Índice de Historia diplomática de la Revolución Mexicana (1910 - 1914), de Isidro FabelaPrimera parte Los diplomáticos piden su renuncia al presidente Primera parte Un embajador antidiplomáticoBiblioteca Virtual Antorcha

HISTORIA DIPLOMÁTICA
DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA
(1910 - 1914)

Isidro Fabela

PRIMERA PARTE

NUESTRA INDEPENDENCIA AMENAZADA



Llegamos aquí, señor ministro, y nos encontramos con que no podemos hablar con el Presidente para cumplir lo acordado y con que no nos queda, por lo mismo, otro recurso que suplicar a usted se sirva expresar a aquel alto funcionario, el objeto con que este grupo de senadores se encuentra aquí, la pena de no haber podido desempeñar directamente ante él lo acordado en virtud del oficio relativo de la secretaría de Relaciones Exteriores, y el ahínco y empeño con que los presentes le suplicamos que preste a su patria el inmenso servicio que de él reclama y que le llenará de gloria, y le hará acreedor a las bendiciones de la posteridad, porque no sólo en combates y con derramamiento de sangre se alcanza el nombre y la gloria, sino que más, mucho más eficazmente se sirve a la patria con el desprendimiento sublime que de él se espera y que aquélla apremiantemente le pide.

Nuestra actitud no varía por los informes que usted se ha servido darnos, señor ministro, sobre las circunstancias generales del país y las particulares del conflicto armado que se desarrolla en esta capital, porque no es eso lo que ha inspirado el paso que damos, sino el peligro de la complicación americana, que es la amenaza de la independencia nacional; peligro ante el que todo amor propio debe ceder y aun los títulos de legitimidad, porque sobre todo interés humano está la patria (1).

De lo anterior se desprende que don Pedro Lascuráin al convocar al Senado, al hacer causa común con los senadores que pedían con apremio la renuncia del Presidente y al acompañarlos a cumplir su cometido colocándose en contra de don Ernesto Madero y de los demás colegas del gabinete que no estaban por la renuncia, estaba obrando contra los intereses del gobierno que servía y contra el parecer del propio ejeCUtivo. Lo que demuestra que su interés no era el de arrostrar una situación difícil para el gobierno sino salir de ella para tranquilidad y seguridad de su persona.

En el acta que transcribimos se hace constar -para honor de los aludidos, comentamos nosotros- que dos de los senadores que habían estado en la Cámara de Diputados, los señores Ignacio Magaloni y Salvador Gómez, se retiraron de aquel lugar con anticipación para ir a Palacio a hablar con el señor Presidente, y cuando los demás senadores llegamos a los salones de la Presidencia, les encontramos allí y nos dijeron que ya no era necesario hacer gestión alguna, porque todo estaba arreglado, pues el Presidente, con quien habían hablado, les había dicho haber recibido un telegrama de Washington, del Presidente americano, diciendo haber dado orden para que ni siquiera llegaran los barcos de guerra a los puertos del Golfo y que por telégrafo había ordenado que regresaran a los Estados Unidos.

En vista de lo cual dichos señores Magaloni y Gómez declararon que ellos no estaban conformes con los acuerdos tomados por sus demás compañeros (2).

Asimismo es de justicia dejar constancia histórica de que si es exacto que don José Diego Fernández, en un principio, estuvo de acuerdo en pedir su renuncia al señor Presidente Madero, después, al enterarse de la verdad de los hechos falseados tanto por algunos senadores como por el embajador Wilson en el sentido de que la intervención era inminente; y una vez además, que conoció el texto de los mensajes que se cambiaron don Francisco I. Madero y William H. Taft, rectificó su conducta no haciéndose solidario con la política de los veinticinco representantes del Senado que de manera ahincada insistieron, hasta conseguir, de acuerdo con Huerta y el embajador de los Estados Unidos, la renuncia de los señores Madero y Pino Suárez.

