Índice de Emiliano Zapata y el agrarismo en México del General Gildardo MagañaTOMO IV - Capítulo III - El Estados de Sonora en el movimiento revolucionarioTOMO IV - Capítulo V - Coahuila en poder de la RevoluciónBiblioteca Virtual Antorcha

EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO

General Gildardo Magaña
Colaboración del Profesor Carlos Pérez Guerrero

TOMO IV

CAPÍTULO IV

CHIHUAHUA EN ACCIÓN


La actitud que asumió el pueblo mexicano, la prontitud con que fortaleció a los diversos grupos armados que se formaron y la pujanza por ellos alcanzada, son reveladoras de un estado psíquico y de un deseo común, extendidos de uno a otro confín del territorio nacional. Producto de ese estado psíquico y encarnación del deseo común fueron los jefes surgidos al calor de las circunstancias, y si bien es cierto que muchos tomaron como único objetivo el derrocamiento del usurpador, mientras que otros tuvieron una visión más amplia, como fue la implantación de principios sociales, también es verdad que a todos alentó una aspiración y una esperanza. en la lucha contra el huertismo.


Por qué nos referimos a la lucha en otros sectores

Posteriormente, los hombres de la Revolución se dividieron, porque unos pensaban que con el derrocamiento de Huerta y la exaltación de un gobierno integrado por elementos de extracción revolucionaria se alcanzaría el objeto de la lucha, mientras que otros creyeron que la caída del usurpador era apenas una parte de lo que necesitaba la nación; pero mientras la divergencia de opiniones no tomó los caracteres de discordia ni la alentó el interés político, el movimiento revolucionario mexicano fue uno, y los triunfos de Villa, de Obregón, de Blanco, de Buelna, de Iturbe y hasta de Pablo González -el hombre más funesto para el sur-, se englobaban con los triunfos de los hermanos Cedillo, de Contreras, de Neri, de Salazar, de Julian Blanco, de Castillo, de Salgado y de otros muchos, porque, triunfos al fin, fueron laureles que los luchadores de una región conquistaron para la familia revolucionaria.

Para obtener esos triunfos, todos los grandes grupos se apoyaron, sin estar previamente de acuerdo, sin solicitarse ayuda y sin sospechar siquiera que se la daban.

En el momento inicial, el sur atrajo la atención del usurpador, quien concentró allí la mayor parte de sus elementos disponibles, pues necesitaba combatir a los irreductibles rebeldes que ya lo eran durante el régimen que derrocó la usurpación, y que ahora tenían mayores motivos para continuar en su actitud y en sus demandas. Esta circunstancia -ya lo hemos dicho- favoreció a quienes fueron rebelándose y les permitió dar los primeros pasos en firme. A su vez, la aparición de nuevos brotes rebeldes dispersó la atención del usurpador y los elementos con que contaba; entonces pudieron las fuerzas surianas crecer y vigorizarse.

A la digna actitud del sur se sumó la no menos digna posición de Sonora, y la alígera campaña de Obregón incuestionablemente favoreció a don Venustiano Carranza, primero, y muy luego a la campaña de Lucio Blanco en Tamaulipas. La presencia de Villa en Chihuahua y el rápido crecimiento de sus huestes robusteció la situación creada y apoyó el envidiable deslizamiento del general Obregón en el occidente, que más que campaña merece el nombre de marcha triunfal.

Pero es fuerza admitir que no habría tenido ese carácter sin la actitud del general Zapata y si las fuerzas federales que se enviaron al sur no hubieran sido paulatinamente deshechas por los revolucionarios de esa región. Tampoco habría tenido ese carácter sin la pujanza del general Villa, sobre quien destacó la usurpación al mayor número de tropas con el fin de contener al guerrillero que, sin los obstáculos tan poderosos que se pusieron en su camino, la marcha de sus fuerzas hacia el interior de la República hubiera sido no sólo rápida, sino veloz.

Torreón y Zacatecas dan testimonio de lo que decimos; mas para llegar allí fueron necesarias toda la astucia, toda la temeridad, toda la audacia que poseía Francisco Villa, y que llenan de orgullo a la Revolución, pues lo llevaron a los más sonados triunfos.

Con lo anterior queda explicado por qué nos referimos a hechos bélicos no sucedidos en el Sur; pero, además, hay en esos hechos la génesis de acontecimientos futuros, y para su mejor comprensión conviene relatar algunos de ellos. Vamos a delinear, pues, con la mayor brevedad posible, los esfuerzos realizados por el general Francisco Villa desde el momento en que cruzó la frontera, como rebelde, hasta el día en que se enfrento, apoyado por veinte mil hombres, a la fortaleza en que estaba convertida Zacatecas, donde había doce mil huertistas con una oficialidad escogida, con sobrados elementos de combate y con un bien meditado plan de defensa.


El principio de la División del Norte

Nueve individuos formaron el grupo inicial de la que más tarde fue poderosa División del Norte: Francisco Villa, Juan Dosal, Pedro Zapiain, Darío Silva, Pascual Alvarez Tostado, Manuel Ochoa, Tomás Morales, Miguel Saavedra y Carlos Jáuregui. Este, como se recordará, había proporcionado a Villa los medios para evadirse de la prisión militar de Santiago y permanecía a su lado con absoluta lealtad.

Nadie poseía recursos pecuniarios, y para iniciar sus caminatas, que todos presentían largas y difíciles, solamente Silva, Zapiain y Jáuregui estaban montados en caballos de los que se habían apoderado en El Paso, Texas.

El 6 de marzo de 1913, a las seis y media de la tarde, cruzaron el río Bravo los señores Ochoa, Morales, Zapiain y Silva, por el rumbo del panteón del Venado, en El. Paso, Texas, tomando hacia la isleta de Córdoba. Por lo que hace a los señores Villa, Dosal y Tostado, abordaron un tranvía en El Paso, y al llegar a Ciudad Juárez, en la esquina que forman las calles del Comercio y Lerdo, siguieron a pie hasta la casa del señor Isaac Arroyo, en donde los esperaban unos caballos que habían sido quitados nada menos que al jefe de la guarnición de Ciudad Juárez, un federal de apellido Mancilla.

Al obscurecer, los que habían cruzado el río se encontraban ya en un lugar señalado por Villa; allí se unió éste, acompañado de las personas con quienes había tomado el tranvía y por dos más que iban a pie: Eleuterio Hernández y Roberto Limón.

Iban a emprender la primera jornada e hicieron, por ello, la exhibición de los elementos que llevaban consigo: una libra de café, dos de azúcar, una pequeña bolsa con sal, sendos rifles 30~30 y una dotación de quinientos tiros por plaza; pero no fue posible reunir un peso entre todos, y para desesperación de los fumadores, no llevaban cigarros ni cerillos.

Era tan insignificante el grupo que ni siquiera llamó la atención de una patrulla de rurales que pasó cerca precisamente en los momentos en que se estaba haciendo la exhibición de los elementos.

Emprendieron la marcha. A las doce de la noche llegaron al rancho de Flores, cerca de La Mesa, y allí se detuvieron para no causar sorpresa a los habitantes. Poco después siguieron su camino, sigilosos, hacia las estribaciones de la Sierra de Samalayuca, y al amanecer llegaron al rancho del Ojo de Agua, que Villa creía guarnecido por ser el único lugar que en los contornos posee ese líquido. En la creencia de que había un destacamento, Villa ordenó a sus acompañantes que se abrieran en línea de tiradores y que avanzaran hasta las casuchas del rancho; pero vieron con sorpresa que nadie los detuvo. Allí tomaron alimento, que nadie pagó; pero ofrecieron pagar a vuelta de fortuna. Continuaron hacia los médanos sin encontrar durante todo el día a un ser viviente.

Al obscurecer, Carlos Jáuregui tuvo que decir a Villa que no soportaba la sed; el guerrillero, quitando la bala a uno de los cartuchos, dió el contenido a Jáuregui, diciéndole que aquello no sería lo que esperaba ni lo que acostumbran los atletas en casos semejantes; pero que le haría bien. Así fue. La vida azarosa del guerrillero le había enseñado lo que Jáuregui, y quizá todos sus compañeros, desconocía.

Muy entrada la noche llegaron al rancho de la Puerta de los Siete Aires, en donde pernoctaron. Amanecía cuando Villa ordenó proseguir la marcha; pero las cabalgaduras de Jáuregui y de Silva habían desaparecido. Contrariado, Villa ordenó a los señores Morales y Ochoa que lo acompañaran para seguir el rastro de los caballos, con los que volvió una hora más tarde e hizo a sus dueños la observación de que debían cuidarlos, pues de repetirse el caso tendrían que cargar con las monturas. Apenados Silva y Jáuregui, y todos amonestados indirectamente, emprendieron la marcha por las caldeadas arenas del desierto.


Un ardid de Villa

La vida citadina que había llevado Jáuregui le hacía insoportable la marcha bajo el sol ardiente, sin agua, sin alimentos y con la necesidad de caminar al paso del caballo de su jefe. Queriendo éste que sacara fuerzas de flaqueza, se valió de una estratagema, que consistió en interrogar a Morales si se había fijado en las huellas que había en el camino.

- Son berrendos -contestó el aludido.

Villa, dirigiéndose a Jáuregui, le dijo que no tenía idea de lo peligroso de esos animales, y pues se hallaban en una región en que los había, era necesario tomar todas las precauciones. Dirigiéndose al grupo le ordenó preparar las armas y disponerse a una embestida de los berrendos. Jáuregui olvidó instantáneamente el estado lamentable en que se hallaba y fijó su atención en el peligro que se cernía, según su jefe. Poco habían caminado cuando oyeron a retaguardia dos disparos y el grito de Morales:

- ¡Los berrendos!

Oír el grito, espolear su cabalgadura y adelantar al grupo, fue todo uno por parte de Jáuregui; pero dándose cuenta de las risas de sus compañeros, comprendió el objeto que se había propuesto Villa, oompló su ánimo, dominó al cansancio y ya no tuvo miedo a los berrendos.


Primer acto de justicia revolucionaria

Esa noche llegaron a la hacienda de El Carmen, propiedad de don Luis Terrazas. Villa mandó traer a su presencia al administrador, así como a los peones y empleados de la finca, a quienes interrogó si tenían alguna queja que exponer en contra de sus patrones y capataces, exhortándolos para que hablasen sin temores.

Varios señores que estaban presentes informaron que el administrador era un hombre cruel, que había impuesto la costumbre de que se le pidiese su consentimiento cuando alguna soltera de la hacienda iba a contraer matrimonio y que, al dar su anuencia, era siempre con la condición de que pasara la primera noche de desposada con él. Esta afrenta había acumulado odios y deseos de venganza.

