Indice de Los cristeros del volcán de Colima de Spectator Libro noveno. Capítulo terceroLibro noveno. Capítulo quintoBiblioteca Virtual Antorcha

LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO NOVENO
La prueba suprema
(1929, mayo a julio)
Capítulo cuarto

El desenvolvimiento de la campaña enemiga.
Confusión de los perseguidores.
Nuevo sufrimientos de los cristeros.



LA GRAN CAMPAÑA

El día 28 de mayo principio en toda forma la campaña. Los cinco mil soldados de Eulogio Ortiz, en combinación con fuerzas de Jalisco al mando de José Ortiz, otro general de la tiranía de que ya se ha hablado, atacaron los campamentos del general Andrés Salazar en Cerro Grande. No fue posible impedir el avance de los impíos; pero se peleó con valentía, principalmente en Campo Cuatro, el día 29.

Bajo el mando inmediato del capitán cristero Leocadio Llerenas se hizo frente al furibundo ataque de las fuerzas enemigas, las cuales, en este encuentro, sufrieron más de ciento cincuenta bajas. Desalojados los cruzados de estas primeras posiciones, se parapetaron, algo más arriba del cerro, sobre un alto corte de la antigua vía del ferrocarril, en donde continuó encarnizada lucha. A rifle y con bombas de mano, hicieron los soldados cristeros, a las mismas filas enemigas de Eulogio Ortiz, nuevo y tremendo destrozo. Los nuestros, por visible y maravillosa protección divina, del todo ilesos, sin tener ni un herido.

El mismo día 29, en Rosa Morada, del mismo Cerro Grande, el teniente coronel Jesús Mejía hizo frente al arrollador empuje de las fuerzas de la persecución, que con ingente número de soldados, artillería y aviones militares, trataban de exterminar a los cruzados.

Ese mismo día, en El Zapote, támbién de Cerro Grande, el mayor Vicente Contreras detuvo, durante corto tiempo, el ataque enemigo del general Eulogio Ortiz.

Al tercer día, o sea el 30, siendo materialmente imposible a los soldados cristeros de la zona oriental de Cerro Grande detener el arrollador empuje de las ingentes columnas enemigas -las venidas del norte al mando de Eulogio Ortiz, las de Jalisco y Colima-, por disposición del jefe de Estado Mayor del general Salazar, general Alberto B. Gutiérrez, evacuaron sus cuarteles, marchando rumbo al Municipio de Coquimatlán, Col., distribuídos en pequeños grupos para mejor defenderse, siguiendo el sistema de guerrillas.

Saldo total de los dos días de combate, en los djversos campamentos de Cerro Grande: de las fuerzas libertadoras, tan duramente combatidas, no hubo sino un herido. De parte de los perseguidores, más de trescientas bajas.

Con esta victoria creyeron los callistas que con igual facilidad tomarían las posiciones del Volcán, pero no encontraron sino su ruina, desde el primer impulso que hicieron.

EN EL CUARTEL DE EL BORBOLLON

Era el medio día del cuatro de junio cuando las crecidas tropas de la tiranía, movilizadas con inusitada rapidez, se presentaron frente al campamento de El Borbollón, a donde al mando del mayor Félix RamÍrez se encontraban treinta y siete soldados cristeros. Cuando los perseguidores se acercaron, estaban ya bien parapetados los libertadores, esperando gustosos el momento del combate, sin arredrarles ni la tan celebrada bravura, ni el número de aquellos enemigos, ni los elementos de guerra con que contaban.

Tiempo hacía que en el campamento habían estado preparando sus fortines los libertadores, sabedores de la campaña que se acercaba. Habían talado el campo por donde el enemigo debía atacar, a fin de que éste llegase por campo descubierto, y defendieron sus trincheras con alambrado de púas, para resguardarse de las cargas de caballería. Sobre todo, tenían mucho ánimo y plena confianza en Dios.

TREINTA Y SIETE CONTRA MAS DE CUATRO MIL

Cuando el momento del combate llegó, los cruzados se ocultaron tras sus trincheras y esperaron en completo silencio. En tanto, los perseguidores avanzaban con ímpetu formidable.

