Índice de Emiliano Zapata y el agrarismo en México del General Gildardo MagañaTOMO III - Capítulo VIII - El ataque a HuautlaTOMO III - Capítulo X - Cómo pensaba Emiliano Zapata hace treinta añosBiblioteca Virtual Antorcha

EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO

General Gildardo Magaña
Colaboración del Profesor Carlos Pérez Guerrero

TOMO III

CAPÍTULO IX

ALGUNOS ACTOS DEL HUERTISMO


Dejemos un poco los campos de la lucha armada, para ver algo de lo que estaba aconteciendo en las esferas gubernamentales y el giro que la política huertiana estaba tomando.


Situación de Huerta

A Victoriano Huerta debió presentarse clarísima su situación: habiendo llegado a la Presidencia chorreando sangre, no podía contar con el apoyo del pueblo; el cuartelazo de la Ciudadela, que le había servido para alcanzar lo que soñaba, fue francamente restaurador y sus líderes le exigían el cumplimiento de lo pactado. Una restauración, sin embargo, era imposible, pues a ella se oponía la opinión general. Es cierto que por muchos se deseaba; pero sólo por las clases acomodadas y por los favorecidos del porfirismo, pues la inmensa mayoría del país anhelaba una renovación. Precisamente por ese anhelo había recibido el señor Madero un apoyo decidido, no porque fuera el señor Madero, sino porque en un momento encarnó las esperanzas y aspiraciones del pueblo; si la popularidad de este señor había ido menguando, ello no significó el deseo de una regresión, sino que fue la resultante de errores, de debilidades, de contemplaciones con la reacción que detuvieron la rápida implantación de las reformas que se esperaban.

Huerta veía que el pueblo engrosaba cada día más las formidables filas revolucionarias; que los directores del cuartelazo de la Ciudadela eran una petición viviente de lo que a sus intereses convenía; que los porfiristas rezagados no tardarían en ver que no era Huerta el hombre que necesitaban y que pensarían en otro hombre y en otros procedimientos; que no podía refugiarse en el grupo de los decepcionados del maderismo, porque ese grupo pensaba de muy diverso modo y además lo había llenado de horror el sacrificio del señor Madero.

En esas condiciones, y estando en el Poder, que según sus propias palabras en nuestro país no se entrega, sino que se toma, su único pensamiento consistía en conservarse en la altura, y para tal cosa le servía de pretexto la Revolución. Por eso había dicho que haría la paz cueste lo que cueste, pues mientras la paz no estuviera hecha, se justificaría su presencia en el Supremo Poder Ejecutivo de la Nación.

Mas para sostenerse necesitaba un apoyo interior, otro exterior y deshacerse de los estorbos que se le presentaban en su política. El apoyo interior era el Ejército; pero dentro de esta institución había hombres tan ambiciosos como Huerta y éste les había demostrado que era fácil satisfacer sus ambiciones con la deslealtad y el crimen. Convenía, por tanto, entretenerlos con un miraje que apartara sus ojos de la Presidencia, y para esto creó los grados de general de cuerpo de ejército y general de ejército, extendiendo así el campo de los ascensos para los divisionarios y presentando un vasto horizonte para quienes no lo fueran.


Militarización de la sociedad

Creadas esas jerarquías, contenidas de ese modo las ambiciones de altos jefes y asegurada temporalmente la lealtad del Ejército, procedió a su organización. Con febril rapidez se ocupó de esta labor; pero encontró en su propia creación a un enemigo formidable. Vió que no era el Ejército en donde podía encontrar todo el apoyo que necesitaba, sino en la organización militar funcionalmente. Militarizó entonces a las escuelas universitarias y a las de segunda enseñanza, a los empleados públicos, a los particulares, a los obreros y a todo organismo de donde fuese posible sacar hombres para el combate. No escaparon los hacendados, pues explotando los temores que tenían, los autorizó para formar cuerpos de voluntarios que se destinaban a defender los intereses de sus patronos; pero que nada impediría que en un momento dado se utilizaran en otro objeto, como llegó a suceder.