Algunos de los peones informaron, a su vez, que en un lugar no muy distante había una cruz de manzanillo que se utilizaba para amarrar a los hombres que cometían una falta en el trabajo o algún acto que disgustaba al administrador. Se les azotaba, ya amarrados, hasta dejarlos sin sentido, pues tal era la justicia que allí se impartía.

Otros informaron que permanecían en la hacienda contra su voluntad, pues no podían liquidar las deudas que habían pasado íntegramente de padres a hijos, y los retenían esclavizados, bajo el látigo de los capataces y la tiranía del administrador.

El duro semblante de Francisco Villa se obscureció al oír aquellas quejas, ya sabidas, sin duda, que salían de las almas doloridas y sedientas de justicia. Pasó su mirada por el grupo que formaban el administrador, los empleados, los peones y los contados hombres que entonces lo seguían. Interrogó al administrador, quien no pudo negar los cargos en presencia de sus víctimas, quienes ratificaron las tremendas acusaciones con un murmullo de tempestad.

El guerrillero irguió su figura, y ante aquel conjunto de hombres que se hallaban pendientes de sus labios pronunció, en nombre de la Revolución, su sentencia fría, seca, inapelable, intransferible, y fueron ejecutados el administrador y un empleado de apellido Salvatierra, su más fiel y ciego instrumento.

Arengó a los peones, los exhortó para que nombraran libremente a sus autoridades, que no habían tenido; destruyó los libros en que aparecían las viejas cuentas de los trabajadores y entregó a las autoridades nombradas las llaves de la hacienda, de la tienda de raya, de las bodegas y las trojes, diciéndoles que de éstas tomaran lo necesario para su subsistencia, pues lo que allí había era el producto de los peones mal pagados y a ellos correspondía la prioridad en el uso de lo producido.

Aun cuando los actos de Villa fueran de la más pura justicia social, el guerrillero estaba triste, mudo; su actitud hizo que sus acompañantes guardaran un respetuoso silencio, pues en el alma de cada uno se desataba una tempestad de emociones.

Abandonaron la hacienda al amanecer, despedidos por aquellos hombres y mujeres que hasta el día anterior habían constituído un rebaño sumiso a la voluntad de un hombre. Villa había recobrado su habitual aspecto y su semblante se iluminó cuando los peones y sus familiares prorrumpieron en voces de entusiasmo, lanzadas con toda la fuerza de su agradecimiento:

- ¡Viva Villa, y que Dios lo proteja!

Otros actos de justicia social

San Lorenzo, otra hacienda del mismo propietario (don Luis Terrazas), fue visitada ese día por Francisco Villa. Allí se repitieron las escenas de la anterior, con el epílogo de la ejecución de varios capataces, la entrega de las llaves a las autoridades y la exhortación a los peones de que usaran ponderadamente, de los elementos de vida que había y necesitaban.

En San Lorenzo remudaron caballos, pues el estado de los que llevaban era lastimoso. Al oír allí las injusticias cometidas por los capataces y empleados, Villa pronunció el nombre del general Zapata como una evocación. ¿Fue porque comprendió en toda su magnitud la justicia del movimiento del Sur?, ¿acaso pensó en que otro hombre, salido de la misma capa social, trataba de acabar con el estado de cosas impuesto por el latifundismo? ...

En la tarde llegaron a la hacienda de Las Animas, en donde no fue posible repetir las mismas escenas de justicia sin expedientes porque un caporal informó que la columna de un ladrón norteamericano, apodado Kid Porras, acababa de saquear e incendiar las haciendas de La Capilla y Las Maravillas y que, acompañado de trescientos forajidos, se dirigía a Las Animas para hacer otro tanto.

Villa subió a la azotea de la finca y pudo cerciorarse de que, en efecto, iban aquellos hombres al lugar en que se hallaba. Rugiendo de coraje, mirando al grupo que lo acompañaba como si quisiera que cada individuo se convirtiera en legión, tuvo que salir de Las Animas y encaminar sus pasos a las inmediaciones de El Saucito, donde pernoctó, recordando que en ese lugar había encontrado albergue don Francisco I. Madero poco antes de! combate de Casas Grandes.


En San Andrés de la Sierra

El germen de la futura División del Norte abandonó las inmediaciones de El Saucito al despuntar la aurora y se encaminó a San Andrés de la Sierra, en donde el guerrillero tenía algunas propiedades y lo esperaba su esposa, doña Luz Corral de Villa.

Algunos vecinos que se encontraban en las primeras casas de la población vieron aproximarse aquella caravana, con indiferencia unos, con curiosidad otros y con sorpresa los más, pues reconocieron a quien encabezaba e! reducido número de hombres. Desde lejos había clavado Villa su mirada en el pueblo, y así que estuvo a distancia en que su voz pudiera ser oída por quienes lo miraban llegar, espoleó su caballo y con tono imperativo dijo:

- ¡Coronel Dosal: avance por la derecha con trescientos hombres! ¡Coronel Saavedra: tome doscientos hombres y avance por el flanco izquierdo! ¡Coroneles Ochoa y Tostado: ordenen a sus fuerzas que avancen por el centro! ¡Subtenientes Silva y Jáuregui: vayan a la estación, aprehendan al telegrafista y condúzcanlo a mi presencia en la presidencia municipal, donde los espero!

Las intempestivas órdenes causaron sorpresa entre los acompañantes de Francisco Villa, pues, sin explicaciones previas, no alcanzaban a comprender el por qué de ellas y menos aun cómo cumplirlas. Los cuatro primeramente nombrados retrocedieron para simular que transmitían las disposiciones y se ejecutaba lo mandado, mientras que Jáuregui y Silva se dirigieron a la estación para llevar a cabo la consigna recibida.

Se disolvieron los grupos de vecinos que habían oído las órdenes y esparcieron por la población la noticia de la llegada de Villa, noticia que se propagó con rapidez, mientras que el general en jefe de aquella imaginaria tropa se dirigió a la presidencia municipal, como lo había dicho.


Conferencia telefónica entre Villa y Rábago

El telegrafista de la estación, llamado Carlos Domínguez, estaba transmitiendo un comunicado relativo al servicio de los trenes cuando se presentaron los subtenientes Silva y Jáuregui para detenerlo. Ignoraba la llegada del guerrillero; pero siendo conocedor de sus hazañas, y oída la orden que se le transmitió, hubo de suspender su ocupación, presa de pánico, y suplicó que no lo detuvieran, pues nada había hecho que mereciera tal cosa. Los aprehensores procuraron infundirle confianza y lo condujeron a la presencia de Villa, ante quien imploró compasión. Complacido Villa por la actitud del telegrafista, le aseguró que nada le sucedería a condición de que volviese a su oficina y con toda actividad solicitara una conferencia telegráfica con el general Rábago, comandante militar del Estado de Chihuahua; pero debía dar aviso cuando estuviera dispuesto dicho general, para que Villa fuese a la estación a sostener la conferencia.

Tranquilo ya el señor Domínguez, pero siempre bajo la vigilancia de los subtenientes, volvió a la oficina y puso manos a la obra, logrando comunicación con el general Rábago y que éste dijera desde Chihuahua estar presto a oír lo que el general Villa quería decirle; pero en vez de telegráfica, la conferencia sería de viva voz, por telegráfono, lo cual comunicó Silva a Villa, a quien agradó el medio de comunicarse con el general Rábago.

Ya en la oficina telegráfica de la estación y puestos al habla los dos lejanos interlocutores, Villa inició el siguiente diálogo:

- Gusto en saludarlo, general Rábago. - Igualmente, honorario Villa (Se recordará, que don Francisco I. Madero nombró a Francisco Villa general honorario, para no lastimar a los federales, quienes consideraban al guerrillero como un bandido, y no deseaban que figurase en las filas del ejército. Anotación del profesor Carlos Pérez Guerrero). ¿Qué actitud asume usted y dónde está?

- Pues por la prensa y otros conductos he sabido que se estaba tratando de extraditarme y quise evitarles esa molestia; por eso he venido.

- Nada hay de extradición, honorario Villa; no considera el gobierno a usted como su enemigo.

- Tenemos cuentas pendientes, general Rábago. Lo invito a que salga usted de Chihuahua con tres mil hombres de las tres armas y que me diga dónde nos encontramos para ajustar cuentas.

- Honorario Villa, usted está en un error creyendo que el gobierno lo considera enemigo. El señor Presidente de la República, don Victoriano Huerta, no ha pensado extraditar a usted, sino que suponiendo que vendría por estos lugares, me ha transmitido sus órdenes y me ha autorizado para ofrecerle el grado de general efectivo en el Ejército y cien mil pesos si depone usted su actitud y se une al gobierno, en el caso de que como rebelde se encuentre usted en el Estado.

- Pues diga usted a Huerta que el grado no lo necesito, y por lo del dinero, es mejor que se tome de aguardiente los cien mil pesos. En cuanto a usted ...

Y la conferencia, más bien reto, quedó cortada.


Salida de San Andrés

De la estación, en donde quedaron asombrados el telegrafista y quienes se dieron cuenta de la conferencia, regresó Villa a la presidencia municipal; luego se dirigió a su casa, acompañado de algunos amigos, para desenterrar unas cajas que contenían armas y parque.

Al ejecutar esa operación, los que formaban parte del grupo de acompañantes de Villa se dieron cuenta de que había en San Andrés una guarnición federal -doscientos hombres- y que estaban ocupadas algunas alturas, principalmente las torres del templo. Quizá Villa había visto, desde que se aproximaba a la población, a los federales que la guarnecían, pues no prestó gran importancia a lo que sobre ellos le decían sus acompañantes, quienes tuvieron que asumir una actitud idéntica a la de su jefe.

En cuanto a los federales, parece increíble que se hubieran limitado a observar. ¿Se debió a que ignoraban su condición de rebelde? ¿Tenían instrucciones del comandante militar, relacionadas con las proposiciones que por telegráfono le hizo? ¿Fué la conferencia con el comandante militar la que detuvo a los federales, en la suposición de que Villa estaba al lado del gobierno? ¿Esperaban ser atacados por los centenares de hombres que Villa había mencionado en sus órdenes? Todo es posible; pero al darse cuenta de lo que el guerrillero acababa de hacer y de que la imaginaria tropa no aparecía por las inmediaciones, abrieron los federales el fuego sobre el grupo, que salió precipitadamente de San Andrés.

Veremos más adelante cómo el destacamento cobró cara la burla de que fue objeto.


