Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoTercera parte del Libro SegundoSegunda parte del Libro TerceroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO TERCERO

Talía

Primera parte



1

Así pues, contra ese Amasis dirigió Cambises, hijo de Ciro, una expedición (en la cual llevaba consigo, entre otros súbditos suyos, a los griegos de Jonia y Eolia), por el siguiente motivo. Cambises había despachado a Egipto un heraldo pardir a Amasis una hija, y la pidió por consejo de cierto egipcio, quien procedió así enfadado contra Amasis, porque éste le escogió entre todos los médicos egipcios, le arrancó de su mujer e hijos y le entregó a los persas cuando Ciro envió a pedir a Amasis un oculista, el mejor que hubiese en Egipto. Enfadado por este motivo el egipcio, incitaba con su consejo a Cambises, exhortándole a que pidiera una hija a Amasis, para que se afligiese si la daba y si no la daba incurriese en el odio de Cambises. Amasis, afligido y temeroso por el poder de Persia, ni podía darle su hija ni negársela, pues bien sabía que no la había de tener Cambises por esposa, sino por concubina. Con este pensamiento, hizo así. Había una hija del rey anterior, Apries, muy alta y hermosa, la única que había quedado de su casa; su nombre era Nitetis. Amasis adornó a esta joven con vestiduras y joyas y la envió a Persia, como hija suya. Al cabo de un tiempo, como Cambises la saludara llamándola con el nombre de su padre, la joven le respondió: Rey, no adviertes que te ha burlado Amasis, quien me cubrió de adornos y me envió como si te entregara su hija, pero en verdad soy hija de Apries, a quien Arnasis, sublevado con los egipcios, dió muerte, aunque era su propio señor. Esta palabra y este motivo llevaron contra Egipto, muy irritado, a Cambises, hijo de Ciro.


2

Así cuentan los persas; pero los egipcios se apropian a Cambises, pretenden que nació cabalmente de esta hija de Apries, porque fue Ciro quien pidió una hija a Amasis, y no Cambises. Pero al decir esto no dicen bien; y de ningún modo ignoran (pues si algún pueblo conoce las costumbres de los persas, ese pueblo es el egipcio) primero, que no es costumbre entre ellos reinar el bastardo existiendo un hijo legítimo; y en segundo lugar, que Cambises era hijo de Casandana, hija de Famaspes, varón Aqueménida, y no de la egipcia. Los egipcios, por fingirse parientes de la casa de Ciro, trastornan la historia. Tales son sus pretensiones.


3

También se cuenta la historia siguiente, para mí no verosímil. Cierta mujer persa fue a visitar las esposas de Ciro, y viendo alrededor de Casandana hijos hermosos y crecidos, llena de admiración, los colmó de alabanzas. Y Casandana, que era mujer de Ciro, replicó así: Aunque soy madre de tales hijos, Ciro me afrenta, y tiene en estima a la esclava de Egipto. Así dijo, irritada contra Nitetis, y Cambises, el mayor de sus hijos, repuso: Pues bien, madre, cuando yo sea hombre pondré en Egipto lo de arriba abajo y lo de abajo arriba. Tales palabras dijo Cambises, niño de unos diez años, con admiración de las mujeres; y como recordara su promesa; cuando llegó a la edad varonil, y tomó posesión del reino, emprendió la expedición contra Egipto.


4

Acaeció también este otro suceso que contribuyó a esa expedición. Servía entre los auxiliares de Amasis un hombre originario de Halicarnaso de nombre Fanes, de buen entendimiento y bravo en la guerra. Este Fanes, enojado contra Amasis, por cierto motivo, escapó de Egipto en un barco con ánimo de hablar con Cambises. Como tenía no poco crédito entre los auxiliares, y conocía con mucha exactitud las cosas de Egipto, Amasis envió en su seguimiento, empeñado en cogerle. Envió en su seguimiento despachando tras él en una trirreme al más fiel de sus eunucos; éste le cogió en Licia, pero no le trajo a Egipto, pues Fanes le burló con astucia: embriagó a sus guardias y escapó a Persia. Cuando Cambises, resuelto a marchar contra el Egipto, no veía cómo hacer la travesía y cruzar el desierto, se presentó Fanes y le dió cuenta de la situación de Amasis, y entre otras cosas le explicó la travesía, exhortándole a que despachase mensajeros al rey de los árabes, para pedirle que le proporcionase pasaje seguró.


5

Sólo por allí hay entrada abierta para Egipto. Porque desde Fenicia hasta las lindes de la ciudad de Caditis la tierra es de los sirios llamados palestinos; desde la ciudad de Caditis, no mucho menor a mi parecer que la de Sardes, desde allí, los emporios de la costa hasta Yeniso, son del rey árabe; desde Yeniso es otra vez de los sirios hasta el lago Serbónide, cerca del cual corre hasta el mar el monte Casio; y, desde el lago Serbónide, donde es fama que Tifón se ocultó, desde allí ya es Egipto. El espacio entre la ciudad de Yeniso y el monte Casio y lago Serbónide, que es un territorio no pequeño sino de tres días de camino, es atrozmente árido.


6

Voy a decir algo en que han pensado pocos de los que acuden por mar a Egipto. Cada año se importa en el Egipto de toda Grecia y también de Fenicia, tinajas llenas de vino, y no es posible ver ni una sola tinaja vacía, por decirlo así. ¿Dónde sé emplean, pues?, podría preguntarse. Yo lo explicaré. Cada gobernador debe recoger todas las tinajas de su ciudad y llevarIas a Menfis, y los de Menfis deben transportarlas llenas de agua a esos desiertos de Siria. Así, las tinajas que llegan a Egipto y se vacían allí, son transportadas a Siria, donde se agregan a las antiguas.


7

Los persas fueron quienes, apoderados apenas de Egipto, aparejaron la entrada proveyéndola de agua, según he referido. Mas como no existía entonces provisión de agua, Cambises, instruído por su huésped halicarnasio, envió mensajeros al árabe para pedirle seguridad y la obtuvo empeñando su fe y recibiendo la de aquél.