No pudo ordenar que los empleados particulares formaran desde luego batallones; pero se apeló al procedimiento hipócrita de hablarles en nombre de la Patria y les pidió que dedicaran dos horas diarias a la instrucción militar -necesaria en caso de invasión extranjera, dijo-; mas como ese caso no era inminente, es clarísimo que las intenciones fueron las de ir docilitando a quienes en un momento dado podían servirle para su defensa. Cuando los creyó suficientemente preparados para el objeto, dispuso -el 30 de agosto- que se presentaran en los llanos de San Salvador el Seco, para organizar el batallón de la banca, cuyo objeto sería defender la ciudad en caso de invasión extranjera, mientras los batallones del comercio y de la industria se formaban en otros campos.

La militarización provocó protestas; pero se llevó a cabo. Los estudiantes de la Escuela de Jurisprudencia externaron el día 12 de agosto sus intenciones de abandonar las aulas antes de aceptar la militarización que ya estaba implantada en la Escuela Nacional Preparatoria.

Por aquellos días, el señor don Zeferino Domínguez presentó a la Secretaría de Guerra un proyecto sobre el servicio militar agrario, que fue turnado a una comisión para su dictamen, y si no se llevó a la práctica, fue porque no cuadraba bien con los propósitos del usurpador, pues los campesinos fueron sus naturales enemigos y no convenía poner en sus manos las armas que podían volverse en contra de quien las proporcionaba.


Gestiones para el reconocimiento

Deseaba Huerta que su gobierno fuera reconocido por el de los Estados Unidos, para colocarse en un plano de superioridad con respecto a la Revolución.

Para conseguir el reconocimiento hizo el usurpador diversas gestiones que fallaron, pues el Presidente Wilson siguió una línea severa de conducta, aunque algunos de sus actos fueron de franca simpatía para la Revolución.

De otros países sí obtuvo el reconocimiento, y cada vez que en el Ministerio de Relaciones se recibían las cartas autógrafas de los Jefes de Estado, se daban íntegras a la publicidad en el idioma en que estaban escritas y la correspondiente versión española acompañada de los comentarios que pregonaban los triunfos de la diplomacia huertiana. Quien más empeño tomó en que Huerta fuera reconocido por los Estados Unidos, fue el Embajador Henry Lane Wilson, pues necesitaba justificar su alianza con Huerta, la indebida participación que había tomado en los acontecimientos de febrero y el asesinato del señor Madero. Llamado por su gobierno, los corifeos de Huerta lanzaron las más estúpidas versiones, y entre ellas, la de que el llamado constituía el paso definitivo para el reconocimiento. Con tanta insistencia se habló de ello, que el Secretario de Estado, Mr. Tumulty, se vió precisado a hacer declaraciones oficiales que fueron entregadas a la Prensa Asociada el 21 de julio y en ellas se dice:

El Presidente Woodrow Wilson no ha externado su opinión sobre el gobierno del general Huerta o su estabilidad, así como tampoco ha manifestado sus intenciones respecto a su reconocimiento.

Mas a pesar de esas declaraciones que diplomáticamente son terminantes, Mr. Lane Wilson hizo las suyas, manifestándose francamente partidario de que se prestara apoyo a Huerta porque -dijo- domina la situación más que ningún otro, Junto a esas declaraciones que se publicaron en México el 31 de julio, aparecieron otras del diputado Tomás Braniff, en las que, airado, desmiente la noticia de que su hermano fuera representante de los revolucionarios, pues desinteresadamente se encontraba en los Estados Unidos trabajando por el reconocimiento de Huerta, por considerarlo patriótico.

El 12 de agosto, el usurpador envió un cablegrama al Embajador Henry Lane Wilson, en el que le dice:

La República Mexicana, por mi conducto, le da las gracias por la justicia con que se ha servido usted expresarse del gobierno de la misma.

