Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoPrimera parte del Libro TerceroTercera parte del Libro TerceroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

Talía

Segunda parte



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Después de echarle, Periandro interrogó al mayor sobre lo que le había dicho su abuelo materno. El mozo le contó con qué agasajo les había recibido, pero no recordó aquella palabra que Procles había dicho al despedirles, como que no la había comprendido; Periandro dijo que aquél no podía menos de haberles aconsejado algo, y porfiaba en la interrogación; hizo memoria el mozo y lo refirió también. Comprendió Periandro, y resuelto a no mostrar flojedad alguna, envió un mensajero a aquellos con quienes moraba el hijo arrojado por él, prohibiéndoles que le recibieran en su casa; y cuando el joven, rechazado, iba a otra casa, era rechazado también de ésa, porque Periandro amenazaba a los que le habían recibido y ordenaba que le arrojasen. Así rechazado, se fue a casa de otros amigos, quienes, aunque llenos de temor, al cabo, por ser hijo de Periandro, le recibieron.


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Al fin, Periandro echó un bando para que quien le acogiera en su casa o le hablara tuviera que pagar una multa dedicada a Apolo, y fijaba su importe. A consecuencia de este pregón nadie quería hablarle ni recibirle en su casa, y por lo demás él mismo no tenía por bien intentar lo prohibido y, sin cejar en su proceder, andaba bajo los pórticos. Al cuarto día, viéndole Periandro sucio y hambriento, se apiadó, y aflojando su cólera, se le acercó y le dijo: Hijo, ¿cuál de estas dos cosas es preferible, el estado en que por tu voluntad te encuentras o ser dócil a tu padre y heredar el señorío y los bienes que hoy poseo? Siendo hijo mío y rey de la opulenta Corinto, has elegido una vida de pordiosero, por oponerte y encolerizarte contra quien menos debías. Si alguna desgracia hubo en aquello por lo cual me miras con recelo, para mí la hubo y yo soy el que llevo la peor parte, pues soy el que lo cometí. Tú que has podido ver cuánto más vale ser envidiado que compadecido, y a la vez, cuán grave es enemistarte con tus padres y con tus superiores, vuelve a palacio. Así quería aplacarle Periandro, pero el joven no dió a su padre más respuesta, que decirle que debía la multa dedicada al dios por haberle hablado. Vió Periandro que el mal de su hijo era irremediable e invencible, y le apartó de su vista, enviándole en una nave para Corcira, de donde era también soberano. Después de enviarle, Periandro marchó contra su suegro Prodes, a quien tenía por el principal autor de sus presentes desventuras; tomó a Epidauro y tomó a Prodes, a quien tuvo cautivo.


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Andando el tiempo, como Periandro había envejecido y reconocía que ya no era capaz de vigilar y despachar los negocios, envió a Corcira para invhar a Licofrón a la tiranía: pues en el hijo mayor no veía capacidad y le tenía por algo menguado. Pero Licofrón ni se dignó responder al que llevaba el mensaje. Periandro, aferrado al joven, volvió a enviarle mensaje, esta vez con su hermana, e hija suya, pensando que escucharía a ella más que a nadie. Cuando llegó, le habló así: Niño ¿quieres que la tiranía caiga en otras manos, y que la casa de tu padre se pierda, antes que partir de aquí y poseerla tú mismo? Ve al palacio, no más castigo contra ti mismo. Necio es el amor propio, no cures mal con mal. Muchos prefieren la equidad a la justicia. Ya muchos por reclamar la herencia materna han perdido la paterna. La tiranía es resbaladiza y tiene muchos pretendientes: él está ya viejo y caduco. No entregues a los extraños tus propios bienes. Enseñada por su padre, la hermana le proponía las más persuasivas razones; y con todo Licofrón respondió que mientras supiera que vivía su padre, jamás volvería a Corinto. Después que la hija dió cuenta de esa respuesta, Periandro, por tercera vez envió a su hijo un heraldo: pensaba ir él a Corcira, y le invitaba a venirse a Corinto, y sucederle en la tiranía. Como convino el hijo en estos términos, Periandro se disponía a pasar a Corcira, y el hijo a Corinto. Noticiosos los corcireas de estos particulares, dieron muerte al joven para impedir que Periandro viniese a su tierra. Por ese crimen Periandro quiso vengarse de los corcireos.


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No bien llegaron los lacedemonios con una gran expedición, pusieron sitio a Sama. Atacaron los muros y escalaron el baluarte que está junto al mar en el arrabal de la ciudad, pero luego acudió al socorro Polícrates en persona con mucha tropa, y fueron rechazados. Por el baluarte superior, que está en la cresta del monte, atacaron los auxiliares y muchos de los mismos samios, y después de sostener por poco tiempo el ataque de los lacedemonios, se dieron a la fuga; aquéllos les persiguieron y mataron.


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Si ese día todos los lacedemonios presentes se hubieran portado como Arquias y Licopas, Sama habría caído. En efecto: Arquias y Licopas fueron los únicos que irrumpieron en la plaza con los samiós que huían; y, cortada la retirada, murieron dentro de la ciudad de los samios. Yo mismo me encontré en Pitana (pues de este demo era) con un descendiente en tercer grado de ese Arquias: otro Arquias, hijo de Samio, hijo de Arquias; los forasteros a quienes más honraba eran los samios; y decía que habían puesto a su padre el nombre de Samio porque el padre de éste, Arquias, había muerto distinguiéndose en Samo; y decía que honraba a los samios porque públicamente habían dado honrosa sepultura a su abuelo.


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Pasados cuarenta días de sitio, viendo los lacedemonios que la empresa nada adelantaba, se volvieron al Peloponeso. Según cuenta la historia menos juiciosa, pero difundida, Policrates acuñó gran cantidad de moneda del país, de plomo, la doró y la dió a los lacedemonios; éstos la recibieron y entonces se volvieron. Esta expedición fue la primera que hicieron contra el Asia los lacedemonios dorios.