Al llegar al campo desbrozado hicieron alto para ver cuál sería la manera más efectiva de atacar. Allá enfrente se veía una alambrada, y el lomillo de tierra que tras ellas estaba, claramente les decía que allí se encontraba el enemigo, no obstante que todo estaba en el mayor silencio.

La caballería fue la encargada de dar el primer asalto. Así se creyó que, al primer empuje, aquellas posiciones quedarían en poder de los callistas del general Eulogio Ortiz.

Los escuadrones encargados de atacar, se formaron en línea desplegada en donde principiaba el terreno limpio. El deseo de los jefes era saltar la alambrada y hacer inútil aquella defensa de los libertadores.

El mayor Ramírez, viendo que la caballería era la primera en atacar, ordenó que la primera descarga se hiciera sobre los caballos y la segunda sobre los jinetes.

Los soldados cristeros esperaron serenos aquella avalancha, que a carrera tendida se les venía encima, listos para disparar. Cuando los soldados callistas picaron espuela para obligar a sus caballos a brincar la alambrada y la trinchera, el mayor Félix Ramírez descargó una de sus pistolas sobre el animal que montaba el jefe, el cual pretendía salvar las trancas de la entrada, al mismo tiempo que una descarga cerrada de sus treinta y seis cristeros, al grito de ¡Viva Cristo Rey! hacía rodar a los demás caballos que ni siquiera llegaron a tocar los fortines. La segunda descarga fue sobre los soldados, que sólo atendían a librarse de caer debajo del animal; los que venían detrás se vieron detenidos en su intento de seguir, por los que caían delante, y los cristeros pudieron diezmar a su sabor a tan altanero y gigantesco contingente enemigo, que pronto desistió. La caballería había fracasado.

Después de este descalabro; empezaron a fUncionar las ametralladoras y los cañones del callismo y, alternando con éstos, se sucedieron oleada tras oleada de infantería, pero los libertadores con sus gritos de ¡Viva Cristo Rey! y ¡Viva Santa María de Guadalupe! y aun cantando tonadillas populares, en el fragor del combate, como esta:

¡Que viva mi Cristo!
¡Que viva mi Rey!
¡Que impere doquiera Triunfante su ley!
¡Viva Cristo Rey!
¡Viva Cristo Rey!

pudieron nulificar todas aquellas cargas causando innumerables bajas al enemigo.

Los callistas, en cambio, como azotados por la mano de Dios, caían sin interrupción, agonizantes o muertos, y el pánico en sus filas comenzó a cundir.

El canto de los cristeros bendiciendo al Señor, contrastaba con la desesperación y la rabia de los atacantes, al palpar que eran inútiles sus gigantescos ímpetus, con sus maldiciones, aullidos y blasfemias, cuando caían heridos.

Pronto la vanguardia retrocedió, duramente escarmentada, y fue introducida una nueva columna para que atacase. Después de ésta, una tercera, y una cuarta, y una quinta y más, y durante la tarde entera se estuvieron turnando sin que pudiese resistir ninguna, principalmente al finalizar, ni siquiera media hora de lucha. Entretanto los jóvenes macabeos, al pie de su trinchera, sin turnarse, sino todos ellos con ímpetu unánime, seguían resistiendo con entereza, entre cantos y gritos no interrumpidos. Y esa tarde los cristeros eran 37 exactos, contando entre ellos al mayor Félix Ramírez, y las fuerzas que atacaban subían de 4,000 (cuatro mil).

Los jefes callistas, al darse cuenta de que no era tan fácil desalojar a los libertadores de sus fortines, pidieron la ayuda de dos aeroplanos de guerra, que se sumaron a los ataques de infantería, pero todo resultó inútil; las bombas que arrojaban y las ráfagas de ametralladora que mandaban al campo cristero, enfilando los fortines, más parecían lluvia inofensiva que elementos de destrucción. También fracasaron.

Al anochecer, amparados por las primeras sombras, salieron los cristeros de sus fortines y recogieron veinte máuseres, varias pistolas y muchos miles de cartuchos, al grado de tener más parque al terminar el combate, que cuando se había iniciado.