En efecto, don José Diego Fernández, persona de la más acendrada probidad, declaró públicamente que, cuando el señor ministro de Relaciones, don Pedro Lascuráin, oficialmente expresara que el país estaba en grave peligro de una invasión extranjera; y cuando concluyó

exhortándonos para que, ante el inminente peligro de esa invasión y sin pérdida de tiempo, adoptáramos los medios que el más alto patriotismo inspira para conjurarlo ... él había manifestado sinceramente que: si la condición de la guerra era la invasión y si para la paz era absolutamente necesaria la renuncia del Presidente, consultar esa renuncia era una necesidad fatal. Pero que posteriormente, cuando los senadores entrevistaron al ministro de Hacienda, y éste expuso, después de oír al senador Enríquez y en presencia del señor ministro de Relaciones, que no era cierto que los marinos fueran a desembarcar, y que la Ciudadela sería prontamente recuperada, entonces -sigue diciendo Diego Fernández- tomé la palabra, y dije que el señor ministro de Relaciones, por acuerdo del Presidente de la República, nos había informado lo contrario. Ante tan categórica afirmación mía, que ponía en evidencia la conducta del señor Lascuráin, el ministro de Hacienda reprodujo sin contradicción alguna su afirmación de que no había peligro de invasión.

Con tales revelaciones -sigue diciendo don José Diego- nos retiramos profundamente conmovidos mis amigos y yo por haber aprobado proposiciones sólo justificadas por el error de que se cernía sobre la patria un peligro que no existía (3).

LANE WILSON ARREGLA EL ARMISTICIO

Supimos después -siguen diciendo los senadores-, que en la misma tarde del sábado, el embajador americano fue a Palacio a consultar una suspensión de fuegos por parte del gobierno, encargándose él de solicitar la misma suspensión por parte de la Ciudadela. Tanto el gobierno como los jefes de la Ciudadela estuvieron conformes con esta suspensión, a fin de que las familias pudiesen salir a buscar provisiones, y las que quisieran pudieran cambiar de residencia, pues estaban sufriendo graves daños, por razón de los fuegos. Se convino en que la suspensión durase hasta las seis de la mañana del día lunes. El domingo en la mañana se supo y observó en la ciudad esa suspensión de fuegos y desde luego se vieron todas las calles muy concurridas y mucha gente concurrió a la Ciudadela.

Nos reunimos ese día en la casa del senador Camacho, los senadores Rabasa, Pimentel, Curiel, Guzmán, Enríquez, Macmanus, Castellot, Aguirre y Obregón. Se propuso que insistiéramos en ver al Presidente señor Madero. No lo creyó aceptable la mayoría, diciendo que no nos recibiría. Se propuso que hablásemos al ministro de la Guerra. No lo aceptaron. Se propuso fuésemos a la Ciudadela para hablar a los generales Díaz y Mondragón. Tampoco lo aceptaron.

DOS SENADORES CON BLANQUET

Pero los senadores enemigos del gobierno no descansan. Sabiendo que el general Aureliano Blanquet, brazo derecho de Huerta, ha llegado de Toluca a la Tlaxpana, allá van los licenciados Pimentel y Obregón para hablar con él y conocer su actitud. El general les dijo que estaba listo con sus tropas para cumplir las órdenes que recibiera; y les manifestó que acababa de estar allí el general Huerta y que no sería posible llevar a cabo con éxito un asalto a la Ciudadela, porque se necesitaría tener diez mil hombres de los cuales el gobierno carecía y aun así, morirían casi todos en el asalto.

Esta exageración en labios de un general que asegura que casi todos los diez mil hombres que atacaran la Ciudadela morirían en el asalto es indicio muy sospechoso de que, en la entrevista celebrada poco antes entre Blanquet y Huerta, los dos traidores fraguaron o reafirmaron el complot del golpe al Estado.

Blanquet además recomendó a los senadores que le hicieran saber al general Huerta lo que había pasado en las juntas a que convocó el ministro de Relaciones a los senadores, e indicó que como el general Huerta acababa de separarse de ese lugar, se le podía encontrar en su casa o en la comandancia militar, en el Palacio Nacional (4).

Y claro que con la mayor diligencia atendieron la indicación de Blanquet y fueron a la comandancia a enterar al general Huerta de lo sucedido, expresándole que creían conveniente que él hablase al señor presidente.

De esta suerte el complot siguió su curso.

HUERTA Y LOS SENADORES

Al día siguiente, martes 18 de febrero -acta del Senado-, a las seis de la mañana, el general Huerta mandó llamar a los senadores, diciéndoles que concurriesen a la comandancia sin demora. Entendimos entonces -dicen ellos- que ya el general Huerta había hablado al Presidente. Se reunieron los señores Camacho, Enríquez, Juan Fernández, Rabasa, Castellot, Guzmán, Obregón, Aguirre y Pimentel, acordando unánimemente ir a Palacio para hablar con Huerta, al cual comunicaron lo sucedido.

