Índice de Emiliano Zapata y el agrarismo en México del General Gildardo MagañaTOMO III - Capítulo VI - Otra vez la campaña de terrorTOMO III - Capítulo VIII - El ataque a HuatlaBiblioteca Virtual Antorcha

EMILIANO ZAPATA
Y EL
AGRARISMO EN MÉXICO

General Gildardo Magaña
Colaboración del Profesor Carlos Pérez Guerrero

TOMO III

CAPÍTULO VII

CÓMO PENSABAN LOS INTELECTUALES DURANTE EL HUERTISMO


El movimiento revolucionario del Sur, que había sacudido hondamente a los campesinos y alarmado a los hacendados, se dejó sentir también en los intelectuales, pues la persistencia en la lucha y la impotencia del gobierno para terminar con ella, eran fenómenos que invitaban a la busca de las causas y que condujeron a ver que en el llamado bandolerismo había un verdadero problema social. Este hecho fue una de las victorias morales del movimiento suriano, pues comenzaba a entreverse la razón de su existencia.

Las ideas -dice James, considerado por algunos como el padre de la psicología moderna-, tienen cierta semejanza con los clavos: penetran a fuerza de golpes continuados, y así estaba sucediendo con las del agrarismo. Ridículo como pareció en un principio frente a la arrolladora popularidad de Madero, lo fue menos durante su gobierno, y ya en la época de Huerta se comenzó a mirarlo con alguna atención.

Fueron muchos los artículos que se escribieron sobre el asunto. Algunos lo trataron con timidez, muy en consonancia con los días que corrían; otros lo hicieron desorientadamente; unos más, acusando ignorancia de las causas y ausencia de visión en los procedimientos que propusieron; no podían faltar los que tocaran el fondo del problema agrario, con espíritu sereno y sana intención; claro está que los hubo en abierta pugna, como los hay todavía en los días que corren.

Mas a la satisfacción que se siente al ver que las ideas se iban abriendo paso entre las clases sociales distintas a la del campesino, se aduna la tristeza, pues por la lectura de muchos de los artículos de entonces, se ve que entre los intelectuales penetraron con mayor dificultad las ideas y fue porque, salvo contadas excepciones, estaban muy distanciados de las clases trabajadoras y desconocían sus problemas.


Dos palabras a los educadores

Si de la lectura de los artículos pasamos a la realidad de nuestros días, veremos también, aunque menos acentuado, ese alejamiento, con mucho de frialdad e indiferencia.

Este es un efecto de importancia para la colectividad y conviene ponerlo a la consideración de los educadores de la juventud; un efecto que puede atribuirse, en gran parte, a la educación que se impartió durante el porfirismo y que por desgracia no ha variado mucho, pues se ha concretado al campo de la ciencia y ha desdeñado el de la vida, el de los fenómenos sociales que se producen alrededor del educando, fenómenos cuyo estudio y comprensión deben crear la solidaridad nacional.

La educación, mirando al fondo de la ciencia, deslumbró a nuestros intelectuales, al mismo tiempo que les creó una exagerada estimación de su valer y los apartó de los hombres que no eran de su clase, formando así la arrogante, la vanidosa, la altiva aristocracia del saber. Desvinculada del conjunto social en que vivía, no sintió los anhelos sociales de la Revolución, no comprendió las necesidades populares y por ello permaneció indiferente, cuando no arrodillada ante el tirano; no vió la injusticia que existía, y por ello permaneció muda, cuando no al lado de ella; y porque fue incapaz de sentir sus deberes, permaneció fría cuando los hechos la llamaban a solidarizarse con quienes deseaban vivir como seres humanos.

No bastó a la intelectualidad el ejemplo de la falange de jóvenes que abandonaron las aulas para ofrecer su brazo a la Revolución; no la conmovió la circunstancia de que vidas en flor corrieran a la lucha en una renunciación de la existencia. El ejemplo no les hizo abandonar su inercia, con lo que hubieran existido dos fuerzas paralelas: la de la guerra y la de la idea.

Fue hasta que la lucha terminó con la victoria del ideal, cuando muchos de los intelectuales admitieron lo que hecho y consumado estaba; y desde entonces se llaman ¡Revolucionarios!

No necesitamos aclarar que nos hemos referido a la mayoría y no a las excepciones que palpitaron al unísono con la Revolución y cuyos esfuerzos fueron siempre loables y provechosos.


Abyectos y equivocados

Pero al lado de los hombres que pensaron en la causa del pueblo, que la abrazaron o que alzaron la voz en su defensa, hubo otros de quienes todo se hubiera esperado, menos la abyección de que dieron muestras. Tipo de estos hombres fue el bardo veracruzano de quien todos recordamos estos versos:

Hay plumajes que cruzan el pantano
y no se mancahn. Mi plumaje es de éstos.

El antes altivo poeta y después director de El lmparcial, negó rotundamente con sus hechos lo que en sus versos había afirmado: que su razón fuera firmeza y luz como el cristal de roca, pues con motivo de una visita que el usurpador hizo a la redacción y talleres del periódico, dijo Díaz Mirón que al retirarse el Presidente de aquella casa, había dejado un perfume de gloria.

No es posible arrojar sobre estos hechos el velo del olvido. El metafórico plumaje del bardo lo manchó el político, y no sólo se cubrió de cieno, sino que inficionó al mismo pantano por el que cruzaba.

Los hubo también equivocados. La Revolución ha hecho bien en perdonarlos a pesar del daño que causaron; pero la historia debe señalados como una advertencia a los hombres del mañana. Entre esos equivocados estUvo otro de nuestros poetas, José Juan Tablada, cuyo es el artículo que vamos a reproducir:


El hombre de México

Cuando el general Victoriano Huerta regresó triunfante -dice José Juan Tablada- de su admirable campaña en el Norte de la República, por más que en la conciencia pública estuviese la persuasión clarísima de la enorme significación moral y material de esa campaña, no le fueron otorgados los justos honores que en toda patria se tributan a quienes la salvan, por sus hechos magnánimos y por sus actos heroicos. Alrededor de la esforzada epopeya se extendió pesadamente una vasta conspiración de silencio. La prensa oficial o semioficial, pasajera y parsimoniosamente habló de aquellos triunfos, confudiéndolos de mala fe con las escaramuzas de que a diario eran protagonistas aquellos capitanes irrisorios del Ejército Libertador, que sobre sus cráneos bravíos y a falta de otro lírico penacho, no tuvieron escrúpulo en colocar el abominable sombrero texano. Por deliberado propósito, a la vez que por miopía y por ignorancia de lo que la campaña del Norte significaba social y militarmente, se habló de ella sólo en lo que al gobierno aprovechaba, y, sistemáticamente, se restaron y escatimaron las justas alabanzas a quien concibió con alta inteligencia, realizó con prodigiosa organización y llevó a su fin inexorable y victoriosamente, esa magna obra, capital orgullo de nuestra historia militar moderna.

El, que hubiera podido provocar las ovaciones presentándose en asambleas y sitios públicos, desapareció apenas llegó a la metrópoli, recluyéndose en su hogar y evadiendo aun las congratUlaciones de sus más íntimos amigos. El, que legítimamente hubiera podido rodearse de la pompa y del cortejo de un alto jefe del Ejército, y revestir su cuerpo con los entorchados, las insignias y las condecoraciones, doradas a fuego por el sol de las batallas, disimulaba su personalidad con el más modesto traje civil; y, en una palabra, lejos de reivindicar méritos, parecía esforzarse en disimularlos, quizá con la convicción íntima de los hombres magnánimos para quienes los actos de que son autores resultan pequeños comparados con la excelsa magnitud del ideal en que sueñan. Tal es, sin duda, en el general Huerta y en todos los hombres ilustres, el proceso psicológico de la modestia que sella sus actos y que para el vulgo tiene apariencias menos significativas.

Otro hecho de igual trascendencia' tonificaba el espíritu público y hacía renacer sus más nobles y legítimas esperanzas. Desengañado el pueblo por su ídolo que tan insólita y frenéticamente había encumbrado; convencido de su total ineficacia para contener la relajación de todo deber, la veneración y el atropello a toda ley, la anarquía, en fin, que se propagaba por doquiera; desengañado y angustiado con el pánico de la catástrofe, y el supremo añhelo de la salvación deseada, el pueblo comenzaba a ver en torno suyo, buscando a un hombre.

Con ansía, con anhelo, con desesperación, un pueblo buscaba un hombre: el hombre que, en las grandes crisis nacionales, surge inevitablemente ante los ojos de la Patria, pero que en esos largos momentos de angustia y desesperación tardaba demasiado en llegar.

Un hombre sin palabras; pero un hombre de acción, era lo que el pueblo anhelaba y en aquellos instantes presentía. Los conservadores radicales anhelaban la pasada dictadura; los evolucionistas moderados confiaban su salvación a un hombre del temple de un dictador capaz de respetar 14s reivindicaciones a medio conquistar por el último movimiento. Y el anhelo general sufragaba por un militar de puño de hierro, que ante la anarquía y la revuelta no tuviera contemplaciones, y al aniquilarlas redimiera el ideal común, los intereses de todos, la vida misma de la Patria condensada no en los aludes de discursos ni en la incansable locuacidad fonográfica de un apóstol teorizante, ni en los torrentes de vocablos sin significación, ni aplicación, sino en una sola y breve palabra, en sólo tres letras: ¡Faz!