Tenían ese día, sin embargo, aquellos cristeros de El Borbollón una pena: un compañero suyo agonizaba, Jesús Solís, jovencito de unos 16 años, única víctima en los campamentos del Volcán en éste y en los últimos once días que siguieron. Murió momentos después de que cesó el combate, y sus compañeros diéronle sepultura inmediatamente, cerca de la capillita de aquel campamento cristero.

Y las columnas de Ortiz, que se creían invencibles, después de sufrir centenares de bajas, tuvieron, derrotadas, que retroceder a San José del Carmen, Jal., para sepultar sus muertos que pudieron llevarse, conducir sus heridos a Colima, descansar y rehacerse un poco de la magna derrota que habían sufrido, para reanudar el ataque a la mañana siguiente.

Amaneció el día 5 y, con las primeras luces, el enemigo reanudó el combate. El mayor Félix Ramírez, viendo que la cosa iba para largo, mandó correo al general cristero Miguel Anguiano Márquez pidiendo refuerzos y alimentos, porque ellos no habían comido nada desde hacía ya 24 horas y no era posible dejar la trinchera para preparar aigo qué comer.

Entre tanto, el combate seguía rudo: oleada tras oleada, los callistas seguían alternando con los aeroplanos, mas los cristeros vitoreando a Cristo Rey y a Santa María de Guadalupe y aun cantando sus letrillas populares, como que se habían pegado al terreno; allí estaban, rechazando con vigor, ataque tras ataque, no dando al enemigo ni la más ligera esperanza de triunfo.

La llegada del refuerzo, que lo formaban veinte hombres, entre soldados de la escolta del general Anguiano y del escuadrón de Jesús Alonso, puestos al mando del mayor Salvador Melgoza, colmó el ardor de los libertadores de El Borbollón. Mientras éstos comían, los soldados. del refuerzo recién llegado se fogueaban rechazando al enemigo.

El mayor Ramírez, una vez que sus soldados hubieron comido, y sintiéndose fuerte con los veinte muchachos de refresco y viendo que ya los atacantes no eran las gigantescas columnas de más de cuatro mil soldados del día anterior, sino mucho menos y se les veía agotados y desalentados, se sintió capaz de atacar, y cambiando los papeles, y saliendo de los fortines se arrojó con su grupo de héroes sobre el enemigo.

Cristo Rey quiso premiar el arrojo de sus leales y el enemigo huyó, dejando buen botín de guerra.

El enemigo tuvo que lamentar centenares de bajas entre muertos y heridos; entre unos y otros, oficiales y jefes de alta graduación. En cambío los cristeros sólo tuvieron a J. Jesús Solís de que ya se habló.

El enemigo había anunciado que en esta acción, que duró la tarde del día cuatro y la mañana del día cinco, tomarían parte unidades de aquellos Dorados que tan famosos se hicieron en tiempos de Francisco Villa. Nosotros no sabemos si esto fue cierto o no, el hecho es que así lo propalaron. Tal vez lo hicieron con el objeto de amedrentar a los cristeros; pero si fue así, no les dio ningún resultado.

Y en el campo cubierto de sangre que las fuerzas de Eulogio Ortiz abandonaban, no obstante los muertos que éstos llevaron consigo para darles sepultura, quedó gran cantidad de cadáveres que los mismos cristeros sepultaron. Sin embargo, no hubo necesidad de cavar fosas para ellos: estaban las que las bombas explosivas de los aviones habían abierto. Hubo hoyos tan profundos que pudieron contener hasta veinte cadáveres, y éstos eran de aquellos hombres grandeS y robustos que eran o habían hecho el menos pasar por miembros del cuerpo Dorados que allí vino a parar.

LA NIEBLA INFAUSTA

En la tarde de ese mismo día, viendo los cristéros que ya el enemigo se había retirado, se replegaron también para descansar un poco en sus cabañitas del campamento, se tiraron de largo a largo para dormir en sus rústicos catres formados con varas y no quedaron en pie sino los centinelas de costumbre y el mayor Ramírez que, aunque dentro de su cabaña, no se confió del todo y permaneció, ratos recostado y ratos en pie, siempre alerta.