Victoriano Huerta.

No tardó la contestación, que fue la siguiente:

Agradezco a usted sinceramente sus bondades para conmigo, en nombre de la nación mexicana, por aquello que usted considera una justa descripción de la siroación de México. Ardientemente espero .y creo que sus sabios consejos prevalecerán y que se alcanzará en un futuro próximo una conclusión compatible con la dignidad de ambos países.

H. L. Wilson.

Pero jamás se obtuvo el reconocimiento, y el Embajador, digno par de Victoriano Huerta, fue retirado.


Los estorbos

Deshacerse de los estorbos que se presentaban en su política era el tercer punto lógico del programa de Huerta. Constituían esos estorbos, por una parte, el Congreso de la Unión; por otra, sus cómplices, o mejor dicho, los peldaños que había pisado para subir al Poder. El Congreso presentaba un verdadero problema por su extracción popular y porque frente a sí tenía el muro de la ley; pero ni una ni otra cosas fueron suficientemente fuertes para contener al usurpador. Le había servido cuando fue necesario, y necesario también era que desapareciese cuando no lo necesitaba. En cuanto a sus cómplices o peldaños, supo Huerta sembrar la división. He aquí un documento revelador de todas las maniobras, una carta que Mondragón dirigió a Félix Díaz cuando se le arrojó del Ministerio de Guerra y del país; la carta dice así:

Veracruz, junio 26 de 1913.
Señor general Félix Díaz.
México, D. F.

Mi querido Félix:

Dentro de unos cuantos momentos zarpará el buque destinado a conducirme al extranjero, y por tal motivo puedo hablarle ya con absoluta claridad, sin despertar la sospecha de estar inspirado por la ambición política o por la rabia desbordante del fracaso. Me he esperado hasta el último instante a fin de no perjudicar el prestigio de su popularidad.

Cuando los periódicos anunciaron la ruptura del Pacto de la Ciudadela, entendí desde luego la turbia maniobra de Rodolfo Reyes; pero aunque la intriga se había urdido con el cordón de la más increíble ingratitud, preferí callar y me resigné abnegadamente a que sobre mí se descargaran todas las responsabilidades de la presente situación. Fero ahora es distinto. Pronto abandonaré las playas de mi patria, y aun cuando me propusiese lo contrario, cualquier trabajo mío resultaría ineficaz. Por eso mis palabras, lejos de tener finalidad política, son únicamente la expresión dolorida de quien tiene sabor amargo en la boca y da libre curso al justiciero resentimiento que lo embarga.

¿Resentimientos con Huerta? No, amigo mío. El Presidente hizo su movimiento aparte el 18 de febrero, y por esta causa no tenía el deber de acompañarme al precipicio. Mis quejas van únicamente contra aquellos que, beneficiados por mí, no han vacilado en sacrificarme en aras de su interés personalísimo y de su conveniencia particular.

Usted, amigo Félix, estaba ligado por dos pactos: el del general Huerta que autorizó usted con su firma, y el mío, que selló únicamente con su honor. El primero podía usted romperlo de acuerdo con el Presidente. El segundo era de aquellos que no se pueden tocar sin convertir en añicos la gratitud y el pundonor. Yo debí el Ministerio, no a usted personalmente, sino a la Revolución de la Ciudadela. Y a una misma Revolución debieron Rodolfo Reyes, la cartera de Justicia, y usted su salida de la prisión y su candidatura presidencial.

Ahora bien: ¿quién es el verdadero autor del movimiento revolucionario del 9 de febrero? ¿Usted o yo? ... Que responda la opinión imparcial de la República.