Entonces el comandante militar de la plaza aprovechando las circunstancias favorables a su criminal maquinación contestó a los senadores que creía patrióticos sus sentimientos y consideraba juicioso su modo de pensar, enseñándoles un acta

que se había firmado ese mismo día, martes, por el señor ministro de la Guerra y por algunos generales, teniendo como base y a la vista el informe del comandante general de la artillería, señor Rubio Navarrete, en la cual acta se declaraba que no era posible tomar por asalto la Ciudadela, en virtud de las razones técnicas y de los hechos que los generales hicieron notar. Después de la lectura del acta Huerta agregó que el gobierno no tenía los elementos necesarios para dominar el movimiento revolucionario que existía en México y en una.buena parte del país (5).

Esta afirmación la hacía cuando poco antes afirmara todo lo contrario, esto es, que la toma de la Ciudadela era cosa fácil. Pero, claro está, lo había sostenido rotundamente cuando todavía era leal.

Después, y ya encaminadas las cosas al final que Huerta se había trazado, mandó llamar con urgencia al señor ministro de la Guerra, Angel García Peña, y a varios generales y todos llegaron a la comandancia.

Entonces el general Huerta puso en conocimiento del señor ministro de la Guerra lo que los senadores le habían manifestado, diciéndole que él era el conducto indicado para comunicar todo eso al señor Presidente. Aceptó García Peña el requerimiento y fue a ver a Madero para regresar poco después diciendo que el señor Presidente esperaba a los senadores en el salón verde, en la Presidencia (6).

Al salir de la comandancia los senadores indicaron al señor Enríquez que llevara la palabra ante el Presidente. Los hicieron pasar a una sala de la Presidencia y, cuando llegó el señor Presidente acompañado de varios ministros y ayudantes, el comisionado señor Enríquez comenzó a hablar; pero, tal vez por la gravedad de las circunstancias que lo rodeaban, no pudo expresarse con claridad, por lo que entonces

don Guillermo Obregón se adelantó y haciendo a un lado a su confuso colega se expresó en los términos que relata el hoy general de división don Marciano González, quien era, en aquellos momentos históricos, secretario particular del gobernador del Distrito Federal, licenciado don Federico González Garza.

Señor Presidente: Como no fuimos recibidos por usted cuando por conducto del señor secretario de Relaciones solicitamos una entrevista, hemos tenido que recurrir al jefe militar para venir a pedir a usted ...

- Que digan qué -indicó el licenciado don Manuel Vázquez Tagle, ministro de Justicia.

- Digan qué -repite el señor Presidente, y continuando el licenciado Obregón habla de esta suerte:

- Que con la renuncia del Presidente y del Vicepresidente se haría la paz en la República ...

Entonces el Presidente Madero exclamó:

- No me extraña que ustedes los senadores del régimen porfirista, que hubieran deseado que aquel hombre continuara en el poder toda la vida, me vengan a pedir que entregue el gobierno en manos de quienes han tenido la osadía de dar un cuartelazo. Estoy aquí por mandato del pueblo y sólo muerto saldré del Palacio Nacional ...

Entonces el senador Camacho habló y dijo:

- Es que el señor ministro Lascuráin nos ha hecho ver un peligro inminente de intervención extranjera ...

- Me extraña eso -dice airado el señor Presidente, pues aquí tengo este mensaje del Presidente Taft. Lo lee y exclama-:

Como ustedes ven, se deja al pueblo y al gobierno de México la solución de este problema, pero contrasta la conducta de ustedes con esta otra, pues mientras que Zapata y Radilla me ofrecen mil hombres en el Sur para combatir a los traidores de la Ciudadela, ustedes me demandan el poder para los soldados sin honor; por lo tanto, repito que sólo muerto o por mandato de mi pueblo saldre del Palacio Nacional.

- Siendo que no hay peligro de intervención extranjera, señor Presidente, no hemos dicho nada, y con permiso de usted nos retiramos ... -dijo el senador Camacho; y avergonzados, al parecer, salieron del recinto del Palacio Nacional, donde habían sido recibidos por el señor Presidente Madero, rodeado de casi todo su gabinete (7).

El mensaje que leyó el Presidente Madero a los senadores era éste:

Por el telegrama de V. E., que recibí el día 14, se desprende que V. E. ha sido un tanto mal informado acerca de la política de los Estados Unidos hacia México -la cual ha sido uniforme en estos dos años- así como de las medidas navales o de otra índole que hasta aquí se han tomado, las cuales únicamente son de precaución natural. El embajador telegrafió ya diciendo que cuando V. E. se dignó mostrarle el texto del telegrama que me dirigía, él mismo le hizo notar a V. R este hecho. V. E. debe en consecuencia estar persuadido de que los informes que parecen haberle sido transmitidos acerca de que ya se habían dado órdenes para desembarcar fuerzas son inexactos. El embajador, que está perfectamente bien informado de esto, ha recibido instrucciones de nuevo, no obstante, de suministrar a V. E. la información que desee a este respecto.