Creyendo el mayor Félix Ramírez que ya no eran necesarios los soldados cristeros del refuerzo que había enviado el general Miguel Anguiano, que en esos días se encontraba herido, tendido en su catre de varas en el cuartel general de Santiago -a corta distancia del campamento de El Borbollón, sólo separados por la barranquilla que forma el Arroyo de la Lumbre- porque ya el enemigo había corrido, volvieron a su campamento de Santiago con un recado suyo, dando las gracias al general.

El general Anguiano no estuvo conforme con el regreso del refuerzo.

No hay que hacer confianza al enemigo -dijo.
- Mi general -contestó el mayor Melgoza-, nosotros dijimos al mayor, que si gustaba que nos quedáramos; pero él dijo que no lo creía necesario, porque ya los guachos habían corrido y que ya no volverían pronto; que nos viniéramos y le diéramos a usted las gracias en su nombre; que después mandaría, por escrito, el parte del combate.

El general Anguiano Márquez, aunque no quedó muy conforme, contestó:

- Ahora ya está hecho. A ver qué dice Dios.

Entre tanto, la tarde declinaba y mientras el silencio reinaba en los campamentos cristeros del Volcán, una densa niebla infausta los cubría, no permitiendo que a seis u ocho metros de distancia pudiesen verse personas o cosas.

Y en este ambiente de quietud aconteció lo que nadie esperaba y que ni siquiera había sido objeto de plan enemigo: las fuerzas callistas de Colima, al mando del general Heliodoro Charis, llegaban silenciosamente y se posesionaban de las trincheras cristeras del campamento de El Borbollón. Los cristeros -veinte o treinta metros adentro- muertos de cansancio en sus cabañitas, en donde descansaban, nada advirtieron, hasta que el clarín de las fuerzas callistas del general Charis les hizo saber que allí estaba el enemigo.

¿Cómo había acontecido?

Cuando el general Eulogio Ortiz tuvo en Comala, Col., las primeras noticias de que los cristeros del cuartel de El Borbollón resistían y no había sido posible vencerlos, mandó orden a Colima al general Heliodoro Charis, para que, con el contingente de soldados federales suyos, fuese de refuerzo al campamento de El Borbollón.

El general Charis, que estaba resentido con el general Eulogio Ortiz, porque éste, altanero, violento y soberbio, aún con él, se había portado majadero y duro cuando llegó con sus fuerzas a Colima, echándole en cara que a causa de su impericia y cobardía, el problema cristero no se había resuelto antes en la región, no recibió de buen grado la orden.

Obedeciendo, juntó a sus tropas y de mal talante se marchó, porque no había más que plegarse al mandato del general Ortiz; pero no se dio mucha prisa y así llegó al campamento de El Borbollón cuando ya caía la tarde del día 5, en medio de la densa niebla que cubría el campo.

Cuando llegó, encontró el campo desierto, lleno sólo de los rastros de la lucha; sangre en abundancia, apenas oreada; por todas partes, pedazos de ropa ennegrecidos por la sangre, algodones sucios, etc. El combate había terminado, era claro, ¿pero quiénes habían triunfado? Probablemente los soldados callistas de Eulogio Ortiz; pero no había seguridad. De aquí que entró, se posesionó de los fortines y no avanzó por precaución; ordenó al clarín que tocase pidiendo contraseña y esto fue lo que salvó a los cristeros del campamento. (Este relato viene del mismo general Charis).

Al sonar el clarín de las fuerzas callistas del general Charis, el mayor Félix Ramírez y los dos o tres cristeros que estaban despiertos, con sorpresa tremenda advirtieron que tenían al enemigo ya dentro de su cuartel y se ordenó la defensa. Al correr a sus fortines, los vieron ya ocupados y sólo pudieron hacer algunos tiros. A gritos despertaron a los dormidos, a algunos de los cuales hubo necesidad de tumbarlos de su catre de varas para que despertaran. Tuvieron entonces los cristeros que batirse en retirada hacia una loma inmediata, abandonando todos los caballos y las monturas, pero sin dejar ninguna de sus armas. En ese lugar, llamado La Delgada, separado de El Borbollón sólo por una barranquilla, quedaron los libertadores, frente a frente de sus adversarios; siguieron provocándolos con gritos y llamadas, pero no fueron correspondidos con un nuevo ataque.