8

Respetan los árabes la fe prometida como los que más y la empeñan del siguiente modo. En medio de las dos personas que quieren empeñarla, se coloca otro hombre que con una piedra aguda les hace una incisión en la palma de la mano cerca del pulgar; toma luego pelusa del vestido de entrambos, y unge con la sangre siete piedras puestas en medio, y al hacerlo invoca a Dioniso y a Urania. Cuando el tercero ha concluído esta ceremonia, el que ha empeñado su fe recomienda a sus amigos el extranjero, o el ciudadano, si la empeña con un ciudadano; y los amigos, por su parte, miran como deber respetar la fe prometida. De los dioses, los árabes reconocen sólo a Dioniso y a Urania, y dicen que se cortan el pelo de igual modo que el mismo Dioniso; y se lo cortan a la redonda, rapándose las sienes. Llaman a Dioniso, Urotalt, y a Uranía, Alilat.


9

Así, pues, luego que el árabe empeñó su fe a los enviados de Cambises, discurrió lo que sigue: llenó de agua odres de cuero de camellos, y cargó con ellos a todos sus camellos; tras esto. avanzó al desierto Y aguardó allí al ejército de Cambises. Ésta es la más verosfmil de las relaciones, pero preciso es contar también la menos verosímil, ya que al fin corre. Hay en la Arabia un gran río, por nombre Coría, que desemboca en el mar Eritreo. Cuéntase, pues, que el rey de los árabes, formó un caño cosiendo cueros de bueyes y de otros animales, de tal largo que desde ese río llegaba al desierto, que por ese medio trajo el agua, y en el desierto cavó grandes cisternas para que recibieran y guardaran el agua. Hay camino de doce jornadas desde el río hasta el desierto y dicen que el árabe condujo el agua por tres caños a tres parajes distintos.


10

En la boca del Nilo llamada Pelusia acampaba Psaménito, hijo de Amasis, en espera de Cambises. Porque cuando Cambiaes marchó contra Egipto, no encontró vivo a Amasis; después de reinar cuarenta y cuatro dos, murió Amasis sin que le sucediera en ellos ningún gran desastre. Muerto y embalsamado, fue sepultado en la sepultura del santuario que él mismo se había hecho fabricar. Reinando en Egipto Psaménito, hijo de Amasis, sucedió un portento, el mayor del mundo para los egipcios, pues llovió en Tebas, donde jamás había llovido antes ni después, hasta nuestros días, según los mismos tebanos aseguran. Pues en verdad no llueve en absoluto en el alto Egipto, y aun entonces sólo lloviznó en Tebas.


11

Los Persas, una vez atravesado el desierto, plantaron sus reales cerca de los egipcios para venir a las manos con ellos. Allí los auxiliares del egipcio, que eran griegos y carios, irritados contra Fanes porque había traído contra Egipto un ejército de lengua extraña, tramaron contra él semejante venganza: tenía Fanes hijos que había dejado en Egipto; los condujeron al campamento, a la vista de su padre, colocaron en medio de entrambos reales un cántaro y trayendo uno a uno los niños los degollaron sobre él. Cuando acabaron con todos los niños, echaron en el cántaro vino y agua, y habiendo bebido de la aangre, todos los auxiliares vinieron a las manos. La batalla fue reñida: gran número cayó de una y otra parte, hasta que los egipcios volvieron la espalda.


12

Instruido por los egipcios, observé una gran maravilla. Los huesos de los que cayeron en esta batalla están en montones, aparte unos de otros (pues los huesos de los persas están aparte, tal como fueron apartados en un comienzo, y en el otro lado están los de los egipcios). Los cráneos de los persas son tan endebles que si quieres tirarles un guijarro, los pasarás de parte a parte; pero los de los egipcios son tan recios que golpeándolos con una piedra apenas podrás romperlos. Daban de esto la siguiente causa, y me persuadieron fácilmente: que, desde muy niños, los egipcios se rapan la cabeza, con lo cual el hueso se espesa al sol. Y esto mismo es la causa de que no sean calvos, ya que en Egipto se ven menos calvos que en ninguna parte; y ésta es la causa también de tener recio el cráneo. En cambio la causa de tener los persas endeble el cráneo el ésta: porque desde un comienzo lo tienen a la sombra, cubierto con el bonete de fieltro llamado tiara. Tal es lo que observé, e idéntica observación hice en Papremis, a propósito de los que, junto con Aquémenes, hijo de Darío, perecieron a manos de Inaro el libio.


13

Los egipcios que volvieron la espalda en la batalla, huyeron en desorden. Acorralados en Menfis, Cambises envió río arriba una nave de Mitilena que llevaba un heraldo persa para invitarlos a un acuerdo. Pero ellos apenas vieron que la nave entraba en Menfis, salieron en tropel de la plaza, destruyeron la nave, despedazaron a los hombres, y trajeron los miembros destrozados a la plaza. Después de esto, sufrieron sitio y se entregaron al cabo de un tiempo. Pero los libios comarcanos, temerosos de lo que había sucedido en Egipto, se entregaron sin combate a los persas, imponiéndose tributo y enviando regalos a Cambises. Los de Cirene y de Barca, con igual temor que los libios, hicieron otro tanto. Cambises recibió benévolamente los dones de los libios; pero se enfadó con los que habían llegado de Cirene, porque, a mi parecer, eran mezquinos. En efecto, los cireneos le enviaron quinientas minas de plata, las que cogió y desparramó entre las tropas por su misma mano.