Confesión y penitencia

De San Andrés de la Sierra siguieron hacia Chavarría, distante como seis leguas; allí se alojaron en la casa de los hermanos Rivera, y al día siguiente enviaron propios a San Juan de la Santa Veracruz, a Satevó, a Los ladrones y a Tres Hermanos, avisando a los amigos de Villa su arribo e invitándolos a unirse al grupo. Allí se incorporaron los señores Antonio e Hipólito Villa, José Ruiz, Cosme Hernández y los hermanos Nájera, con cuyos contingentes la columna ascendió a ciento cincuenta hombres armados y montados.

Con una tranquilidad que podía ser la de un desequilibrado o la de un valiente hasta la temeridad, Villa esperó el paso de los trenes, suponiendo que el general Rábago destacaría fuerzas en su persecución; pero tras una larga espera de cuatro días abandonó Chavarría y salió a los ladrones, encontrando en el camino a quince partidarios suyos que habían atacado al destacamento federal en el puente de Oniz y se apoderaron de sus armas y municiones.

Con esos nuevos elementos salieron de los ladrones a Satevó, en donde hicieron su entrada el Viernes Santo, 19 de marzo, y se alojaron en la casa del presidente municipal, don Antonio Valderrama. La presencia de aquella fuerza revolucionaria, reducida aún, atrajo la atención de los moradores de Satevó y de quienes allí se encontraban con motivo de las ceremonias religiosas de la Semana Mayor. Al saberse que Villa encabezaba a los recién llegados, acudieron a saludarlo sus amigos y simpatizadores.

Entre las personas que hacían esfuerzos para acercarse al guerrillero estaba una joven de facciones delicadas, que llevaba en sus brazos a un niño. Su presencia y los esfuerzos para abrirse paso fueron notados por Villa, quien, sin esperar a que estuviera cerca, levantó la voz y dijo:

- Matilde, muchachita, ¿qué andas haciendo y qué traes en tus brazos? ¿Ya te casaste?

- General -repuso la aludida-, conozca usted a mi hijo.

Y le mostró un pequeño, de quien llamaban la atención sus grandes orejas.

- ¿Y qué pasó? -volvió a decir Villa.

- Pues nada, general; que el señor cura, don José Domínguez Peña, me llevó a la sacristía y me dijo que nunca me dejara hacer lo que él me hizo allí durante varias semanas, y ... aquí está el resultado; pero él dice que esta criatura es de usted o de alguno de sus soldados.

Aquellas palabras, dichas entre sollozos, con acento de sinceridad, en presencia de cuantos allí estaban y con la intención de encontrar un apoyo, produjeron fuerte conmoción en el ánimo de Villa, por lo cual la sonrisa con que había acogido a Matilde se transformó en una mueca que dió a su fisonomía un aspecto terrífico. Volviéndose hacia donde se hallaba uno de sus inseparables, Darío Silva, a quien Villa designaba cariñosamente por Don Diario, le ordenó:

- Vaya usted inmediatamente al templo y tráigame al cura para averiguar lo que haya de cierto.

Silva obedeció. Acompañado de cinco soldados se encaminó al templo, henchido en esos momentos por ser, como dijimos, Viernes Santo. Cuando Silva y los soldados entraron al templo, el párroco ocupaba el púlpito y en un tópico de su sermón describía las terribles escenas del juicio final.

Subió Don Diario las gradas del púlpito, y tirando suavemente de la sotana del sacerdote, le comunicó la orden que llevaba.

- Joven oficial -dijo el cura-, lo siento mucho; pero en estos momentos me es imposible porque estoy en el ejercicio de mi ministerio. Al mediodía iré a ver al señor general Villa.

Insistió Silva haciendo ver al eclesiástico que la orden era terminante e inaplazable, por lo que ambos descendieron del púlpito, tras de mascullar el sacerdote un rezo en latín. Al salir del templo se le hizo ocupar el centro de la escolta, hecho que produjo consternación y algunos desmayos entre las humildes mujeres que allí se encontraban. Seguidos de muchas personas llegaron a la presencia de Villa, quien saludó al sacerdote con estas palabras:

- Señor cura: ¿ha leído usted mucho?

- Señor general -contestó el aludido-, nosotros tenemos que dedicar una gran parte de nuestro tiempo al estudio para llevar por buen camino al rebaño que se nos ha confiado.

- Si es así -volvió a decir Villa-, dígame si en los libros que ha leído hay un relato de que un perro, un cerdo u otro animal cualquiera, desconozca a sus hijos, los abandone y los niegue.

- No, señor general -repuso el sacerdote-; ni el cerdo, ni el perro, ni la pantera desconocen a sus hijos, porque hay lazos de la sangre que los unen estrechamente.

- Pues usted es peor que la pantera, el cerdo y el perro, toda vez que esa criatura que tiene Matilde en sus brazos es hijo suyo -dijo Villa apenas conteniéndose-. Le doy diez minutos para que arregle sus asuntos, pues voy a mandar que lo fusilen.

Las últimas palabras hacen palidecer al sacerdote, quien suplica, ruega, implora. No niega, en presencia de quienes allí están, que el niño es hijo suyo; pero dirigiéndose a la madre le dice que a ella le consta que siempre le ha tenido gran afecto. Villa permanece inflexible, pasando su mirada por el grupo que forman las personas atraídas por la curiosidad; luego, alternativamente, mira al eclesiástico, a la madre del niño y a la escolta. Cerca de Villa hay un silencio sepulcral; mas entre las personas que están poco distantes comienza a levantarse un murmullo, al que domina la voz del guerrillero. Este, dirigiéndose a Matilde, le pregunta:

- ¿No dices que el señor cura ha dicho que tu hijo es mío o de alguno de mis soldados?

- No sólo eso -contesta con prontitud la madre-, sino que también me ha echado al pueblo encima para que me apedree, pues asegura que yo he querido cubrir mi pecado con la sotana de un santo.

- ¡Diez minutos tiene usted para arreglar su testamento! -dijo Villa, en tono enérgico, al sacerdote.

La faz de éste se ha vuelto lívida; sus labios tiemblan. Hay expectación y nadie se atreve a hablar, pues todos conocen la inflexibilidad del guerrillero. Cuando el desenlace parece inevitable, se adelanta Darío Silva hacia su jefe y le propone que conmute la pena por la de que el párroco haga confesión plena y pública de su falta. Villa lo admite con elogios para el proponente, al que ordena que comunique la proposición al sacerdote, quien acepta con muestras de regocijo.

Se anuncia entonces que el párroco haría la confesión pública de su pecado y que, por lo tanto, se reunieran los vecinos del pueblo y las demás personas que allí estaban con motivo de la Semana Mayor, a las cinco y media de la tarde, en la plaza pública.

El inusitado acto llevó al lugar señalado a gran número de curiosos, y a la hora dicha se formó la escolta que condujo al párroco, quien hizo su aparición en el quiosco, sacó de sus bolsillos un pañuelo, musitó algunas oraciones y se dirigió a los presentes con voz entrecortada por los sollozos.

Su confesión fue amplia, si bien cargando al espíritu maligno el haber encendido su carne y la seducción de Matilde hasta hacerla madre; reconoció como suyo al hijo de la joven, para quien pidió que no se le siguiera viendo mal; explicó que había negado su culpa en un principio para evitar que se le perdiera la confianza por sus feligreses y terminó diciendo que el sacerdote, no por el hecho de serlo, dejaba de ser hombre como otro cualquiera, muchas veces más perverso, por estar obligado a guardar las apariencias de honestidad, de castidad y de templanza. Pidió, por último, que los allí presentes le impusieran la penitencia que su pecado mereciese.

Asombro causó la confesión, pero nadie alzó la voz; nadie exigió una reparación al daño que Matilde había recibido; a nadie preocupó el futuro del infeliz niño, traído al mundo por la liviandad -llamémosla así- del señor cura.

La pena impuesta por Francisco Villa estaba cumplida, por lo que con lentitud descendió de aquel confesonario improvisado seguido del penitente y cuando muchos de los reunidos no salían aún de su asombro.

El sacerdote quedó en absoluta libertad; pero el fanatismo pudo más que la falta, más que la exhibición de una llaga, pues muchas mujeres que acababan de oir la pública confesión se acercaron al cura para besar sus manos y su sotana. Rodeado de numeroso séquito se dirigió a la parroquia, mientras la multitud se dispersaba; pero esa noche enfermó el señor cura de fiebre, que lo condujo al sepulcro cuatro días más tarde.


El laza-ametralladoras

La fuerza de Villa salió el 20 de marzo de la población de Satevó hacia la hacienda de Tres Hermanos, de la que era administrador don José Ruiz. No hubo allí ejecuciones porque no se cometían actos de crueldad con los peones, quienes, sin embargo, estaban sometidos a los usos y costumbres de las demás haciendas, lo que no era culpa del administrador, sino del sistema feudal imperante.

En presencia del señor Ruiz, Villa se dió cuenta de que estaba tratando con una persona de ideas avanzadas y dotada de las cualidades de un guerrillero, como lo fue más tarde.

Ascendían ya a doscientos cincuenta hombres, y en la hacienda esperaron que se les uniesen algunos elementos a los que se había invitado, entre los cuales iban a surgir valientes de la División del Norte. Allí se incorporó a las fuerzas el bravo entre los bravos, Benito Artalejo, quien más tarde, por sus actos excepcionalmente temerarios fue apodado El laza-ametralladoras, uno de los luchadores cuyo nombre no ha volado en alas de la fama.

Uno de los días en que, como de costumbre, todos juntos tomaban su ración de carne asada y una taza de atole, la conversación se hizo viva, pensando en los futuros triunfos que aguardaban a aquellos hombres decididos. La alegría se desbordó y los comensales alzaron sus tazas de atole como finas copas de espumoso vino.

Abrieron sus corazones, volcaron su sentir y se definieron todos. Lucharían hasta morir o vencer. Villa también se definió. Evocando la memoria de don Francisco I. Madero, a quien tanto había querido, dijo que su deber le trazaba un derrotero único en aquella lucha sin cuartel.


LOS PRIMEROS COMBATES FORMALES

Sin poner en duda las cálidas palabras de sus subalternos, pero sin confiar demasiado en las explosiones de su entusiasmo, Francisco Villa les anunció que por la noche saldrían en busca del enemigo y que, como resultado, diría a cada quién lo que, en su concepto, podría ser en el futuro.


Un presente macabro

En aquellos momentos llegaron ciento cincuenta hombres que acababan de tener un encuentro con fuerzas orozquistas mandadas por el jefe Yáñez. Dispuso Villa la salida inmediata para batir esa fuerza, y serían las once de la noche cuando abandonaron Tres Hermanos encaminándose a San Lorenzo, población en la que se habían reconcentrado los orozquistas y hacia donde fueron enviados dos exploradores, que a poco regresaron para informar que todos estaban confiados y dormidos.

El grupo de ferroviarios que se había unido poco antes y que estaba al mando de Manuel Banda, Santiago Ramírez, Manuel Madinaveytia, fue el primero en tomar contacto con el enemigo, el cual fue deshecho poco después. Madinaveytia sugirió que los muertos del enemigo se acomodaran en un carro y que, agregado al tren de pasajeros, se enviaran a Chihuahua como. un presente de los revolucionarios al general Rábago. Así se hizo, y, en apariencia, aquel presente macabro causó indignación en los federales; pero fue motivo para que el general Rábago ratificara el ofrecimiento hecho por telegráfono, del grado efectivo en el Ejército y los cien mil pesos que se entregarían a Villa en el momento en que depusiera su actitud rebelde. El guerrillero, no con las palabras candentes que había usado en San Andrés de la Sierra, pero sí con toda energía, rechazó la proposición.


Captura de un tren

Los toques de reunión y paso veloz rompieron el silencio y despertaron a los moradores de la población. Durante la noche, el general Villa estuvo recibiendo enviados; sus inseparables habían permanecido con él hasta muy tarde, retirándose uno a uno para descansar un poco; pero al intempestivo llamamiento militar fueron los primeros en llegar al lado de su jefe, quien les dijo, por toda orden, que tenían dos horas solamente para hacer un recorrido de doce leguas.

La orden se trasmite; pero nadie sabe hacia dónde irá la columna, que sale con rapidez, y tras de cubrir la distancia mencionada, llega a Baeza, cerca de Santa Isabel, poco antes que el tren de pasajeros. Villa ordena a Zapiain que detenga el tren colocándose en medio de la vía con una bandera tricolor; el maquinista obedece la señal y sube a los carros un piquete, que minuciosamente los registra.

Entre los pasajeros viajaba un señor llamado Isaac Herrera, quien había sido presidente municipal de Bachimba. Personalmente, Juan Dosal lo bajó del carro en que viajaba amenazándolo con fusilarlo. Villa había seguido con toda atención la escena, y acercándose al grupo que formaban Silva, Zapiain y Jáuregui, les dijo que se trataba de un enemigo personal de Dosal, su segundo en el mando de la fuerza.

Dosal entregó al señor Herrerá a un grupo de hombres para que lo fusilaran, y Villa dijo con naturalidad:

- Conste que no es mi víctima ni alguien que con su vida pague cuentas conmIgo.

Dosal, sin retirar la orden de fusilamiento, explicó que Herrera había llegado a Las Chepas, en donde burló a una parienta suya, y añadió:

- Al tener el gusto de encontrarlo, me constituyo en su juez y lo sentencio.

Jáuregui fue el único que protestó; pero Villa permaneció silencioso, y mientras se cumplían las órdenes de Dosal el tren siguió siendo objeto de un minucioso registro.

Pablo López hizo que le mostraran cuanto conducía el carro del exprés, y encontrando que con destino al extranjero iban cincuenta barras de plata y diez de oro, bajó prontamente para dar cuenta a su jefe, quien ordenó al maquinista que en el acto se dirigiera a San Andrés de la Sierra. San Andrés estaba ahora guarnecido por sólo cuarenta hombres, quienes recibieron a la columna con un nutrido fuego tan pronto como estuvo al alcance de sus armas, siendo tan certeros 1os disparos que, desde luego, causaron expectación entre los atacantes. Los dispositivos tomados y las voces de mando dadas con toda energía repusieron a la tropa de su sorpresa, y comenzó el ataque sobre las posiciones del enemigo, que se hallaba al mando de los hermanos Murga, a quienes no detuvo ni la superioridad numérica de los revolucionarios ni el valor de éstos, demostrado en acciones recientes, de las que ya se tenían noticias en la comarca.

Ocupando los lugares más convenientes para resistir, se habían aprestado a cobrar muy cara la cuenta con Francisco Villa. Correspondió al grupo de ferroviarios enfrentarse con quienes hacían el más certero fuego, mientras que Silva dinamitaba la casa en que se hallában los hermanos Murga, cerca de la cual se encontraban atrincherados los hermanos Carrera, valientes hasta la locura.

Serían las cinco de la tarde cuando los hermanos Erasmo y Juan Murga, con la mayor parte de sus hombres, se abrieron paso entre los atacantes, que para esa hora tenían no menos de cuarenta muertos y cien heridos.

Todavía se sostuvieron un poco los hermanos Carrera; pero dominada su posición, las fuerzas revolucionarias penetraron a la casa, en la que aparentemente dormían con tranquilidad dos hombres, cerca de quienes se hallaron rifles embalados y gran cantidad de parque, con el cual hubieran ofrecido una resistencia prolongada.

Conducidos a la presencia de Villa, los reconoció inmediatamente y les dijo:

- ¡Caciques Carrera, la voz de su destino los llama!

- Haga usted de nosotros lo que se le antoje -repuso uno de ellos-, pues para morir nacimos.

- ¡Grracias! - fue la contestación de Villa, y ordenó el inmediato fusilamiento.

Pero José Carrera, uno de aquellos hombres que se habían batido como fieras, se desplomó al estar frente al pelotón. Vióse que había fallecido cuando no se daban aún las voces de ejecución, y se le retiró del lugar en el que su hermano recibió la muerte con gran serenidad.


Ocupación de San Nicolás Carretas

Las fuerzas marcharon a Bustillos para dejar en lugar seguro las barras de plata y oro que se habían recogido del tren; de allí siguieron a San Nicolás Carretas. De entre los elementos de mayor confianza, Villa nombró diversas comisiones; a una encargó el cierre de las cantinas; otra visitó las oficinas públicas, y una tercera recibió instrucciones de llamar al profesorado para que dijese cuáles eran las necesidades de los escolares y la manera de satisfacerlas.

Considerando Villa muy alejados de la política a los maestros, les pidió que le señalaran a las personas más caracterizadas del lugar para designar de entre ellas a las autoridades municipales. Al tener el cambio de impresiones con el profesorado, Villa se conmovió, y en un arranque, dijo:

- ¡Quién fuera zapatero de los niños para calzarlos!

Nadie puso en duda la sinceridad del arranque en aquel corazón endurecido por la vida y por la lucha.


Un correo del Sur

Se llevó a la presencia de Villa a un individuo que se decía correo de las fuerzas del Sur. Parecía satisfecho de encontrarse entre aquellos luchadores, a los que miraba con cierta familiaridad no exenta de admiración; pero no había querido dar pormenores de su comisión, sino que manifestó deseos de hablar con el jefe de las fuerzas.

Algunos dudaron. Villa dejó que hablara.

- Soy suriano, señor, de Villa de Ayala -dijo-. Los triunfos de sus armas han despertado en todos nosotros el deseo de conocerlo de cerca. Señor general Villa: ¿sabe usted quién es Otilio E. Montaño?; ¿ha oído usted hablar de Felipe Neri?

- Para mí son pilares de la Revolución -contestó Villa-. ¿De dónde viene usted y cuándo llegó?

- Soy morelense y llegué anoche.

- ¿Y quién es Zapata? - preguntó inquisitivamente Villa, dudando que aquel hombre fuese rebelde suriano.

- Es un hombre de cuna humilde, como usted -repuso el interpelado-, que conoce las tristezas que nos afligen y que está en favor del pueblo humilde.

- ¿Y cómo es Emiliano Zapata? -volvió a preguntar Villa en el mismo tono inquisitivo.

- ¡Hombre por los cuatro costados! - repuso el suriano.

- ¡Que Dios bendiga a Emiliano Zapata! -agregó Villa.

- Sí, señor - dijo el suriano levantando sus ojos iluminados por una oleada de satisfacción.

- Zapata es hermano mío. ¿Y qué dice de mí? -preguntó Villa.

- Que el Sur y el Norte deben darse un abrazo que salvará a la patria.

Pasaron a tratar el asunto que motivaba la presencia del suriano mientras las fuerzas comentaban de diversos modos el suceso, que en todos había despertado el deseo de hablar con el compañero que de tan lejano lugar había llegado.


El combate de Conchos

Tras un ligero descanso, y luego de haber recibido un correo de Manuel Ochoa, la columna salió de San Nicolás hacia Conchos, habiendo pernoctado en La Cruz. Al amanecer se oyeron disparos de la artillería federal en su práctica de tiro, por lo que los revolucionarios decidieron ocultarse. A la media noche ordenó Villa la salida hacia Conchos, a donde llegaron al amanecer, saludados por el fuego de los federales.

Madinaveytia y Santiago Ramírez, con sus ferroviarios, iniciaron una acometida vigorosa; al generalizarse el combate, los revolucionarios se confundieron con los federales al disputarles sus posiciones. Erasmo Jalona, Mariano Tamés, Bernardino Salazar y otros, lograron hacer algunos prisioneros al 23° batallón; pero también cayó prisionero Luis Ocón, a quien los federales dieron muerte a la vista de sus adversarios, acribillándolo a golpes de bayoneta. El hecho enardeció a los villistas, quienes avanzaron decididos hasta los trenes del enemigo, los capturaron y sobrevino la victoria con un saldo de seiscientas bajas para los federales.

Los victoriosos revolucionarios regresaron a La Cruz para procurarse descanso y colocar cruces sobre las tumbas de sus compañeros muertos.


En Santa Rosalia de Camargo

Salió la fuerza villista de La Cruz hacia Santa Rosalía de Camargo, que acababa de tomar Rosalío Hernández. Al saber que se aproximaban fuerzas revolucionarias a cuyo frente iba el general Francisco Villa, la población vistió de gala para recibirlo. Nubes de flores cayeron sobre el jefe y la tropa, mientras que el aplauso estruendoso y las melodías de varias músicas llenaron el ambiente.

Carlos Jáuregui recibió instrucciones de intervenir los bancos y las oficinas públicas, así como para nombrar autoridades municipales de acuerdo con los vecinos, según lo había visto hacer en otras poblaciones.

Disfrutaban todos de la singular acogida de los habitantes de Camargo, cuando se tuvieron informes de que una columna federal iba hacia la plaza. No queriendo Villa esperar al enemigo, pues necesariamente sufriría perjuicios la población, ordenó la inmediata salida de las fuerzas.


El combate de Bustillos

El 13 de junio, cuando por ser el onomástico de Antonio Villa éste pasaba revista a las fuerzas, vió que se aproximaba un tren compuesto de dos locomotoras y veintiocho carros de caja que conducían a las tropas de Mancilla, quien había salido de Madera para atacar a los villistas.

Benito Artalejo y Joaquín Terrazas recibieron de frente al enemigo, haciéndole abandonar el convoy, sobre el cual, y desde un principio, estuvieron haciendo certero fuego las fuerzas acampadas. Victoria sin precedente fue la de Bustillos, pues el enemigo abandonó el tren y tuvo cerca de ochocientas bajas entre muertos, heridos, prisioneros y dispersos, al paso que los revolucionarios sólo anotaron -caso excepcional- la baja del abanderado, al que se dió digna sepultura mientras se recogía el botín quitado al enemigo federal.


LA SEGUNDA TOMA DE TORREON

Porque fue necesario para la concaténación de los hechos, en relación con los que en el sur se estaban desarrollando, hicimos. referencia en el capítulo IX del volumen anterior a la toma de Ciudad Juárez por la División del Norte, a la salida de las fuerzas hacia Tierra Blanca para encontrar a las federales que iban a atacarlas y a la derrota que las últimas sufrieron en ese lugar. Recordemos que la salida del general Villa se debió a la promesa de éste de no combatir en Ciudad Juárez para evitar los perjuicios consiguientes a la vecina población norteamericana de El Paso.

Recordemos también que tras la derrota de Tierra Blanca retrocedieron los federales hasta Chihuahua, que luego abandonaron precipitadamente para cruzar el desierto e ir a alojarse en Ojinaga, en donde, al fin, fueron aniquilados, dejando con este hecho el Estado de Chihuahua en poder del general Villa. Todo lo anterior fue consecuencia de la ocupación de las tres principales ciudades laguneras: Gómez Palacio, Lerdo y Torreón, que Villa no tuvo empeño en retener.


Ruta única para la División del Norte

Ahora bien: estando Chihuahua en poder de la Revolución, sin enemigo a la retaguardia de la ya poderosa División del Norte, mientras el general Obregón, en su rápida campaña, se deslizaba por la costa del Pacífico, era de esperarse que cosa idéntica hiciera el general Pablo González por la costa del Golfo. Por lo tanto, la División del Norte sentía el imperativo de avanzar hacia el sur por la única ruta que se le presentaba, hasta unirse con sus colegas constitucionalistas en la ciudad de México.

No escapaba a la previsión del Ejército Federal la obligada línea de avance del general Villa ni las que seguirían los otros cuerpos del Ejército Constitucionalista. La División del Norte no tenía camino que escoger, sino seguir la vía del Ferrocarril Central. Los otros cuerpos de Ejército sí podían seguir varios derroteros, aun hasta los que sobre la mesa de un gabinete parecieran absurdos, porque las circunstancias podían imponerlos.

Por ejemplo: tratándose del general Obregón, los federales suponían que tras de dominar Colima y Jalisco seguiría por Michoacán, para incorporar a sus fuerzas a los revolucionarios de esa Entidad, como lo estaba haciendo en su trayecto; enlazar con los elementos surianos que operaban en el Estado de México, y amagar la capital desde Toluca.

Por lo que respecta al general Pablo González, quien contaba con valientes y abnegados jefes subalternos, resultaría peligroso de haber tenido la destreza, el arrojo y el espíritu organizador del general Obregón. La empresa era ardua; pero en cualesquiera de los itinerarios en que se le imagine avanzando hacia el sur había elementos revolucionarios que necesitaban ayuda eficaz y una dirección inteligente. Sus movimientos se verían favorecidos por los de la División del Norte, a la que debió ahorrar el esfuerzo y el tiempo invertido después en el aniquilamiento de los federales en el Estado de Coahuila.

Las cosas sucedieron de otro modo y, por fortuna, la División del Norte era el grupo más inquieto y más deseoso de avanzar. Había crecido con rapidez asombrosa, y su propio crecimiento la empujaba a desbordarse cuanto antes de Chihuahua, contando con sobrados elementos y con un jefe endurecido por el sufrimiento, audaz en sus disposiciones y con rasgos geniales de estratego; tenía también jefes subalternos leales, abnegados y resueltos.


Serio problema para los federales

Esa inquietud de la División del Norte era el más serio problema que se presentaba a los federales, a cuya observación no escapó la posibilidad de que hasta pudiera acelerar el avance de los dos cuerpos de Ejército que operaban a los lados. Había, pues, que ofrecer la mayor resistencia, sembrar de escollos el camino, entorpecer la marcha cuanto más se pudiera, pues se dieron cabal cuenta de que si llegaba a Aguascalientes, como eran los no secretos propósitos del general Villa, su División haría los efectos del filo de una cuña con respecto a los cuerpos de Ejército del Noroeste y del Noreste.

Sin duda que los federales supusieron que el segundo de dichos cuerpos de Ejército podía llegar a San Luis Potosí; que el general Obregón, por su parte, y siempre con el empuje que había tenido, podía marchar hacia un punto cercano a Querétaro, que necesariamente ocuparían las tropas federales empujadas por Villa. Querétaro sería entonces la convergencia de las tres columnas constitucionalistas, y por fuertes que fuesen los federales allí reconcentrados la plaza sería atacada por el grueso del Ejército Constitucionalista, mientras que una mayoría de las poblaciones del Distrito Federal sentiría el ataque de las fuerzas surianas, hecho que revestiría importancia moral y militar semejante a la que tuvo la toma de Cuautla en el movimiento maderista.

Siendo este el cuadro que se presentaba al gobierno usurpador, fue natural que se dispusiera a ofrecer toda la resistencia al general Francisco Villa. Veremos cuáles fueron los obstáculos que se le pusieron y cómo los venció; pero antes recordemos al lector los movimientos que Huerta estuvo ordenando para reconcentrar en Torreón al mayor número de las fuerzas de que podía disponer en aquellos momentos.


Hacia Torreón

El 16 de marzo de 1914 -nueve días antes de la toma de Chilpancingo por las fuerzas surianas-, poco después de las seis de la tarde, partió de la estación de Chihuahua un tren que iba a conducir al general Villa hacia las inmediaciones de Torreón. Viajaban en dicho tren el general Felipe Angeles, los estados mayores de ambos jefes, el consejo de guerra y los secretarios del general Villa. Se agregaron al tren varios furgones con armas y parque, así como una sección de ametralladoras y otra de automóviles.

Con anterioridad habían salido de Chihuahua las fuerzas de los generales Maclovio Herrera, Toribio Ortega, Eugenio Aguirre Benavides, Orestes Pereyra, José Rodríguez y Martiniano Servín. Una hora antes de que partiera el tren del general Villa salieron otros conduciendo cañones de diversos calibres, con dos mil seiscientas granadas y la brigada sanitaria, encabezada por el coronel y doctor Adrián Villarreal. Contaba la brigada con numeroso personal de médicos, farmacéuticos, enfermeras y ambulantes, así como con una buena dotación de medicinas e instrumental quirúrgico.

Llegaron los trenes a Santa Rosalía de Camargo a las tres de la mañana del 17 y allí permanecieron esperando al general Villa. Este pasó revista a la brigada de Rosalío Hernández, y seguidamente, todos abordaron los carros que se les tenían destinados.

La estimación que Camargo tenía para el jefe de la División del Norte se manifestó una vez más, pues desde el momento de su arribo se le hizo objeto de cordiales demostraciones hasta el día 18, en que, como a las nueve de la mañana, se le despidió con vítores para él y sus subalternos.


Efectivos para el combate

Al mediodía llegó el convoy de Jiménez, de donde el día anterior habían salido las fuerzas del general Maclovio Herrera. Como a las cuatro y media de la tarde el mismo convoy arribó a Escalón, en donde quedó la brigada sanitaria en espera de instrucciones.

A las seis de la tarde llegó el tren del General en Jefe a la estación de Yermo, donde se encontraban las siguientes fuerzas: la brigada Zaragoza, al mando del general Eugenio Aguirre Benavides, con quien estaba el coronel Raúl Madero, y con un total de mil quinientos hombres; la brigada Benito Juárez, al mando del general Maclovio Herrera, con mil trescientos hombres; la brigada González Ortega, al mando del general Toribio Ortega, con mil doscientos hombres; la brigada Cuauhtémoc, al mando del coronel Trinidad Rodríguez, con cuatrocientos hombres; la brigada Madero, al mando del coronel Máximo García, con cuatrocientos hombres; la brigada Hernández, a las órdenes del general Rosalío Hernández, con seiscientos hombres; la brigada Villa, comandada por el general José Rodríguez, con mil quinientos hombres; una parte de la brigada Juárez, de Durango, al mando del coronel Mestas, con quinientos hombres; la brigada Guadalupe Victoria, a las órdenes del coronel Miguel González, con quinientos hombres. Hasta esos momentos las fuerzas ascendían a siete mil novecientos individuos, a los que hay que agregar los de la artillería, mandada por el general Felipe Angeles, quien tenía como inmediatos subalternos a Martiniano Servín y al coronel Manuel García Santibáñez.


Primeros combates

A las cinco de la mañana del 19 se emprendió la marcha hacia Conejos, adonde llegaron las fuerzas a las cuatro de la tarde, en medio de un aguacero torrencial. A las cinco de la mañana del siguiente día salieron las brigadas Zaragoza, Cuauhtémoc y Guadalupe Victoria, al mando del general Aguirre Benavides, con órdenes de apoderarse de la plaza de Tlahualilo y contribuir después al asedio de Gómez Palacio y Torreón.

Otras fuerzas marcharon sobre Bermejillo, divididas en dos fracciones y siguiendo la vía férrea. Por el centro, y en las avanzadas, iba el general Villa con su Estado Mayor y la escolta del Cuartel General. Ocupó el ala derecha la brigada Morelos, aumentada hasta dos mil combatientes. El general Tomás Urbina, quien se hallaba en Nieves, recibió órdenes de atacar Mapimí, simultáneamente a los ataques de otras fuerzas sobre Tlahualilo y Bermejillo.

Las avanzadas del centro tomaron contacto con el enemigo en Peronal, hacia el mediodía, persiguiendo a ochocientos rurales que estaban en el puesto avanzado, y que en su mayor parte perecieron. Seiscientos rurales que estaban en Bermejillo ofrecieron resistencia, por lo que se entabló un nutrido tiroteo de cierta intensidad, pero de corta duración, que terminó con la salida violenta, casi a la desbandada, de aquella fuerza que se reconcentró en Gómez Palacio.

Los revolucionarios avanzaron hasta la hacienda de Santa Clara y protegieron la reparación de la vía férrea, lo que permitió el avance de los trenes militares.

Mientras se atacaba a Bermejillo, el general Aguirre Benavides hacía otro tanto en Tlahualilo, plaza de la que se apoderó. En la acción, que fue rápida, los revolucionarios tuvieron que lamentar la muerte del coronel Arroyo, segundo en el mando de la brigada Cuauhtémoc, y la del mayor Macedonio Aldama, de la misma corporación.