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Los samios que habían marchado contra Policrates, ya que los lacedemonios estaban por abandonarles, hiciéronse también a la vela rumbo a Sifno. Porque necesitaban dinero, y a la sazón la situación de los sifnios se hallaba en auge y eran los más ricos de todos los isleños, pues tenían en su isla minas de oro y plata; a tal punto, que del diezmo de las riquezas producidas en el país consagraron en Delfos un tesoro que no cede a los más ricos; y cada año se repartían las riquezas producidas. Al tiempo, pues, de construir su tesoro, preguntaron al oráculo si era posible que les durase mucho tiempo su presente prosperidad, y la Pitia les respondió así:

Pero cuando sea blanco el pritaneo de Sifno
y blanco el borde del ágora, precisas un varón sabio
contra el pregonero rojo y la emboscada de leño
.

Por entonces tenían los sifnios el foro y el pritaneo adornados con mármol pario.


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No fueron capaces de comprender ese oráculo, ni entonces mismo ni cuando los samios llegaron. Pues los samios, apenas arribados a la isla, destacaron una de sus naves, que llevaba embajadores a la ciudad. Antiguamente todas las naves estaban pintadas de almagre, y esto era lo que la Pitia predecía a los sifnios: que se guardasen de la emboscada de leño y del pregonero rojo. Llegaron, pues, los mensajeros y rogaron a los sifnios les prestasen diez talentos. Como los sifnios se negaran a prestárselos, los samios empezaron a saquearles la tierra. Enterados los sifnios, acudieron inmediatamente al socorro; trabaron combate con ellos y fueron derrotados; a muchos cortaron los samios la retirada hacia la plaza; y, luego de esto, exigieron cien talentos.


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Con esta suma compraron a los hermioneos la isla Hidrea, en la costa del Peloponeso, y la entregaron en depósito a los trecenios; ellos poblaron a Cidonia, en Creta, bien que no se habían embarcado con este fin, sino para arrojar a los zacintios de la isla. Permanecieron en ésta con próspera fortuna cinco años, de modo que ellos son los que edificaron los santuarios que hay ahora en Cidonia, y el templo de Dictina. Al sexto año, les vencieron los eginetas en una batalla naval y les hicieron esclavos con ayuda de los cretenses; los vencedores cortaron los espolones de las galeras, hechos en forma de jabalí, y los consagraron en el templo de Atenea en Egina. Tal hicieron los eginetas movidos de encono contra los samios. En efecto: los samios fueron los primeros, cuando Antícrates reinaba en Samo, en entrar en campaña contra Egina, causando y sufriendo grandes calamidades. Tal, pues, fue la causa.


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Algo más me he alargado al hablar de los samios porque han ejecutado las tres obras más grandes entre todos los griegos. En su monte de ciento cincuenta brazas de altura, abrieron un túnel que comienza al pie, y de dos bocas. El túnel tiene siete estadios de largo y ocho pies de alto y de ancho. A lo largo está abierto otro conducto de veinte codos de profundidad y tres pies de ancho, por el cual llega hasta la ciudad el agua llevada en arcaduces y tomada desde una gran fuente. El arquitecto de este túnel fue Eupalino de Mégara, hijo de Náustrofo. Esa es una de las tres obras. La segunda es su muelle, alrededor del puerto y levantado dentro del mar, de veinte brazas y más de hondo, y el largo del muelle es mayor de dos estadios. La tercera obra que han hecho es un templo, el mayor de todos los templos que hayamos visto, cuyo primer arquitecto fue Reco, natural de Samo e hijo de Fíles. A causa de estas obras me he alargado más al hablar de los samios.


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Mientras Cambises, hijo de Ciro, se detenía en Egipto cometiendo locuras, se sublevaron dos magos hermanos, a uno de los cuales había dejado Cambises por guardián de su palacio. Este mago, pues, se sublevó luego de observar que se mantenía secreta la muerte de Esmerdis, que eran pocos los persas sabedores de ella, y que los más le creían vivo. En consecuencia, atacó a la casa reinante con el siguiente plan. Tenia un hermano mago (quien, como dije, se sublevó con él), en extremo semejante en rostro a Esmerdis, hijo de Ciro, a quien había muerto Cambises a pesar de ser su propio hermano. Y no sólo era semejante en rostro a Esmerdis, sino también tenía el mismo nombre: Esmerdis. El mago Paticites convenció a este hombre de que allanaría todas las dificultades y le colocó en el trono real. Luego de esto despachó correos, tanto a las demás partes, como asimismo al Egipto, para intimar al ejército que en adelante se había de obedecer a Esmerdis, hijo de Ciro, y no a Cambises.


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En efecto: no sólo los demás heraldos hicieron esta proclama, sino también el enviado al Egipto (que halló a Cambises, con su ejército en Ecbátana, lugar de la Siria) se colocó en medio del campo y pregonó lo que le había encargado el mago. Oyó Cambises el pregón de boca del heraldo, y pensando que decía verdad y que le había traicionado Prexaspes (esto es, que enviado para dar muerte a Esmerdis, no lo había hecho), miró a Prexaspes y dijo: Prexaspes, ¿así cumpliste las órdenes que te di? Y aquél respondió: Señor, no es verdad que Esmerdis, tu hermano, se haya sublevado ni que te mueva querella, grande o pequeña; pues yo mismo ejecuté lo que me ordenaste y con mis propias manos le di sepultura. Si es verdad que los muertos resucitan, espera que aun el medo Astiages no se te subleve; pero si todo sigue como antes, no estallará ninguna rebelión, por lo menos de parte de Esmerdis. Por ahora me parece que persigamos al heraldo, le examinemos y le preguntemos de parte de quién viene a intimamos obediencia al rey Esmerdis.


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Así dijo Prexaspes; y como gustó de ello Cambises, inmediatamente envió a buscar al heraldo, quien volvió y, una vez llegado le preguntó así Prexaspes: Heraldo, ya que dices venir como mensajero de Esmerdis, hijo de Ciro, di ahora la verdad y vete enhorabuena. ¿Fue el mismo Esmerdis quien se mostró en tu presencia y te dió esas órdenes, o fue alguno de sus criados? Y respondió aquél: Yo, desde que el rey Cambises partió para Egipto, nunca más he visto a Esmerdis, hijo de Ciro. El mago a quien dejó Cambises por encargado del palacio me dió esas órdenes diciendo que era Esmerdis, hijo de Ciro, quien mandaba deciroslas. Así les habló sin faltar en nada a la verdad, y Cambises dijo: Prexaspes, como hombre de bien cumpliste lo mandado y estás libre de culpa. Pero ¿quién podrá ser ese persa rebelde que se ha alzado con el nombre de Esmerdis? Aquél respondió: Me parece comprender lo que ha sucedido, rey. Los magos son los sublevados: Paticites, a quien dejaste por guardián del palacio, y su hermano Esmerdis.