Nadie ignora, amigo Félix, que yo fuí quien concibió primero el pensamiento de la Revolución; que yo mismo comprometí a la oficialidad; que yo asalté los cuarteles de Tacubaya y formé las columnas que se dirigieron a la Penitenciaría y al Cuartel de Santiago; que yo igualmente abrí las bartolinas en que se encontraban el general Reyes y usted; que yo puse a ustedes dos en libertad; que yo, por fin, después del desastre frente al Palacio Nacional, ocasionado por el impulsivismo de Reyes, y la impericia de usted, reuní la fuerza dispersa y ataqué la Ciudadela, logrando su inmediata rendición.

En la fortaleza, yo dirigí la defensa, con una constancia que pueden atestiguar todos los revolucionarios. Yo construí parapetos, abrí fosos, levanté trincheras y dirigí todas las operaciones militares. En una palabra: yo fuí el todo durante los días de la Decena Trágica, y la historia dirá tarde o temprano, que hasta el 18 de febrero mi figura fue la primera, por no decir la única, saliente en la Revolución.

En esa fecha estalló otra Revolución militar, fuera de la Ciudadela, y como derrocara al Gobierno del señor Madero, vino como consecuencia un Pacto de las dos Revoluciones. ¿Por qué firmó usted ese Pacto y no yo, como justamente correspondíame? Por dos razones: la primera estriba en mi absoluta falta de ambiciones políticas; la segunda se basa en la convicción de que era usted agradecido; en la suposición de que, teniendo usted plena conciencia de que toda su personalidad se había formado por actos míos, habría de acompañarme abnegadamente a la desgracia cuando se presentase, y al desastre, si alguna vez venía.

El general Huerta no me debía favores ni servicios de ninguna clase, y por lo mismo ha estado en su derecho para separarme del Ministerio, en el momento en que así le convino. Pero usted y Rodolfo, no debieron consentir fría y pasivamente en ello, sin decidirse a retirarse conmigo de la cosa pública. Pero es curioso, amigo Félix, que Rodolfo y usted hayan roto el Pacto de la Ciudadela, con el exclusivo objeto de perjudicar a quien les había preparado la mesa.

En cambio, roto el Pacto, sigue el banquete. A mí me habría dolido salir del Ministerio de la Guerra en cualquiera circunstancia, porque el fracaso siempre es penoso; pero el salir empujado por aquellos a quienes yo encumbré, constituye una decepción inconsolable, que nunca pude imaginar. ¿Que mi separación se imponía? Pues entonces, amigo Félix, a jalar parejo, como dicen en mi pueblo. Sin embargo, ustedes se resolvieron a olvidar los antiguos servicios y sólo barrieron para adentro.

Usted sabe lo que conmigo se ha hecho; además de ser ingratitud, envuelve enorme falsedad. Yo no soy el único responsable del recrudecimiento de la guerra civil; los autores del presente estado de cosas, somos todos y principalmente usted, que careciendo de popularidad, se obstina en ser el próximo Presidente de la RepÚblica. También se encuentra en primera línea de culpabilidad Rodolfo, que con sus constantes manifiestos, declaraciones e intrigas, no cesa en su trabajo funesto para la Patria.

Por lo demás, no debiera extrañarme la conducta inquieta del consejero que ha escogido usted. Si subió al Ministerio sobre el cadáver de su padre, nada tiene de particular que compre su continuación en el Gabinete con mi ostracismo político. Pero usted, amigo Félix, debe detenerse en la peligrosísima pendiente en que resbala sin sentido. Ayer confió usted la dirección del órgano político a quien atacó con más encarnizamiento al señor general Porfirio Díaz. Hoy colabora en la expulsión del que forjó la personalidad que ostenta usted. ¿Qué fin se propone con estos manejos? ¿Cree usted que por tales escalones se asciende indefinidamente? No, amigo mío; el éxito no coincide nunca con la ingratitud.

Yo me retiro de la vida pública. El pueblo sabe ya que usted se separa de Mondragón, que le sirvió con riesgo de su vida, para ligarse con Zayas Enríquez, que ultrajó cruelmente al protector, al padre de usted ...