El general Urbina, a su vez, había avanzado, por Pelayo y La Cadena, hasta Mapimí. Al verse atacado por el centro y sus flancos, el enemigo abandonó precipitadamente Bermejillo para reconcentrarse en Gómez Palacio. El Cuartel General de la División se estableció en Bermejillo, una vez ocupado, y los generales Villa y Angeles acordaron ponerse al habla con el general José Refugio Velasco, quien se hallaba en Torreón, para pedirle la rendición de la plaza. La conferencia telefónica, en nuestro concepto, es digna de ser conocida, por lo que vamos a reproducirla con la mayor fidelidad.


Conferencia telefónica con el general Velasco

Llamó el general Angeles en persona y contestó la llamada el capitán Eguiluz, quien, lleno de asombro, al enterarse del nombre y los deseos de su interlocutor, 10 comunicó así al general Velasco, pasándole el audífono.

- Muy buenas tardes, mi general - dijo Angeles.

- Muy buenas tardes; ¿de dónde me habla usted? - respondió Velasco.

- De Bermejillo, mi general.

- ¿Ya tomaron la plaza?

- Sí, mi general.

- Lo felicito.

- Gracias.

- Y, ¿qué les hicieron?

- Nada. Con el objeto de evitar, hasta donde sea posible, el derramamiento de sangre -dijo el general Angeles entrando al asunto-, creemos cumplir con un deber pidiendo a usted la plaza de Torreón ...

- Un momento - dijo el general Velasco, suspendiendo la conversación para pedir informes a sus subalternos.

A su vez, el general Angeles, creyendo que con esas palabras y la forma brusca de suspender la conferencia trataba su interlocutor de eludir la respuesta, dijo:

- ¿De modo que es inútil toda conversación sobre este asunto?

- Completamente inútil -repuso el general Velasco.

- Es lo que deseaba saber -concluyó el general Angeles.

El general Velasco pasó el audífono al coronel Solórzano, quien, sin ocuparse del asunto fundamental, trató de convencer al general Angeles de que debía deponer su actitud rebelde, por lo que el mencionado general suspendió la conversación.

Un momento después sonó el timbre, y el general Villa, queriendo evitar una contrariedad al general Angeles, se acercó al aparato y entabló el siguiente diálogo con un oficial del Estado Mayor del general Velasco:

- ¿Quién habla? -preguntó el oficial.

- Francisco Villa.

- ¿Es usted Francisco Villa?

- Sí, señor; servidor de usted.

- Allá vamos -dentro de un momento.

- Vengan cuando gusten, señores.

- Bueno; prepárenos cena.

- Yo creo -dijo Villa molesto por la burla del oficial- que no faltará quien les venda de comer.

- ¡Pues allá vamos!

- Pues si no quieren molestarse -respondió Villa-, nosotros iremos allá, porque he andado mucho para encontrarlos y tener el gusto de verlos ...

- ¿Y son muchos?

- No tantos; diez mil muchachos y algo de artillería para que se entretengan un poco.

- Bien, muy bien; pues allá vamos a pegarles hasta debajo de la lengua.

Y soltó una carcajada que exasperó a Villa.

- Usted debe ser un majadero -exclamó, y colgó el audífono.

Inmediatamente se dieron las órdenes terminantes para atacar Gómez Palacio, en donde se hallaba el grueso de las fuerzas federales mandadas por el general Velasco.


Un aniversario glorioso

La División del Norte despertó, íntegramente, con el alegre toque de la diana que le recordaba que ese día era el 21 de marzo, aniversario del natalicio de don Benito Juárez. Intencionadamente se dió especial significación a la fecha, para recordar a las fuerzas una figura excelsa, un símbolo de las luchas del pueblo mexicano por la libertad. Así lo comprendieron los jefes, oficiales y soldados, pues en explosiones de entusiasmo vitorearon al Patricio.

Todo era actividad y entusiasmo en los diversos campamentos. Se presentía uno de los combates más duros; pero no hubo rostros entristecidos, pues hasta allí la División del Norte había ido de victoria en victoria, y aun cuando cada quien pensaba que podía caer en la contienda, todos esperaban hacerlo airosamente. Con el despertar comenzó el ajetreo en los campamentos y dieron principio las labores dd Cuartel General, donde se recibieron los partes de las novedades ocurridas la noche anterior.

Una fracción de la brigada Morelos, con el coronel Borunda a la cabeza, entró a Mapimí; el resto de esa brigada se dirigió al Sur para incorporarse al grueso de la División. Un nuevo parte anunció que las comunicaciones ferroviaria y telegráfica ya estaban expeditas. La primera orden salió del Cuartel General con rapidez: las fuerzas del general Aguirre Benavides debían marchar en el acto para apoderarse de Sacramento y cortar la retirada al enemigo.

Los partes seguían llegando y las órdenes se multiplicaban. La brigada Morelos recibió la de permanecer a la retaguardia de la columna del centro. Sacramento fue atacado; pero los federales recibieron refuerzos de San Pedro de las Colonias. Transcurrió todo el día en ese combate,. pues el enemigo sabía muy bien lo que representaba la pérdida de la plaza. El último parte comunicó que a las diez de la noche se peleaba reñidamente. La artillería del general Angeles no había podido llegar hasta el punto en el que debía ser emplazada; las bombas de mano hechas con dinamita no habían dado los efectos esperados, porque las cápsulas estaban húmedas.

No obstante los contratiempos, el enemigo se hallaba reducido al templo y a la casa principal de la hacienda. En vista de la prolongación de la lucha se ordenó la salida inmediata del general Rosalío Hernández, quien partió a las once de la noche.


Hacia Gómez Palacio

En la madrugada del 22, la columna del centro avanzó hacia Gómez Palacio con órdenes de hacer cuanto antes el recorrido de treinta y siete kilómetros que la separaban de su objetivo. El general Villa alcanzaría a esa columna; pero permaneció en Bermejillo hasta las once de la mañana, hora en que llegó, procedente de Sacramento, el coronel Trinidad Rodríguez, con dos heridas en el tronco. Mientras se le atendía, informó que el enemigo que se hallaba en Sacramento estaba ya derrotado, a pesar de haber recibido nuevos refuerzos de San Pedro y de Torreón, y fue portador de una noticia que a todos entusiasmó: la rendición de varios escuadrones federales, que se pasaron a las filas revolucionarias con las municiones que se les habían dado para el combate.

La alegría se tornó muy luego en tristeza con la llegada del coronel Máximo García, jefe de la brigada Madero, quien presentaba dos heridas en el vientre.


Hacia el objetivo

De los quince trenes que ocupaba la División, se hizo descender a quinientos hombres, con los cuales se organizaron tres batallones; dos de éstos tomaron acomodo en el tren del general Villa, a las órdenes de los mayores Antonio Sanromán y Carlos Ugartechea. Concentradas las fuerzas en Santa Clara se dispuso el avance y, al ejecutarse con exactitpd lo ordenado, presentaron un espectáculo imponente: el ala derecha, formada por las brigadas González Ortega y Benito Juárez, se desplegó en línea de tiradores en una extensión de cinco kilómetros; el ala izquierda, compuesta por las brigadas Villa, Guadalupe Victoria y parte de la Benito Juárez, ocupó igual extensión, mientras que en el centro se hallaba la artillería con el general Angeles y dos batallones de infantería mandados por Santiago Ramírez.

La consigna fue avanzar en la forma en que se hallaban las fuerzas, y cuando sólo faltaran cuatro kilómetros para llegar a Gómez Palacio, echar pie a tierra, encadenar la caballada, para que mientras la artillería bombardeaba las posiciones enemigas, avanzaran las fuerzas protegidas por el fuego de aquélla.

No todo podía salir exactamente como se había pensado. La marcha se hizo difícil y lenta, por lo que el enemigo abrió, con tiros ocultos, el fuego de sus cañones. El saludo del campo federal enardeció a las fuerzas revolucionarias, de las que brotaron gritos que entusiasmaban a los soldados, quienes primero al trote, luego al galope, y finalmente a carrera tendida, se lanzaron a un formidable asalto que no detuvo el fuego de ráfaga de la artillería federal, que ocasionó, como es de suponer, fuertes bajas en los atacantes, inclusive en el Estado Mayor de la División. Para dar una idea, baste decir que en los primeros momentos del combate hubo como sesenta muertos y doscientos heridos.

El resultado del asalto fue que se apoderaron los atacantes de los suburbios de la plaza, en donde se entabló un combate a cada momento más reñido, pues los federales defendieron con valor sus posiciones. La lucha fue arreciando a medida que pasaba el tiempo y se hizo impetuosa al caer la noche, durante la cual se combatió dentro de la ciudad, con alternativas para los adversarios.

Un cañón emplazado en el cerro de La Pila, al que los federales llamaban La Trinchera, hacía fuego certero sobre la plaza, en la parte ocupada por los revolucionarios. Quienes más sufrían el castigo eran las fuerzas del general Maclovio Herrera. Como este general estuviera en los lugares de mayor peligro para alentar a sus fuerzas, varios oficiales de su estado mayor cayeron muertos y todos recibieron heridas.

Una granada partió materialmente en dos al caballo que montaba el general Herrera; pero con asombro y satisfacción sus subalternos vieron que nada habia ocurrido al valeroso jefe.


Caída de Ciudad Lerdo

Al amanecer del 23 quedaron emplazados los cañones al mando inmediato del coronel Servín, así como una batería en la falda del cerro de San Ignacio, mandada por el coronel Santibáñez. El general Angeles, por su parte, se encargó de una tercera batería que se hallaba en el flanco izquierdo, entre la estación de Vergel y Gómez Palacio. Al abrir el fuego se notó que las piezas dirigidas por el general Angeles hacían visibles daños al enemigo.

A las siete de la mañana se transmitieron órdenes al general Herrera para atacar Ciudad Lerdo, por lo que sus fuerzas comenzaron a movilizarse. Una hora más tarde, los cañones del coronel Santibáñez bombardearon parte de Gómez Palacio, mientras que el general Villa con su escolta protegió la artillería, siguiendo con atención los movimientos de una locomotora que se encontraba en el patio de la estación de esa ciudad.

Poco después el general Herrera se precipitó sobre Lerdo; pero al darse cuenta el general Villa de que el primero iba a ser flanqueado y quizá envuelto por el enemigo, así como que el movimiento ponía en peligro la artillería revolucionaria, acometió a los flanqueadores con una violenta carga de su escolta, que hizo retirarse a los federales en completa dispersión.

Cesó el fuego en Ciudad Lerdo y el general Herrera tomó importantes posiciones. Se supo entonces que entre las bajas habidas por la carga del general Villa estaba la del general federal irregular Federico Reyna. Transcurrió todo el día sin incidentes notables; pero a las nueve de la noche, el ala derecha de los atacantes arremetió vigorosamente y se posesionó de la plaza.


Furioso ataque a Gómez Palacio

El día 24, al rendir personalmente el parte de sus operaciones de la noche, recibió el general Herrera la orden de comunicar a su tropa que a las tres de la tarde cooperara con las brigadas Morelos y Villa en las maniobras del ala derecha. Durante la mañana se entretuvieron los federales en hacer fuego sobre las posiciones revolucionarias, con beneplácito de éstas, pues no recibieron daño alguno.

Preparando las maniobras que se iban a llevar a cabo, los generales Calixto Contreras y Severino Ceniceros recibieron órdenes para movilizarse de Pedriceña a Avilés; el general Robles las recibió para trasladarse de Picardía a La Perla, y el general Mariano Arrieta, de Santiago al campamento del Cuartel General, a efecto de que todas las fuerzas fueran municionadas convenientemente, dada la participación que debían tomar en próximo combate. El general Robles se hallaba en Durango; mas al tener informes de que la División se había acercado a Gómez Palacio dispuso la inmediata salida de sus fuerzas para entrar en acción.

El día 23 se utilizó en ultimar los preparativos para el asalto que iba a darse durante la noche. A las tres de la tarde salieron las fuerzas a sus respectivos campamentos, y una hora después se oyó el primer cañonazo, con el cual principió un duelo de artillería que duró hasta las siete de la noche. En ese duelo, El Niño logró hacer tres blancos en una de las posiciones federales del cerro de La Pila.

A las cinco de la tarde llegó el general Urbina con seiscientos hombres; al obscurecer se presentó el general Ceniceros con doscientos dragones, diciendo que el general Contreras atacaría por Ciudad Lerdo. Inmediatamente después se destacó al general Urbina hacia el ala derecha, en la que estaban los generales Rodríguez y Herrera; entonces, dicha ala atacó vigorosamente el cerro de La Pila, arrebatando al enemigo dos de las cinco posiciones que tenía. El extremo de esa ala se apoderó de la parte comprendida entre Gómez Palacio y Lerdo, e hizo huir al enemigo, que se refugió en la primera de las plazas mencionadas.

Las brigadas González Ortega y Guadalupe Victoria, que estaban en el centro con un efectivo de dos mil cuatrocientos hombres, se batieron bizarramente; mas, por desgracia, el asalto no pudo realizarse porque el ala izquierda, formada por las brigadas Hernández y Zaragoza, tuvo que avanzar con lentitud para no perder el contacto y no entró en acción hasta la una de la mañana. Esta circunstancia hizo que, al lanzarse al asalto, las fuerzas de la derecha no pudieran secundarla eficazmente porque se encontraban muy fatigadas, pues habían combatido desde la entrada de la noche.


Arrojos temerarios

Digno de llamar la atención fue el movimiento de la artillería al recorrer un gran arco frente al cerro de La Pila. Imponente y aterrador fue el asalto al mencionado cerro, que dió principio poco antes de las nueve de la noche. Apenas se había iniciado cuando ya eran ensordecedores el tableteo de las ametralladoras, los disparos de fusilería y el estampido de los cañones. Dominando la llanura las voces de aquellas bocas ígneas, iban a perderse muy lejos de la zona del combate, mientras la luz rojiza de los disparos iluminaba el campo de batalla.

Sin hipérbole puede afirmarse que mientras duró el asalto no dominó la obscuridad un solo instante, pues el disputado cerro se veía iluminado por los continuos fogonazos de ambos bandos. La fuerza asaltante avanzó arrolladora: primero, en la llanura; luego, en la falda, y llegó a la cima sin que el fuego impetuoso y desesperado de los federales bastara para contener el avance.

Una hora exacta hacía que se inició el asalto, cuando los villistas coronaron la eminencia, y si durante la ascensión se habían ejecutado actos de valor por ambas partes, esos actos traspasaban el límite de lo creíble cuando las fuerzas revolucionarias estuvieron en la cima. Llegan al pie de las fortificaciones, detrás de las cuales se defienden bravíamente los federales; caen algunos de los asaltantes; pero quienes los siguen introducen las bocas de sus armas por las aspilleras y hacen fuego hacia el interior, desde donde se les corresponde. ¡El mismo parapeto sirve a ambos contendientes!

Pero el asombro no tiene límites cuando se ve a Rafael Castro meter la mano por una aspillera, asir el quemante cañón de un fusil, arrebatarlo con furia y dejar inerme a su adversario.

Dentro de una fortificación, certeramente cañoneada poco antes, se habían refugiado once soldados y un oficial, a quienes no les fue posible seguir a sus camaradas al abandonar sus posiciones. Uno a uno, los soldados fueron cayendo a manos de los asaltantes, quienes iban encontrando mayor resistencia cuanto menor era el número de los que con vida quedaban. El oficial, viendo caer al último soldado, fingió estar herido y se desplomó, para escapar así de la muerte. Los revolucionarios dieron por terminado su objetivo y se retiraron de aquel lugar para seguir combatiendo con otros grupos. Entonces, el astuto oficial se puso de pie y huyó. Momentos después le hubiera sido imposible hacerlo, porque una distancia que no hubiera podido cruzar ileso le habría separado de sus camaradas que se alejaban.

En ese asalto perdió la vida el llamado Centauro de la caballería federal, el general Ricardo Peña, y salió herido el general federal Eduardo Ocaranza.


Caída de Gómez Palacio

El 26, las fuerzas revolucionarias ocupaban un área como de dos leguas cuadradas y reinaba entusiasmo por el triunfo obtenido. El día transcurrió sin incidentes, y al llegar la noche se vivaqueaba con tranquilidad; las tropas se procuraban descanso, y con el toque de silencio se fue esfumando la preocupación del día. ¿Qué sucederá mañana?, pues hoy, Gómez Palacio, el Cuartel General de la División del Nazas, había caído y los federales se reconcentraban en Torreón.

A las siete de la mañana del 27 el general en jefe abandonó su campamento, establecido en las goteras de Gómez Palacio, para disponer que los trenes avanzaran; mas al llegar a la estación, como a eso de las nueve, se detuvieron por encontrar volcadas tres locomotoras; una de ellas, perteneciente a las fuerzas villistas, que había sido blanco de un disparo de la artillería federal; las otras dos se encontraron así porque el enemigo quiso retardar e! paso de los trenes revolucionarios.


Un hallazgo valioso

Un soldado de la brigada Zaragoza se acercó al corone! Raúl Madero para preguntarle:

- ¿Le sirve a usted esto, mi coronel?

Era un plano que había encontrado entre los muchos objetos que los federales dejaron en su huída de Gómez Palacio. El coronel Madero lo tomó, lo examinó con curiosidad primero, luego con atención, después con asombro. Era el proyecto de defensa de Torreón dibujado por el Estado Mayor del general Refugio Velasco.

Estudiado por el general Angeles, encontró que las posiciones marcadas coincidían con las que en el terreno había podido observar. La alegría no tuvo límites, pues en las manos de los técnicos de la División del Norte estaba el más valioso documento que traería grandes beneficios para las maniobras.


Villa pide la plaza de Torreón

Mientras el plano se estudiaba con detenimiento, el hallazgo fue objeto de acalorados comentarios, pues no faltó quien supusiera que intencionalmente se daban a los villistas datos opuestos a la realidad. Durante la comida, el general Villa decidió pedir al general Velasco la plaza de Torreón, por lo que Angeles redactó la nota diciendo que desde Bermejillo, y con objeto de evitar derramamiento de sangre, se había solicitadó lo mismo y que ahora, por hallarse Lerdo y Gómez Palacio en poder de los revolucionarios, estaban demostrando su brío y empuje. La nota llevó la fecha del 27 de marzo de 1914 y la firma del general Villa.

Pensándose en el mejor conducto para que el pliego llegara a poder del general Velasco, y, sobre todo, que se pusiera de manifiesto el procedimiento revolucionario, se creyó conveniente solicitar la intervención del vicecónsul inglés, Mr. H. Cunnard Cummis, cuyos sentimientos humanitarios se excitaron.

Los combates y el ánimo de la tropa hacían suponer fundadamente que la caída de Torreón era inevitable, por lo que resultaba muy puesto en razón pensar en el ahorro de vidas y en evitar perjuicios a la población civil, entre la que había no pocos extranjeros. Quizá por esto último el vicecónsul oyó con agrado la petición y accedió a ser portador de la nota, lo cual tuvo gran importancia para las fuerzas revolucionarias.

El día 28, durante la mañana, los federales cañonearon a Gómez Palacio desde Torreón, sin conseguir resultados prácticos, por lo que la artillería revolucionaria permaneció muda. Al mediodía, el general Villa tuvo una junta con los jefes de sus brigadas para oír sus opiniones sobre el plan de ataque, pues a esa hora el vicecónsul inglés no había regresado, y aun cuando desde un principio no se cifraron muchas esperanzas, las que había se fueron perdiendo con la tardanza del funcionario.

Después de la junta, el general Angeles salió a practicar un reconocimiento. El general Villa inspeccionó a las fuerzas que iban a entrar en acción y determinó dejar como reserva a las brigadas Villa, González Ortega y Madero. Considerándose necesario que todas las fuerzas tomaran la colocación acordada en la junta, desfilaron a sus posiciones; pero al ser notado el movimiento el enemigo abrió un nutrido fuego de fusilería, que no fue contestado porque se tenían instrucciones en ese sentido y porque, además, se desataron fuertes rachas de viento que al elevar densas nubes de polvo favorecieron la maniobra.


Se inicia el combate

A las seis de la tarde, habiendo regresado el general Angeles de su recorrido y emplazada ya su artillería, comenzó a bombardear las posiciones enemigas. Una hora más tarde salió el general Villa con sus ayudantes hacia las posiciones de sus fuerzas frente a Torreón para dirigir personalmente, según su costumbre, las maniobras que iban a emprenderse. Poco después se notó un gran incendio en la ciudad y se creyó que los federales quemaban su parque e impedimenta; pero se supo después que se debía a los efectos causados por las piezas de artillería.

Las horas avanzaban, y con ellas el momento de entrar en acción. Cerca de las diez de la noche se oyó un tiroteo por el flanco izquierdo, por el lugar en que estaba la Compañía Metalúrgica; pero cesó a los pocos momentos y el enemigo cañoneó el edificio de la Compañía Jabonera de Gómez Palacio. Las fuerzas de reserva se acercaron a la línea de fuego. A eso de las diez, los disparos de fusilería se dejaron oír por la salida de El Huarache. A las once de la noche se combatió por el río, frente a Gómez Palacio, y el cañoneo, que iba en aumento, era formidable en esos momentos. Poco después callaron el centro y el ala derecha, lo que hizo suponer que los revolucionarios habían tomado algunas posiciones.