14

Al décimo día de rendida la plaza de Menfis, Cambises hizo sentar en el arrabal, para afrentarle, a Psaménito, rey de Egipto, que había reinado seis meses; le hizo sentar con otros egipcios; y probó su ánimo del siguiente modo. Vistió a su hija con ropa de esclava y la envió con su cántaro por agua; y envió con ella, otras doncellas, escogidas entre las hijas de los varones principales, ataviadas de igual modo que la hija del rey. Cuando pasaron las doncellas, con grito y lloro delante de sus padres, todos los demás gritaron y lloraron también al ver maltratadas sus hijas; pero, Psaménito divisó a su hija, la reconoció y fijó los ojos en tierra. Después que pasaron las aguadoras, Cambises le envió su hijo con otros dos mil egipcios de la misma edad, con dogal al cuello y mordaza en la boca. Iban a expiar la muerte de los mitileneos que en Menfis habían perecido en su nave, pues los jueces regios habían sentenciado así, que por cada uno murieran diez egipcios principales. Psaménito, viéndolos pasar y sabiendo que su hijo era llevado a la muerte, mientras los egipcios sentados a su alrededor lloraban y hacían gran duelo, hizo lo mismo que con la hija. Después que pasaron también los condenados, sucedió que uno de sus comensales, hombre de edad avanzada, despojado de todos sus bienes y que no poseía nada sino lo que puede tener un mendigo, pedía limosna al ejército, y pasó junto a Psaménito, hijo de Amasis, y junto a los egipcios sentados en el arrabal. Así que le vió Psaménito, prorrumpió en gran llanto, y llamando por su nombre al amigo, empezó a darse de puñadas en la cabeza. Había allí guardias que daban cuenta a Cambises de cuanto hacía Psaménito ante cada procesión. Admirado Cambises de sus actos, le envió un mensajero y le interrogó en estos términos: Psaménito, pregunta Cambises, tu señor, por qué al ver maltratada tu hija, y marchando a la muerte tu hijo no clamaste ni lloraste, y concediste este honor al mendigo, quien, según se le ha informado, en nada te atañe. Así preguntó éste y del siguiente modo respondió aquél: Hijo de Ciro, mis males domésticos eran demasiado grandes para llorarlos, pero la desgracia de mi compañero es digna de llanto, pues cayó de gran riqueza en indigencia al llegar al umbral de la vejez. Llevada esta respuesta por el mensajero, la tuvieron por discreta; y, según dicen los egipcios, lloró Creso (que también había seguido a Cambises en la expedición contra Egipto), y lloraron los persas que se hallaban presentes: y el mismo Cambises se enterneció y al punto dió orden de que salvasen al hijo de entre los condenados a muerte, que retirasen a Psaménito del arrabal y le trajesen a su presencia.


15

Los que fueron en su busca no hallaron ya vivo al hijo, que había sido decapitado el primero. A Psaménito lo retiraron y condujeron ante Cambises: allí vivió en adelante sin sufrir ninguna violencia. Y si hubiera sabido quedarse tranquilo hubiera recobrado el Egipto para ser su gobernador; pues acostumbran los persas conceder honores a los hijos de los reyes, y aunque éstos se les hayan sublevado, devuelven no obstante el mando a los hijos. Por otros muchos puede probarse que así acostumbran a proceder, y entre ellos por Taniras, hijo de Inaro el libio, el cual recobró el dominio que había tenido su padre; y por Pausiris, hijo de Amirteo; pues también él recobró el dominio de su padre, aun cuando nadie todavía haya causado a los persas mayores males que Inaro y Amirteo. Pero, no dejando Psaménito de maquinar maldades, recibió su pago; pues fue convicto de querer sublevar a los egipcios y, cuando se enteró de ello Cambises, Psaménito bebió sangre de un toro y murió en el acto. Así terminó este rey.


16

Cambises llegó de Menfis a Sais con ánimo de hacer lo que en efecto hizo. Apenas entró en el palacio de Amasis, mandó sacar su cadáver de la sepultura; cuando se cumplió esta orden, mandó azotar el cadáver, arrancarle las barbas y los cabellos, punzarle y ultrajarle en toda forma. Cansados de ejecutar el mandato (pues como el cadáver estaba embalsamado, se mantenía sin deshacerse) Cambises ordenó quemarlo; orden impía porque los persas creen que el fuego es un dios. En efecto, ninguno de los dos pueblos acostumbra quemar sus cadáveres; los persas por la razón indicada, pues dicen que no es justo ofrecer a un dios el cadáver de un hombre; los egipcios, por estimar que el fuego es una fiera animada que devora cuanto coge y, harta de comer, muere juntamente con lo que devora; por eso no acostumbran en absoluto echar los cadáveres a las fieras, y los embalsaman a fin de impedir que, cuando estén enterrados, los coman los gusanos. Así, la orden de Cambises era contraria a las costumbres de ambos pueblos. Según dicen los egipcios, empero, no fue Amasis quien tal padeció, sino otro egipcio que tenía la misma estatura que Amasis, a quien ultrajaron los persas creyendo ultrajar a Amasis. Pues cuentan que enterado Amasis merced a un oráculo de lo que había de sucederle después de muerto, y tratando de remediar lo que le aguardaba, sepultó a aquel muerto, que fue azotado, dentro de su cámara funeraria y ordenó a su hijo que le colocase en el rincón más retirado de la cámara. Pero en verdad, estos encargos de Amasis sobre su sepultura y sobre el otro hombre me parece que nunca se hicieron, y que sin fundamento los egipcios hermosean el caso.


17

Después de esto, Cambises proyectó tres expediciones: contra los cartagineses, contra los ammonios y contra los etíopes de larga vida, que moran en Libia, junto al mar del Sur. Tomó acuerdo y decidió enviar contra los cartagineses su armada, contra los amonios parte escogida de su tropa, y contra los etíopes, primeramente unos exploradores que, so pretexto de llevar regalos a su rey, viesen si existía de veras la mesa del Sol que se decía existir entre los etíopes, y observasen asimismo todo lo demás.


18

Dícese que la mesa del Sol es así: hay en el arrabal un prado lleno de carne cocida de toda suerte de cuadrúpedos; de noche, los ciudadanos que tienen un cargo público, se esmeran en colocar allí la carne, y de día viene a comer el que quiere; los del país pretenden que la tierra misma produce cada vez los manjares. Dícese que tal es la llamada mesa del Sol.


19

Cambises, no bien decidió enviar exploradores, hizo venir de la ciudad de Elefantina aquellos ictiófagos que sabían la lengua etiópica. Y en tanto que los buscaban, dió orden a su armada de hacerse a la vela para Cartago. Los fenicios se negaron a ello, por estar ligados, según decían, por grandes juras y por ser acción impía llevar la guerra contra sus propios hijos. Rehusando los fenicios, los restantes no estaban en condiciones de combate. Así escaparon los cartagineses de la esclavitud persa, ya que no consideró justo Cambises forzar a los fenicios, porque se habían entregado a los persas de suyo y porque toda la armada dependía de los fenicios. También los cipriotas se habían entregado de suyo a los persas y tomaban parte en la expedición contra el Egipto.