Ese hombre era el viejo militar, el héroe flamante, el general Victoriano Huerta.

Y en medio de ese silencio y de esa obscuridad, entre el mutismo de la prensa que calló en esos días ... cupo al que esto escribe, movido por el imperioso entusiasmo que provocan las grandes acciones, escribir y firmar el artículo que sirve de prólogo y de compendio a este libro; artículo panegírico que termina así:

Hay que apartar los ojos de la venganza innoble y del bajo rencor y levantarlos a lo alto, a donde brillan glorias como la que he intentado consagrar en estas líneas: genios que como los de todos nuestros héroes, como el genio militar del general Huerta, brillan sobre la tierra convulsa, lucen con rayas de oro en el zodíaco de la Patria y hoy la iluminan y mañana la guiarán como los astros del cielo guían a las naves sin rumbo en medio de la noche obscura y del océano proceloso.

El que cuando el señor general Huerta estaba lejos del poder expresó tan claramente sus convicciones y sus esperanzas, tiene derecho ahora de hacer constar cómo esas esperanzas y esas convicciones se han confirmado, y el deber de descubrir los méritos singulares que integran la alta personalidad del heroico vencedor de Rellano, hoy Jefe Supremo de la Nación ...


La leyenda de oro

En estos momentos en que la gratitud de un pueblo habla incesantemente de lealtad, de abnegación, de honor, de todas las supremas virtudes militares que rodean como ciudadela de inexpugnables muros a los sagrados intereses de la Patria, hay que fijarse, para sacarla de la modestia en que voluntariamente se esconde, en la venerable y gloriosa figura del señor general Victoriano Huerta.

Es un arquetipo de lealtad, un sacerdote del honor, un héroe de la abnegación y en su marcial figura culminante se concentran los esplendores de esos prestigios, como los rayos de un sol de oro que rompe la noche y se fijan en los basaltos de una cumbre enhiesta.

Ese rostro impasible y sereno, reflejo de la magnanimidad interior, muéstrase hoy en los días de gloria idéntico al de ayer en los días aciagos ...

En esos días de prueba que indudablemente dieron a su espíritu acerado el temple que hoy lo fortalece, de los estoicos labios del guerrero no surgía ni una queja ni un reproche; ni siquiera revelaron la amarga voluptuosidad de los mártires, como hoy en los días de triunfo y de apoteosis no se abren al paso del orgullo y de la vanagloria, ni tampoco reflejan la voluptuosidad extrahumana del héroe victorioso.

El general Huerta es semejante en su estoicismo impávido a los japoneses y a los guerreros del viejo Anáhuac. El pueblo cariñosamente, con evidente orgullo nacionalista, lo llama el indio Huerta. Tiene, en efecto, las virtudes insólitas de la raza en sus días heroicos. Es de bronce, ya lo he dicho, del mismo bronce de Cuauhtémoc, que no pudo fundir la infame hoguera.

De los jefes que militaron a sus órdenes en las épicas jornadas del Norte seguiremos hablando, porque desde hoy en estas páginas queda abierto el registro de la lealtad y del heroísmo y este es el primer capítulo de la Leyenda de Oro del Ejército.

Hay que apartar los ojos de los sombríos dramas callejeros, de la venganza innoble y del bajo rencor y levantarlos a lo alto donde brillan glorias como las que he intentado consagrar en estas líneas; genios como el de todos nuestros héroes, como el genio militar del general Huerta, brillan sobre la tierra convulsa, lucen con rayos de oro en el zodíaco de la Patria y hoy la iluminan y mañana la guiarán, como los astros del cielo guían a las naves sin rumbo en medio de la noche obscura y del océano proceloso.

José Juan Tablada.


Canto de adulación

Así llamaríamos a lo que Tablada intituló La Leyenda de Oro del Ejército.

Hemos reproducido ese canto porque sus muchos períodos son otras tantas pruebas del desvío en que se encontraba, con pocas excepciones, la intelectualidad mexicana. Es demasiado extenso; pero lo hemos copiado así -apenas quitándole fragmentos innecesarios-, para que los educadores, a quienes nos hemos dirigido al principio de este capítulo, vean, en un asunto histórico, hasta dónde puede un intelectual equivocado descender, hasta dónde un hombre de ese tipo es capaz de ponerse al servicio de una mala causa, cuando su educación, por mirar al fondo de la ciencia, se aparta de la vida y es, en cambio, incapaz de comprender los problemas sociales de su país y de su tiempo.

Mientras el pueblo humilde estaba luchando para derrocar al tirano, al usurpador, al felón, al traidor, Tablada vació lo que en su corazón y en su cerebro había.

No por el deseo de que el autor de Onix hubiera perecido, sino para que alcanzara una poca de la gloria con la que soñó como poeta, decimos que fue verdadera lástima que no hubiese estado bajo las órdenes del que llama soldado glorioso, arquetipo de lealtad, sacerdote del honor, héroe de la abnegación, para que hubiese convertido en realidad aquella de sus estrofas que dice:

¡Oh guerrero de lírica memoria
que al asir el laurel de la victoria
caíste en tierra con el pecho abierto
para vivir la vida de la gloria!
Yo quisiera morir como tú has muerto.


UN ARTICULO DE BULNES

De los muchos artículos que el señor ingeniero Francisco Bulnes escribió, merecen atención especial dos de ellos: el publicado el 29 de julio de 1913 y el que apareció el primero de agosto del mismo año, que es continuación del anterior. Dice así el señor Bulnes en su primer artículo:


AUNQUE LA REVOLUCIÓN LO EXIJA Y EL GOBIERNO LO OFREZCA, LA REPARTICIÓN DE TIERRAS ES IMPOSIBLE

El sacudimiento volcánico popular, que derrumbó la paz podrida de la dictadura porfirista, la prosperidad plucocrática y sobre todo, la de la más escandalosa turba de cínicos ladrones públicos, tuvo por principal origen el trabajo pavoroso de hambrientos agitadores, que lograron obrar sobre la desesperación de nuestra inmensa clase rural, oprimida hasta el aplastamiento por la tiranía de los jefes políticos y la del hambre pública, que va desarrollándose sin que discursos y buenas intenciones puedan contenerla.

Se ha asegurado con éxito que la solución de todos nuestros males consiste en la repartición de tierras a los pobres, los que actualmente son explotados por el inhumano sistema de peonaje. Todos somos partidarios del establecimiento en México de la pequeña propiedad: el gobierno, los intelectuales, los filántropos, los burócratas, los místicos, los dementes, los espiritistas, los capitalistas, los hacendados, siempre que se respeten sus derechos, y hasta las moscas presentan en la prensa proyectos para la salvadora repartición.

La repartición de tierras no es el problema de Julieta y Romeo, sino un problema de cifras operando en la ciencia agrícola. Nada ni nadie puede hacer algo contra la ciencia, y cuando ésta reprueba un proyecto, es sin ulterior recurso. La ciencia es una soberana inviolable ante el regicidio, ante las revoluciones, ante la prensa, y no hay poder que derroque su omnipotencia.


La agricultura inglesa

La afirmación tan favorecida de que la pequeña propiedad nos salvará del hambre y causará el asombroso desenvolvimiento de nuestra agricultura, es una necedad echada a volar en la imaginación de personas que no han estudiado el asunto. Es un proyecto patriótico que parece piojo, al que se han pegado con saliva las alas del halcón. La agricultura inglesa es la más adelantada del mundo, y por consiguiente, la más productiva, y en Inglaterra no hay pequeña propiedad; esto no quiere decir que bajo el régimen de la pequeña propiedad no haya países muy avanzados en agricultura, aunque menos que Inglaterra. La República Argentina mantiene en engorda a todos sus habitantes por lo excelente y barato de su agricultUra alimenticia, e inunda los mercados europeos con trigo y maíz que han llegado a competir con la producción de los Estados Unidos y de Rusia en la línea de cereales; y en la Argentina apenas comienza a establecerse la pequeña propiedad. Puede suceder que tenga más cuenta para una nación, arreglar su agricultura bajo el régimen de pequeña propiedad, puede suceder que aventaje con sostener la agricultura bajo el régimen de mediana propiedad y puede también suceder que su propiedad dependa de la gran propiedad.


No hay tierras de reserva

Veamos cómo se presenta el proyecto de la repartición de tierras, desde el momento en que se trata con cifras y con inducciones tomadas de la economía política y de la ciencia agrícola.

Los mexicanos ilustrados están creyendo lo mismo que los analfabetos, que poseemos en reserva, como la República Argentina, para desarrollar la pequeña propiedad, ochenta y seis millones de hectáreas de magníficas tierras cultivables y cuyo dueño actual es el gobierno, dispuesto a venderlas a precio conveniente para una colonización, no de indigentes, sino de agricultores pobres que las puedan comprar y las merezcan por sus conocimientos en agricultura. Los mexicanos, en materia de tierras nacionales, no poseemos más que un residuo indecente, formado por nuestras funestas leyes sobre terrenos baldíos, en virtud de las cuales, el señor general don Porfirio Díaz regaló una extensión territorial del tamaño de Francia, a veintiocho amigos personales o políticos. Un atentado tan inmoral como torpe, como antipatriótico, tuvo lugar antes de que aparecieran los llamados científicos, pues éstos no surgieron hasta la segunda mitad del período dictatorial del general Díaz. Ese residuo es totalmente inservible para la pequeña propiedad, y puede contener algunas tierras cultivables bajo el régimen de la gran propiedad.

