Indice de Los fisiocratas de Carlos Gide y Carlos Rist CAPÍTULO PRIMERO CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

LOS FISIÓCRATAS

Carlos Gide y Carlos Rist

CAPÍTULO SEGUNDO

El orden natural



La concepción esencial del sistema de los fisiócratas es el orden natural. El Orden natural y esencial de las sociedades políticas, tal es el título que Mercier de la Riviere pone a su libro, y Dupont Nemours define la fisiocracia diciendo que es la ciencia del orden natural.

Pero ¿qué es lo que es preciso entender por estas palabras?

Ante todo, ya se da por supuesto que hay que interpretarlas como término de oposición al concepto de un orden social artificial, creado por la voluntad de los hombres (1).

Pero esta definición, puramente negativa, no es suficiente, puesto que deja ancho margen para arbitrarias interpretaciones divergentes.Primeramente se puede tomar el orden natural en el sentido del estado de naturaleza, enfrente del estado de civilización, que sería artificial. En esta interpretación, para encontrar el orden natural, el hombre debería regresar a sus orígenes.

Semejante explicación puede apoyarse, desde luego, no solamente en ciertos pasajes de fisiócratas (2), sino, además, en la corriente de ideas, tan intensa hacia el final del siglo XVIII, que, exaltando y sublimando el tipo del buen salvaje, llenó todo un ciclo literario, a partir de los cuentos de Voltaire, Diderot y Marmontel, y que hemos visto reaparecer en la literatura anarquista de nuestros días, pero la cual debe, sin embargo, ser rechazada. Nada se parecía menos a un salvaje que un fisiócrata. Eran todos ellos hombres muy bien disciplinados, magistrados, intendentes, sacerdotes, médicos del Rey, apasionados, ante todo, de la civilización, del buen orden, de la autoridad, de la soberanía y de la propiedad, principalmente, lo cual no tiene nada de compatible con el estado salvaje ... Propiedad, seguridad, libertad, he aquí, finalmente, todo el orden social completo (3).

No se les advierte, en absoluto, inclinados a creer que los hombres hayan perdido gran cosa por este tránsito del estado salvaje al estado civilizado, ni siquiera, como Rousseau, que los hombres fuesen más libres en el estado de naturaleza y que hayan debido sacrificar algo por este contrato social, ni aun que se hayan expuesto -en el caso de que el contrato hubiese sido leonino, que ha sido el más frecuente- a no encontrar por ninguna parte el equivalente de lo que habían sacrificado. ¡Quimeras, quimeras; todo eso no son más que quimeras!, responden los fisiócratas: pasando del estado de naturaleza al estado de civilización, los hombres no sacrifican nada y, en cambio, lo ganan todo (4).

El orden natural, ¿quiere acaso decir que las sociedades humanas están regidas por leyes naturales, las mismas que gobiernan el mundo físico, o mejor dicho, las mismas que gobiernan las sociedades animales o la vida interior de todo organismo? En este caso, los fisiócratas deberían ser considerados como los precursores de los sociólogos organicistas. Esta interpretación puede parecer tanto más aproximada a la realidad por cuanto el mismo doctor Quesnay, a causa de sus estudios médicos acerca de la Economia Animal (que es precisamente el título de uno de sus libros) y de la circulación de la sangre, se ha debido encontrar orientado en este sentido; la economía social ha podido parecerle, al igual que la economía animal, como una especie de Fisiología. Además, que de Fisiología a Fisiocracia no hay mucho camino que recorrer. Evidentemente han puesto un gran empeño en hacer patente la interdependencia de las clases, no tan sólo la de las unas para con las otras, sino también la de todas juntas para con la tierra, y de aquí se puede sacar la lógica consecuencia de que hicieron de la ciencia moral una ciencia natural (5).

También esta interpretación nos parece, sin embargo, insuficiente. Es de notar que hasta en el texto que citamos en la nota 5, Dupont supone siempre, hablando de las sociedades de las hormigas y de las abejas, que éstas se someten a un gobierno de común acuerdo y por su propio interés. De donde parece admitir incontrastablemente que las mismas sociedades animales están fundadas sobre una especie de contrato social. De todos modos, nosotros estamos bastante lejos de concebir esas leyes, tal como las entienden los naturalistas, los físicos y los biólogos, y no es que los fisiócratas sean deterministas. No solamente no creen que el orden natural se imponga como la ley de la atracción, sino que ni siquiera imaginan, ni por un momento, que ese orden natural se realice actualmente en las sociedades humanas de la manera misma que se lleva a cabo en la colmena o en el hormiguero; éstos constituyen sociedades ordenadas, al paso que las sociedades humanas, en su estado actual, son desordenadas, porque los hombres son seres libres y los animales no lo son.