20

Luego que los ictiófagos llegaron a Elefantina a presencia de Cambises, les envió éste a Etiopía, encargándoles lo que debían decir, y confiándoles regalos: una ropa de púrpura, un collar de oro trenzado, unos brazaletes, un vaso de alabastro lleno de ungüento, y un tonel de vino fenicio. Los etíopes a quienes les enviaba Cambises son, según cuentan, los más altos y hermosos de todos los hombres. Dícese que entre otras leyes por las que se apartan de los demás hombres, observan en especial ésta que mira a la realeza: consideran digno de reinar a aquel de los ciudadanos que juzgan ser más alto y tener fuerza conforme a su talla.


21

Cuando los ictiófagos llegaron a ese pueblo, al presentar los regalos al rey, dijeron así: Cambises, rey de los persas, deseoso de ser tu amigo y huésped, nos envió con orden de entablar relación contigo, y te da estos regalos que son aquellos cuyo uso más le complace. El etíope, advirtiendo que venían como espías, les dijo: Ni el rey de los persas os envió con regalos porque tenga en mucho ser mi huésped, ni vosotros decís la verdad ya que pues venís por espías de mi reino, ni es aquél varón justo; que si lo fuera, no desearía más país que el suyo, ni reduciría a servidumbre a hombres que en nada le han ofendido. Ahora, pues, entregadle este arco y decidle estas palabras: El rey de los etíopes aconseja al rey de los persas que cuando los persas tiendan arcos de este tamaño con tanta facilidad como yo, marche entonces con tropas superiores en número contra los etíopes de larga vida; hasta ese momento, dé gracias a los dioses porque no inspiran a los hijos de los etíopes el deseo de agregar otra tierra a la propia.


22

Así dijo, y aflojando el arco lo entregó a los enviados. Tomó después la ropa de púrpura y preguntó qué era y cómo estaba hecha; y cuando los ictiófagos le dijeron la verdad acerca de la púrpura y su tinte, él les replicó que eran hombres engañosos y engañosas sus ropas. Segunda vez preguntó por las joyas de oro, el collar trenzado y los brazaletes; y como los ictiófagos le explicaran cómo adornarse con ellos, se echó a reír el rey, y pensando que eran grillos, dijo que entre los suyos había grillos más fuertes que ésos. Tercera vez preguntó por el ungüento; y luego que le hablaron de su confección y empleo, dijo la misma palabra que había dicho sobre la ropa de púrpura. Pero cuando llegó al vino, y se enteró de su confección, regocijado con la bebida, preguntó de qué se alimentaba el rey y cuál era el más largo tiempo que vivía un persa. Ellos respondieron que el rey se alimentaba de pan, explicándole qué cosa era el trigo; y que el término más largo de la vida de un hombre era ochenta años. A lo cual repuso el etíope que no se extrañaba de que hombres alimentados de estiércol vivieran pocos años y que ni aun podrían vivir tan corto tiempo si no se repusieran con su bebida (e indicaba a los ictiófagos el vino); en ello les hacían ventaja los persas.


23

Los ictiófagos preguntaron a su vez al rey sobre la duración y régimen de vida de los etíopes; y él les respondió que los más de ellos llegaban a los ciento véinte años, y algunos aun pasaban de este término; la carne cocida era su alimento y la leche su bebida. Y como los exploradores se maravillaban del número de años, los condujo -según cuentan- a una fuente tal que quienes se bañaban en ella salían más relucientes, como si fuese de aceite, y que exhalaba aroma como de violetas. Decían los exploradores que el agua de esta fuente era tan sutil que nada podía sobrenadar en ella, ni madera, ni nada de lo que es más liviano que la madera, sino que todo se iba al fondo. Y si en verdad tienen esa agua y es cual dicen, quizá por ella, usándola siempre, gocen de larga vida. Dejaron la fuente, y los llevó a la cárcel donde todos los prisioneros estaban atados con grillos de oro, pues entre los etíopes el bronce es lo más raro y apreciado. Después de contemplar la cárcel, contemplaron asimismo la llamada mesa del Sol.


24

Tras ella contemplaron por último sus sepulturas, hechas de cristal, según se dice, y en la siguiente forma: después de desecar el cadáver, ya como los egipcios, ya de otro modo, le dan una mano de yeso y lo adornan todo con pintura, imitando en lo posible su aspecto; y luego le rodean de una columna hueca de cristal, pues se saca de sus minas cristal abundante y fácil de labrar. Encerrado dentro de la columna, se transparenta el cadáver, sin echar mal olor y sin ningún otro inconveniente, con apariencia en todo semejante a la del muerto. Por un año los deudos más cercanos tienen en su casa la columna, ofreciéndole las primicias de todo, y haciéndole sacrificios; luego la sacan y colocan esas columnas alrededor de la ciudad.


25

Después de contemplarlo todo, los exploradores se volvieron. Cuando dieron cuenta de su embajada, Cambises, lleno de enojo marchó inmediatamente contra Etiopía, sin ordenar provisión alguna de víveres ni pensar que iba a llevar sus armas al extremo de la tierra; como loco que era y sin juicio, así que oyó a los ictiófagos, partió a la guerra, dando orden a los griegos que formaban parte de su ejército de aguardarle, y llevando consigo toda su tropa de tierra. Cuando en su marcha llegó a Tebas, escogió del ejército unos cincuenta hombres, les encargó que redujeran a esclavitud a los ammonios y prendiesen fuego al oráculo de Zeus; y él al frente del resto del ejército, se dirigió hacia los etíopes. Antes que el ejército hubiese andado la quinta parte del camino, ya se habían acabado todos los víveres que tenía, y después de los víveres se acabaron las acémilas que devoraban. Si al ver esto hubiese Cambises desistido y llevado de vuelta su ejército, se hubiera mostrado sabio después de su error del principio; pero, sin parar mientes en nada, marchaba siempre adelante. Los soldados, mientras podían sacar algo de la tierra, se mantenían con hierbas, pero cuando llegaron al arenal, algunos de ellos cometieron una acción terrible: de cada diez sortearon uno y le devoraron. Informado Cambises de lo que sucedía, y temeroso de que se devoraran unos a otros, dejó la expedición contra los etíopes, emprendió la vuelta y llegó a Tebas con gran pérdida de su ejército. De Tebas bajó a Menfis y licenció a los griegos, para que se embarcaran.