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Al oír entonces Cambises el nombre de Esmerdis, le conmovió la verdad de las palabras, y de la visión en que le pareció que alguien le anunciaba en sueños que, sentado Esmerdis sobre el trono real, tocaba el cielo con la cabeza. Comprendiendo cuán en balde había hecho perecer a su hermano, lloró a Esmerdis; y después de llorar y lamentarse por todo el caso, saltó a caballo, con la intención de marchar a toda prisa a Susa contra el mago. Y al saltar a caballo, se desprendió de la vaina de la espada el pomo, y la espada desnuda le hirió en el muslo. Herido en la parte misma en que antes había herido al dios de los egipcios, Apis, y pareciéndole mortal la herida, preguntó Cambises por el nombre de la ciudad, y le dijeron que era Ecbátana. Tiempo atrás, un oráculo venido de la ciudad de Buto le había profetizado que acabaría su vida en Ecbátana. Cambises pensaba que moriría viejo en Ecbátana de Media, donde tenía toda su hacienda, pero el oráculo se refería por lo visto a la Ecbátana de la Siria. Y entonces al preguntar y oír el nombre de la ciudad, atormentado por el dolor que le causaba el caso del mago y la herida, recobró el juicio y comprendiendo el oráculo dijo: Aquí quiere el destino que acabe Cambises, hijo de Ciro.


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Nada más dijo entonces; unos veinte días después convocó a los persas más principales que estaban con él y les habló en estos términos: Persas, me veo obligado a descubriros lo que más que cosa alguna escondía. Cuando yo estaba en Egipto tuve en sueños una visión, que ojalá nunca hubiera tenido; me pareció que un mensajero venido de mi casa anunciaba que Esmerdis, sentado en el trono real, tocaba el cielo con la cabeza. Temeroso de verme privado del poder por mi hermano, obré con más prisa que discreción; pues sin duda no cabía en la naturaleza humana impedir lo que había de suceder; pero yo, insensato, envié a Susa a Prexaspes para matar a Esmerdis. Cometido tan gran crimen vivía seguro, sin pensar en absoluto que, quitado de en medio Esmerdis, persona alguna se me sublevara. Pero me engañé totalmente con lo que había de suceder, me he hecho fratricida sin ninguna necesidad, y me veo con todo despojado de mi reino; porque era Esmerdis el mago, aquel que en mi visian la divinidad me previno que se sublevaría. Lo que cometí, cometido está; no contéis más con que existe Esmerdis, hijo de Ciro. Los magos se han apoderado del reino; el que dejé por encargado de palacio, y su hermano Esmerdis. Aquel que más que nadie debiera vengarme del ultraje que he recibido de los magos, murió de muerte impía por el más allegado de sus parientes. Lo más necesario de lo que resta es encargaros a vosotros, persas (en segundo término, ya que no vive mi hermano), lo que quiero se haga a mi muerte. Os conjuro, pues, a todos vosotros y en particular a los Aqueménidas presentes, invocando todos los dioses de la casa real, que no toleréis que la supremacía vuelva a los medos: sino que si con engaño, la han adquirido, con engaño se la quitéis; si con fuerza la usurparon, con fuerza, y por violencia la recobréis. Si así lo hiciereis, ojalá la tierra os dé fruto, ojalá sean fecundas vuestras mujeres y vuestras greyes, y seáis siempre libres. Pero si no recobrareis el imperio ni acometiereis la empresa, ruego que os suceda todo lo contrario y, además, que tenga cada persa un fin como el que yo he tenido. Y al decir estas palabras, lloraba Cambises su destino.


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Los persas al ver llorar a su rey rasgaron todos las vestiduras que llevaban y prorrumpieron en infinitos lamentos. Poco después, como se cariase el hueso y se pudriese en seguida el muslo, el mal se llevó a Cambises, hijo de Ciro, después de reinar siete años y cinco meses, y sin dejar prole alguna, ni varón ni hembra. Fue muy duro de creer a los persas presentes que los magos poseyesen el mando; antes sospecharon que lo que Cambises había dicho acerca de la muerte de Esmerdis era calumnia para denigrarle y enemistarles con todos los persas. Ellos pues, creían que Esmerdis, hijo de Ciro, era quien se había constituído en rey, porque Prexaspes, por su parte, negaba tenazmente haber dado muerte a Esmerdis, pues muerto Cambises, no era seguro para él confesar que había hecho perecer con sus propias manos al hijo de Ciro.


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Así, pues, a la muerte de Cambises, el mago, usurpando el nombre de Esmerdis, su tocayo, reinó sin temor los siete meses que faltaban a Cambises para completar los ocho años. En ellos hizo grandes mercedes a todos sus súbditos, de suerte que cuando murió todos los pueblos de Asia, excepto los persas, le echaron de menos, pues el mago envió emisarios a cada pueblo de sus dominios, para proclamar exención de milicia y tributo por tres años.


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Proclamó esto, enseguida que subió al poder; pero al octavo mes fue descubierto del siguiente modo. Otanes, hijo de Farnaspes, figuraba entre los primeros persas en nobleza y en riqueza. Este Otanes fue el primero que entró en sospecha de que el mago no era Esmerdis, hijo de Ciro, sino quien verdaderamente era, fundándose en que no salía del alcázar y en que no llamaba a su presencia a ninguno de los persas principales. Movido de esta sospecha, hizo como sigue: Cambises había tenido por mujer una hija suya, de nombre Fedima, y la tenía entonces el mago, quien vivía con ella así como con todas las demás mujeres de Cambises. Mandó, pues, Otanes a preguntar a su hija con qué hombre dormía, si con Esmerdis, hijo de Ciro, o con algún otro. Mandó ella a contestar que lo ignoraba, puesto que nunca antes había visto a Esmerdis, hijo de Ciro, ni sabía quién era el que con ella vivía. Envió Otanes por segunda vez y dijo: Si no conoces tú misma a Esmerdis, hijo de Ciro, pregunta a Atosa con quién vivís, así ella como tú, pues ella sin duda no puede menos de conocer a su propio hermano. Respondió a esto Fedima: Ni puedo abocarme con Atosa, ni verme con ninguna otra de las mujeres que moran conmigo. Apenas este hombre, sea quien quiera, tomó posesión del reino, nos dispersó alojándonos a cada una en otra parte.