Entonces, finalmente, ¿qué es el orden natural? Es el orden establecido por Dios para el bienestar de los hombres. Esto es el orden providencial (6). Pero es preciso, ante todo, aprender a conocerlo y después de haberlo reconocido, a admitirlo y a conformarse con él.

¿De qué modo lo conoceremos? El signo por el cual se reconoce el orden natural es la evidencia; esta palabra se encuentra, a diestra y siniestra, repartida en abundancia en los escritos de los fisiócratas (7). Pero preciso es también que esta evidencia pueda ser percibida -la más brillante luz no puede ser apreciada si no es por los ojos-. ¿Y cuál será el órgano de que nos habremos de servir para ello? ¿El instinto? ¿La conciencia? ¿La razón? ... ¿Acaso será la voz de Dios la que, por medio de una revelación sobrenatural, nos ha de decir dónde está la verdad? ¿o será la Voz de la naturaleza la que nos habrá de señalar el buen camino? ... Los fisiócratas no parecen haberse inquietado por la resolución de este problema, pues indiferentemente les vemos ir dando todas estas respuestas, a pesar, sin embargo, de que algunas de ellas son entre sí contradictorias. Mercier de la Riviere recuerda las palabras de San Juan sobre la luz que luce en las tinieblas y alumbra a todo hombre que viene al mundo, lo cual supondría una luz interior, encendida por Dios en el corazón de cada hombre, que le permitiera hallar su verdadero camino. Quesnay, según Dupont, había observado que el hombre no tiene más que penetrar en el interior de sí mismo para encontrar allí la noción inefable de esas leyes, y que antes de conocerla, los hombres son guiados, naturalmente, por un conocimiento implícito de la fisiocracia (8).

Pero de otros muchos pasajes parece desprenderse que no está muy puesto fuera de toda duda el hecho de que esta percepción intuitiva baste por sí sola para revelar el orden natural, y la prueba la tenemos en que el mismo Quesnay declara que las leyes del orden natural deben ser enseñadas, y ésa es la principal razón de ser de la instrucción, que es para ellos, como hemos de ver más adelante, una de las funciones esenciales del Estado.

Puede, en suma, decirse, por lo tanto, que el orden natural era el que aparecía como evidentemente el mejor, no a cualquiera, sino a los espíritus razonables, cultos, liberales, como eran los fisiócratas. Este orden natural no era de ningún modo el que la observación de los hechos hubiera podido revelarles, sino el que ellos llevaban dentro de sí mismos. Y he aquí por qué, entre otras leyes, el respeto a la propiedad y a la autoridad se les mostraba como la base evidente del orden natural.

Debido, precisamente, a que este orden natural, así concebido, era más bien sobrenatural, es decir, elevado muy por encima de las contingencias de la realidad, aparecía ante ellos con toda la grandeza del orden geométrico y revestido de su doble atributo, la universalidad y la inmutabilidad. Es el mismo para todos los hombres y para todos los tiempos, es la legislación única, eterna, invariable, universal, la cual es, evidentemente, esencial y divina (9).

Parece estarse escuchando la Letanía Lauretana.

Por lo que respecta a la universalidad, véase lo que dice Turgot:

Todo aquel que no se olvide de que hay Estados políticos, separados los unos de los otros y diversamente constituídos, no podrá tratar bien jamás una cuestión de Economía Política (10).

Y por lo que hace a la inmutabilidad, del mismo Turgot son estas palabras:

No se trata aquí de saber lo que es o lo que ha sido, sino lo que debe ser. Los derechos del hombre no están basados en su historia, sino en su naturaleza.