26

Tal fue la suerte de la expedición contra los etíopes. Las tropas destacadas para la campaña contra los ammonios, partieron de Tebas y marcharon con sus guías; consta que llegaron hasta la ciudad de Oasis (que ocupan los samios, originarios, según se dice, de la tribu escrionia), distante de Tebas siete jornadas de camino a través del arenal; esta región se llama en lengua griega Isla de los Bienaventurados. Hasta este paraje es fama que llegó el ejército; pero desde aquí, como no sean los mismos ammonios o los que de ellos lo oyeron, ningún otro lo sabe: pues ni llegó a los ammonios ni regresó. Los mismos ammonios cuentan lo que sigue: una vez partidos de esa ciudad de Oasis avanzaban contra su país por el arenal; y al llegar a medio camino, más o menos, entre su tierra y Oasis, mientras tomaban el desayuno, sopló un viento Sur, fuerte y repentino que, arrastrando remolinos de arena, les sepultó, y de este modo desaparecieron. Así cuentan los ammonios que pasó con este ejército.


27

Después que Cambises llegó a Menfis, se apareció a los egipcios Apis, al cual los griegos llaman Épafo; y al aparecerse, los egipcios vistieron sus mejores ropas y estuvieron de fiesta. Cuando Cambises vió que tal hacían los egipcios, totalmente persuadido de que celebraban estos regocijos por el mal éxito de su empresa, llamó a los magistrados de Menfis; cuando estuvieron en su presencia, les preguntó por qué antes, mientras estaba en Menfis, no habían dado los egipcios muestra alguna de alegría, y la daban ahora, que volvía con gran pérdida de su ejército. Los magistrados le explicaron que se les habla aparecido, un dios que solía aparecerse muy de tarde en tarde, y que en cuanto aparecía hacían fiesta gozosos todos los egipcios. Al oír esto, Cambises dijo que mentían y les condena a muerte por embusteros.


28

Después de matar a los magistrados, llamó Cambises segunda vez a los sacerdotes; como éstos le dijeron lo mismo, replicó Cambises que no se le había de ocultar si era un dios manso el que les había llegado a los egipcios. Y sin agregar más mandó a los sacerdotes que le trajeran a Apis; ellos fueron a traérselo. Este Apis o Épafo es un novillo nacido de una vaca que después ya no puede concebir otra cría; dicen los egipcios que baja del cielo un resplandor sobre la vaca, por el cual concibe a Apis. Este novillo llamado Apis tiene tales señas: es negro con un triángulo blanco en la frente, la semejanza de un águila en el lomo, los pelos de la cola dobles y un escarabajo bajo la lengua.


29

Cuando los sacerdotes trajeron a Apis, Cambises, como que era alocado, desenvainó la daga, y queriendo dar a Apis en el vientre, le hirió en un muslo; y echándose a reír dijo a los sacerdotes: Malas cabezas, ¿así son los dioses, de carne y hueso, y sensibles al hierro? Digno de los egipcios, por cierto, es el dios; pero vosotros no os regocijaréis de haber hecho mofa de mí. Dicho esto, mandó a sus ejecutores que azotaran a los sacerdotes y que mataran a los demás egipcios que sorprendiesen celebrando la fiesta. Quedó deshecha la festividad de los egipcios, los sacerdotes fueron castigados, y Apis, herido en un muslo, expiraba tendido en su santuario. Cuando murió, a consecuencia de la herida, los sacerdotes le sepultaron a escondidas de Cambises.


30

A causa de esta iniquidad, según cuentan los egipcios, Cambises enloqueció al punto, si bien ya antes no estaba en su juicio. En primer término asesinó a Esmerdis, que era hermano suyo de padre y madre, y a quien había despachado de Egipto a Persia, por envidia, pues había sido el único que llegó a tender como dos dedos el arco que habían traído los ictiófagos del etíope, de lo que ningún otro persa había sido capaz. Cuando Esmerdis hubo partido para Persia, Cambises vió en sueños esta visión: le pareció que venía de Persia un mensajero y le anunciaba que Esmerdis, sentado sobre el trono regio, tocaba el cielo con la cabeza. Receloso por su sueño de que su hermano le asesinase y se apoderase del reino, envió a Persia a Prexaspes, que le era el más fiel de los persas, para que le matase. Éste subió a Susa y mató a Esmerdis, según unos sacándole a caza, según otros, llevándole al mar Eritreo y ahogándole allí.


31

Éste, dicen, fue el primero de los crímenes de Cambises. En segundo lugar asesinó a su hermana, que le había seguido a Egipto, y era su esposa y hermana de padre y madre. He aquí cómo se casó con ella: antes nunca habían acostumbrado los persas casarse con sus hermanas. Cambises se prendó de una de sus hermanas y quiso casar con ella; como pensaba hacer una cosa inusitada, convocó a los jueces llamados regios y les preguntó si había alguna ley que autorizase, a quien lo quisiera, a casar con su hermana. Estos jueces regios son entre los persas ciertos varones escogidos basta la muerte o hasta que se les descubre alguna injusticia. Juzgan los pleitos de los persas y son intérpretes de las leyes patrias y todo está en sus manos. A la pregunta de Cambises respondieron a la vez justa y cautamente, diciendo que ninguna ley hallaban que autorizase al hermano a casar con la hermana, pero sí habían hallado otra ley que autorizaba al rey de los persas para hacer cuanto quisiese. Así, no abrogaron la ley por temor de Cambises, y, para no parecer en defensa de la ley, descubrieron otra en favor del que quería casar con sus hermanas. Casóse entonces Cambises con su amada, y sin que pasara mucho tiempo, tomó también a otra hermana. La que mató era la más joven de las dos, que le había seguido a Egipto.