Nuevas protestas de amistad son innecesarias después de dos años de haber dado pruebas de paciencia y de buena voluntad. En vista de la especial amistad y de las relaciones existentes entre ambos países, no puedo llamar lo bastante la atención de V. E. acerca de la importancia vital que tiene el pronto restablecimiento de esa paz verdadera y orden que este gobierno ha ansiado desde hace tanto tiempo, tanto por la necesidad que existe de que las vidas y propiedades de los ciudadanos americanos sean protegidas y respetadas, cuanto porque esta nación simpatiza profundamente con las aflicciones del pueblo de México.

Al corresponder a la ansiedad manifestada en el telegrama de V. E. creo de mi deber agregar, sinceramente y sin reserva alguna, que los acontecimientos que se han registrado durante estos dos últimos años y que finalmente han culminado en la gravísima situación actual, han creado en este país un profundo pesimismo y traído a la convicción de que el deber más imperioso en estos momentos está en aliviar pronto esta situación.

William H. Taft (8).

Al mismo tiempo que Taft dirigía este telegrama a Madero, la secretaría de Estado en Washington enviaba una circular a todos los agentes consulares de los Estados Unidos en México, en la que se reiteraba, para conocimiento de los mexicanos, el propósito del Ejecutivo de no intervenir.

LA APREHENSIÓN DEL SEÑOR MADERO

No obstante que el transcrito mensaje del Presidente Taft era claro y tenninante; no embargante asimismo que por aquella declaración oficial del huésped de la Casa Blanca, el peligro de la intervención quedaba descartado, los senadores rebeldes siguieron aferrados a sus propósitos de hacer renunciar al Presidente lo mIsmo que el embajador Wilson.

Huerta, que ya para entonces tenía bien resueltos sus criminales propósitos, quedó esperando en la puerta de la comandancia militar el resultado de la conferencia de los senadores con el señor Presidente, y cuando éstos regresaron y le dieron cuenta de su fracaso, salió en busca de don Gustavo Madero, hermano del Presidente, para invitarlo a comer en el restaurante Gambrinos donde fue aprehendido, enviado a la Ciudadela y posteriormente asesinado de la manera más cobarde y cruel.

Por su parte el general Aureliano Blanquet, cuya conducta era para el gobierno hasta esos momentos una incógnita, llegó a Palacio el mismo día 18, puesto de acuerdo con Huerta, para ir juntos a ver a Madero con el fin de alejarle toda sospecha de su deslealtad. Habló Blanquet con el Presidente, le reiteró su respeto y subordinación suplicándole que le permitiera salir al balcón con él y con el general Huerta, y como el señor Madero aprobara la idea se asomaron los tres al balcón, los dos traidores y la víctima condenada de antemano.

Blanquet, dirigiéndose a sus soldados del 29 batallón, los arengó preguntándoles si estaban inconformes con el gobierno, teniendo por respuesta un estentóreo Viva Madero que halagó los oídos de don Francisco. Y en seguida para rematar la escena de la tragicomedia Blanquet abrazó al Presidente y le juró fidelidad pidiéndole finalmente permiso para retirarse. Y se retiró, para consumar su traición.

Inmediatamente después, confabulados los dos infidentes, relevaron las guardias de Palacio que estaban compuestas del 20 batallón, y las reemplazaron con piquetes del 29, del que Blanquet era jefe nato. Mandaron llamar al teniente coronel RlVeroll y al mayor Izquierdo, así como al ingeniero Enrique Zepeda, les dieron las instrucciones del caso y una vez aleccionados se encaminaron los tres ejecutores escaleras arriba hasta llegar a los salones de la Presidencia.

El relato que sigue de los hechos históricos acaecidos en Palacio lo tomo textualmente del libro del licenciado Federico González Garza, por haber sido dicho eminente revolucionario testigo presencial de las escenas dramáticas que terminaron con la prisión del Presidente Madero.