En este tiempo, el jefe inmediato del escuadrón de El Borbollón no era ya el capitán J. Inés Castellanos, que víctima de la viruela había muerto muy cristianamente hacía un mes. En su lugar estaba el joven Eusebio González, y, además, se encontraba de ordinario en su compañía el mayor J. Félix Ramírez.

LA RESISTENCIA SUPREMA

Al día siguiente, 6 de junio, tomado el campamento de El Borbollón, se encontraban los adversarios frente a Santiago, el cuartel general. Estaba éste, como ya hemos descrito, en una cuchilla corta, rodeada por la Mesa de los Mártires y El Borbollón; paraje que en apariencia puede fácilmente sitiarse, pero que no es fácil de tomarse.

Como no se encuentra agua en el campamento Santiago, o cuchilla de la Laguna Verde, como le llaman los rancheros de la región, se necesitó bajar a los barrancos, al pie de las posiciones enemigas, y esta operación se hizo sumamente difícil, tanto más cuanto que el cerco enemigo se alargó, por uno, dos, tres y más días.

Los alimentos pronto escasearon y los desvelos continuos, unidos al hambre y al trabajo demacraron aquellos rostros varoniles. Los defensores eran la escolta del general Miguel Anguiano Márquez al mando de su hermano el teniente coronel Gildardo Anguiano, y el escuadrón del capitán J. Jesús Alonso, con él a la cabeza. El mismo jefe de la brigada, general Miguel Anguiano Márquez, estuvo dando órdenes y dirigiendo la defensa, aunque imposibilitado para luchar personalmente, porque aún no se restablecía de la herida que había recibido el 12 de enero.

Aquella penosa situación se prolongó hasta el viernes 14, día en que agrupados los enemigos en formidable ejército dieron un golpe verdaderamente irresistible, auxiliados por dos aereoplanos de guerra, ametralladoras y cañones. Una hora se sostuvo aquella desigual batalla, muriendo muchos adversarios y saliendo ilesos por completo los libertadores. En orden perfecto, éstos abandonaron sus posiciones sin que lo adivinase siquiera el enemigo, y quemando ellos mismos, a su paso, sus propios ranchitos, inclusive la histórica capillita del Cuartel General, mientras seguían los federales haciendo temblar toda la montaña, con el furioso estruendo de su ofensiva. Los campamentos de El Borbollón, La Mesa y Santiago, en el Volcán, no fueron ya desocupados por los adversarios, al igual que El Cuatro, en Cerro Grande. Cuando estos libertadores del Cuartel General fueron desalojados de sus posiciones, permanecieron aún dos días más en un lugar inmediato, un poco más arriba, dispuestos a continuar la resistencia; pero el enemigo no siguió avanzando. Entonces, después de haber bajado hasta donde acampaban los callistas y tenido con ellos una escaramuza, en la mañana del 16, subieron los cruzados hacia la cumbre del Volcán para bajar a la región de Tonila, Jal. y San Jerónimo, Col., en donde tuvieron otros ventajosos encuentros. en que adquirIeron más armas y más parque.

En resumen: la gigantesca y formidable ofensiva del general Eulogio Ortiz, se redujo, a costa de muchos centenares de bajas callistas, a hacer un muerto a los libertadores, a hacer cambiar de posición a los del cuartel de El Borbollón, sin atreverse a seguirlos combatiendo, y a facilitar que se acercase a Colima la escolta de la Jefatura al mando del jefe cristero coronel Virginio García Cisneros que estableció su cuartel en El Cedillo, a veinte kilómetros de la capital del Estado, cuando antes estaban a más de cincuenta.

MAS CERCA AUN QUE ANTERIORMENTE

Hubo también otro combate de importancia el mismo 5 de junio, con las fuerzas libertadoras de La Palmita mandadas por el coronel Verduzco Bejarano, en el que igualmente perecieron muchos soldados de la tiranía.

Saldo final de la campaña contra los libertadores colimenses, tomando en cuenta cuanto hubo en el Cerro Grande, el Volcán Y zona de Pihuamo: por parte de la Guardia Nacional, no obstante la inmensa desproporción en el número de combatientes y elementos de guerra, ocho muertos y cinco heridos. Por parte de las tropas de la tiranía: más de mil bajas, entre muertos y heridos.

SUFRIMIENTOS Y ANGUSTIAS RENOVADAS

Hubo, sin embargo, grandes y crecidos sufrimientos, porque con motivo de la ofensiva, tuvieron que subir las familias hacia el cono del Volcán, en donde no había otra cosa para refrescar la boca abrasada, que quiote, el cual tenía que tomarse de ordinario, crudo; ni más que comer que un poco de maíz que se ponía a tostar cuando espesaba la neblina, porque había temores de que fuese descubierto el paraje a causa del humo.

Era frecuente presenciar escenas como ésta:

Un día, un chiquitín de unos tres años de edad -Guillermo Oseguera, hijo de uno de los soldados cristeros- dice a su madre, allá en las horribles risqueras del Volcán de Fuego, donde se habían refugiado:

- Mamá, ¿todavía no hay agua?
- No, hijito.
- ¿Y pan?
- No, hijo, no hay.
- ¿Y frijoles?
- Tampoco, hijo.
- ¿Y tortilla?
- No, hijo, todavía no tenemos nada, no hay sino sólo maíz.
- Entonces, cuando haya me das, ¿verdad?
- Sí, hijito, luego que haya te doy -dijo la señora y el chiquitín, acurrucado cerca de ella y temblando de frío, se quedó dormido. Era ya el anochecer.

LOS ENFERMOS DEL
HOSPITALITO DE CRISTO REY

Cuando principió el ataque al campamento de Santiago que era el Cuartel General, en donde también estaban los heridos, éstos tuvieron que tomar la delantera para ponerse a salvo.

Y había que subir, cuesta arriba, hasta el Cerro Prieto, en la serranía occidental del Nevado en donde podrían estar en relativa seguridad y encontrar algo de agua, aunque fuera en el hueco de las peñas. Ya para esos días caían fuertes tormentas en la montaña.

Provisiones de boca, casi no había; eran uno o dos kilos de arroz y un medio kilo de garbanzo. Eso era el total, para los enfermos, para las señoritas de las Brigadas que los atendían y para las familias de Pedro y Manuel Ramírez que habían sido el respaldo del Movimiento Cristero en la atención de los heridos. Con este grupo, iba también el Padre Ochoa, su Capellán. Pedro Ramírez es aquel mismo de los principios del Movimiento armado en cuya casa, en Tonila, Jal., estuvo alojado Dionisio Eduardo Ochoa.

Para llegar a esas alturas del Cerro Prieto en donde el frío es casi insufrible y en donde abundan, formando casi bosque, los pinabetes, con su color verdinegro, no hay vereda ninguna. Tiene que hacerse la ascensión atravesando el bosque virgen, más que caminando, reptando muchas veces bajo los zarzales densos. Así tuvieron que subir los heridos, más arrastrándose que andando, pues era imposible que fuesen de otra manera, más aún que los soldados que hubieran podido de algún modo ayudarlos se encontraban en la trinchera. Las rodillas de los cruzados de Cristo estaban sangradas al fin de la peregrinación.

Fueron aquéllos días de hambre, sed, frío, soledad y angustia. Sólo, allá, a lo lejos, se oían los disparos de los fusiles y en torno, el zumbar de los pinos y el rugir de los leones.

A la mitad del mes, una vez que el Cuartel General de Santiago fue tomado por los callistas, el mismo general Anguiano, caminando penosamente en ratos, pues aún no sanaba de su pierna herida y tenía necesidad de muletas, y arrastrándose en los pasos difíciles, tuvo que incorporarse al grupo de los enfermos, arriba en Cerro Prieto.