32

Su muerte, como la de Esmerdis, se cuenta de dos maneras. Los griegos cuentan que Cambises había azuzado un cachorro de león contra un cachorro de perro, y que también su mujer miraba la riña. Llevaba el perrillo la peor parte; pero otro perrillo, su hermano, rompió su atadura, corrió a su socorro, y siendo dos vencieron al leoncillo. Cambises miraba con mucho agrado, pero su esposa, sentada a su lado, lloraba; al notarlo Cambises le preguntó por qué lloraba, y ella respondió que, viendo el cachorro volver por su hermano, había llorado acordándose de Esmerdis, y pensando que Cambises no tenía quién volviese por él. A causa de esta palabra dicen los griegos que murió a manos de Cambises. Pero los egipcios refieren que, estando a la mesa, la mujer tomó una lechuga, la deshojó, y preguntó a su marido cómo le parecía mejor la lechuga, deshojada o llena de hojas, y respondiéndole Cambises que llena de hojas, replicó: Pues tú imitaste una vez esta lechuga, y despojaste la casa de Ciro. Enfurecido Cambises se lanzó sobre ella, que estaba encinta, y ella abortó y murió.


33

Tales locuras cometió Cambises contra sus más cercanos deudos, ora fuese verdaderamente a causa de Apis, ora por otra razón, pues suelen ser muchas las desventuras que caen sobre los hombres. Se dice, en efecto, que Cambises padeció de nacimiento una grave enfermedad que llaman algunos mal sagrado; ciertamente no es increíble que, padeciendo el cuerpo grave enfermedad, tampoco estuviese sana la mente.


34

Contra los demás persas cometió las siguientes locuras. Cuentan que dijo a Prexaspes, a quien entre todos honraba (era quien le traía los recados, y su hijo era copero de Cambises, lo que no era poca honra). Cuentan, pues, que le dijo: Prexaspes: ¿cómo me juzgan los persas? ¿Qué dicen de mí? Prexaspes respondió: Señor, en todo te alaban mucho, sino que dicen que te inclinas al vino más de lo debido. Eso dijo de los persas, y Cambises, encolerizado, replicó en estos términos: ¿Ahora, pues, dicen de mí los persas que me entrego al vino y he perdido la razón? Entonces tampoco lo que decían antes era verdad. Porque hallándose una vez antes en consejo con los persas y con Creso, preguntó Cambises cómo le juzgaban comparado con su padre Ciro. Respondieron ellos que era mejor que su padre, pues no sólo poseía todos sus dominios, sino que les había añadido el Egipto y el mar. Así dijeron los persas, pero Creso, que estaba presente, descontento de la sentencia, dijo a Cambises: Pues a mí, hijo de Ciro, no me pareces semejante a tu padre, pues no tienes todavía un hijo como el que él dejó en ti. Se agradó Cambises de lo que había oído y celebró la sentencia de Creso.


35

Haciendo memoria de este suceso, Cambises, airado, dijo a Prexaspes: Mira, pues, si los persas dicen la verdad o si son ellos los que desatinan al censurarme. Si disparo contra tu hijo, que está de pie en la antesala, y le acierto en medio del corazón, quedará claro que lo que dicen los persas nada vale; pero si yerro, quedará claro que los persas dicen la verdad y yo no estoy en mi juicio. Al decir esto tendió el arco -según cuentan- y tiró contra el mancebo; cayó éste y Cambises le mandó abrir para examinar el tiro; y al hallarse la flecha clavada en el corazón, se echó a reír y, lleno de gozo, dijo al padre del mancebo: Prexaspes, manifiesto ha quedado que no soy yo el loco, sino los persas los que desatinan. Dime ahora: ¿viste jamás entre todos los hombres alguien que tan certeramente disparase? Prexaspes, viendo a un hombre que no estaba en su juicio, y temiendo por sí mismo, respondió: Señor, a mi me parece que ni Dios mismo tira tan bien. Tal fue lo que cometió entonces; en otra ocasión, sin ninguna causa seria, mandó enterrar vivos y cabeza abajo a doce persas de la primera nobleza.


36

Ante tales actos, Creso el lidio, juzgó oportuno amonestarle en estos términos: Rey, no sueltes en todo la rienda al brío juvenil, antes contente y reprímete. Bueno es ser previsor y sabia cosa la previsión. Tú das muerte, sin ninguna causa seria, a hombres que son tus compatriotas; das muerte a mancebos. Si haces muchos actos semejantes, mira que los persas no se te subleven. A mi tu padre me encargó encarecidamente que te amonestara y advirtiera lo que juzgase conveniente. Así le aconsejaba Creso dándole muestras de amor; pero Cambises le contestó en estos términos: ¿Y tú te atreves a aconsejarme?; ¿tú que tan bien gobernaste tu propia patria, y tan bien aconsejaste a mi padre, exhortándole a pasar el Araxes y marchar contra los maságetas, cuando querían ellos pasar a nuestros dominios? A ti mismo te perdiste dirigiendo mal a tu patria, y perdiste a Ciro que te escuchaba. Pero no te alegrarás, pues mucho hace que necesitaba tomar un pretexto cualquiera contra ti. Así diciendo, empuñaba su arco para dispararlo contra Creso, pero éste salió corriendo. Cambises, como no podía alcanzarle con sus flechas, ordenó a sus servidores que le cogieran y mataran. Los servidores, que conocían su humor, escondieron a Creso con este cálculo: si se arrepentía Cambises y le echaba de menos, se lo presentarían y recibirían regalos por haberle salvado la vida; y si no se arrepentía ni le echaba de menos, entonces le matarían. Y en verdad, no mucho tiempo después, Cambises echó de menos a Creso, y enterados de ello los servidores le anunciaron que Creso vivía. Dijo Cambises que se alegraba de que estuviera vivo Creso, pero que los que le habían salvado lo pagarían con la muerte. Y así lo hizo.