Así es la vida, así es Rodolfo, así también ha resultado usted. Pero antes de partir, a fin de que usted perciba la diferencia entre su conducta y la mía, le recordaré que el 13 de junio, cuando escribí mi renuncia, usé esta palabra: solidaridad, que usted no conoce, o que por lo menos la olvidó al romper, no el Pacto de la Ciudadela, sino el otro pacto, el no escrito. el celebrado bajo la fe de lealtad con quien tuvo el gusto de romper los hierros de su cautiverio y labrar el pedestal de su personalidad actual, y que hoy lo tiene sin rencores ni malos deseos, al sacrificarse obscuramente para atizar la llama agonizante de la casi muerta popularidad de usted.

Manuel Mondragón.

El 19 de junio salió Félix Díaz para el Japón, llevando una embajada especial que le confirió Victoriano Huerta.


SERVILISMO AGUDO Y VERDAD DESNUDA

Con la llegada de septiembre dieron los periodistas vendidos una muestra más de su abyección. El día primero ofrecieron a Huerta un banquete, preciosa oportunidad para que del pebetero de la adulación salieran las volutas del servilismo.


Banquete de los periodistas

En aquella panúrgica reunión, en la que se dejaron a la puerta los últimos vestigios de vergüenza, Huerta se sintió inspirado y alzó su voz cascada que con fanática devoción escucharon los lacayos allí reunidos. la ocasión era propicia y quiso repetir el discurso de las armas y las letras de Cervantes; pero en vez de la armonía y de la verdad que brotaron de la pluma de ese genio, en cuyo cerebro había luz, salieron de la garganta del usurpador los gritos del chacal y los aullidos del lobo.

Elogió la patriótica labor de la prensa de aquellos días y dijo que los periodistas debían, sin abandonar la pluma, conocer el manejo del mauser porque la patria así lo reclamaba. ¿La patria? No; la usurpación que necesitaba de la defensa escrita en la hoja periódica y de la armada en el campo de batalla.

Fotografías y extensas crónicas se publicaron como un motivo de orgullo para la prensa elogiada por el usurpador, quien aseguró que en la obra de la pacificación, le correspondían más de las tres cuartas partes.

Al mismo tiempo y por sangrienta coincidencia, aparecieron también fotografías de niños voluntarios ejercitándose militarmente con los batallones de la banca y de la industria.

¡Qué vergüenza para los hombres que contemplaron estas escenas sin proferir una palabra de protesta! Pero resulta más indigno el hecho de que jóvenes de la llamada buena sociedad de Querétaro salieran al encuentro del dogal, pidiendo que se les impartiera instrucción y se les organizara militarmente.


Nuevas aprehensiones

El día 4 fue aprehendido el señor don Antenar Sala, de quien la prensa dijo que eran ampliamente conocidas sus ideas agraristas y sus trabajos en pro de la repartición de la tierra. El día 6, la misma prensa anunció con grandes caracteres y en primera plana, que pesaba sobre el señor Sala la acusación de estar en connivencia con el general Zapata e igual cargo se hizo a los señores licenciados Calero y Palacios Roji.

En las esferas oficiales o en las redacciones de los periódicos se urdió la patraña de que el señor Sala había propuesto un plan de gobierno al general Zapata, plan en el que figuraba aquel señor como Presidente de la República; y se dijo que el documento había sido entregado a la señora Juana B. Gutiérrez de Mendoza para que lo llevara al Sur. Con ese pretexto la mencionada señora fue aprehendida por espía y correo zapatista; pero el inventado plan no se encontró -porque no existía- y solamente se le pudo hallar un salvoconducto firmado por el señor general e ingeniero don Angel Barrios, facilitándole la entrada y salida a la zona rebelde.