Para establecer en México la pequeña propiedad, tendríamos que recurrir a los particulares propietarios de tierras y si como está en el ánimo del gobierno, se procediera conforme a las leyes vigentes que garantizan la inviolabilidad individual, tendríamos que pagar estas tierras comprándolas por convenio o en virtud de sentencia judicial, previo juicio de expropiación por causa de utilidad pública.

En los actuales momentos, los particulares que han fraccionado la conocida hacienda de Chapingo, ubicada en el distrito de Texcoco, piden por hectárea de tierra cultivable de temporal, seiscientos pesos. En el Estado de Guanajuato, en el Bajío, los propietarios piden por hectárea de tierra cultivable de temporal, de trescientos a seiscientos pesos.

Se necesita para repartir a nuestros peones, con el objeto de convertirlos en pequeños propietarios, y producir noventa millones anuales de hectólitros de maíz, cantidad mínima para sostener a una población de quince millones de habitantes, fuera de lo miserable, aunque dentro de lo pobre, por lo menos quince millones de hectáreas de monocultivo de temporal, dedicadas a producir maíz; y quince millones de hectáreas, tomando como precio medio, el precio mínimo que piden los hacendados de Guanajuato, imponen al gobierno mexicano la contratación de un empréstito de cuatro mil quinientos millones de pesos que demandarían anualmente por servicio de intereses al seis por ciento y amortización en cuarenta años, la respetable suma de doscientos millones de pesos. ¿Quién los pagaba? El total de nuestras rentas federales asciende actualmente a ciento seis millones y tenemos para este año y para algunos más, deficientes en nuestros presupuestos. ¿Sería posible agregar a nuestros gastos, que apenas puede sufragar el pueblo mexicano, la cantidad de doscientos noventa millones de pesos pagaderos anualmente?

Supongamos que, considerando que la pretensión de los hacendados mexicanos de hacerse pagar por tierras propias para el cultivo del maíz, la elevada suma de trescientos pesos por hectárea, decidiera el gobierno hacerse de las haciendas particulares por la vía de expropiación. Pues bien, ningún juez medianamente honrado podría asignar a su sentencia como precio de las tierras, menos de cien pesos por hectárea, fundándose en el dictamen de peritos no agrónomos, sino economistas que deducirían la renta de la tierra conforme a los principios universalmente aceptados y muy bien expuestos por el economista inglés John Stuart Mill.


No se pueden comprar las tierras

Para repartir las tierras por la vía de expropiación, el gobierno se vería obligado a hacer un empréstito de mil quinientos millones de pesos, que nadie nos habría de prestar inmediatamente, tendría que pagar el erario federal más de noventa y seis millones de pesos anuales por servicio de réditos y amortización. Después de estas cifras, nadie puede sostener que nuestro gobierno está en situación, ni el país tampoco, de sufragar los inmensos gastos que demanda una conversión de la gran propiedad en pequeña propiedad, repartida a los pobres a título gratuito, como éstos lo han exigido con el rifle, el puñal, la bomba de dinamita en la mano.

Los hermanos Vázquez Gómez, que representan en nuestra situación una terrible mancuerna apostólica a beneficio del peonaje mexicano, expresan que, como se ha hecho en todo el mundo, los pobres convertidos en pequeños propietarios se encargarán de pagar ellos mismos a largo plazo y sirviendo un rédito, que supongo será el legal, el precio de las tierras que se les adjudiquen.

Teóricamente la idea parece correcta, pero niego que en México haya quince millones de hectáreas de tierras cultivables propias para la pequeña propiedad. Apenas éstas alcanzarán a doscientas mil hectáreas. Siento decir que por el momento estoy obligado a afirmar que no tenemos en la República, ni en poder del gobierno, ni en el de los particulares, quince millones de hectáreas de tierras cultivables para la pequeña propiedad, sin dar mi prueba científica inmediatamente; pero como para hacerlo a satisfacción de todos los agrónomos, de todos los economistas, de todos los financieros, de todos los verdaderos conocedores prácticos de nuestro país, me veré obligado a hacer uso de la geografía, de la geología, de la economía política, de la meteorología, de la etnología, de la historia y especialmente de la ciencia agrícola y después despedir cascadas de cifras, me es imposible hacerlo en uno o varios artículos de periódico, porque no es ese trabajo propio del periodista. Pero me comprometo a presentar ese trabajo y entretanto, ruego que la afirmación a que me refiero se me acepte por de pronto como dogmática. Si no es posible adquirir las tierras mexicanas para la pequeña propiedad, por compra que haga nuestro gobierno, ni por compra que hagan los pequeños propietarios, no hay más que un modo posible para que los peones se hagan pequeños propietarios, no hay más que un modo posible para que los peones se hagan de tierras, y es el adoptado por Obregón, por Zapata, por Braulio Hernández, Orestes Pereyra, Calixto Contreras y otros, y ese modo es el despojo de los hacendados, sin darles más precio que humillarlos y degollarlos si no aplauden. En el próximo artículo trataré de los efectos del robo de las tierras en toda nuestra economía social.

Francisco Bulnes.


Nuestro comentario

¡Qué decepción tan honda se experimenta cuando se leen los párrafos que anteceden! Maltrecho queda el espíritu con las concepciones de nuestros sabios y escritores del tipo de don Francisco Bulnes, quien no encontró en toda su erudición la forma de resolver un problema social, como -según Bulnes confiesa- la habían encontrado Obregón, Zapata, Hernández, Pereyra, Contreras y otros que no eran sabios, ni escritores, ni pensadores, sino intuitivos.

Y cabe reflexionar: ¿para esto habían pasado nuestros sabios toda su vida estudiando y pensando?

Pasma el orgullo del ingeniero Bulnes al suponerse la ciencia misma cuando dice: Nada ni nadie puede hacer algo contra la ciencia, y cuando ésta reprueba un proyecto, es sin ulterior recurso. ¿Quién había dicho que la ciencia reprobaba lo que la Revolución pedía?

Porque los hacendados no eran la ciencia, ni lo era la corrompida administración pública de aquellos días. Bulnes se olvidó de los grandes errores y de las grandes rectificaciones de la ciencia; se olvidó de que muchos de sus principios, tenidos como indiscutibles, han venido por tierra con un descubrimiento que en ocasiones ha sido hecho por individuos oscuros o producto de la casualidad; se olvidó de que la soberana inviolable ha estado, por desgracia, al servicio de prejuicios y de mezquinos intereses.

En su arrogante orgullo científico, y refiriéndose a la pequeña propiedad, dijo Bulnes: Es proyecto patriótico que parece piojo, al que se le han pegado con saliva las alas del halcón. La misma figura podría aplicársele y decir que Bulnes era una mariposa que deslumbrada por los resplandores de la ciencia, había olvidado que sus alas eran de gusano.

Enfermo de extranjerismo, como todos los escritores de su tipo, buscó la solución de nuestros problemas en el ejemplo de otras naciones y presentó a Inglaterra y la Argentina; pero se cuidó muy bien de callar, respecto de la primera, el nombre de Enrique George.

¿Qué importa que en Inglaterra no exista la pequeña propiedad. ¿Es acaso copiando servilmente a otros pueblos como debemos vivir? ¿No es mejor resolver nuestros problemas como convenga a nuestros intereses colectivos? Porque la Revolución no pensaba en el tipo más avanzado de agricultura, sino en libertar al esclavo. ¿Qué nos importa que la Argentina tuviera en engorda a sus habitantes? Esa lamentable figura que trae a la imaginación una piara, no justifica que nuestros nacionales muriesen de hambre y de injusticia.

Que la Argentina inundara los mercados europeos con sus cereales y que compitiese con Rusia y los Estados Unidos, no prueba lo que Bulnes quiso probar, sino la impotencia y la impreparación de nuestros latifundistas que no llegaron a producir tanto y tan barato, en cambio de que habían acudido a todos los procedimientos para apropiarse de las tierras que fueron de los pueblos.

Hubo en Argentina -no lo dice Bulnes, pero nosotros lo recordamos- un año en que no se pudieron levantar totalmente las cosechas del campo, por falta de brazos. ¡Qué diferencia tan grande entre esa República y la nuestra!; ¡qué medio tan distinto el de ambas! ¿A qué, pues, traer el ejemplo argentino? Mas para que los ejemplos y los argumentos tuvieran peso, habría primero que contestar esta pregunta: ¿por qué en Inglaterra y en la Argentina no se han levantado en armas los campesinos pidiendo tierras?

Enfermo Bulnes de legalidad, como los sabios de su rango, se detuvo asombrado, temblante, tímido ante el fetiche de la ley, olvidando que los hombres hacen las leyes y las derogan los hombres; que son las conveniencias colectivas y las necesidades sociales las que imponen o desechan una ley; que las leyes que el Poder Público expide, no son las inmutables de la Naturaleza y que, por lo mismo, tienen que variar dentro de las sociedades, que ajustarse al medio, a las necesidades del momento, a las ideas de la época, a las costumbres, al ritmo de la vida.

Cuando. una ley estorba al progreso, se la reforma, se le da de mano o se arroja al cesto de los papeles inservibles, pues por encima de la ley está el progreso. Cuando una ley es contraria a la justicia, se le sustituye o se deroga, porque sobre la ley está la justicia y la justicia no es la ley.