Así transcurrió el tiempo hasta las tres de la mañana, en que comenzaron a aparecer grandes luminarias, indicadoras de que los villistas habían ocupado posiciones; no obstante, el fuego se sostuvo con intensidad hasta el amanecer.

Durante el día se hizo menos intenso el ataque; pero cayeron algunas posiciones, Santa Rosa y Calabaza entre ellas. Los disparos indirectos, hechos por Servía, Saavedra y Jurado, limitaron el fuego del enemigo. La artillería estuvo acertadísima; casi todos sus disparos fueron verdaderos triunfos de cálculo, pues desmontaron piezas del enemigo. Mientras los sirvientes disparaban, los oficiales escudriñaban el campo y eran frecuentes las exclamaciones de júbilo, pues los efectos de la artillería y del combate en general se hacían clarísimos e inclinaban a pensar que se estaba a un paso del triunfo.


Gestiones del vicecónsul inglés

A la una de la tarde del día 30 llegó al Cuartel General un propio llevando una carta del vicecónsul inglés para su colega norteamericano Mr. George Carothers, quien, además de sus funciones consulares, tenía las de agente confidencial del gobierno de su país cerca del general Francisco Villa.

Decía el remitente que en la noche anterior había enviado otra carta por conducto de un mensajero con bandera blanca y que en contestación se le mandó una escolta; pero que al tratar de salir de Torreón, y quizá por la obscuridad, no se vió la bandera, y por ello algunos de los atacantes de la plaza hicieron fuego, que obligó al enviado a regresar. Confirmaba lo que en dicha carta había expresado: que el vicecónsul norteamericano se acercara al general Villa para solicitar el envío de una comisión que no pasara de tres personas y que, a ser posible, llegaran en automóvil, desplegando una bandera blanca y otra inglesa, en la inteligencia de que la comisión sería absolutamente respetada por los federales.

Pedía que el general Villa ordenara a sus tropas la cesación del fuego desde que el automóvil se aproximara a Torreón hasta su regreso, pues en virtud de los propósitos de dicho general y de la conferencia con él tenida el día 27 era necesaria la celebración de una nueva, ya de acuerdo con el general Velasco. Insistía sobre la conveniencia de suspender el fuego y los movimientos por ambas partes mientras cumplía su misión.

Puso en conocimiento de su colega la estancia de extranjeros refugiados en el edificio del Banco de la Laguna, en el Banco Alemán de los señores Buchanan y Compañía, así como, en las casas de los señores Carr y Vitorero, y añadió que todos se hallaban en buenas condiciones.

Habiendo aceptado el general Villa las proposiciones del vicecónsul británico, a las dos de la tarde salieron hacia Torreón el coronel Roque González Garza y el mayor Enrique Santos Coy, a bordo de un automóvil con las insignias convenidas y acompañados del vicecónsul Carothers. Cuando el vehículo partió y fue visto por los revolucionarios, suspendieron éstos el fuego, acatando las órdenes que rápidamente se les habían dado; pero no hicieron lo mismo los federales, lo cual causó extrañeza primero y luego indignación.

Los comisionados llegaron hasta la margen derecha del Nazas; pero las avanzadas federales detuvieron el vehículo en que aquéllos iban y pretendían desarmarlos. Un oficial que se acercó les dijo que el vicecónsul los esperaba más adelante; insistió en desarmarlos y vendarlos, pero no lo consiguió. Como estaban, llegaron a la presencia del general Velasco, en cuya compañía se encontraba el funcionario inglés.

Después de las presentaciones de rigor hubo una discusión, pues el general Velasco se empeñó en que los jefes villistas sólo formaban una escolta a la que generosamente se había permitido ir por el vicecónsul; los afectados hicieron ver que constituían una comisión cuyo objeto era distinto; péro como el funcionario inglés ya había recibido las impresiones del general Velasco, se retiraron todos para regresar a los campamentos revolucionarios. Los comisionados se dieron cuenta del estado lastimoso de los federales en Torreón.

Ya en el campo revolucionario, Mr. Cummis puso en conocimiento del general Villa la proposición del general Velasco, quien deseaba pactar un armisticio de cuarenta y ocho horas para atender a los heridos y enterrar a los muertos. No fue aceptada la proposición, porque las fuerzas revolucionarias no estaban en las mismas condiciones que las federales; los heridos graves eran enviados a Chihuahua, y los demás eran atendidos en el campamento por la brigada sanitaria. Un armisticio, sin otro objeto que el indicado, sólo podía beneficiar al enemigo.

El general Villa propuso, a su vez, que las fuerzas federales se rindieran, comprometiéndose a respetar las vidas de los generales, jefes y oficiales, a quienes se trasladaría a Chihuahua, en donde quedarían cómodamente alojados. En cuanto a la tropa; se le dejaría inmediatamente en plena libertad. Naturalmente que no fue aceptada la proposición por el general Velasco.


Salida de los federales

Transcurrieron la noche del 30 y todo el 31 de marzo sin incidentes, salvo los duelos de artillería, un tanto desmayados. Había extraordinaria inquietud, sintomática de lo que se estaba preparando, pues ambos contendientes se aprestaban a desarrollar sus respectivos planes, si bien los villistas iban a acometer y los federales a salir de la plaza.

El 1° de abril, entre dos y tres de la mañana, el Batallón de la Muerte se lanzó al ataque de varias posiciones con bombas de mano y desalojó a los huertistas de algunas trincheras. Mientras tanto, llegaron informes al Cuartel General acerca de que un grupo considerable del enemigo pretendía salir por la cuesta de La Fortuna, el mismo punto del que salieron las fuerzas del general Ojero en 1911, cuando Torreón fue ocupado por los revolucionarios maderistas.

Cuando parecía que todo marchaba sin contratiempos hacia la victoria; cuando el ánimo de las fuerzas villistas era excelente y estaban dispuestas a todos los esfuerzos para asir un nuevo laurel, una noticia desconsoladora se esparció entre la tropa: habían caído muertos el Laza-ametralladoras, Benito Artalejo, Pablo Mendoza y Virginio Carrillo, todos ellos queridos y respetados por los componentes de la División, testigos de sus escalofriantes actos de valor.

Sucedió entonces algo sorprendente, inusitado: enmudecieron las bocas de fuego, como si quienes las manejaban quisieran, deliberadamente, durante un fugaz minuto de póstumo homenaje, concentrar su pensamiento en los desaparecidos. Después, el recuerdo de aquellos valientes enardeció los ánimos, la lucha se hizo más intensa y parecía que el fragor del combate fuera otro homenaje al valor de los extintos.

Se combatió toda la noche. Despuntó el día 2 y se iniciaron combates cuerpo a cuerpo, en los que cada bando reclamaba para sí la victoria. Hacia la una de la tarde, la columna del centro cargó fuertemente y se entabló un tiroteo que a intervalos dominaba las explosiones de las bombas de mano, que causaban estragos en los parapetos enemigos.

Algunos corresponsales de la prensa extranjera, en compañía del vicecónsul norteamericano, Mr. Carothers, acudieron al general Villa en solicitud de informes después de haber presenciado diversas fases del combate. El sentir de todos los periodistas era unánime sobre la ya cercana caída de Torreón.

Llegó la noche. El combate había ido debilitándose gradualmente tras una fase ardorosa, y gracias a esta circunstancia pudo percibirse que en las afueras de Torreón se estaban haciendo movimientos de retirada por los federales; pero los villistas habían recibido órdenes de permanecer en sus posiciones, a la expectativa, sin atacar.

A eso de las diez, el mayor Gaytán, acompañado de otros jefes, informó personalmente que los federales habían evacuado Torreón. Nadie sabía el camino que el enemigo había tomado, al amparo de la obscuridad; pero, en general, estaban todos de acuerdo en que la salida se había hecho por el rumbo de Mieleras.

La noticia se propaló hasta Lerdo y Gómez Palacio; pero, ¡cosa extraña!, no causó alegría, porque las fuerzas revolucionarias tenían vehementes deseos de aniquilar al enemigo en aquella magnífica oportunidad. El general Villa era el primero en desear el aniquilamiento; pero la caída de Torreón significaba una gran victoria y por ello dió personalmente la noticia a los corresponsales de prensa. Al saber éstos el final, ya esperado, dieron sus parabienes al jefe de la División y efusivamente le estrecharon la mano.


En Torreón

A las ocho de la mañana del día 3 de abril comenzaron a entrar en la plaza las fuerzas de los generales Herrera, Pereyra, Aguirre Benavides, Urbina y Rodríguez, así como las de los coroneles Madero y Almeida. A las diez, el general Villa hizo su entrada acompañado de su Estado Mayor y aclamado por el pueblo. con algunos intervalos, el desfile continuó hasta las doce, en que cruzó por las calles la artillería, a cuyo frente iba el general Felipe Angeles, quien fue también aclamado; pero desde que las fuerzas comenzaron a llegar estaba ya funcionando la comisión nombrada para atender los servicios; numerosas faginas se ocupaban de dar sepultura a los muertos, que encontraron hacinados en los cuarteles, en los hospitales y en algunas calles.

En los edificios del Banco de la Laguna y del Casino de Torreón, en donde los federales habían instalado puestos de socorro, estaban unos cartelones que, refiriéndose a los heridos, tenían esta inscripción:

Quedan bajo la protección de las fuerzas constitucionalistas del general Villa y de los cónsules extranjeros.

Así se desprendieron los federales de sus heridos para que no entorpecieran la marcha. En cambio, llevaron consigo a todos los vecinos acaudalados de la ciudad. Hubo más: posteriormente se comprobó que a muchos de los soldados heridos no se les había prestado atención alguna.


Conferencia Villa-Carranza

A la una de la tarde el general Villa tuvo una prolongada conferencia telegráfica con el Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, a quien informó pormenorizadamente de la batalla; pero el señor Carranza estuvo frío.

Esta actitud produjo extraordinaria contrariedad en el jefe de la División del Norte y fue comentada con amargura por quienes conocieron la causa. El señor Carranza no había ordenado al general Villa que atacara Torreon.

Al terminar la conferencia, el general Villa encontró a un grupo de oficiales conversando con los vicecónsules. Ordenó a uno de aquéllos que dijera en su lengua a los funcionarios que la próxima batalla se libraría en Zacatecas y después se verían todos en la ciudad de México.

Recibió nuevas felicitaciones y se retiró a su alojamiento, no queriendo que sus ayudantes lo siguieran, pues dijo que tenía necesidad de estar absolutamente solo unos instantes. Buscaba, tal vez, la soledad para arrancarse la saeta que llevaba prendida en lo más vivo de sus sentimientos.

Y con ese incidente quedó epilogada la batalla de once días, durante los cuales se pusieron de manifiesto el empuje y la disciplina de las fuerzas villistas, la pericia de sus jefes y el valor de todos.

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