LOS LEONES

Al que esto escribe nadie se lo contó; él mismo fue testigo presencial de estas cosas. Los leones, sí. Abundan estas fieras en esos lugares; pero fue Dios para con sus hijos especialísimamente providente, porque a pesar de que aquellos animales habían sido, por su propia condición, terribles en tiempos anteriores, porque llegaron a devorar a hombres robustos, durante la Cristeada no atacaron ni siquiera a los niños y llegaron a familiarizarse de tal manera, que noche a noche oíanse sus rugidos y aun llegaban con frecuencia al mismo campamento para comer los desperdicios que podían encontrar, principalmente cuando se había matado alguna res.

EL ENVENENAMIENTO Y,
SIN EMBARGO, SALVADOS

Por estos días -el 19 de ese mes de junio- a la primera luz de la mañana, en Ladera Grande, el Capitán Jesús Alonso y sus muchachos fueron atacados por una columna de quinientos soldados callistas provista de artillería. Los cristeros resistieron durante breve y rudo combate en el que hicieron al enemigo más de veinte bajas. Los libertadores tuvieron un muerto. Cuando se vieron en la imposibilidad de seguír resistiendo, se batieron en retirada hacia el cono del Volcán.

En aquel yermo y hosco lugar se encuentran por todas partes especies de pequeños escapes sulfurosos del volcán con su pequeña columna de gases y rodeados de capas de azufre y no hay ni siquiera el quiote que un poco más abajo se puede encontrar. Sólo se dan unos arbustos que producen racimos de frutos pequeños de color rojo y de no muy mal sabor, al menos para el que tiene hambre y rendido de fatiga siente la boca seca y ardorosa. Los que transitan alguna vez estos lugares le llaman fruta del diablo.

Los cristeros iban completamente en ayunas; habían peleado desde la madrugada y no habían tomado ni una sola gota de agua para refrescar sus labios, desde la víspera. De aquí que en aquellas horribles arideces se dispersaron en busca de las frutillas rojas ... Un momento más tarde, separados unos de otros, se encontraban casi en su totalidad debatiéndose con los dolores, sufriendo convulsiones agónicas y helado sudor de muerte, y, entre los moribundos, encontrábase el mismo capitán Alonso. A tal grado llegó la gravedad, que pensando que no vivirían más, ordenó el capitán cristero a dos soldados que estaban sanos -uno de los cuales era don Onofre Facio, padre de aquel Manuel Facio, célebre muchacho del 1er. año de lucha cristera-, que recogieran las armas y cartucheras de los demás y las llevaran al jefe del Movimiento Cristero colimense, general Anguiano Márquez, dándole cuenta de lo ocurrido.

Encontrábanse en este estado aquellos cruzados de Cristo, cuando llegó la tormenta y tres de ellos, sin poder ser auxiliados por los compañeros, fueron cubiertos por úna de las gruesas corrientes de agua y arena que en tiempo de lluvia bajan de la cima arrollando cuanto encuentran a su paso. Un voto. a la Santísima Virgen de Talpa, hecho por el capitán cristero Jesús Alonso, jefe de aquel grupo de soldados, fue oído por Dios y ninguno de aquéllos, ya casi agonizantes, murió del envenenamiento. Los que murieron, arrollados por la tonnenta, fueron Santiago Ursúa Rolón, Francisco Rodríguez Martínez y otro muchacho originario de San Marcos por sobrenombre La Zorra.

Al día siguiente, un tanto mejorados los enfermos y recogidos los tres cadáveres que fueron encontrados ladera abajo, entre la arena y las piedras, y sepultados en el lugar que en aquellas áridas risqueras encontraron más conveniente, bajaron los cristeros hacia la región de San Marcos, temblando de frío y debilidad, helados, arrastrando los pies y sin poder casi sostener el arma, por el natural efecto de aquellas alturas, del cansancio, la falta de agua y alimento desde hacía dos días y el envenenamiento.

Poco después, repuestos de la intoxicación, encontrábanse todos lo mismo que antes, con sobrados bríos para continuar la heroica y santa brega.
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