El día 8 se declaró agotada la averiguación en contra de don Antenor Sala, no encontrándose méritos para prolongar su detención. Hoy es posible decir que el señor Sala estuvo en comunicación con el general Zapata; entonces, esta afirmación le hubiera costado la vida.

De los detenidos sólo quedó formalmente presa doña Juana B. Gutiérrez de Mendoza y este hecho merece un comentario.

La idealista, la que había formado parte de la pléyade de escritores. prerrevolucionarios, no podía ver con calma el peligro en que estaban los anhelos de libertad y de justicia que por luengos años habían sido el objeto de una tenaz labor llevada a cabo con innumerables sacrificios; la luchadora, la que había vapuleado a más de un déspota desde las columnas de la prensa libre, no podía permanecer indiferente cuando muchos hombres se hallaban arrodillados ante Huerta; la rebelde, la que sabía de todas las persecuciones, no pudo permanecer en quietud ante la agitación de aquellos días. Tuvo que buscar el contacto de los rebeldes como ella, de los luchadores como ella.

Se unió al Sur, porque allí encontró más afinidad con su modo de ser y de pensar. Vínculo fue entonces el señor general e ingeniero don Angel Barrios, revolucionario de limpia ejecutoria, hombre entusiasta que luchaba ardiente y sinceramente por la causa que había abrazado; hombre culto que comprendía el valor de la palabra escrita y dicha con el peso de toda la verdad. Por esto el ingeniero Barrios le franqueó el acceso a los campos rebeldes.

Para doña Juana B. Gutiérrez de Mendoza, varias veces, en su larga carrera de periodista de oposición, se habían abierto los hierros de la cárcel. Supo detras de ellos, de largos procesos, de estancias prolongadas, de interminables incomunicaciones; pero cuando esos mismos hierros se habían abierto para darle libertad, se encontró más vigorosa para el combate, más justificada ante sus propios ojos.

Entró serena y digna a su prisión, confesó estar en contacto con los revolucionarios surianos e hizo profesión de fe zapatista. Estaba en las manos de sus enemigos, y pues de su suerte no cabía la menor duda, supo sacar partido de su situación y dió, como periodista, un alto ejemplo que bien necesitaban los periodistas de cuyas plumas destilaba servilismo y bajeza.

Cuando escribimos estos breves renglones para reseñar someramente lo acontecido a una luchadora suriana, y al hacerlo hemos mencionado el nombre del señor general e ingeniero don Angel Barrios, mentalmente nos hemos transportado a las fosas recién abiertas, cuyo aspecto exterior delata la miseria en que los hoy desaparecidos pasaron los últimos años de su vida. Pero envolviendo los rígidos cuerpos, está el cariño de quienes fuimos sus amigos, sus camaradas en la lucha, y no tardará en llegar el día en que seamos sus compañeros en el sueño del que no se despierta ...


Robles deja el mando

Mientras tanto, se había descubierto el juego de Juvencio Robles y se palpaban los resultados de su ígnea política, pues la rebelión no había terminado con la toma de Huautla, sino que continuaba con todo vigor.

El día 4 llegó a la ciudad de México, llamado por el Secretario de la Guerra, con quien tuvo una larga conferencia tras de la cual informó a los periodistas que su viaje tenía por objeto descansar, durante quince días, de las fatigas de la campaña de Morelos, Estado que se hallaba en paz por la extinción completa de la rebelión. Nuevas y largas conferencias celebró con Huerta y con el doctor Aureliano Urrutia, Secretario de Gobernación, a las que la prensa atribuyó cordialidad, pues el gobierno estaba complacido con la obra realizada por el ya divisionario Robles. Aun cuando se anunció su regreso a Morelos, pronto se supo que había recibido órdenes de permanecer en la capital.

El día 13, precisamente al mes de que principió el avance de los federales sobre Huautla; precisamente al mes de la fecha cabalística esperada para iniciar la farsa del ataque al último reducto zapatista, Juvencio Robles dejó de ser gobernador. y comandante militar de Morelos, habiéndolo substituído en el cargo, el general Adolfo Jiménez Castro.