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Al oír esto, Otanes vió más clara la impostura. Envió a su hija un tercer mensaje que decía así: Hija, tú que eres bien nacida, debes acoger el peligro al que tu padre te ordena exponerte, pues si de veras no es Esmerdis, hijo de Ciro, sino quien yo presumo, es preciso que ese impostor que duerme contigo y detenta el imperio de los persas, no se retire contento, sino que lleve su castigo. Ahora, pues, haz lo que te digo: cuando se acueste contigo y le veas bien dormido, tiéntale las orejas. Si ves que tiene orejas, haz cuenta que eres mujer de Esmerdis, hijo de Ciro; pero si no las tuviere, lo eres del mago Esmerdis. Envió la respuesta Fedima diciendo que si así lo hacía correría gran peligro; pues si llegaba a no tener orejas y la cogía en el momento de tentarle, bien sabía que acabaría con ella; pero, no obstante, lo haría. Así, prometió a su padre ejecutar sus órdenes. A este mago Esmerdis le había cortado las orejas Ciro, hijo de Cambises, por algún delito sin duda no leve. Fedima, la hija de Otanes, cumplió todo lo que había prometido a su padre. Cuando llegó su vez de presentarse al mago (pues las mujeres de Persia van por turno a estar con sus maridos), fue a acostarse con él; y cuando el mago estuvo profundamente dormido, le tentó las orejas. Fácilmente y sin dificultad vió que el hombre no tenía orejas. Apenas amaneció el día, envió recado a su padre dándole cuenta de lo sucedido.


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Otanes tomó consigo a Aspatines y Gobrias, que eran los primeros entre los persas y los que le merecían mayor confianza, y les contó el asunto. Ellos mismos, por su parte, sospechaban que así era, y cuando Otanes refirió su historia, le dieron crédito. Decidieron que cada cual se asociara a otro persa, aquel en quien más confiase. Así, Otanes, escogió a Intafrenes, Cabrias a Megabizo, y Aspatines a Hidarnes. Siendo ya seis los conjurados, llega a Susa Darío, hijo de Histaspes, venido de Persia, pues de a1l1 era gobernador su padre, y cuando llegó éste, los seis persas decidieron asociarse también a Darío.


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Reuniéronse, pues, los siete a deliberar y juramentarse. Cuando le tocó a Darío dar su parecer, dijo así: Yo creía ser el único en saber que era el mago quien reinaba y que Esmerdis, hijo de Ciro, estaba muerto, y por ese motivo venía a prisa para concertar la muerte del mago. Pero, puesto que ha sucedido que también vosotros lo sabéis y no yo solo, mi parecer es que pongamos ahora mismo manos a la obra, sin demora, pues no redundaría en provecho nuestro. Dijo a esto Otanes: Hijo de Histaspes, de buen padre eres, y no te muestras menos grande que el que te engendró. Pero no apresures tan sin consejo esta empresa; antes tómala con prudencia. Para acometerla debemos ser más numerosos. Dice a esto Darío,: Varones presentes, sabed que si adoptáis el modo que dice Otanes, pereceréis miserablemente. Alguien os delatará al mago para lograr ventaja particular para sí mismo. Lo mejor fuera que vosotros solos os hubieseis encargado de hacerlo. Pero ya que resolvisteis dar parte en la empresa a un mayor número y me la comunicasteis a mí, o hagámosla hoy o sabed que si se os pasa el día de hoy, nadie ha de adelantarse a ser mi acusador, antes yo mismo os acusaré ante el mago.


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Respondió así Otanes cuando vió el ímpetu de Darío: Ya que nos obligas a apresurarnos y no nos permites demora, ea, explica tú mismo de qué modo hemos de penetrar en palacio para acometerles. Creo que sabes, si no por haberlo visto, por haberlo oído, que hay guardias apostadas. ¿De qué modo las atravesaremos? Responde Darío en estos términos: Otanes, hay muchas cosas que no se pueden demostrar con palabras aunque sí con obras, y otras hay fáciles de palabra, pero ninguna obra espléndida sale de ellas. Sabed que no es nada dificil pasar por las guardias apostadas; ya, porque siendo nosotros de tal condición nadie habrá que no nos ceda el paso, unos quizá por respeto y otros quizá por miedo; ya, porque tengo un pretexto muy especioso con que pasar: diré que acabo de llegar de Persia y quiero, de parte de mi padre, decir al rey unas palabras. Porque donde es preciso mentir, mintamos, ya que una misma cosa ansiamos tanto los que mentimos como los que decimos la verdad. Mienten unos cuando persuadiendo con engaños han de ganar algo; dicen verdad otros para con la verdad sacar algún provecho y para que se confíe más en ellos. Así, no practicando lo mismo, ambicionamos lo mismo y, si nada se hubiese de ganar, tanto le daría al que dice la verdad ser mentiroso, como al que miente ser veraz. El portero que nos ceda el paso de buen grado, sacará después mejor partido; el que intente oponérsenos, quede ahí mismo por enemigo; luego penetremos dentro y acometamos la empresa.


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Después de esto, dice Gobrias: Amigos, ¿cuándo se nos ofrecerá mejor ocasión de salvar el imperio o de morir si no fuésemos capaces de recobrarlo puesto que siendo persas tenemos por rey a un mago medo que, por añadidura, no tiene orejas? Cuantos os hallasteis presentes junto al enfermo Cambises, no podéis menos de acordaros, sin duda, de las maldiciones de que nos cargó al acabar su vida, si no procurábamos recobrar el imperio. Nosotros no le prestamos oído entonces, y nos pareció que Cambises hablaba para denigrar a su hermano. Ahora voto por que obedezcamos a Dario y porque no nos levantemos de esta reunión sino para ir en derechura contra el mago. Así dijo Gobrias, y todos aprobaron su parecer.