Dice don Federico González Garza:

... Era la una y media de la tarde del día 18 de febrero; el señor Presidente acababa de obtener una victoria moral sobre un grupo de senadores que había ido a manifestarle la conveniencia de que faltara a su deber, entregando las riendas del gobierno a sus enemigos. En esos momentos se hallaba en un saloncito contiguo al gran salón de acuerdos de la Presidencia, acompañado de sus ministros Pino Suárez, Lascuráin, Hernández, Vázquez Tagle, Bonilla y Ernesto Madero. Estaban ausentes los ministros De la Peña y Garza. Se hallaban también uno o dos de sus ayudantes de Estado Mayor y yo.

Se trataba sobre la necesidad de aumentar la cantidad que se había destinado para proporcionar alimentos a la clase pobre mientras durase la lucha en la capital, cuando intempestivamente penetró a la pequeña estancia el teniente coronel Jiménez Riveroll, haciéndose acompañar en seguida por el señor Presidente a un pasillo en donde le comunicó, como cosa urgentísima y de parte de Huerta, que se acababa de recibir la noticia de que el general Rivera se acercaba a la capital procedente de Oaxaca, que venía rebelado y dispuesto a unirse a los alzados de la Ciudadela, y que para colocar al Presidente en un lugar enteramente seguro y fuera de todo peligro, era necesario que en seguida lo acompañara para que fuera protegido debidamente. Simultáneamente a esta escena, observé que detrás de Riveroll comenzaba a penetrar al salón de acuerdos un pelotón compuesto poco más o menos de 25 soldados rasos bien armados.

Como un relámpago cruzó por mi mente la idea de que en esos momentos comenzaba a desarrollarse una escena de traición y sangre, y lancé un grito: ¡Señores, están penetrando soldados y vienen a aprehender al señor Madero!

Todos se levantaron instantáneamente a la vez que el señor Madero regresaba, viniendo a un lado Riveroll, quien daba muestras del mayor afán por convencer al primer magistrado de que debía acompañarlo, llegando hasta ponerle una de sus manos en las espaldas, como empujándolo insinuantemente.

Penetra el señor Madero al umbral del salón de acuerdos con paso acelerado, seguido de Riveroll, Marcos Hernández, hermano del Ministro Hernández, de varios ayudantes de su Estado Mayor y de algunos de los que estábamos en el saloncito; se encuentra frente a frente de aquel pelotón de soldados, que ya empezaba a evacuar el salón obedeciendo órdenes enérgicas de un fiel ayudante, y comprendiendo que Huerta le ha tendido una celada, se detiene y le dice todavía sonriendo a Riveroll que no lo acompañaría y que diga a Huerta que pase a su presencia para que le imponga de los acontecimientos.

Se inicia entonces un diálogo rapidísimo, seguido de un violento forcejeo, y comprendiendo el ejecutor de las órdenes de Huerta que su víctima está por escaparse, detiene a los soldados, exclama con vez estentórea: ¡Alto! media vuelta a la derecha; ¡levanten armas! ¡apunten...!

Y antes de que pudiera dar a los soldados, cuyas armas estaban ya dirigidas hacia nosotros, la terrible orden de hacer fuego, advierto yo en un b;avo ayudante. que se hallaba inmediatamente delante de mí, un vivo movimiento de su brazo derecho, veo brillar en sus manos el pavonado cañón de una pistola, lo dirige instantáneamente en la dirección de la sien izquierda del teniente coronel Riveroll, se escucha una tremenda detonación y el infidente militar recibe su castigo desplomándose en tierra, con el cráneo atravesado por la certera bala de un lea1 (9).

No concluye ahí la tragedia; los soldados, quizá por haber creído oír la orden de fuego, o por haber adivinado la intención de su jefe, o por la simple inercia del que está acostumbrado a obedecer órdenes semejantes, dispararon también sus armas, haciendo retemblar con su múltiple detonación los cristales de las ventanas, agitando los cortinajes y llenando el ambiente de una nube espesa de humo, fuertemente saturado por el olor acre de la pólvora; y entonces, el salón que antes fuera asiento de deliberaciones serenas y en el que el Presidente y sus ministros celebraban sus consejos sobre las graves cuestiones nacionales, se convirtió en teatro de una espantosa discusión: sobre un charco de sangre yacían juntos los cadáveres de Riveroll y Marcos Hernández, y en el extremo opuesto el mayor Izquierdo, segundo jefe del pelotón, que también encontró la muerte a manos de otro leal ayudante (Federico Montes), y sobre aquella escena de horror se destacaba, como producto de milagrosas contingencias, la serena y noble figura del señor Presidente, que con los brazos abiertos en cruz, como un nuevo Cristo sobre la tempestad, avanzaba majesroosamente de cara al peligro, hacia los soldados, a quienes les decía: ¡Calma, muchachos, no tiren!, hasta llegar a ellos y parapetarse tras de sus propios cuerpos.