Para que Victoriano Huerta hubiera quitado el mando a Juvencio Robles, a quien concedió todo su apoyo y para quien tuvo siempre un elogio a flor de labio, debe haber sentido muy fuerte el bofetón que el movimiento suriano le dió para demostrarle que su tumba no estaba en el mineral de Huautla.

Robles debió contemplar sus charreteras recién bordadas de divisionario y pensar con tristeza que no iba a ser posible ganarse con igual facilidad las de general de cuerpo de ejército, pues al quitársele el mando de las fuerzas en Morelos, se le quitaba también la oportunidad de urdir y poner en práctica una nueva mascarada cuyos resultados fueran su ascenso y las ruinas humeantes de los pueblos.

El de Morelos recibió con agrado la noticia de la separación de Robles. Alguien iba a substituirlo y la lucha continuaría; mas aunque llevase la misión de combatir a los rebeldes, era de creerse que haría a un lado la tea incendiaria que tantos sufrimientos había creado en la masa campesina.

Cuando Jiménez Castro llegó a Cuernavaca, el día 23, fue objeto de una demostración de simpatía, que no era al gobierno de Huerta, sino personalmente al sucesor de Robles, pues se había extendido la noticia de que el nuevo jefe de las armas iba a seguir la misma política del inteligente general Felipe Angeles; la misma política de cumplimiento de sus deberes asociada a un sentimiento de humanidad, que no dejaría las huellas rojas que había dejado la bota de su antecesor.

Solamente los hacendados lamentaron la separación de Juvencio Robles, pues a partir del día 17, hicieron las más activas gestiones para que volviese al Estado. Era evidente que sólo a ellos hubiera favorecido la estancia de Robles en Morelos, porque había sembrado la desolación y la miseria; y a mayor miseria, correspondía mayor número de esclavos que era lo que necesitaban. Pero ni el mismo gobierno tiránico de Huerta coincidió en esta vez con los hacendados, y retiró al nefando militar que dejó un recuerdo imborrable de su estancia y la estela sangrienta de sus crímenes.


Discurso del senador Belisario Domínguez

Los días estaban ya contados para el Congreso de la Unión y el ejemplo de las víctimas que de su seno habían salido, no pudo sellar los labios de los hombres que pensaban y sentían. Don Belisario Domínguez, desafiando las iras del tirano, en un gesto de suprema hombría, en un torrente de claridad y de verdad, lanzó a la cara de Huerta las falsedades contenidas en su mensaje al abrir las Cámaras en el segundo período de su ejercicio legal. El 23 de septiembre alzó su voz en el Senado de la República y he aquí el discurso que produjo:

Señores senadores:

Todos vosotros habéis leído con profundo interés el informe presentado por don Victoriano Huerta ante el Congreso de la Unión el 16 del presente. Indudablemente, señores senadores, que lo mismo que a mí, os ha llenado de indignación el cúmulo de falsedades que encierra ese documento. ¿A quién se pretende engañar, señores? ¿Al Congreso de la Unión? No, señores. Todos sus miembros son personas ilustradas que se ocupan de política; que están al corriente de los sucesos del país y que no pueden ser engañadas sobre el particular. ¿Se pretende engañar a la Nación Mexicana, a esta noble patria que confiando en nuestra honradez ha puesto en nuestras manos sus más caros intereses? ¿Qué debe hacer en este caso la Representación Nacional? Corresponder a la confianza con que la Patria la ha honrado; decir la verdad y no dejarla caer en el abismo que se abre a sus pies.