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Entretanto que deliberaban, sucedió por azar este caso. Los magos en consulta resolvieron atraerse a Prexaspes porque había sufrido indignidades de parte de Cambises, quien había dado muerte a su hijo a flechazos; por ser Prexaspes el único que sabía la muerte que con sus propias manos había dado a Esmerdis, hijo de Ciro; y por ser además uno de los que mayor reputación tenían entre los persas. Por estos motivos, los magos le llamaron, procuraron ganar su amistad, y le obligaron a empeñar su fe y juramentos de que guardaría secreto, y no revelaría a nadie el engaño que habían tramado contra los persas, prometiéndole dar todos los bienes del mundo. Prometió Prexaspes hacerlo y, cuando le hubieron convencido, le propusieron los magos este segundo partido: dijeron que ellos convocarían a todos los persas bajo el muro del palacio, y le ordenaron que subiese a una torre y proclamase que era su soberano Esmerdis, hijo de Ciro, y no otro ninguno. Esto le encargaban los magos por ser hombre de muchísimo crédito entre los persas, y porque muchas veces había manifestado su opinión de que vivía Esmerdis, hijo de Ciro, y había negado su asesinato.


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Como Prexaspes dijo hallarse también pronto para ello los magos convocaron a los persas, le hicieron subir a una torre y le invitaron a hablar. Entonces Prexaspes, olvidándose de intento de lo que los magos le habían pedido, comenzó a trazar en línea masculina la genealogía de Ciro desde Aquémenes; luego, al llegar a éste, dijo para terminar cuántas bondades Ciro había hecho a los persas. Después de referir todo esto, reveló la verdad y declaró que antes la había encubierto por no poder decir en salvo lo que había pasado, pero que en la hora presente se veía forzado a revelarlo. Contó, en efecto, que, obligado por Cambises, él mismo había dado muerte a Esmerdis, hijo de Ciro; y que quienes reinaban eran los magos. Luego de lanzar sobre los persas muchas imprecaciones, si no reconquistaban el poder y no castigaban a los magos, se arrojó de cabeza desde lo alto de la torre. Así murió Prexaspes que durante toda su vida fue varón principal.


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Entretanto los siete persas, decidido que hubieron ejecutar la obra al momento y no demorarla, se pusieron en marcha después de haber implorado a los dioses, y sin saber nada de lo que había pasado con Prexaspes. Se hallaban a la mitad del camino cuando oyeron lo que había sucedido con Prexaspes. Se apartaron entonces del camino y entraron de nuevo en consulta: los del partido de Otanes exhortaban con todas veras a diferir la empresa y no acometerla durante tal efervescencia; y los del partido de Dado insistían en ir al momento, hacer lo resuelto y no demorarlo. Mientras disputaban, aparecieron siete pares de halcones dando caza a dos pares de buitres, arrancándoles las plumas y destrozándoles el cuerpo. Al verlos, los siete aprobaron todos la opinión de Darío, y marcharon a palacio animados por los agüeros.


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Cuando se presentaron a las puertas les sucedió como se prometía Darío, pues los guardias, por respeto a tales varones, los primeros de Persia y por no sospechar que de ellos resultase nada semejante, les dieron paso, por dispensación divina, y nadie les interrogó. Cuando entraron luego en el patio, dieron con los eunucos que entraban los recados, quienes les preguntaron con qué fin habían venido, y mientras interrogaban a éstos, amenazaban a los guardias por haberles dejado pasar, y se oponían a los siete que querían avanzar. Éstos, animándose mutuamente, desenvainaron sus dagas, traspasaron ahí mismo a los que se les oponían, y se lanzaron a la carrera a la sala de los hombres.


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En ese instante los dos magos se hallaban dentro tomando consejo sobre el caso de Prexaspes. Apenas advirtieron el alboroto y gritería de los eunucos, volvieron a salir corriendo, y al ver lo que pasaba, acudieron a la violencia: el uno de ellos se adelantó a coger su arco, y el otro recurrió a su lanza. Y entonces vinieron a las manos. El mago que había tomado el arco no podía servirse de él, pues sus enemigos le atacaban de cerca; el otro, se defendía con su lanza, e hirió a Aspatines en un muslo y a Intafrenes en un ojo, e Intafrenes perdió el ojo por la herida, aunque por lo menos no murió. Mientras uno de los magos hería a estos dos, el otro, ya que de nada le servía el arco, como había un aposento que daba a la sala de los hombres, se refugió en éste, y quiso cerrar las puertas: pero dos de los siete, Darío y Gobrias, se precipitaron con él. Gobrias se abrazó con el mago: Darío, que estaba al lado, no sabía qué hacer (pues estabán a oscuras), por temor de herir a Gobrias. Viéndole ocioso a su lado, Gobrias le preguntó por qué no empleaba las manos. Darío dijo: Por temor de herirte y Gobrias replicó: Clava la espada, aunque sea por medio de los dos. Obedeció Dario, clavó la daga y acertó al mago.


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Después de matar a los magos y de cortarles la cabeza, dejaron allí a sus heridos, a causa de su debilidad y para guardar el alcázar. Los otros cinco salieron corriendo, llevando las cabezas de los magos y, llenando todo de vocerío y estrépito, llamaban a los demás persas, les contaban el acontecimiento, les mostraban las cabezas y al mismo tiempo mataban a todo mago que les saliera al encuentro. Los persas, enterados de lo que habían ejecutado los siete y de la impostura de los magos, consideraban que ellos debían hacer otro tanto; desenvainaron sus dagas y dondequiera hallaban un mago lo mataban. Y de no sobrevenir la noche y detenerles, no hubiesen dejado ningún mago. Los persas festejan en común este día más que todos los días y celebran en él una gran fiesta, la cual se llama Matanza de magos; en ella no está permitido a ningún mago comparecer en público: ese día se están los magos en su casa.


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Sosegado ya el tumulto, y pasados cinco días, los que se habían levantado contra los magos deliberaron sobre toda la situación, y dijeron discursos increíbles para algunos griegos, aunque los díjeron, no obstante. Aconsejaba Otanes que los asuntos se dejasen en manos del pueblo, y les decía así: Es mi parecer que ya no sea más soberano de nosotros un solo hombre, pues ni es agradable ni provechoso. Vosotras sabéis a qué extremo llegó la insolencia de Cambises, y también os ha cabido la insolencia del mago. ¿Cómo podría ser cosa bien concertada la monarquía, a la que le está permitido hacer lo que quiere sin rendir cuentas? En verdad, el mejor hombre, investido de este poder, saldría de sus ideas acostumbradas. Nace en él insolencia, a causa de los bienes de que goza, y la envidia es innata desde un principio en el hombre. Teniendo estos dos vicios tiene toda maldad. Saciado de todo, comete muchos crímenes, ya por insolencia, ya por envidia. Y aunque un tirano no debía ser envidioso, ya que posee todos los bienes, con todo, suele observar un proceder contrario para con sus súbditos: envidia a los hombres de mérito mientras duran y viven, se complace con los ciudadanos más ruines y es el más dispuesto para acoger calumnias. Y lo más absurdo de todo: si eres parco en admirarle se ofende de que no se le celebre mucho; pero si se le celebra mucho, se ofende de que se le adule. Voy ahora a decir lo más grave: trastorna las leyes de nuestros padres, fuerza a las mujeres y mata sin formar juicio; en cambio, el gobierno del pueblo ante todo tiene el nombre más hermoso de todos, isonomia (igualdad de la ley); en segundo lugar, no hace nada de lo que hace el monarca: desempeña las magistraturas por sorteo, rinde cuentas de su autoridad, somete al público todas las deliberaciones. Es, pues, mi opinión que abandonemos la monarquía y elevemos al pueblo al poder porque en el número está todo.


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Tal fue la opinión que dió Otanes. Pero Megabizo les exhortó a confiar los asuntos a la oligarquía y dijo así: Lo que ha dicho Otanes para abolir la tiranía quede como dicho también por mí; mas, en cuanto mandaba entregar el poder al pueblo, no ha acertado con la opinión más sabia. Nada hay más necio ni más insolente que el vulgo inútil. De ningún modo puede tolerarse que, huyendo de la insolencia de un tirano, caigamos en la insolencia del pueblo desenfrenado, pues si aquél hace algo, a sabiendas lo hace, pero el vulgo ni siquiera es capaz de saber nada. ¿Y cómo podría saber nada, cuando ni ha aprendido nada bueno, ni de suyo lo ha visto y arremete precipitándose sin juicio contra las cosas, semejante a un río torrentoso? Entreguen el gobierno al pueblo los que quieran mal a los persas. Nosotros escojamos un grupo de los más excelentes varones, y confiémosles el poder; por cierto, nosotros mismos estaremos entre ellos; y es de esperar que de los mejores hombres partan las mejores resoluciones.


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Tal fue la opinión que dió Megabizo. Darío, el tercero, expresó sú parecer con estas palabras: Lo que tocante al vulgo ha dicho Megabizo, me parece atinado pero no lo que mira a la oligarquía, porque de los tres gobiernos que se nos presentan, y suponiendo a cada cual el mejor en su género -la mejor democracia, la mejor oligarquía y la mejor monarquía-, sostengo que esta última les aventaja en mucho. Porque no podría haber nada mejor que un solo hombre excelente; con tales pensamientos velaría irreprochablemente sobre el pueblo y guardaría con el máximo secreto las decisiones contra los enemigos. En la oligarquía, como muchos ponen su mérito al servicio de la comunidad, suelen engendrarse fuertes odios particulares, pues queriendo cada cual ser cabeza e imponer su opinión, dan en grandes odios mutuos, de los cuales nacen los bandos, de los bandos el asesinato, y del asesinato se va a parar a la monarquía, y con ello se prueba hasta qué punto es éste el mejor gobierno. Cuando, a su vez, manda el pueblo, es imposible que no surja maldad, y cuando la maldad surge en la comunidad, no nacen entre los malvados odios, sino fuertes amistades, pues los que hacen daño a la comunidad son cómplices entre sí. Así sucede hasta que un hombre se pone al frente del pueblo y pone fin a sus manejos; por ello es admirado por el pueblo y, admirado, le alzan por rey; con lo cual también éste enseña que la monarquía es lo mejor. Y, para resumirlo todo en una palabra, ¿de dónde nos vino la libertad y quién nos la dió? ¿Fue acaso el pueblo, la oligarquía o un monarca? En suma, mi parecer es que libertados por un solo hombre mantengamos el mismo sistema y, fuera de esto, no alteremos las leyes de nuestros padres que sean juiciosas; no redundaría en nuestro provecho.


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Tales fueron las tres opiniones propuestas; los cuatro que restaban de los siete se adhirieron a la última. Otanes, que ansiaba establecer la igualdad de derechos para los persas, al ver desechada su opinión, dijo en medio de ellos: Conjurados, está visto que uno de nosotros ha de ser rey, ya lo obtenga por suerte, ya lo elija la multitud de los persas a cuyo arbitrio lo dejemos, ya por cualquier otro medio. Yo no competiré con vosotros porque ni quiero mandar ni ser mandado. Cedo mi derecho al reino a condición de no estar yo ni mis descendientes a perpetuidad a las órdenes de ninguno de vosotros. Así habló, y como convinieron los seis en la condición, no entró en competencia con ellos Otanes sino que se quitó de en medio; y, ahora esa casa continúa siendo la única libre entre los persas, y se le manda sólo lo que ella quiere, sin transgredir las leyes de los persas.


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Los restantes de los siete deliberaban sobre el más justo modo para alzar rey y decidieron conceder como privilegio a Otanes y a sus descendientes a perpetuidad, si el reino recaía en algún otro de los siete, cada año, una vestidura meda, y todos los regalos que se miran entre los persas como los más honoríficos. Resolvieron concederle tales dones por esta causa: por haber sido el primero en planear el golpe y porque los había reunido. Tales, pues, fueron los privilegios de Otanes, y éstos, los que otorgaron para todos ellos en común: cualquiera de los siete podría entrar en palacio cuando quisiese sin introductor, a menos que el rey estuviese durmiendo con una mujer, y el rey no podría tomar esposa sino de la familia de los conjurados. Tocante al reino, resolvieron lo que sigue: montar los seis a caballo en el arrabal y que fuese rey aquel cuyo caballo relinchase primero al salir el sol.


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Tenía Dario como caballerizo un hombre discreto por nombre Ebares. Cuando se separaron, Darío dijo así a este hombre: Ebares, en cuanto al reino hemos decidido esto: montaremos a caballo, y será rey aquel cuyo caballo relinche primero al nacer el sol. Ahora, pues, si alguna habilidad tienes, ingéniate para que yo, y no otro alguno posea este honor. Responde Ebares en estos términos: Si en verdad, señor, de eso depende que seas rey o no, sosiégate y ten buen ánimo, que nadie será rey sino tú: tales drogas poseo. Replicale Dario: Si algún ardid posees, tiempo es de usarlo sin demora, pues mañana mismo será nuestro certamen. Oido lo cual, Ebares hizo lo siguiente: cuando llegó la noche, tomó una de las yeguas, la que más amaba el caballo de Dario; la llevó al arrabal, la ató, y condujo allí el caballo de Dario, le hizo dar mil vueltas cerca de la yegua, permitiéndole rozarla, hasta que al cabo le dejó cubrirla.


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Cuando rayó el dia, los seis, conforme a lo convenido, comparecieron a caballo y atravesaban el arrabal, cuando al llegar al paraje donde la yegua habia estado atada la noche pasada, dió una corrida el caballo de Dario y relinchó. Al mismo tiempo que hacia esto el caballo, corrió un rayo por el cielo sereno y retumbó un trueno. Añadidos estos prodigios como un acuerdo en favor de Dario, le consagraron: los otros echaron pie a tierra y se prosternaron ante él.


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De ese modo cuentan algunos el artificio de Ebares; otros de este otro (pues de ambos modos lo cuentan los persas): dicen que Ebares aplicó antes su mano al vientre de la yegua y la tuvo escondida en sus bragas, pero al momento de salir el sol, cuando debian partir los caballos, Ebares sacó esa mano y la llevó a las narices del caballo, el cual, percibiendo el olor, resopló y relinchó.


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Dario, hijo de Histaspes, fue entonces proclamado rey y, salvo los árabes, fueron sus súbditos todos los pueblos del Asia, que habia sometido antes Ciro y después Cambises. Los árabes nunca prestaron obediencia como esclavos a los persas, si bien se hicieron aliados al dar paso a Cambises para el Egipto, ya que, de oponerse los árabes, los persas no hubieran podido invadir el Egipto. Dario contrajo las más altas bodas, a juicio de los persas, con dos hijas de Ciro, Atosa y Artistona (Atosa, casada primero con su hermano Cambises, y después con el mago; Artistona, doncella). Casó asimismo con Parmis, hija de Esmerdis, hijo de Ciro y tuvo también a la hija de Otanes, que habia puesto en descubierto al mago. Todo estaba lleno de su poderío. Mandó lo primero labrar y erigir un bajorrelieve de piedra en el que estaba un jinete, e hizo grabar una inscripción que decía: Darío, hijo de Histaspes, por el mérito de su caballo (y decía su nombre) y de su caballerizo Ebares, adquirió el reino de los persas.


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Luego estableció entre los persas veinte gobiernos que ellos llaman satrapías; y después de establecerlos y de nombrar sus gobernadores. fijó los tributos que debía pagarle cada pueblo, anexando a los pueblos sus limítrofes y más allá de los colindantes, agrupando los pueblos más alejados con unos u otros de los primeros. Dividió los gobiernos y la rendición anual de los tributos de la siguiente manera: los pueblos que pagaban con plata tenían orden de pagar en talentos babilónicos; y los que pagaban con oro, en talentos euboicos: el talento babilónico equivale a sesenta minas euboicas. Pues en el reinado de Ciro y luego en el de Cambises, no se había establecido nada acerca del tributo, y los pueblos contribuían con donativos. Por esta fijación del tributo y por otras medidas semejantes, dicen los persas que Daría fue un mercader, Cambises un señor y Ciro un padre; aquél porque de todo hacia comercio; el otro porque era áspero y desdeñoso; y el último porque era bondadoso y les había procurado todos los bienes.


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De los jonios, de los magnesios del Asia, de los eolios, de los carios, de los lidos, de los milias y de los panfilios (pues un solo tributo había sido impuesto a todos ellos) le entraba cuatrocientos talentos de plata; ésa era la primera de las provincias establecidas por él. De los misios, de los lidias, de los lasonios, de los cabaleos, y de los hiteneos, le entraban quinientos talentos: ésa era la segunda. provincia. De los pueblos del Helesponto, que caen a la derecha del que entra en ese mar, de los frigios, de los tracios del Asia, de los paflagonios, de los mariandinos, de los sirios, era el tributo trescientos sesenta talentos: ésa era la tercera provincia. Los cilicios proporcionaban trescientos sesenta caballos blancos, uno por día, y quinientos talentos de plata, de los cuales ciento cuarenta se gastaban en la caballería apostada en Cilicia, y los trescientos sesenta restantes iban a manos de Daría: ésa era la cuarta provincia.


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Desde la ciudad de Posideo, fundada por Anfíloco, hijo de Anfiarao, en los confines de Cilicia y Siria, desde ésta hasta Egipto (salvo la región de los árabes, que era franca), el tributo era de trescientos talentos; esa provincia abarca toda Fenicia, la Siria llamada Palestina y Chipre: ésa era la quinta provincia. Del Egipto, de los libios, confinantes con el Egipto, de Cirene y de Barca (que estaban alineadas con la provincia del Egipto), entraban setecientos talentos, aparte el dinero proveniente del lago Meris, el cual provenía de la pesca; aparte, pues, este dinero y las cantidades de trigo, entraban setecientos talentos, porque los egipcios distribuyen ciento veinte mil medimnos de trigo entre los persas que están de guarnición en el Alcázar Blanco de Menfis y entre sus auxiliares: ésa era la sexta provincia. Los satagidas, los gandarios, los dadicas y los aparitas, reunidos en un mismo grupo, contribuían con ciento setenta talentos: ésa era la séptima provincia. De Susa con lo demás del país de los cisios, entraban trescientos talentos: ésa era la octava provincia.