De este modo, él pudo ganar la puerta que conducía a la antesala y dirigirse a los salones que dan frente a la Plaza de la Constitución, mientras los soldados, desconcertados por la muerte de sus jefes, se desbandaron, buscando como pudieron una salida.

El señor Madero no perdió tiempo, se asomó a uno de los balcones y arengó a las tropas rurales que rodeaban a Palacio, participándoles la asechanza de que estaba siendo víctima. Ellos le contestaron con entusiasmo delirante estar prontos para su defensa y que esperaban sus órdenes. Entretanto, todos sus ministros habían abandonado el lugar en que se encontraban, bajando al primer patio por la escalera de honor y dirigiéndose a la comandancia militar, en busca de Huerta, imaginándose que no fuera obra de éste todo lo que ocurría. Yo bajé por la misma escalera y acompañado por el Vicepresidente nos dirigimos con rapidez hasta la puerta central de Palacio, en busca del general Blanquet, en cuya fidelidad hasta esos momentos nadie dudaba, para pedirle el auxilio necesario para la defensa del señor Presidente.

Al llegar a su presencia y con la sorpresa que es fácil imaginar, en lugar de cumplir con su deber ordenó nuestro arresto inmediato, desarmándonos y recluyéndonos en el garitón de la derecha de la puerta central mencionada, poniéndonos incomunicados entre sí, con centinelas de vista, quienes recibieron órdenes estrictas.

El señor Madero, entretanto, junto con tres o cuatro de sus ayudantes y de varios amigos de los más fieles, descendió por el elevador hasta el patio en busca de apoyo en algún cuerpo del ejército que estuviera cercano, y encontrándose ahí formado una parte del 29 batallón, que él siempre había reputado como de los más fieles y por haber llenado de consideraciones a su jefe Aureliano Bhinquet, quien había ascendido al grado de general de brigada, por todo lo cual el mismo Presidente había dispuesto qup este jefe se encargara de la custodia de Palacio; con entereza se adelantó hasta las filas, las que al reconocerle, le presentaron respetuosamente las armas, y en vibrantes palabras les dijo:

Soldados; se quiere aprehender al Presidente de la República; pero ustedes sabran defenderme; pues que si estoy aquí, es por la voluntad del pueblo mexicano.

Al mismo tiempo, desde el centro de Palacio y seguido por varias compañías de soldados del mismo batallón, Blanquet se había desprendido a paso largo para venir al encuentro del señor Madero y empuñando aquél en su mano un revólver, avanzó hacia él hasta colocarse a pocos pasos de su persona y le intimó rendición en estos términos:

Señor Madero, es usted mi prisionero.

Entonces el Presidente con ademán de indignación profunda, revistiéndose de toda la dignidad que su puesto y sus convicciones le imponían, le contestó con este apóstrofe:

¡Es usted un traidor!

Blanquet repitió:

Es usted mi prisionero.

El Presidente responde con más virilidad:

¡Es usted un traidor!, pero viendo que ya toda resistencia era inútil, se dejó conducir en seguida hasta la comandancia militar, cuyas oficinas están situadas en el mismo patio de Palacio, y en una de las cuales fueron internados el señor Presidente y los ministros, con excepción del señor Bonilla que logró escaparse y del señor Pino Suárez, que, como antes dije, se hallaba preso conmigo en otro lugar (10).


Notas

(1) Acuña, op. cit., p. 96.

(2) Licenciado Jesús Acuña, op. cit., p.97.

(3) Acuña, op. cit., p.97.

(4) Acuña, op. cit., p.99.

(5) Acuña, op. cit., p. 100.

(6) Acuña, op. cit., p.100.

(7) En documento original que obra en mi poder, dice don Marciano González: De mis apuntes de la Decena Trágica, tomados como secretario particular del licenciado don Federico González Garza, quien me ordenó que ayudara al nunca bien llorado Elías de los Ríos, secretario particular de don Juan Sánchez Azcona, a tomar taquigráficamente lo que la mencionada comisión de senadores iba a exponer al señor Presidente Madero.

(8) De cómo vino Huerta y cómo se fue ... op. cit., p. 30.

(9) Gustavo Garmendia.

(10) La revolución mexicana. Mi contribución política-literaria, por Federico González Garza, pág. 405 a 408.
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