Esta concepción dogmática y optimista es la que debía dominar en toda la escuela clásica, y principalmente en la escuela francesa, aun cuando la idea de Providencia hubiera cedido su puesto a la de leyes naturales. Dicha concepción estará hoy muy desacreditada, pero el día en que se la vió por vez primera elevarse sobre el horizonte, deslumbró todas las miradas. Por eso se le dedicaron tantos epítetos laudatorios que hoy nos parecen hiperbólicos y hasta ridículos (11), mas hay que considerar que no ha sido pequeño triunfo el de haber suministrado a una ciencia nueva un objeto, un ideal y planes que ir desarrollando.

Pero donde la concepción del orden natural se nos muestra más digna de consideración, ha sido, sobre todo, en sus consecuencias prácticas, pues, precisamente, gracias a ella, se vió crujir todo el edificio de reglamentaciones que era el antiguo régimen, considerado como régimen económico. He aquí cómo pudo ser esto:

Este orden natural no basta conocerlo; es preciso conformarse con él. ¿Qué hacer para ello? Nada más sencillo, puesto que este orden natural es, evidentemente, el más ventajoso para el género humano (12). Por lo tanto, cada indviduo sabrá muy bien encontrar naturalmente el camino que le es más ventajoso. y lo encontrará libremente (13) y sin que haya necesidad de que exista una fuerza coercitiva, un poder cualquiera que lo empuje a ello.

La balanza psicológica que todo hombre lleva en sí -a la que algún tiempo después se dará el nombre de principio hedonístico y será la base de la escuela neoclásica- ya se encuentra admirablemente explicada por Quesnay (14): Obtener el mayor aumento posible de bienestar con la mayor disminución posible de gastos es la perfección de la conducta económica. Pues éste es también el orden natural. Y cuando cada uno haga otro tanto, este orden, en lugar de ser alterado, resultará más sólidamente establecido. Es esencial al orden que el interés particular de uno solo no pueda ser jamás separado del común interés de todos, y esto es precisamente lo que sucede bajo el régimen de la libertad. El mundo marcha entonces por si solo. El deseo de gozar imprime entonces a la sociedad un movimiento que se convierte en una tendencia perpetua hacia el mejor estado posible (15). En suma, que no hay más que dejar hacer, laisser faire (16).

Estas famosas fórmulas han sido tantas veces repetidas o criticadas desde hace siglo y medio, que actualmente nos parecen harto vulgares: con toda seguridad que entonces no lo eran. Hoy es sumamente fácil hacer mofa de esta política social, como también es muy fácil y muy sencillo demostrar que ni esta armonía de los intereses individuales entre sí y con el orden general, ni aun este conocimiento que todo hombre tendría de sus propios intereses, están confirmados por los hechos. No importa; casi era necesario que nos encontrásemos este optimismo en el punto de partida de la ciencia. No es posible construir una ciencia cualquiera si no se tiene fe en un determinado orden preestablecido.

El dejar hacer, por otra parte, no quería significar que hubiese que no hacer absolutamente nada; no era la suya una doctrina de pasividad ni de fatalismo. Por lo que se refiere a los individuos, habrá que hacerlo todo, ya que se trata, precisamente, de dejar a cada uno campo libre, juego franco, fair play, como se dice hoy en Francia e Inglaterra, sin temor a que esos intereses particulares choquen entre sí o sean perjudiciales al interés general. Y por lo que hace al gobierno, es cierto que tendrá poco que hacer, a pesar de lo cual no será una sinecura ejercer las funciones que los fisiócratas le reservan todavía, según veremos, y que son las siguientes: suprimir las trabas creadas artificialmente, asegurar el mantenimiento de la propiedad y de la libertad, castigar a todos aquellos que de cualquier manera atenten contra alguna de ambas y, principalmente, enseñar las leyes del orden natural.



Notas

(1) Juan Jacobo Rousseau, a pesar de ser contemporaneo de los fisiócratas, dado que murió en 1778 y que su famoso libro El contrato social lleva la fecha de 1762, no perteneció a la Escuela, y a pesar también de que el marqués de Mlrabeau intentó en vano convertirlo a la doctrina fisiocrática.