92

De Babilonia con lo restante de la Asiria, le entraban mil talentos de plata, y quinientos niños eunucos: ésa era la novena provincia. De Ecbátana con el resto de la Media, de los paricanios y de los ortocoribancios, entraban cuatrocientos cincuenta talentos: ésa era la décima provincia. Los caspios, los pausicas, los pantimatos y los daritas, que pagaban tributo juntos, aportaban doscientos talentos: ésa era la undécima provincia. Desde los bactrianos hasta los eglos, el tributo era de trescientos sesenta talentos: ésa era la duodécima provincia.


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De la Paccíica, de la Armenia y pueblos comarcanos hasta el Ponto Euxino, era de cuatrocientos talentos: ésa era la décimo tercera provincia. De los sagarcios, de los sarangas, de los tamaneos, de los ucios, de los micos y de los habitantes de las islas del mar Eritreo, en las cuales confina el rey a los que llaman deportados, provenían seiscientos talentos de contribución: ésa era la décimocuarta provincia. Los sacas y los caspios, pagaban doscientos cincuenta talentos: ésa era la décimoquinta provincia. Los partos, los corasmios, los sogdos y los arios, trescientos talentos: ésa era la décimosexta provincia.


94

Los paricanios y los etíopes del Asia pagaban cuatrocientos talentos: ésa era la décimoséptima provincia. A los macienos, saspires y alarodios, se les había fijado doscientos talentos: ésa era la décimooctava provincia. A los moscos, a los tibarenos, macrones, mosinecos y mardos, se les había impuesto trescientos talentos: ésa era la décimonona provincia. El número de los indios sobrepasa en mucho al de todos los pueblos que nosotros sepamos, y pagaban un tributo comparable al de todos los demás juntos, consistente en trescientos sesenta talentos de oro en polvo: ésa era la vigésima provincia.


95

Ahora, reducido el talento de plata de Babilonia al talento euboico, resultan nueve mil quinientos cuarenta talentos euboicos. Y contado el oro como trece veces más valioso que la plata, se halla que el polvo de oro equivale a cuatro mil seiscientos ochenta talentos euboicos: sumado todo esto, se reunía en conjunto para Darío como contribución anual catorce mil quinientos sesenta talentos euboicos, y todavía dejo sin decir lo que era menor que estas cantidades.


96

Tal era el tributo que percibía Darío del Asia y de una pequeña parte de Libia. Andando el tiempo, percibió también otro tributo de las islas del Asia menor, y de los habitantes de Europa, hasta Tesalia. El rey atesora este tributo del modo siguiente: funde el oro y la plata y los vierte en unas tinajas de barro; una vez llena la vasija, quita el barro y, cuando necesita dinero, hace acuñar la cantidad que cada vez necesita.


97

Tales eran las provincias y las tasas de tributo. Persia es el único país que no he contado como contribuyente, porque los persas moran en país franco. Los siguientes pueblos no habían recibido orden de pagar tributo, pero presentaban donativos: los etíopes confinantes con el Egipto, a los cuales había sometido Cambises en la expedición contra los etíopes de larga vida; están establecidos alrededor de la sagrada Nisa y celebran las festividades de Dioniso. Esos etíopes y los limítrofes usan el mismo grano que los indios calancias, y tienen casas subterráneas; entrambos presentaban, y presentan todavía hasta hoy, año por medio, dos quénices de oro nativo, doscientos troncos de ébano, cinco niños etíopes y veinte grandes colmillos de elefante. Los colcos que se habían impuesto el donativo y sus vecinos hasta el monte Cáucaso (pues hasta este monte llega el dominio de los persas, y los que se encuentran al norte del Cáucaso ya no se preocupan de los persas), esos pueblos, pues, presentaban hasta mis tiempos, cada cuatro años, los donativos que se habían impuesto: cien mancebos y cien doncellas. Los árabes presentaban cada año mil talentos de incienso. Tales eran los donativos que esos pueblos traían al rey, fuera del tributo.


98

Esa gran cantidad de oro de la que, como he dicho, los indios llevan al rey una porción en polvo, la adquieren del siguiente modo. La parte de la India que está al Levante es un arenal, porque de los pueblos que conocemos y acerca de los cuales se dice algo de cierto, los indios son, entre los del Asia, los más vecinos a la aurora, y a la salida del sol; por eso la parte de la India que está al Levante es un desierto, a causa de la arena. Hay en la India muchos pueblos y no de una misma lengua; unos nómadas, otros no; unos viven en los pantanos del río y se alimentan de pescado crudo que pescan en barcas de caña: un solo cañuto forma cada barca. ÉStos son los indios que visten ropa de junco; después de recoger el junco del río y machacarlo, lo tejen luego como estera, y lo llevan como peto.


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Otros indios que viven al Levante de éstos, son nómadas y comen carne cruda. Se llaman padeos y se dice que tienen las siguientes usanzas. Cuando uno de ellos enferma (sea hombre o mujer), si es hombre, los hombres más allegados le matan, dando por razón que si la enfermedad le consume, sus carnes se corromperán; si niega su enfermedad, ellos no le creen, le matan y se regalan con él; si enferma una mujer, las mujeres más allegadas se conducen del mismo modo que los hombres. Porque sacrifican y comen a quien llega a la vejez. Pero no son muchos los de ese número, ya que matan a todo el que ha enfermado antes.


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Otros indios hay que tienen esta otra costumbre: no matan animal alguno, ni siembran nada, ni suelen tener casa. Se alimentan de hierbas y tienen un grano, tamaño como el mijo, en su vaina, que crece naturalmente de la tierra; lo recogen y lo comen cocido con la misma vaina. El que entre ellos cae enfermo se va a despoblado y se tiende; nadie se cuida de él, ni mientras está enfermo ni después de muerto.

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