La verdad es ésta: durante el gobierno de don Victoriano Huerta, no solamente no se ha hecho nada en ia pacificación del país, sino que la situación actual de la República es infinitamente peor que antes. La Revolución se ha extendido casi en todos los Estados y muchas naciones, antes buenas amigas de México, rehúsanse a reconocer a su gobierno, por ilegal; nuestra moneda encuéntrase depreciada en el extranjero; nuestro crédito en agonía; la prensa entera de la República amordazada o cobardemente vendida al gobierno y ocultando sistemáticamente la verdad; nuestros campos abandonados; muchos arrasados y por último, el hambre y la miseria en todas sus formas. amenazan extenderse en toda la superficie de nuestra infortunada Patria. ¿A qué se debe tan triste situación? Primero y antes que todo, a que el pueblo mexicano no puede resignarse a tener como Presidente a don Victoriano Huerta; al soldado que se apoderó del Poder por medio de la traición y cuyo primer acto al subir a la Presidencia, fue asesinar cobardemente al Presidente y al Vicepresidente legalmente ungidos por el voto popular, habiendo sido el primero de éstos quien colmó de ascensos, honores y distinciones a don Victoriano Huerta y habiendo sido él, igualmente, a quien don Victoriano Huerta juró públicamente lealtad y fidelidad inquebrantables. Y, segundo, se debe esta triste situación a los medios que se han propuesto emplear para conseguir la pacificación. Estos medios ya sabéis cuáles han sido: únicamente muerte y exterminio para todos los hombres, familias y pueblos que no simpatizan con su gobierno. La paz se hará cueste lo que cueste, ha dicho don Victoriano Huerta. ¿Habéis profundizado, señores, lo que significan estas palabras en el criterio egoísta y feroz de don Victoriano Huerta? Estas palabras significan que don Victoriano Huerta está dispuesto a derramar toda la sangre mexicana, a cubrir de cadáveres todo el territorio nacional, a convertir en una inmensa ruina toda la extensión de nuestra Patria, con tal de que no abandone la Presidencia, ni se derrame una sola gota de su propia sangre.

En su loco afán de conservar la Presidencia, don Victoriano está cometiendo otra infamia: está provocando con los Estados Unidos de América un conflicto internacional, en el que, si llegara a resolverse por las armas, irían a dar y encontrar la muerte los mexicanos sobrevivientes, menos don Victoriano Huerta y don Aureliano Blanquet, porque esos desgraciados están manchados por el estigma de la traición y el pueblo y el Ejército los repudiarían llegado el caso. Esa es en resumen la realidad; para los espíritus débiles parece que nuestra ruina es inevitable porque don Victoriano Huerta se ha adueñado tanto del poder, que para asegurar el triunfo de su candidatura a la Presidencia de la República, en la parodia de elecciones anunciadas para el 26 de octubre próximo, no ha vacilado en violar la soberanía de la mayor parte de los Estados, quitando a los gobernadores constitucionales e imponiendo gobernadores militares que se encargarán de burlar a los pueblos por medio de las fuerzas ridículas y criminales.

Sin embargo, señores, un supremo esfuerzo para salvarlo todo, cumpliendo con su deber, la Representación Nacional, y la Patria estará salvada y volverá a florecer más grande y más hermosa que nunca. La Representación Nacional debe deponer de la Presidencia a don Victoriano Huerta, por ser él contra quien protestan con mucha razón todos nuestros hermanos levantados en armas, y de consiguiente, por ser él quien no puede llevar a efecto la pacificación, supremo anhelo de todos los mexicanos. Me diréis, señores, que la tentativa es peligrosa, porque don Victoriano Huerta es sólo un soldado sanguinario y feroz que asesina sin vacilación y sin escrúpulo a todo aquel que le sirve de obstáculo. ¡No importa!, señores, la Patria os exige cumplir con vuestro deber aun con el peligro y aun con la seguridad de perder la existencia.

Naturalmente que el resultado inmediato de este discurso fue el sacrificio del senador don Belisario Domínguez.

La verdad desnuda, expuesta solemnemente en el recinto de la ley, contrastó con el servilismo agudo de la prensa de aquellos días.

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