Para causar estupefacción con las cifras, presentó Bulnes el problema de un empréstito de mil quinientos millones de pesos, que dijo nadie los facilitaría, y por los cuales era necesario pagar más de noventa y seis millones anuales por amortización e intereses.

Sugestionado por los números, concluyó: Después de estas cifras, nadie puede sostener que nuestro gobierno esté en situación, ni el país tampoco, de sufragar los inmensos gastos que demanda la conversión de la gran propiedad en pequeña propiedad.

Los hacendados deberían canonizar a Bulnes por lo bien que defendió sus intereses.

Intocables resultaban las haciendas ante el fantasma del empréstito; intocables ante el fetiche de la ley. Para tomar las tierras que el pueblo necesitaba, era preciso un previo juicio de expropiación, y después había que pagar, peso sobre peso, en relucientes monedas -quizá dólares o libras esterlinas para mayor garantía- el precio de las tierras. Así lo exigía el derecho, así lo mandaba la ley; pero ni el derecho ni la ley lo exigieron cuando los hacendados despojaron a los pueblos; no negociaron entonces un empréstito, ni hubo juicios de expropiación, ni se pagó a los pueblos el valor de lo que se les arrebató.

La historia de las haciendas, salvo contadas excepciones, tiene el colorido de la complicidad de las autoridades, chorrea lágrimas, destila sangre, huele a podredumbre; pero nada de esto vieron los ojos miopes de nuestros sabios de gabinete, sino a los bandidos que se alzaron en armas contra la injusticia que había pasado al estado de costumbre y se encontraba apoyada por la ley.

Para que lo hubiesen visto, habría sido necesario ponerlos a trabajar de sol a sol; habría sido necesario que sintieran el látigo del capataz y el despotismo del amo; habría sido necesario que se vieran obligados a sostener a sus familiares con el exiguo jornal disminuído por la tienda de raya; habría sido necesario que sobre ellos pesaran las deudas de sus padres y las de los padres de sus padres. Sólo entonces, siendo esclavos, hubieran visto no los millones en cifras, sino los dolores y las injusticias a millones.

Bulnes concluye: Si no es posible adquirir las tierras mexicanas, para la pequeña propiedad, por compra que haga nuestro gobierno, ni por compra que hagan los pequeños propietarios, no hay más que un modo posible para que los peones se hagan de tierras ... y ese modo es el despojo de los hacendados, sin darles más precio que humillarlos y degollarlos si no aplauden.

Y bien, ¿qué otra cosa habían hecho los hacendados con los pueblos sino despojarlos, humillarlos y degollarlos?


DOS ESCRITORES EN PRO

Bulnes encontró dentro de la intelectualidad mexicana, quien contestara sus artículos y señalase que el tema no estaba expuesto con la modestia característica de los sabios, ni con la serenidad de un investigador, sino con el apasionamiento de quien está defendiendo conscientemente una mala causa.


Habla el licenciado Palacios Roji

Fue el señor licenciado Manuel Palacios Roji quien rebatió al estupendo Bulnes. Llenos de colorido y de verdad fueron los artículos de ese profesional en quien hay que reconocer la prontitud de la respuesta, el fondo de la exposición y el valor de enfrentarse con el consagrado escritor que no estaba solo, pues como cifra seguida de ceros, estaba detrás de él la reacción toda, figurando en primera línea los hacendados y en seguida la administración pública.

Nuestro deseo de que se conozca ampliamente lo que pensó el licenciado Palacios Roji, nos obliga a la brevedad; pero diremos que su actitud es un ejemplo de cómo se defienden las convicciones que se tienen, aun en un medio adverso. He aquí la contestación del licenciado Palacios Roji:


LOS ERRORES DE LOS GRANDES HOMBRES SON GRANDES ERRORES

El señor don Francisco Bulnes, en editorial publicado últimamente en El País, después de hacer ver por un procedimiento, el de comprar todas las haciendas y tierras, no se puede llegar a la creación del pequeño agricultor, concluye:

Aunque la Revolución lo exija y el Gobierno lo ofrezca, es imposible la repartición de tierras.

Todo el extenso artículo en que el señor Bulnes trata así el problema agrario, se refuta breve y totalmente, haciendo ver que su razonamiento equivale a este otro: por un procedimiento, el de ir caminando y midiendo, no se puede medir la distancia de la Tierra a la Luna; es imposible, pues, conocer esa distancia.

La conclusión del señor Bulnes sería legítima después de demostrar que son absurdos todos los procedimientos directos o indirectos, propuestos y por proponer, para solucionar la gran cuestión que se debate.

Sólo en ese caso el brillante escritor podría gloriarse de haber pronunciado la última palabra sobre el problema agrario.

Dice el señor Bulnes: todos somos partidarios de que se establezca en México la pequeña propiedad: el gobierno, los intelectuales, los filántropos, los místicos, los dementes, los capitalistas, los burócratas, los hacendados, siempre que se respeten sus derechos y hasta las moscas presentan en la prensa proyectos para la salvadora repartición; y en otro lugar dice, que no poseemos de tierras nacionales sino un residuo indecente porque un Presidente de la República regaló a veintiocho amigos personales o políticos una extensión territorial del tamaño de Francia.

He alIí suministrado por el mismo señor Bulnes, una parte del desarrollo de la gran propiedad rural entre nosotros, dato con el cual más bien logra el señor Bulnes atacar que defender la gran propiedad.

En vez de hacer uso, como el señor Bulnes lo ofrece, de la geografía, de la geología, de la economía política, de la meteorología, de la historia y especialmente de la ciencia agrícola para despedir en seguida cascadas de cifras a fin de demostrar que por un procedimiento particular, que nada exige sea forzoso, no se ha de resolver e! problema agrario; en vez de estudiar los efectos en toda nuestra economía social del robo de las tierras, lo que en último caso no habría de remediarse con estudios; en vez de una labor tan estéril como enorme, inspirándose en sano patriotismo, investigue el señor ruines los efectos causados en toda nuestra economía social por la gran propiedad rural; con la ayuda de la geografía, de la economía política, de la meteorología, de la etnografía, de la historia y especialmente de la ciencia agrícola, vuelva el señor Bulnes sus ojos sobre la Nación Mexicana, estudie el vínculo de acero que existe entre la miseria de los trabajadores de las haciendas y la de los inmediatos pueblos de indios; dése cuenta de que en casi todas partes los límites de las haciendas, algunas de las cuales, según frase de algún terrateniente, crecen de noche, han llegado ya hasta las paredes de las chozas de esos pueblos, dentro de las cuales se agrupan dos, tres y hasta cuatro familias de infelices trabajadores, por falta material de espacio que ocupar sobre la tierra, en un país en donde el mismo señor Bulnes afirma que a veintiocho amigos, un solo Presidente ha podido regalar una extensión territorial del tamaño de Francia; percátese el señor Bulnes de que la condición del trabajador en la hacienda es inferior a la del esclavo; vea e! señor Bulnes cómo el dinero está substraído de la circulación en la hacienda y por consecuencia, casi substraído en los pueblos inmediatos y desentrañe las consecuencias calamitosas de este fenómeno; fíjese el señor Bulnes en que, al llegar el mal año, en casi todo el país, el granero de la hacienda está lleno hasta los techos, de semilla, mientras a su alrededor todo es hambre, y atrapa cual vorágine demoníaca los ahorros de todos los pobres, lentamente invertidos, a costa de cruentos sacrificios, en animales, los cuales en esa época crítica, a un precio diez o quince veces menor que el justo, son adquiridos por el hacendado, para quien el mal año resalta entonces mejor que el bueno, todo gracias a que la gran propiedad pone en manos de unos cuantos señores la facilidad de expoliar, con creciente avaricia, a los desgraciados y numerosos grupos humanos de las extensas regiones en que dominan, por todos conceptos, los terratenientes.


Lo que debía estudiar Bulnes

Vaya el señor Bulnes, auxiliado de todas sus ciencias, a estudiar las expoliaciones de todas las épocas; vaya a los poblados y a las haciendas, a estudiar los abusos y las miserias de todos los días y entonces podrá despedir cascadas de cifras, entonces podrá reducir a numeros el dolor, la desesperación de catorce millones de seres humanos, víctimas del actual sistema agrario-agrario que permite la existencia de una agricultura realizadora, en el mal año, de una de sus mejores ganancias. Mientras esto siga así, guarde el señor Bulnes sus libros de ciencia agrícola, si con ella quiere defender a los hacendados. Para éstos, las cosas como están, están muy bien, porque así ganan dinero en todo tiempo.


Partidarios de la pequeña propiedad

No es, pues, extraño que todos los elementos sociales se muestren partidarios de que se establezca en México la pequeña propiedad: todos esos elementos han comenzado a darse cuenta de los daños inmensos que reciben en sus intereses particulares y en el futuro de la vida nacional, a causa del aplazamiento indefinido de la resolución del problema agrario. Muy natural resulta que también haya hacendados partidarios del fraccionamiento: ellos conocen la cuestión a fondo mejor que nadie. Ven que la gran propiedad, trabajada por el sistema de peonaje, ha comenzado a ser un mal negocio y sólo dan muestras de cordura los hacendados que de ese mal negocio quieren salir, cuanto antes, en las mejores condiciones posibles.