37

Muchas locuras como ésas cometió Cambises, así contra los persas como contra los aliados, mientras se detenía en Menfís, donde abría los antiguos sepulcros y examinaba los cadáveres. Entonces fue también cuando entró en el santuario de Hefesto e hizo gran burla de su estatua. Porque esta estatua de Hefesto es muy semejante a los patecos de Fenicia, que los fenicios llevan en la proa de sus trirremes. Para quien no los haya visto, haré esta indicación: es la imagen de un pigmeo. Asimismo Cambises entró en el santuario de los cabiros, donde no es lícito entrar a otro que el sacerdote, y hasta quemó las estatuas después de mucho mofarse. Esas estatuas también son semejantes a las de Hefesto, de quien, según dicen, son hijos los cabiros.


38

Por todo esto es para mí evidente que Cambises padecía gran locura; de otro modo, no hubiera intentado burlarse de las cosas santas y consagradas por la costumbre. Pues si a todos los hombres se propusiera escoger entre todas las costumbres las más hermosas, después de examinarlas, cada cual se quedaría con las propias: a tal punto cada cual tiene por más hermosas las costumbres propias. Por lo que parece que nadie sino un loco las pondría en ridículo. Y que tal opinen acerca de sus costumbres todos los hombres, por muchas pruebas puede juzgarse, y señaladamente por ésta: Darío, durante su reinado, llamó a los griegos que estaban con él y les preguntó cuánto querían por comerse los cadáveres de sus padres. Respondiéronle que por ningún precio lo harían, llamó después Darío a unos indios llamados calacias, los cuales comen a sus padres, y les preguntó en presencia de los griegos (que por medio de un intérprete comprendían lo que se decía) cuánto querían por quemar los cadáveres de sus padres, y ellos le suplicaron a grandes voces que no dijera tal blasfemia. Tanta es en estos casos la fuerza de la costumbre; y me parece que Píndaro escribió acertadamente cuando dijo que la costumbre es reina de todo.


39

Mientras Cambises hacía su expedición contra el Egipto, emprendieron los lacedemonios su campaña contra Samo y contra Polícrates, hijo de Eaces, que en una revolución se había apoderado de Samo. Al principio, dividió en tres partes el Estado y las distribuyó entre sus hermanos, Pantagnoto y Silosonte; pero después, como matara al uno y desterrara al más joven, Silosonte, poseyó la isla entera. En posesión de ella, ajustó un tratado de hospitalidad con Amasis, rey de Egipto, a quien envió presentes y de quien los recibió. En poco tiempo prosperaron de pronto los asuntos de PoHcrates, y andaban de boca en boca por Jonia y por el resto de Grecia, porque dondequiera dirigiese sus tropas, todo le sucedía prósperamente. Tenía cien naves de cincuenta remos y mil arqueros; pillaba y atropellaba a todo el mundo sin respetar a nadie porque, decía, más favor se hacia a un amigo restituyéndole lo que le había quitado que no quitándoselo nunca. Se había apoderado de muchas islas y de no pocas ciudades del continente y, particularmente, había vencido en combate naval y tomado prisioneros a los lesbios (quienes ayudaban con todas sus tropas a los milesios), los cuales, encadenados, abrieron todo el foso que ciñe los muros de Samo.


40

Amasis no ignoraba la gran prosperidad de Polícrates, pero esa misma prosperidad le preocupaba. Y como siguiera creciendo mucho más, escribió en un papiro estas palabras y las envió a Samo: Amasis dice así a Polícrates. Dulce es enterarse de la prosperidad de un huésped y amigo; pero tus grandes fortunas no me agradan, porque sé que la divinidad es envidiosa. En cierto modo, yo preferiría para mí, y para los que amo, triunfar en unas cosas y fracasar en otras, pasando la vida en tal vicisitud antes que ser dichoso en todo; porque de nadie oí hablar que, siendo dichoso en todo no hubiese acabado miserablemente, en completa ruina. Obedéceme, pues, y haz contra la fortuna lo que te diré. Piensa, y cuando halles la alhaja de más valor, y por cuya pérdida más sufras, arrójala, de modo que nunca más aparezca entre los hombres. Y si después de esto tus fortunas no alternan con desastres, remédiate de la manera que te aconsejo.


41

Leyó Polícrates la carta, y comprendiendo que Amasis le aconsejaba bien, buscó cuál sería la alhaja cuya pérdida más afligiría su alma; y buscándolo halló que sería ésta: tenía un sello que solía llevar, engastado en un anillo de oro; era una piedra esmeralda, obra de Teodoro de Samo, hijo de Telecles. Resuelto, pues, a desprenderse de ella, hizo así: tripuló una de sus naves de cincuenta remos, se embarcó en ella, y luego ordenó entrar en alta mar; y cuando estuvo lejos de la isla, se quitó el anillo a vista de toda la tripulación, y lo arrojó al mar. Después de hecho, dió la vuelta y llegó a su palacio lleno de pesadumbre.


42

Pero al quinto o sexto día le sucedió este caso. Un pescador cogió un pez grande y hermoso que le pareció digno de darse como regalo a Polícrates; fue con él a las puertas del palacio y dijo que quería llegar a presencia de Policrates, concedido lo cual, dijo al entregar el pez: Rey, cogí este pescado y no juzgué justo llevarlo al mercado, aunque vivo del trabajo de mis manos, antes me pareció digno de ti y de tu majestad. Por eso lo traigo y te lo doy. Agradado Polícrates de sus palabras, le respondió así: Muy bien has hecho; doblemente te lo agradezco por tus palabras y por tu regalo, y te invitamos a comer. El pescador volvió a su casa muy ufano con el agasajo. Pero los criados de Polícrates al partir el pescado, hallaron en su vientre el sello de Polícrates. No bien lo vieron y lo tomaron a toda prisa, lo llevaron gozosos a Polícrates, y al entregarle el sello le contaron de qué modo lo hablan hallado. Como a él le pareció aquello cosa divina, escribió en un papiro cuanto habla hecho y cuanto le había acontecido, y después de escribir lo envió a Egipto.