Entre la idea del Orden natural y la del Contrato social, parece, efectivamente, que hay absoluta incompatibilidad, porque lo que es natural y espontáneo no puede ser contractual. Y hasta se podría llegar a suponer que la celebre teoría de Rousseau fue formulada en oposición a la de los flsiócratas, si no se supiera indudablemente que la idea del Contrato social la encontramos ya en numerosos escritos muy anteriores a Rousseau, particularmente en los de inspiración calvinista. Para Rousseau es cosa evidente que el orden soclal resulta de la solución de un problema matemático. El lo plantea, en eferto, como antecuestión a ciertos datos complicados, que formula de esta manera:

Encontrar una forma de asociación que proteja la persona y los bienes de cada asociado y por la cual cada uno, uniéndose a los demás, no obedezca, sin embargo, más que a si mismo, quedando tan libre como antes.

Desde luego, nada más lejos que esto de la concepción de los fisiócratas; para éstos no hay nada que buscar ni que inventar. El orden natural es evidente, por si mismo.

Es cierto que J. J. Rousseau cree también, a la vez, en el orden natural, en la voz de la naturaleza, en la bondad nativa del hombre, etc.

Las leyes eternas de la naturaleza y del orden existen y tienen el valor de leyes positivas, para el sabio. Están escritas en el fondo del corazón por la conciencia y por la razón (Emilio, V).

Evidentemente, éste es el mismo lenguaje de los fisiócratas. Solamente que entre uno y otros existe la gran diferencia de que, para Rousseau, el estado de naturaleza ha sido desnaturalizado por las instltuciones sociales (sobre todo por las Instituclones politicas, pero entre las que hace figurar asimismo la propiedad), y de lo que se trata es de devolver al pueblo el equivalente de lo que ha perdido -a esto precisamente es a lo que se encamina el Contrato social-, en tanto que, para los fisiócratas, las instituciones sociales, y por encima de todas ellas la propiedad, no son más que la amplificación espontánea del orden natural. Verdad es que dichas institucIones sociales han sido desnaturallzadas por la acción turbulenta de los gobiernos; pero bastará que ésta cese para que el orden natural vuelva a encauzarse por su curso normal, como un árbol al que se liberta de las trabas que le doblan sujetando la copa al suelo.

Y todavía existe entre Rousseau y los flsiócratas esta otra diferencia capltal: éstos afirman que el interés y el deber se confunden, puesto que. según su propio interés, el Individuo realiza el bien de todos; al paso que Rousseau sostiene que el interés y el deber no pueden coexistir juntamente y que en su antagonismo debe el primero ser vencido por el segundo.

El interés personal está siempre en razón inversa del deber y aumenta a medida que la asociación se hace más íntima y el compromiso menos sagrado (Contrato social. II. cap. III).

Quiere decir con esto que el interés es mucho má riguroso en la corporación o en la familia que en la patria.

(2) Hay una sociedad natural anterior a toda convención entre los hombres ... Estos principios evidentes de la constitución más perfecta de la sociedad se manifiestan por si mismos al hombre; y no quiero decir con esto que sea solamente al hombre instruido y estudioso, sino hasta al hombre sencillo, salvaje, recién salido de las manos de la naturaleza (Dupont. J, págs. 24 y 341).

Y aun algunos de los fisiócratas no parecen muy alejados de creer que este orden natural ha existido realmente en el pasado y que los hombres lo han perdido por su propia culpa. Dupont de Nemours dice textualmente:

Pero, ¿cómo se han apartado los pueblos de este estado de felicidad de que gozaban en aquellos tiempos tan antiguos y tan dichosos? ¿Cómo es posible que hayan llegado a desconocer el orden natural? (I. pág. 25).

Con todo esto, aun así interpretado, el orden natural preexistente no tendría ninguna relación con el estado salvaje, sino más bien con lo que los antiguos llamaban la edad de oro y los cristianos el Paraiso Terrenal. El orden natural, comprendido de esta forma, no seria, pues, más que ese Paralso perdido, que seria preciso recuperar.

Por lo demás, tal punto de vista solamente por excepción aparece entre los fisiócratas; a pesar de todo, era interesante hacerlo resaltar para enseñar cómo la idea moderna de evolución y de progreso era totalmente extraña a los fisiócratas.

(3) Mercier de la Riviére. II pág. 615.

El derecho natural está indeterminado en el orden de la naturaleza (nótese bien esta antítesis); y llega a determinarse en el orden de la justicia por el trabajo (Quesnay, pág. 43).