En cuanto a las moscas que presentan en la prensa proyectos salvadores, piense el señor Bulnes que mosca ha de haber parecido Galileo a los fanáticos enemigos de su doctrina acerca del movimiento de la Tierra; que de mosca han de haber calificado a Colón los sabios doctores que rechazaron sus ideas basadas en la redondez de la tierra y que moscas, verdaderas moscas impertinentes han parecido en todos los tiempos todos los heraldos del progreso Humano a todas las eminencias doctorales del obstruccionismo.

Mas esas moscas vienen realizando una labor más práctica y patriótica que las doctas personas que se enredan en grandes e ininteligibles tonterías de sabios.


Los errores de los grandes hombres

Deslizado el error en la conciencia del Poder, como el condenado al eterno trabajo inútil, el Poder, creyendo que ha llegado a la cumbre con la roca a cuestas, sentirá que ésta se le escapa y no tendrá más remedio que retroceder para emprender de nuevo e indefinidamente el agotante esfuerzo.

No sólo por esta última y poderosa razón nos hemos decidido a combatir el gran error del señor Bulnes, sino también porque al finalizar su artículo afirma que el único medio posible para llegar a la pequeña propiedad es el robo de las tierras. ¡A un pueblo hambriento, a un pueblo que está ahora sobre las armas pidiendo tierras, a un pueblo a quien se dice que a veintiocho personas se regaló una extensión territorial del tamaño de Francia, es a quien el señor Bulnes, con su brillante falacia, persuadirá, por medio de todas las ciencias y despidiendo cascadas de cifras, de que el problema agrario no tiene más solución posible que e! robo de las tierras!

No, señor Bulnes; las moscas no permitirán que los errores de usted fructifiquen de una manera tan funesta. Esas moscas, en un supremo esfuerzo mental, laboran dentro del fatal desarrollo de nuestros dolorosos acontecimientos públicos, para que la gran necesidad nacional se resuelva eficaz y honradamente, a fin de que la historia de México no registre una tragedia en que nuestro pueblo desesperado exclame, como en Francia, rompiendo toda proporción guardada, en la hora temida de desembarazamientos coléricos: La República no necesita de sabios.

Manuel Palacios Roji.


Habla el licenciado Molina Enríquez

Otro de los escritores del pro, fue el señor licenciado don Andrés Molina Enríquez, quien tesoneramente venía tratando sobre el agrarismo, asunto medular de la Revolución. Antiguo partidario de la idea, tomó la posición que le correspondía, o mejor dicho, siguió ocupando el lugar que había tenido desde algunos años atrás. He aquí dos de sus artículos que con el mismo título aparecieron en los meses de julio y agosto de 1913:


LOS VERDADEROS ENEMIGOS DEL GOBIERNO

En los últimos meses del gobierno del señor Madero, me esforzaba yo en demostrar que era verdaderamente absurdo que el gobierno y la Revolución se hicieran pedazos, cuando ni la Revolución tenía por qué seguir, como única finalidad la caída de! gobierno, ni éste tenía por qué hacer, de ahogar a la Revolución su objetivo principal.

Si e! gobierno y la Revolución, decía yo entonces, tienen el mismo origen, si sus intereses son comunes, si se dirigen a un mismo afán, ¿por qué se hacen una guerra sin cuartel?; deben, por el contrario, unirse y combatir el enemigo común, el feudalismo rural, que para salvarse ha determinado esa guerra, y la estimula y aviva todos los días, excitando diabólicamente los rencores de las dos partes.

En los presentes momentos, me creo en el alto deber de hacer lo que hice en los últimos meses del gobierno anterior. Ahora, como entonces, veo con toda claridad que los intereses del gobierno y de la Revolución han llegado a ser comunes, y que sólo se mantienen en estado de lucha, por dos razones: es la primera: la de que el enemigo común de la Revolución y del gobierno, trabaja incesantemente por impedir la inteligencia y el acuerdo de aquélla y de éste, avivando sus mutuos rencores; y es la segunda: la de que los hechos propios de la misma lucha, contribuyen día por día a dilatar entre la una y el otro la separación que entre ambos existe.

No puede caber en efecto duda alguna, acerca del hecho de que si el movimiento de la Ciudadela fue por completo reactor, y tuvo por objeto la reconstitución del régimen porfirista, el gobierno del señor general Huerta que de tal movimiento se derivó, ha ido perdiendo poco a poco aquel carácter y alejándose poco a poco de ese objeto, a paso y medida que ha ido desprendiéndose de los compromisos que le impuso el Pacto de aquel nombre; y no puede caber duda alguna tampoco acerca del hecho de que el gobierno del señor general Huerta, a medida que ha ido alejándose del movimiento de la Ciudadela que fue su origen, ha ido acercándose a la Revolución.

Como puede deducirse de los hombres de que se ha rodeado y de la política que ha venido siguiendo, el gobierno actual, lejos de repugnar los ideales de la Revolución, se muestra partidario de ellos y bien dispuesto a su realización; esto es lo que los revolucionarios quieren y por lo mismo la aproximación es notoria; pero aparte de las circunstancias de orden inferior que separan a los revolucionarios del gobierno, existe en lo substancial un punto de diferencia en que radican todas las dificulrades del movimiento, y es el de que los revolucionarios quieren que se hagan desde luego las reformas en que habrá de consistir la realización de dichos ideales, bien convencidos de que por esas reformas se llegará pronto a la paz, sin necesidad de desplegamiento alguno de fuerza, y el gobierno, que debe hacer por medio de la fuerza la paz, para tomar de ella el punto de partida de las reformas.

La diferencia a que acabo de referirme, no es, como se ve con claridad, de tal magnitud que no pueda ser allanada por una solución; pero aquí es donde se tropieza con los verdaderos enemigos de la paz.


Otro artículo del mismo autor

En uno de los artículos de la serie anterior -dice el señor licenciado Molina Enríquez- que vieron la luz en El Imparcial, dije que la paz pudo haber sido hecha a raíz del movimiento de la Ciudadela, y que no se hizo por la acción de los reaccionarios del Pacto de ese nombre. Esos reactores, como he dicho repetidas veces, representaban a todos los elementos contrarios a la Revolución; pero muy especialmente a los grandes terratenientes.

Los grandes terratenientes han resistido a la Revolución con todas las fuerzas y son los enemigos naturales de todo gobierno orientado hacia las reformas revolucionarias. Por tanto, a medida que el gobierno actual se vaya acercando a la Revolución, irán siendo más y más enemigos de él. No hay que temer, sin embargo, que lo declaren así; por el contrario, harán a diario repetidas protestas de adhesión y hasta de sumisión incondicional; pero no dejarán de hacer un solo día, el trabajo de producir la confusión en las ideas; para evitar la inteligencia entre el gobierno y la Revolución, y el trabajo de sembrar la deconfianza entre el gobierno y los revolucionarios para evitar el acuerdo entre éste y aquéllos.

La mayor parte de los periódicos grandes que en esta capital se publican, están al servicio de la causa nefasta que señalo. Tan sólo El Imparcial, siempre hábil para regir su nave en los mares de la opinión, se ha mostrado en estos últimos días abierto a las ideas de la Revolución de 1910, dando motivo a los furiosos ataques de que ha sido objeto por parte de los demás.

Entre todos los periódicos que hacen la labor de que vengo tratando, el principal es El País. El País fingió en 1910 ser partidario de la Revolución, para hacerse un lugar dominante en el nuevo orden de cosas creado por el maderismo. El País ayudó a resolver y ejecutar el movimiento de la Ciudadela; El País se preparaba en estos días, creyendo al gobierno actual vacilante, a volverse revolucionario, apoyando ciertas ideas del señor doctor Vázquez Gómez, publicando los artículos zapatistas del señor Bulnes, e insinuando la salida del señor general Huerta, so pretexto de recuperar Sonora.

En el lugar que El País se hace en cada situación, obra con actividad para difundir ideas, opiniones y doctrinas propias o tomadas en colaboración o en entrevistas de autoridades, para negar que exista el problema agrario; para repetir la idea de que todos los derechos de propiedad territorial que existen en la República, son indiscutibles; para afirmar que los hacendados no han cometido jamás atentado alguno contra los pueblos; para dar por seguro que nuestras clases populares no son susceptibles de mejoramiento. Pero todo esto, que ya es mucho, es nada junto a la labor de insidia que ha hecho para extremar las condiciones del conflicto que devora a la Nación. El País, por sus insinuaciones, por sus consejos, ha determinado la mayor parte de los trastornos ocurridos en los Estados. Si el gobierno contemporiza, El País lo tilda de débil; si el gobierno expresa la idea de acoger a los hombres de la Revolución, como sucedió cuando el señor doctor Urrutia habló de utilizar los servicios de Zapata, El País grita, rectifica, se opone, y hace declaraciones en nombre de la opinión pública que él declara representar; si el gobierno indica deseos de transacción, El País pide que no se transija con las ambiciones. Y como El País obran todos los periódicos de los grandes terratenientes, en estos días. El Independiente comprueba tan rotunda afirmación.

Ahora bien: todos los periódicos de los grandes terratenientes hacen la funesta labor a que me refiero, porque comprenden bien que, en tantos las fuerzas revolucionarias se destruyan entre sí, ellos se salvarán.

Andrés Molina Enriquez.


Breve comentario

En el fondo de lo expuesto por el señor licenciado Molina Enríquez, vemos la tendencia a justificar los principios de la Revolución. Al lado de esto, hay errores de apreciación en lo que se refiere al gobierno usurpador.

Quizá no fueron errores, sino modos intencionales de suavizar las ideas que repugnaban a la administración pública, mediante frases que no podían parecer mal a quien mandaba, ni al periódico que publicó los artículos. Opinamos así porque el señor licenciado Molina Enríquez tenía una actuación que lo hacía insospechable. Un libro por él escrito con anterioridad, mereció públicos y justos elogios del señor licenciado don Luis Cabrera.

Por otra parte, el licenciado Molina Enríquez, como otros muchos que sintieron el ideal revolucionario de la tierra, no estaba en el campo de la lucha armada, donde hubiera podido rubricar con fuego sus pensamientos; era fuerza, pues, que midiese sus palabras, pues sus artículos estaban enfocados a favor de la Revolución; eran la defensa desde las columnas de un órgano gobiernista y sería mucho pedir que no hubiera dorado la píldora.

Pero vamos a considerar muy crasos los errores. Junto a los cánticos que entonaron quienes no sentían el ideal; junto a las alabanzas serviles, palidecen los errores; y junto a los artículos abiertamente contrarios a la Revolución, escritos por elementos vendidos, inconcusamente esos errores no tienen valor, porque éste hay que verlo en el fondo de lo escrito.

Y debemos ser justos: el señor licenciado Andrés Molina Enríquez fue de los hombres que prestaron verdaderos servicios a la causa del agrarismo, médula de la Revolución Mexicana.


PALACIOS ROJI VS. FRANCISCO BULNES

El artículo del señor ingeniero Bulnes copiado en páginas anteriores, tuvo una continuación necesaria en otro escrito en que su autor se salió del plano de las cifras y entró en el anchuroso de la imaginación, para desplegar con amplitud sus alas.


El juicio final

Podría decirse que el ingeniero Bulnes, al hacerse cargo de la defensa de los hacendados, se había posesionado tanto de su papel, que tuvo horribles pesadillas con el problema agrario, siendo una de ellas la repetición del sueño faraónico; pero sin las siete vacas gordas y las siete espigas llenas.

El señor Bulnes razonó así: al robo de las tierras, seguirá la ruina de los terratenientes, la bancarrota de los acreedores hipotecarios, la quiebra de los bancos, la paralización de las fábricas, la suspensión de pagos por total imposibilidad, la miseria de los ricos, la de los obreros, de los sirvientes, de los burócratas y la de la plebe -se olvidó de la clase media y con ella. de los profesionales-; las quiebras en el comercio y en la industria traerán la paralización de la agricultura, la imposible recaudación de los impuestos federales y de los Estados -se olvidó de los ayuntamientos-, y... hasta las siete vacas flacas del sueño del Faraón, pues encontró que habría pérdida en las cosechas precisamente durante siete años.

Una cadena apocalíptica de calamidades, entre ellas la escasez de lluvias durante largos siete años, manifestación de la ira celeste y preludio de otros flagelos.

Y todo porque era imposible que la Nación obtuviese un empréstito de mil quinietos millones de pesos para pagar a los hacendados. Hasta los prestamistas preocuparon al señor Bulnes, pues dice respecto de ellos: y ni los más aventureros usureros prestan un centavo cuando no cuentan con que en el país se hace respetar la propiedad de los que no son peones.

Sí; porque siendo peones se puede no respetar su propiedad; impunemente se puede arrebatarles sus tierras y formar haciendas. En cambio, para los hacendados la cosa cambia; la propiedad se vuelve sagrada, es inviolable y no se le puede tocar sin atraer todas las consecuencias que el señor Bulnes enumera.

Pero el buen señor encontró quien señalara sus errores; y para que se vean éstos y la contestación que obtuvieron, vamos a reproducir el artículo del ingeniero Bulnes y la refutación del licenciado Palacios Roji.


LOS EFECTOS DE LA REPARTICIÓN DE TIERRAS POR EL ÚNICO MÉTODO POSIBLE

Cité la observación exacta de un filósofo inglés -dice el ingeniero Bulnes-, que asienta que, en este mundo, las clases sociales inferiores reciben grata impresión con las desgracias que afligen a las superiores; por consiguiente, en México, el programa de despojo a los hacendados, de sus tierras, para repartirlas entre los pobres, causa alegría vestida de ropajes piadosos, pues la causa de los pobres estimulada por los envidiosos, por los indigentes de levita, por los proletarios fracasados en la tarea de ser propietarios, es causa santa, causa evangélica, causa simpática, aun cuando para hacerla triunfar se la glorifique con atroces sacrificios, indicados por los más sombríos cánones de la demagogia.

No hay programa más popular en un país de inmensa mayoría de proletarios, que el de amolar a los ricos. ¿Y qué mejor medio de amolarlos que dejarlos dela noche a la mañana sin un centavo y sin medios físicos e intelectuales. para trabajar? Hay que reconocerlo: el programa de la Revolución es un programa verdaderamente nacional, tal vez más bello que el de la Independencia en 1810. Todo el que no posee tierras se siente rejuvenecido libando en pequeños sorbos la promesa de dejar a los ricos en un petate de los que aparentemente marchan solos en en virtud de especial tracción animal.

Como entre nosotros los sentimientos socialistas hierven como un bálsamo en marmita de diamante, mientras que las ideas jurídicas inspiran general desprecio, se aprende, al recoger opiniones, el estado de la conciencia de nuestro extenso proletaríado. Los socialistas nacientes mantienen religiosamente su fórmula: Al hombre debe corresponder lo creado por su trabajo; pero la tierra no la han creado los hombres y tiene que ser el bien colectivo o el individual de todos los seres humanos para que la disfruten en relación con la inteligencia y virtudes de su trabajo. La interminable burocracia del país tiene también su fórmula: Los ricos de nada han servido a su patria; han mostrado egoísmo, cobardía, rutina, desprecio del pobre, codicia explotadora del indio, y por último, disponiendo de doscientos millones de hectáreas de excelentes tierras que forman nuestro territorio, no han sido capaces de dar de comer al pueblo, siquiera una pobre ración suficiente para mantenerlo sano y listo para beber en la escuela de la ciencia de sus derechos. De aquí se deduce que todo buen patriota debe mirar como el mayor de los beneficios; una revolución cuyo principal objeto sea amolar a los ricos. Las clases submedias no podían quedarse sin fórmula sociológica en tan interesante situación: No hay para qué hablar de los ricos si no es para pulverizarlos y después mantener su polvo en un horno de incineración de animales muertos de mal infeccioso. De las plebes hay poco qué decir: hoy la prensa nos enseña que en el saqueo de Durango sobrepasaron a los guerreros victoriosos, y que el jefe Tomás Urbina se vió obligado a dictar la orden de que se devolviera lo robado, bajo pena de muerte.


Las deudas de los hacendados

Una vez que en el fondo de sus sentimientos é intereses la gran mayoría del pueblo, no directamente interesada en la repartición de tierras, considera como rico florón para nuestra historia el pronto y completo despojo a los señores hacendados, veamos, si tal despojo se realizara, a quién tocaría cumplir con el refrán francés: Rira mieux qui rira le dernier. La mayor parte de nuestros hacendados no son dueños exclusivos de sus haciendas; deben más de setecientos millones de pesos a acreedores hipotecarios y bancarios. Al despojar a los hacendados de sus tierras, sin que los nuevos dueños tuvieran obligación de echarse encima tan importante deuda, quedarían los prestamistas hipotecarios y bancarios tan despojados como los hacendados. Más de las dos terceras partes de las carteras de todos los Bancos de la República, representan deudas de hacendados, y al ser todos ellos arruinados, los establecimientos bancarios de la República y muy especialmente los que emiten bonos hipotecarios, se precipitarían en la bancarrota con más precisión que una bala de platino en el vacío.

Los Bancos sostienen casi todas nuestras industrias, especialmente la de los hilados y tejidos de algodón, prestándoles el capital de explotación, si no es que también parte del de instalación. Quebrando los Bancos, a ningún deudor de ellos se le refrendarían sus pagarés y como nadie podría pagar, el resultado sería la bancarrota social, tragando en insondable abismo de miseria tanto a las clases ricas como a los obreros, como a los sirvientes, como a las plebes, y como a los burócratas, pues con la quiebra del comercio, de las industrias, y, como se verá más adelante, con la parálisis completa de la agricultura, no caería un solo centavo en el tesoro público federal, ni en el de los Estados. Así pues, el despojo de los hacendados sería el despojo del pan de los obreros, del pan de los empleados públicos, del pan de los artesanos, del pan de todo el mundo.

Todavía, aun cuando no lo parezca posible, hay que agregar otra catástrofe: para que haya producción agrícola, son indispensables los tres muy conocidos elementos: tierras, trabajo y capital. La tierra la daría el robo, el trabajo, el peón convertido en pequeño propietario; ¿y el capital, quién lo daba? El pequeño propietario necesitaría de yuntas, de instrumentos de labranza, de una casa, de granos para la siembra y de dinero suficiente para mantenerse, tanto él como su familia, hasta obtener la primera cosecha; y si como es frecuente en el país, se perdía esa primera cosecha, el pequeño propietario se vería obligado a tener un capital para vivir mientras obtenía la segunda cosecha, y si se perdían siete cosechas, como pasó en San Luis hace diez años, el pequeño propietario no podría subsistir sin un capital que lo hiciese vivir, lo mismo que a su familia, durante siete años. Los peones mexicanos no tienen ahorros, ni podrían contar con los auxilios del crédito, porque no hay instituciones de crédito para los ladrones, reconocidos como tales, y ni los más aventureros usureros prestan un centavo, cuando no cuentan con que en el país se hace respetar la propiedad de los que no son peones.


Los que reirán al último, según Bulnes

Si nuestros pequeños propietarios, favorecidos por la Revolución, tuvieran forzosamente que encontrarse sin capital para explotar las tierras, no habría más que una cosecha, la del hambre aguda y completa que los mandaría al sepulcro, gritando probablemente: ¡Viva Zapata!

Por su parte, los hacendados, a los que siempre quedarían algunos recursos, se irían al extranjero a vivir modesta o pobremente, y desde allí podrían contemplar los magníficos resultados de la estupidez y del odio que habían llevado al pueblo mexicano a su completa ruina. Si la Revolución triunfara, a los hacendados tocaría reir los últimos.

Francisco Bulnes.

Veamos ahora la contestación que al artículo preinserto dió el señor licenciado Manuel Palacios Rojí.


LEVANTAR AL POBRE SIN ABATIR AL RICO

La labor obstruccionista del señor don Francisco Bulnes en contra de la solución del problema agrario, se reduce hasta hoy a una falsa argumentación, según ya lo demostramos, para decir que es imposible la creación de la pequeña propiedad; a una afirmación temeraria de que el único método posible de llegar a ella es el robo, y a un segundo artículo, bien sensacional, acerca de los efectos de dicho robo en toda nuestra economía social.

Verdaderamente es asombroso que en defensa del actual sistema agrario, el señor Bulnes no haya podido raciocinar sino con apariencia de éxito formidable, que por otra parte, se desbarata instantáneamente.

Somos los primeros en rechazar de plano el único método del robo como solución del problema agrario. Hecha esta fundamental advertencia, creemos conveniente y necesario hacer ver con cuánta imprudencia ha lanzado el señor Bulnes la palabra robo.

Cierto que el señor Bulnes, trazando un cuadro enormemente terrífico acerca de los efectos del robo de las tierras, de buena fe piensa acaso que, si ha señalado el robo como único medio posible, es precisamente para combatirlo, y que tal cosa se logra con sólo enunciar sus efectos.

Pero lo grave de la cuestión es que el señor Bulnes, aunque lo crea firmemente, no ha enunciado en su segundo artículo los efectos del robo de las tierras.

Enuncia los efectos del desconocimiento de las deudas de los hacendados, por parte de los nuevos propietarios y los efectos de siete años de pérdidas de cosechas consecutivas en toda la República, como pasó hace diez años en San Luis.

Si no se realiza la primera condición, si los nuevos propietarios, por conveniencia, reconocieran la parte correspondiente de la deuda de la hacienda, lo que no sería imposible, puesto que es bien sabido que el indio reconoce no sólo su deuda sino hasta la expoliadora deuda que hereda, con sólo ese acontecimiento, ya no veríamos ninguno de los sensacionales y alarmantes efectos que de esta primera condición hace depender el señor Bulnes.


El error, consecuencia del error

En cuanto a los siete años de pérdidas de cosechas en toda la República, condición con la cual piensa e! señor Bulnes haber dado la última pincelada al espeluznante cuadro de los efectos, condición tan peregrina que la combata el cielo y no nosotros.

No, señor Bulnes; el robo se combate por principio, no por sus efectos.

Brevemente el artículo del señor Bulnes se desbarata con sólo hacer ver la calidad de esas dos condiciones, sin las cuales no vendrán los efectos anunciados: afirmar que los nuevos dueños desconocerían las deudas de las haciendas, es un prejuicio; afirmar que vendrá una pérdida de cosechas en toda la República durante siete años, uno tras otro, es otro prejuicio.

Tenía que ser, señor Bulnes; la consecuencia del error es el error. La obstrucción no tiene más arma que el error y el prejuicio. Una vez más, esto, hasta la evidencia, está probado. Verdaderamente obsesionado por eso de que el robo es el único método posible, el señor Bulnes, ocupándose del problema agrario que es una necesidad nacional; de la Revolución que es una manifestación de la urgencia de esa necesidad, y del bandolerismo que es una calamidad concomitante de toda revolución, dando un salto larguísimo de su obsesión primitiva a la última de esas enlazadas cuestiones, el señor Bulnes afirma que el programa de amolar a los ricos, es un programa verdaderamente nacional.

Base efectuado en el seno de la sociedad mexicana la evolución de los ricos en sentido ascendente. Esta evolución es ilimitada. Pero desde la Conquista, por las expoliaciones a que da lugar el actual sistema de la gran propiedad rural, en la hacienda y poblados inmediatos, los pobres han evolucionado en sentido descendente. Esa evolución no puede ser ilimitada. La miseria, e! hambre, la desesperación han reaccionado. El término fatal de esa evolución descendente ha sido la Revolución.


Un programa nacional

Cuando todos los elementos sociales se hayan acabado de convencer de que ese es nuestro mal; cuando se fijen no sólo en las terribles manifestaciones de la guerra fratricida, que a todos daña, sino también en las tremendas causas de ella, que a todos dañan también; cuando el pobre y el rico, el peón y el obrero, el industrial y el banquero, el comerciante y el profesionista, el Estado y todo el mundo cifren sus esperanzas de conservación, de progreso, de paz y de Patria, en una solución justa y pronta del problema agrario, entonces, señor Bulnes, podremos decir con justificación que tenemos un programa verdaderamente nacional.

En otras partes del mundo podrá resultar utópico el mejoramiento del oprimido; en otras partes del mundo, donde todo está explotado, donde hay exceso de brazos y escasez de trabajo, podrá resultar atentatoria esa utopía; pero entre nosotros, donde hay escasez de brazos y exceso de tierras, donde la gran propiedad tiene los grandes inconvenientes fundamentales de no estimular al trabajaaor, tornándole perezoso y de no dar al único dueño de extensos dominios todo lo que la tierra puede producir, tornándole expoliador; entre nosotros, donde las riquezas están abandonadas, ignoradas o rudimentariamente explotadas, salvo excepciones relativamente poco considerables; entre nosotros, señor Bulnes, no es posible aspirar al mejoramiento del oprimido, sin que esto entrañe, por fortuna, el aniquilamiento del rico; todo lo contrario; por eso es que, entre nosotros, la creación de la pequeña propiedad, orientación de la buscada solución del problema agrario, puede considerarse como la más firme y sólida garantía de paz y de progreso.

Esa es nuestra manera de pensar. Su enunciación basta para comprender la firmeza de nuestras convicciones. Sentimos no encontrar una palabra, bien distinta, que, limitándonos a nuestro caso y poniéndonos a salvo de confusiones, pudiera servir de rubro a nuestra doctrina.

Definida así nuestra posición en el debate, al explorar la del contrario, vemos claramente que el fin de los dos artículos del señor Bulnes no ha sido otro que, por medio del pánico, poner a los agricultores o hacendados frente a frente de la Revolución, y a la retaguardia de los hacendados, pero también frente a frente de la Revolución, a todos los Bancos de la República.


La solución Sala

Por lo que respecta a los Bancos, hay la solución Sala (Don Antenor Sala fue otro de los ardientes defensores del agrarismo. A él se deben varios libros sobre tan importante cuestión. Precisión del General Gildardo Magaña) del problema agrario dentro de la cual, según lo haremos ver, sus intereses quedan a cubierto de todo despojo y colocados en iguales condiciones en toda la República, con relación al fraccionamiento, tanto si poseen un poco más de cien hectáreas, como si son terratenientes omnipotentes. Con los que poseen menos de cien hectáreas la solución Sala no tiene que ver, pues en la división que propone, fija en cien hectáreas el máximo de los lotes.

Por lo que respecta a los peones-esclavos de hoy, como lo haremos ver, la solución Sala realizaría inmediatamente la emancipación de todos, y en la mayor extensión que sea posible, su instalación como pequeños propietarios agricultores, con sólidas garantías de que no serán burlados en sus aspiraciones.

En subsecuentes artículos explicaremos la solución Sala, según la hemos comprendido, en sí misma y con relación a sus trascendencias, y entonces se verá que dicha solución, sobre bases equitativas, conduce a la inmediata división de las haciendas y tierras en toda la República.

En cuanto al señor Bulnes, con los dos artículos que ha publicado en El Pais no ha logrado más que una sola cosa efectiva: lanzar a los cuatro vientos la falsa especie de que el robo de las tierras es el único medio posible para la solución inmediata del angustioso problema agrario.

Esa palabra, bajo este problema, era puesta por el señor Bulnes, una máquina infernal, cuya explosión, por fortuna, hemos evitado a tiempo.

Manuel Palacios Roji.


Lo que dijo un revolucionario suriano

Conviene oír ahora lo que un revolucionario suriano dijo, no en la controversia ni en el campo de la hipótesis, sino en vista de la realidad, en presencia de hechos por él observados y vividos. Aun cuando se refiere a otra etapa de la lucha armada, su narración se relaciona con el fondo de los artículos que anteceden, teniendo el innegable valor de la observación directa, valor del que carecieron los artículos del ingeniero Bulnes. He aquí lo que dijo el revolucionario citado (Prof. Carlos Pérez Guerrero, Emiliano Zapata y la Escuela del pueblo, ya citada. Anotación del General Gildardo Magaña):

... La mejoría de la situación fue debida a las cosechas y éstas, a su vez, eran incuestionablemente el resultado del trabajo. He aquí, pues, que en presencia de aquel fenómeno que estábamos mirando, sintiendo, palpando, no podíamos sino considerar al factor trabajo como la más alta potencialidad social. Ahora nos acordábamos de muchas teorías de los economistas; pero no cabe duda que los hechos estaban relegando a gran número de esas teorías al último término. Las condiciones en las que se encontraba e! pueblo, poco antes famélico, habían cambiado y seguían cambiando, siendo completamente ajeno el capital que para nada había intervenido. Fue la ayuda que se prestaron mutuamente los trabajadores; fue el esfuerzo poderoso de sus músculos el que había hecho cambiar aquella situación de miseria, de hambre, en otra ya distinta; fueron los resultados del trabajo los que provocaron el comercio por intercambio de artículos entre las poblaciones, a pesar de las dificultades que existían; fue la tierra cultivada libremente, la naturaleza misma la que pródigamente correspondió al esfuerzo humano.

Y pensábamos en que se ha perdido mucho tiempo para encontrar solución a muchos de nuestros problemas económicos nacionales, cuando se ha querido armonizar el capital y el trabajo, en vez de haber organizado primero el trabajo.


Habla el licenciado Moheno

Anticipándonos en el orden cronológico de los acontecimientos, pero por convenir a la índole de este capítulo, reproducimos lo que dijo El Imparcial en su edición del 12 de octubre de 1913:

El Jefe del Gabinete comunica al Cuerpo Diplomático, por qué fueron disueltas las Cámaras y aprehendidos los Diputados el día anterior.

Reunido el Cuerpo Diplomático a las diez y media de la mañana de ayer, en la sala de visitas del Palacio de la Glorieta de Carlos IV, el Ministro de Relaciones habló de la siguiente manera:

El Gobierno me comisionó para que hiciese a sus excelencias la notificación colectiva de la disolución de las Cámaras. Como sus excelencias saben, al surgir el nuevo Gobierno emanado de los acontecimientos de febrero, contrajo el compromiso de realizar a todo trance la paz que interesa a todos, no sólo al país, sino a toda la familia humana por la estrecha solidaridad que existe entre los pueblos. Las murallas chinas que pudieron existir en el pasado, hoy día serían completamente imposibles. La corriente de solidaridad entre las nacionalidades, mantiene en íntimo contacto la vida de cada una. Como sus excelencias lo saben, el Gobierno del general Huerta ha hecho grandes esfuerzos para realizar sus propósitos. Desgraciadamente, elementos empeñados en obstruir el camino, aparecían difíciles de dominar. Desde la apertura del Congreso se advirtió esa obstrucción. Un Poder se enfrentó contra el otro. Pedirle al Gobierno que en tales condiciones, sin mayoría en el Congreso, con tan manifiesta obstrucción sistemática, goberñáse constitucionalmente, era imposible.

El Gobierno es una entidad conjuntiva en la que deben de existir lazos de armonía; desgraciadamente ocurría en el país lo contrario. ¿Podría prolongarse tal situación? No, indudablemente; más o menos tarde vendría la disolución, la anarquía en el país. Encontrábase el Congreso invadiendo a los otros Poderes y tal situación era imposible. Tampoco podía el Gobierno formular el dilema que anoche citaba a los señores periodistas pronunciado por Gambetta: someterse o dimitir, porque ello equivaldría a la disolución nacional. El general Huerta decidió entonces someterse al dictado de la Opinión Pública, para que ella en última instancia dijese sise contaba con su apoyo, pues el Gobierno no podía aceptar que los elementos de la Cámara reflejasen el sentir de aquélla. No le quedaba otro camino. El Gobierno decidió romper momentáneamente con la continuidad constitucional para decir al pueblo: Tú eres el único que debes decidir, ven inmediatamente a los comicios, para que marques el camino y digas si, por fin, han de encauzarse los Poderes dentro de una reciprocidad de respeto.

He aquí, excelentísimos señores, la razón del decreto de la disolución de las Cámaras. Las potencias tienen gran interés en que el Interinato del Gobierno llegue a su fin en su debida forma. Las elecciones no se diferirán, como pretendía un grupo de la Cámara, por malicia, para infiltrar la idea de que el Gobierno no acataba sus compromisos y pretendía llevar a cabo una mixtificación. Tengo la fortuna de expresarme ante hombres cultísimos. Y a ellos hago un llamamiento en las actuales circunstancias del país.

Guardamos una situación única en América. Nuestra República adolece de falta de unidad de raza. El elemento indígena es un lastre, enteramente negativo para nuestro progreso, y muy eficaz para la disolución del país. Necesitamos contar con la cultura de todos los países. Que ellos vean que nuestras deficiencias no son obra de nuestra voluntad. Hemos trabajado heroicamente, y si nos falta apoyo, pereceremos tal vez, pero con la conciencia de haber cumplido con nuestro deber.


Nuestra opinión

¡Qué hueco suena el discurso del Jefe del Gabinete ante el Cuerpo Diplomático! ¡Qué falta de fondo, de vergüenza y de tacto hay en él!

Aúllan de verse juntos la explicación que se quiso dar a la disolución del Congreso y el peregrino pensamiento de que la raza indígena es un lastre negativo para el progreso. ¿Qué tuvo que ver el elemento indígena con la disolución del Poder Legislativo? ¿Por qué ligar ese acto, meramente político, con la falta de unidad de raza? No por el golpe de Estado se iba a conseguir la unificación, ni los señores diplomáticos podían contribuir a ella en modo alguno.

Pero cuando hemos visto el proyecto de colonización japonesa para Morelos, se antojan las palabras de Moheno como una invitación al extranjero para que con sus nacionales sustituyese a nuestros indígenas. Necesitamos contar con la cultura de todos los países, dijo.

Sí; pero en una ósmosis de espiritualidad, en una afluencia honesta de pensamientos y de ideas; no en un torrente que traiga aparejada la explotación inicua de nuestros nacionales y de nuestros recursos. Esa cultura que necesitamos, como todos los pueblos de la tierra, nos viene espontáneamente; la recibimos en el libro, en la prensa periódica, en los que regresan de haber ido a beberla directamente en sus fuentes, en los que con sana intención vienen a dejarla. La recibimos de mil modos, la estimamos, la asimilamos y la devolvemos también, ¿por qué no decirlo?, aumentada con el producto de nuestras investigaciones, que son nuestra aportación a la cultura universal.

Hablar de nuestra raza indígena cuando se llama a los representantes de otros países para comunicarles un acto de política interna, acusa extrema falta de tacto; porque la disolución del Congreso fue ajena a nuestra estructura étnica y parece que quiso decirse: ¡Aquí tenéis una tierra de conquista; decidlo a vuestros gobiernos e informadlos que el nuestro pisotea las leyes porque a Huerta estorbaba el Poder Legislativo para ser el amo de la situación!

¡Qué falta de vergüenza! El poeta Heine, al volver a su rubia Alemania, entonó sus cantos al lodo, al lodo vil; pero que era lodo patrio. El tribuno Moheno, el Jefe del Gabinete, el intelectual Moheno, exhibió las desnudeces de su país en una reunión de extranjeros, sin objeto y con el gesto impúdico de una meretriz. Negamos rotundamente que el elemento indígena sea eficaz para la disolución del país, como lo afirmó Querido Moheno por ignorancia de que esa raza posee un claro concepto de lo que son las comunidades humanas.

Negamos que sea un lastre. La situación en que se encuentra, es debida a la paralización brusca que sufrieron sus culturas, y en esa situación han querido mantenerla los gobiernos nacionales asesorados por sabios enfermos de extranjerismo; pero tal cosa no es para decirla en una reunión de diplomáticos, sino en un Congreso de Educación, porque es a los educadores a quienes corresponde levantar a esa raza, es a ellos a quienes toca despertarla del letargo de siglos en que la dejó la conquista, es a ellos a quienes está encomendada la tarea de desenvolver las virtudes del indio, encauzar sus energías, empujarlo fuertemente hacia el progreso, al margen del cual se encuentra por culpa de nosotros mismos.

Nuestra República adolece de la falta de unidad de raza - afirmó el Ministro de Relaciones. ¿Y qué defecto es ése? Adolece de unidad espiritual, debió haber dicho, porque los hombres de gobierno fueron incapaces de formar el alma nacional; adolece de unidad de intereses, porque al elemento indígena se le ha hecho objeto de explotación y se le ha negado justicia; por eso la reclama con las armas en la mano.

Pero Moheno era incapaz de pensar estas cosas, a pesar de su talento, y hubiera sido incapaz de decirlas, a pesar de su oratoria, porque, como Bulnes, estaba enfermo de extranjerismo. Al referirse Bulnes a los hermanos Vázquez Gómez, los llamó mancuerna apostólica; pero con todos sus errores, con todos sus defectos, fueron verdaderos valores revolucionarios. Bien castigados estuvieron Bulnes y Moheno cuando la Revolución, por voz de Vasconcelos, los llamó bueyes cansados del porfirismo.

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