43

Leyó Amasis el papiro que llegaba de parte de Polícrates, y comprendió que era imposible para un hombre librar a otro de lo que le estaba por venir, y que Polícrates, en todo tan afortunado que aun lo que arrojaba encontraba, no había de acabar bien. Envió un heraldo a Samo y declaró que disolvía el tratado de hospitalidad. Hizo esto por el siguiente motivo: para que, cuando una grande y terrible desdicha cayera sobre Polícrates, no tuviera que sufrir él por la suerte de su huésped.


44

Contra este hombre, pues, dichoso en todo, hacían una expedición los lacedemonios, llamados al socorro de los samios, que después fundaron a Cidonia en Creta. Polícrates, a escondidas de los samios, despachó un heraldo a Cambises, hijo de Ciro, que estaba reuniendo el ejército contra Egipto, y le pidió que enviara a Samo una embajada para pedirle tropa. Al oír esto, Cambises envió de buena gana a Samo a pedir a Polícrates le mandase su flota contra el Egipto. Polícrates eligió de entre los ciudadanos los más sospechosos de rebeldía y los despachó en cuarenta trirremes, encargando a Cambises no los enviara de vuelta.


45

Dicen unos que no llegaron a Egipto los samios despachados por Polícrates, sino que al acercarse en su navegación a Cárpato, cayeron en la cuenta y acordaron no pasar adelante. Dicen otros que llegaron a Egipto, y, aunque vigilados, desertaron de allí. Al volver a Samo, Polícrates les salió al encuentro con sus naves y les presentó batalla; quedaron victoriosos los que regresaban y desembarcaron en la isla, pero fueron derrotados en un combate y entonces se hicieron a la vela para Lacedemonia. Hay quienes dicen que los fugitivos de Egipto también por tierra vencieron a Polícrates; pero, a mi parecer, no dicen bien: pues no tendrían ninguna necesidad de llamar en su socorro a los lacedemonios, si ellos mismos se bastaban para someter a Polícrates. Además, no es verosímil que un hombre que poseía gran muchedumbre de auxiliares, mercenarios y arqueros del país, fuera derrotado por los samios que regresaban, pocos en número. Polícrates había juntado en los arsenales a los hijos y mujeres de los ciudadanos que estaban a su mando, y si éstos se entregaban a los que regresaban, los tenía listos para quemarlos con los mismos arsenales.


46

Cuando los samios expulsados por Polícrates llegaron a Esparta, se presentaron ante los magistrados y hablaron largamente, como muy necesitados. Respondieron los magistrados en la primera audiencia, que no recordaban el principio de la arenga ni habían entendido el fin. Luego, al presentarse por segunda vez; los samios trajeron una alforja y sólo dijeron: la alforja necesita harina. Los magistrados les respondieron que la alforja estaba de más, pero resolvieron socorrerles.


47

Luego que hicieron sus preparativos, emprendieron los lacedemonios la expedición contra Samo, pagando un beneficio, según dicen los samios, pues antes ellos les habían socorrido con sus naves contra los mesenios; aunque, según dicen los lacedemonios, no emprendieron tanto la expedición para vengar a los samios que les pedían ayuda, como para vengarse del robo de la copa que llevaban a Creso, y del coselete que les enviaba en don Amasis, rey de Egipto. Los samios, en efecto, habían arrebatado el coselete un año antes que la copa. Era de lino, con muchas figuras entretejidas con oro y lana de árbol; pero lo que lo hace digno de admiración es cada hilo ya que, con ser delgado, tiene en sí trescientos sesenta hilos, todos visibles. Idéntico a éste es asimismo el coselete que Amasis consagró a Atenea en Lindo.


48

También los corintios colaboraron con empeño para que se efectuase la expedición contra Samo. Porque también habían recibido de los samios un ultraje una generación antes de esta expedición, al mismo tiempo que el robo de la copa. Periandro, hijo de Cípselo, despachó a Sardes al rey Alíates trescientos niños de las primeras familias de Corcira, para que los hiciese eunucos. Cuando los corintios que condudan a los niños arribaron a Samo, informados los samios del motivo con que se los llevaba a Sardes, lo primero enseñaron a los niños a no apartarse del santuario de Ártemis, y luego no permitieron que se arrancase del santuario a los suplicantes, y como los corintios no dejaban pasar víveres para los niños, los samios instituyeron una festividad que se celebra todavía del mismo modo. Al caer la noche, todo el tiempo que los niños se hallaban como suplicantes, formaban coros de doncellas y mancebos, y al formarlos establecieron la costumbre de que llevasen tortas de sésamo y miel para que los niños de Corcira se las quitasen y tuviesen alimento. Así se hizo hasta que los guardias corintios de los niños se marcharon y los abandonaron. Los samios llevaron de vuelta los niños a Corcira.


49

Si a la muerte de Periandro los corintios hubiesen estado en buenas relaciones con los corcireos, no hubieran colaborado en la expedición contra Samo a causa de ese motivo; el caso es que desde que colonizaron la isla, siempre están en desacuerdo, aunque son de una misma sangre. Por esa causa los corintios guardaban rencor a los samios.


50

Periandro envió a Sardes los niños escogidos de entre los principales corcireos para que los hiciesen eunucos, en venganza: porque los corcireos fueron los que empezaron por cometer contra él un crimen inicuo. En efecto: después que Periandro quitó la vida a su misma esposa Melisa, aconteció que además de la desgracia pasada le pasó esta otra. Tenía dos hijos habidos en Melisa, uno de dieciséis y otro de dieciocho años de edad. Su abuelo materno, Procles, que era tirano de Epidauro, envió por ellos y les agasajó como era natural, siendo hijos de su hija. Al tiempo de despedirles, les dijo mientras les acompañaba: Hijos míos, ¿sabéis acaso quién mató a vuestra madre? El mayor no tuvo en cuenta para nada esa palabra; pero el menor, cuyo nombre era Licofrón, se afligió de tal modo al oírla que, vuelto a Corinto, no quiso hablar a su padre, porque era el asesino de su madre; cuando le hablaba no le respondía, y si le interrogaba no le deda palabra. Al fin, Periandro, lleno de enojo, le echó de su palacio.

Índice de Los nueve libros de la historia de Heródoto de HalicarnasoTercera parte del Libro SegundoSegunda parte del Libro TerceroBiblioteca Virtual Antorcha