de chanza en chanza, hizo a un lado sus primeras aprensiones y empezó a ganarse la confianza de Cárdenas.

Para esto, a unos cuantos metros de distancia del Packard estaba el automóvil prestado por Murphy a Ocón; ahora que tanto Cárdenas como sus compañeros tuvieron el cuidado de no confiar a los choferes que ambos estarían a la noche de ese día en la misma misión.

Al efecto, desde la hora en que los dos automóviles quedaron estacionados en el segundo de los patios, todo estaba listo para la ejecución de los planes del general Huerta.

Previamente, para cumplir tales órdenes, el general Blanquet había llamado al mayor Cárdenas, y comunicándole que por acuerdo del Presidente, en el curso del día le entregaría a los reos Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, para que los ejecutara de manera que su muerte pudiera ser atribuida a la ley de fuga o bien a los maderistas, como resultado de un asalto con el objeto de libertar a sus caudillos.

Mandó también Blanquet que Cárdenas designara a dos —solamente a dos— cabos de rurales de su absoluta confianza, a fin de que le sirvieran para llevar a cabo el fusilamiento.

Cárdenas se dispuso a cumplir lo ordenado por Blanquet, sin que exista prueba —como Cárdenas dijo en Guatemala, donde el presidente de la República Manuel Estrada Cabrera, en un acto que mucho le ennoblece lo tuvo preso— capaz de resistir un cotejo, a propósito de una supuesta entrevista de Huerta y Cárdenas en las horas anteriores al crimen.

La elección hecha en tal sujeto se debió a que Huerta le conocía su decisión. Cárdenas, desde el 9 de febrero, había sido compañero inseparable de Enrique Cepeda. Ambos se llamaban a sí mismos la sombra de mi general —la sombra de Huerta.

Esto no obstante, y mientras que Cárdenas iba en busca de sus cómplices, el general Aureliano Blanquet llamó a la comandancia al capitán Agustín Figueroa, quien se había distinguido por su sangre fría dando muerte a Gustavo A. Madero, y comunicó que estaba comisionado para acompañar en la noche del 22 de febrero al mayor Francisco Cárdenas, quien recibirá órdenes para fusilar a Madero y Pino Suárez; y que como Cárdenas no tenía materia gris, Figueras debería ponerse de acuerdo con el coronel Luis G. Ballesteros, director de la penitenciaría del distrito Federal, para él hacer desaparecer a Madero y Pino Suárez sin que se comprometiera al gobierno.

Figueras aseguraba que había oído decir a Ocón, a raíz de la aprehensión de Madero, que a éste sería bueno matarlo simulando un asalto al Palacio o al lugar donde los prisioneros fuesen trasladados. Y esta ocurrencia de Ocón, vino luego a la cabeza del capitán Figueras, a quien le pareció que era el mejor plan.

Asimismo, Figueras estaba instruido en el sentido de que su nombre no debería figurar en ninguna actuación, de manerá de no comprometer al ejército, por lo cual, los individuos llamados a matar al Presidente y Vicepresidente tenían que ser rurales. Así, Figueras, soldado de los pies a la cabeza, pero en quien mandaban los impulsos y las violencias, sabiendo que de lo que aconteciera la noche que se acercaba dependía su suerte, mucho cuidado tuvo de que su presencia no fuese advertida en torno al crimen que estaba en elaboración.

Pero sobre Figueras estaba un superior. Este era el coronel Luis G. Ballesteros, individuo al servicio de Huerta. Y quien a la mañana del día 22 el propio Huerta había nombrado director de la penitenciaría.

Con Ballesteros, de quien en el examen de los testimonios sobre el crimen, no se mencionan antecedentes, debería ponerse de acuerdo con Figueras. Ballesteros tenía aptitudes como hombre de iniciativa. El, pues, nadie más que él, diría qué hacer, con precisión, del Presidente y del Vicepresidente de la República; y a Ballesteros fue a quien se le ocurrió que la muerte de Madero y Pino Suárez pudiera ser atribuida a un asalto; mas como era indispensable achacar toda la trama del supuesto asalto a un individuo ajeno al ejército. Ballesteros fue quien atribuyó indirecta e insidiosamente a Ocón, la preparación de los criminales planes. Con esto, no sólo se quitaba a los jefes militares la responsabilidad en los acontecimientos, sino que también se degradaba a uno de los amigos personales de Félix Díaz; sobre todo a un amigo de Díaz en quien, como Ocón, tenían los huertistas un enemigo formal y aguerrido. Además el nombre de Ocón como coautor del crimen hacía recaer sospechas sobre una complicidad del general Díaz, que no existía, de ninguna manera, en el orden material de el magnicidio.

Ocón era originario de Mazatlán (Sinaloa). Hombre de gran empresa y de talento despejado, hizo buena fortuna; pero habiendo obtenido el monopolio de la carga y descarga de mercadería en el muelle del puerto durante las postrimerías del porfírismo, se hizo odioso para el pueblo y huyó al triunfo del maderismo a la ciudad de México, donde entregó su vehemente y sincera amistad, como buen costeño, al general Félix Díaz a quien acompañó en peligrosas aventuras, sin dejar de servir a sus paisanos, salvando la vida a los mazatlecos sentenciados a muerte por el general Huerta.
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