(4) Cuando ellos (los hombres) entraron en sociedad y celebraron convenios para su ventaja recíproca, aumentaron en el disfrute de sus derechos naturales, sin inferir ningún atentado a su libertad, porque éste es, justamente, el estado de cosas que su esclarecida libertad habría libremente elegido (Quesnay, págs. 43 y 44).

(5) Dice Dupont de Nemours:

El orden natural es la constitución física que el mismo Dios ha dado al Universo (Introducctón a las obras de Quesnay, pág. 21).

Y en otro lugar, desarrollando la misma idea, se lee:

Hace trece años que un hombre del más vigoroso genio, ejercitado en profundas meditaciones, ya conocido por sus éxitos en un arte en que la gran habilidad consiste en observar y respetar a la Naturaleza, adivinó que ella no limita sus leyes físicas a las que se han estudiado hasta el presente, y que cuando concede a las hormigas, a las abejas, a los castores, la facultad de someterse, de común acuerdo y por su propio interés, a un gobierno bueno, estable y uniforme. no puede rechazar al hombre el poder de elevarse hasta el goce de la misma ventaja. Animado por la importancia de esta perspectiva y por el aspecto de las grandes consecuenclas que de ella se pueden sacar, aplicó toda la penetración de su espíritu a la busca de las leyes físicas relativas a la sociedad (t. I, pág. 338).

(5) Precisamente esta concepción naturalista es la que H. Denis da como característica del sistema fisiocrático en su Historia de las doctrinas, y que llega hasta a ilustrar con una serie de diagramas destinados a poner de relieve la identidad entre la circulación de las riquezas en el sistema fisiocrático y la circulación de la sangre en el cuerpo vivo.

(6) Las leyes son irrevocables; ellas poseen la esencia de los hombres y de las cosas; ellas son la expresión de la voluntad de Dios.

Todos nuestros intereses, todas nuestras voluntades vienen a reunirse ... y a formar, para nuestro bienestar común, una armonía que puede ser considerada como la obra de una divinidad bienhechora que quiere que la tierra esté cubierta de hombres felices (Mercier de la Riviere, I, pág. 390; II, página 638).

(7) Hay un juez natural e irrecusable, hasta de las órdenes del Soberano, y este juez es la evidencia, por su conformldad o por su oposición a las leyes naturales (Dupont, I, pág. 746).

(8) Dupant de Nemours: Introducción a las obras de Quesnay, I, páginas 19 y 26.

(9) Baudeau, I, pág. 820.

(10) Carta a la señorita de Lespínasse (1779).

(11) Véase lo que más adelante se dice acerca del Cuadro económico.

(12) Baudeau: Efemérides del ciudadano {y en otros varios lugares).

(13) Las leyes (del orden natural) no restringen en nada la libertad del hombre .... pues las ventajas de estas leyes supremas son evidentemente el objeto de una mejor elección de la libertad (Quesnay: Derecho natural, página 55); y Mercler de la Riviere dice en el tomo II página 517: El mantenimiento de la propiedad y de la libertad hace reinar el más perfecto orden sin el auxilio de ninguna otra ley.

(14) Diálogos sobre los artesanos.

(15) Mercier de la Riviére, tomo II. página 617.

(16) El origen de esta fórmula famosa es bastante inseguro. Muchos fisiócratas, y entre ellos, particularmente, Mirabeau y Mercier de la Riviére, la atribuyen a Vicente de Gournay; pero Turgot, sin embargo, que era el amigo de Vicente de Gournay y que fue quien hizo su panegírico, la atribuye (bajo una versión un poco diferente: dejadnos hacer; latssez nous faire) a un comerciante del tiempo de Colbert, Legendre. Según M. Oncken, esta fórmula reaparece con el Marqués de Argenson, que la había empleado en sus Memorias, a partir del año 1736. Por lo demás, siendo la fórmula en sí misma muy vulgar y no teniendo valor más que por haber llegado a ser la divisa de una gran escuela, estas averiguaciones no tienen gran interés. Con respecto a la discusión de este pequeño problema puede consultarse el libro de M. Schelle Vincent de Gournay (1897), y principalmente, el de Oncken Die Maxime Leisser faire et laisser passer (Berna, 1886).
Indice de Los fisiocratas de Carlos Gide y Carlos Rist CAPÍTULO PRIMERO CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha