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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO NOVENO
La prueba suprema
(1929, mayo a julio)
Capítulo tercero

Preliminares de una gran batalla.
Astucia de un perseguidor.
El bombardeo.



EL GENERAL ORTIZ A COLIMA

Vayamos ahora a la última formidable campaña que contra los cruzados de Cristo desarrollaron los enemigos, no sólo con el designio de vencerlos y derrotarlos, sino de aniquilarlos por completo, antes de que, en virtud del modus vivendi, que ya se principiaba a concertar en esos días, se viesen obligados a darles, aunque fuesen momentáneas y aparentes garantías, que serían ocasión de que muchos se salvasen.

Eran los primeros días del mes de mayo. La campaña en contra del general Escobar, que por motivos políticos se había sublevado en el norte de la República, terminaba y, concluída, pensóse emplear en contra de los libertadores colimenses, una de las más fuertes columnas que allá habían operado, al frente de la cual se colocó al general Eulogio Ortiz, uno de los militares que por su impiedad propia de energúmeno, que le llevó alguna vez a decir que su dios era el demonio, figuró destacadamente entre los servidores de Plutarco Elías Calles.

A mediados del mes de mayo llegaron a Colima, en largos trenes militares, las tropas callistas de dicho general Ortiz, haciendo lujo de su gran poderío bélico, pretendiendo infundir, no solamente pánico, sino la seguridad de que acabarían por completo con todos los insurrectos cristeros, despoblando de libertadores las montañas y los valles y barrancos de toda la región de Colima.

De esta suerte, en espectacular desfile, recorrieron, de la estación, al centro de la ciudad, pasando por la calle principal, los 5,000 soldados de la tiranía calles-portesgilista que acababan de llegar, con todo su armamento bélico: fusilería, cañones, ametralladoras y una excelente, magnífica caballada traída del norte; de gran alzada, fuerte, de color rojo retinto casi toda. El desfile por la ciudad de este aparatoso contingente militar, jamás visto en Colima, duró desde las primeras horas de la mañana, hasta después del medio día.

Al campo de aviación llegaron por el aire los aviones de guerra dotados de ametralladoras y de maquinaria especial para arrojar grandes bombas.

Los católicos vecinos temblaban de terror, al contemplar tanto aparato. Muchos derramaban lágrimas:

¿Qué irán a hacer los nuestros? -era la pregunta angustiosa de la mayoría, al contemplar tantos soldados, tan bien armados, tantas piezas de artillería y los temibles aviones de guerra.

- Esto servirá para probarles Dios a los enemigos, que contra sus soldados nada podrán, aunque salga el infierno a combatir -contestaban algunos llenos de fe. Así debía ser, y así fue:

Cantad, cantad, cantad, cantad,
Que al cabo mi Cristo no muere.
Reíd, reíd, reíd, reíd,
Que al cabo contra El nadie puede.
Valor, valor, valor, valor,
Que al cabo el Señor nos ayuda.

ALTANERIA Y SOBERBIA

Altivo, soberbio, altanero como ninguno, Eulogio Ortiz llegó a Colima y con todos se mostró así. El creía que a la primera acción suya haría lo que nadie había logrado en Colima, ni siquiera el propio Secretario de Guerra y Marina general Joaquín Amaro y así lo decía con toda desfachatez y soberbia.

Haría retemblar los montes y de los cristeros no quedaría ni uno.

Y por conducto del Presidente Municipal citó a Palacio de Gobierno a todos los hacendados, ganaderos, comerciantes e industriales de Colima.

Con garbo de tirano y arrogancia de déspota, se presentó Eulogio Ortiz ante aquel conjunto ciudadano representativo de Colima. Y con lenguaje de cuartel y gritos, culpó a los allí presentes del problema militar de Colima; pues si los cristeros se habían multiplicado, eran ellos los responsables, porque de ellos se sostenían aquéllos. Que él, en su campaña -dijo-, acabaría hasta con los cerros; que se ponía 24 horas de plazo para terminar con todos los insUrrectos, y que si éstos después se reproducían y aparecían de nuevo, vendría y acabarla, ya no con los rebeldes del cerro, sino con los hacendados, comerciantes e industriales de Colima. Y, para más ostentación, puso avisos que se fijaron en las esquinas de la ciudad.

LA INSIDIA BIEN URDIDA

La primera providencia del astuto general Ortiz fue mandar a los campamentos de los soldados de Cristo Rey, al sacerdote J. Andrés Lara, jesuita, que traía preso desde el norte, con el fin de que éste les propusiera la rendición y los inclinase a ella, haciéndoles conocer la terrible persecución que les esperaba.

Mandado por el general Eulogio Ortiz se presentó el aludido sacerdote al atardecer del 24, en el campamento cristero de La Palmita en Cerro Grande, que era el más cercano de la ciudad. La primera impresión que causó, fue de alegría. Corrieron todos hacia él, besaron con reverencia su mano y se agruparon a su derredor. Era la víspera del domingo de la Santísima Trinidad, y los cristeros y sus familias se regocijaron porque iban a tener Misa al día siguiente; pero aquella impresión cambió luego, porque el sacerdote, sin más rodeos, después de decirles que era prisionero, les dijo que iba enviado por el general Ortiz para proponerles la amnistía y recibir su resolución.

¿SACERDOTE O ESPIA?

Narróles lo formidable del poder enemigo, los elementos de combate de que disponía el general Eulogio Ortiz y cómo no sería posible resistirle. Los libertadores, campesinos casi en su totalidad, sin encontrarse con ellos en aquellos días ni el coronel Verduzco Bejarano, ni el teniente coronel Alvarado, porque habían ido al Volcán a conferenciar con el jefe, empezaron a desconfiar; no creyeron que fuese sacerdote, sino explorador enemigo o, a lo menos, algunos de los sacerdotes cismáticos del Patriarca Pérez.

Lo veían de arriba abajo, con mirada escudriñadora, y todo les parecía confirmar sus sospechas: su sombrero tejano, su pantalón de montar, su calzado, el caballo con la marca del enemigo, etc. Y mientras él procuraba describirles la clase y cantidad de soldados que estaban dispuestos para la campaña y les hablaba de los cañones, ametralladoras, aviones y demás elementos de guerra de que disponía el enemigo, los cristeros con frialdad contestaban:

Con todo eso, usted verá cómo no nos hacen nada, porque Dios nos ayuda.

Llegó pronto el momento en que aquellos soldados cristeros no pudieron guardar en su corazón la grave sospecha que había germinado y creado raíces, e interrumpieron las palabras del sacerdote diciéndole con rústica y varonil franqueza:

- Usted no es sacerdote, por más que lo diga, sino un explorador enemigo que vino a darse cuenta de nuestras posiciones.
- Soy religioso, sacerdote jesuita, a quien el general Eulogio Ortiz trajo prisionero. Mandado por él he venido con ustedes.
- Si fuese sacerdote, no viniera a decirnos que nos rindiésemos a los enemigos.
- No vengo a decirles que se rindan, sino a poner en conocimiento de ustedes la fuerza de los enemigos y cómo, para evitar el derramamiento de sangre, el general Ortiz les propone que se rindan; pero ustedes sabrán lo que hacen.
- Usted es explorador enemigo, nada más, y tenemos que fusilarlo. A un sacerdote prisionero, los enemigos no lo hubiesen dejado venir solo a los campos nuestros, y esto es claro, por más que usted no quiera.

EL ARRESTO

Y mientras salía un enviado al Volcán, pidiendo instrucciones a la jefatura para no ir a obrar indebidamente, lo hicieron prisionero, lo llevaron a dormir entre una veintena de soldados, y ya no hubo razón que valiera para hacerles creer que en realidad era sacerdote.

EL PADRE PUESTO EN LIBERTAD

A los dos días, como el enviado tardaba por haberse iniciado ya la campaña y mediar ochenta o cien kilómetros de distancia entre lugar y lugar, el prisionero fue mandado al campamento del general Andrés Salazar en el mismo Cerro Grande. Compareció ante dicho jefe, quien lo remitió al señor Cura Mota, capellán de aquellas regiones, para que dictaminase si era o no sacerdote, puesto que en caso de no serlo, habían determinado fusilarlo, porque no podría ser otra cosa que un enviado del enemigo.

El señor Cura Mota reconoció que era verdad lo que el prisionero decía de sí mismo, y así lo testificó a los superiores militares.

Entre tanto la campaña había empezado, y el pobre sacerdote tuvo que volverse a pie, pues ya por las circunstancias no era posible hacerlo de otra manera.

Sufrió mucho, es verdad. En su libro Prisionero de Callistas y Cristeros él relata sus sufrimientos, aunque en algunas cosas falta a la verdad, como por ejemplo cuando dice que los cristeros que lo llevaban prisionero le picaban con las puntas de las bayonetas para que se levantase cuando caía (pág. 81 de su libro). ¿Cuáles bayonetas? ¿Cómo le picaban con la punta de las bayonetas, si ni bayonetas traían los cristeros? Nadie traía bayonetas. Que lo trataron duramente, sí es verdad; pero vestido como hombre de la tropa, con sombrero tejano como los callistas y caballo del ejército ¿cómo era posible que simplemente por su dicho creyeran que era sacerdote? ¿Que se mofaban de él, porque aseguraba que era sacerdote? Claro, ya que todo en él indicaba que era un espía, un enemigo que aparentaba ser sacerdote para mejor cumplir su pérfida misión, más aún, cuando él cándidamente les contó que un día antes, en un aeroplano de guerra del gobierno había volado sobre todos los campos cristeros, tanto del Volcán como de Cerro Grande.

No lo fusilaron en la primera tarde, porque tanto decía él que era sacerdote que temieron que en realidad fuera y por eso se detuvieron y no lo ejecutaron. Pero sí lo aprehendieron y así debió ser. Por el temor de que en realidad fuese sacerdote, para no obrar a la ligera, primero enviaron un propio al Volcán, al general Anguiano Márquez, pidiendo instrucciones y luego, después, el general Salazar tuvo la atinada idea de remitirlo a donde estaba el señor Cura Adolfo Mota, para que él diese su opinión de si era o no sacerdote. Cuando el señor Cura Mota dijo que él creía que sí era sacerdote, por las dudas, lo dejaron ir. Ya en eso había principiado la campaña y tuvo que caminar por caminos desconocidos, bajo el ruido ensordecedor de la metralla, hasta que logró llegar a las cercanías de Coquimatlán y, después de muchas aventuras, a Comala, Col., en donde lo esperaba -dice él en su libro- su general Ortiz, y de allí, a Colima.

EL PANEGIRICO QUE EL HIZO

No obstante lo que el Padre Lara sufrió en los campamentos cristeros de Cerro Grande, he aquí lo que él escribe en su citado libro:

VALIENTES

La manera de combatir era la siguiente: parapetados detrás de las peñas, esperaban tranquilos al enemigo hasta tenerlo a tiro seguro. Los guachos al contrario: ya desde que empezaban a subir el cerro atronaban el aire con sus descargas nutridas y con su gritería infernal. Así que el primer encuentro era desgarrador para los callistas. Sus vanguardias se revolvían en su sangre con la de sus caballos; pero como superaban mucho en número a los cristeros, lograban ocupar el puesto de los suyos que iban quedando fuera de combate. Y así seguía éste hasta que los cristeros veían que los guachos empezaban a sitiarlos. Salíanse entonces aquéllos a fuerza de carrera hasta encontrar otra de sus trincheras naturales, y allí se volvía a repetir la escena anterior, hasta que agotados de cansancio, de hambre o de sed, raras veces de parque, dejaban el campo al gobierno.

CRISTIANOS DE VERDAD

La vida que llevaban los cristeros en el Cerro Grande, prescindiendo del tratamiento que me dieron, era por demás edificante. Embebidos de un grande espíritu de fe, confiaban seguros en la ayuda de Cristo Rey por quien peleaban y exponían su vida. Todos los días, cuando les permitía algo de reposo la guachada, rezaban el rosario hombres y mujeres, con fervor tal, que yo no podía menos que edificarme. Siempre alegres, se reían de los aeroplanos y de sus temidas bombas. Casi todos eran muchachotes robustos, colorados; algunos de ricas familias de Guadalajara y Colima y de otras partes. Allí traté a un simpático muchacho de sólo catorce años, armado de su carabinita 44, muy valiente, de quien decían que se había batido cuerpo a cuerpo con un temible callista, hasta dejarlo muerto en pelea. Cuanto a su moralidad, nunca oí conversación ni menos vi acciones indecorosas; y eso que para nada tenían que cuidarse de mí, porque nadie, excepto mi amigo el capitán, me tenía por sacerdote. Las mujeres que andaban allí eran de las familias de los mismos cristeros. Todas andaban con su rosario en la mano y con la oración en la boca. Andaban también allí ancianos impotentes de portar armas. Muchas familias no pudiendo seguir viviendo en sus ranchos o poblados por los atropellos del gobierno y de los agraristas, buscaban asilo bajo las armas de los cristeros.

LA FIESTA DE MARIA AUXILIADORA

En tanto que el general Ortiz hacía en Colimá los últimos preparativos para la campaña, organizaba sus exploraciones, reconocía las posiciones enemigas por medio de las informaciones de los que las conocían y del examen que mañana y tarde se hacía desde los aeroplanos, y mandaba al campamento libertador más próximo al jesuita prisionero de que ya se habló, como valioso medio para que algunos cruzados se rindiesen y se dividiese así el campo católico, se celebraba en el cuartel general cristero del Volcán una ferviente fiesta religiosa el día 24, festividad de María Auxiliadora de los Cristianos.

Hubo concentración de los soldados cristeros de los campamentos vecinos, no de todos, pues ya propiamente se tenía enemigo al frente. Ya allá, en Cerro Grande, cuyo cielo estaba surcado por los aviones militares del callismo, desde hacía dos días -el día 22-, caían las bombas enemigas que, de no haber sido por la especial Providencia Divina, hubiesen hecho muy grandes estragos. El ruido de las detonaciones perfectamente se oía, con claridad y fuerza, en los campamentos del Volcán. Sobre el mismo cuartel general voló ese día un avión de reconocimiento.

No obstante todo, con gran fervor se tuvo, por la mañana, la Misa de Función cuyo coro, así como en la fiesta de Cristo Rey, en el octubre anterior, fue ejecutado por los mismos cristeros y sus familias.

Bajo la dirección de don Virginio García Cisneros, que ya en esos días se encontraba en los campamentos del Volcán, porque descubierta su actuación de jefe civil en Colima, había tenido imprescindible necesidad de dejar la ciudad, y con la colaboración de la señorita Amalia Castell, la jefe del hospitalito de Cristo Rey en los volcanes, se preparó de nuevo y ejecutó la Misa de Angelis en gregoriano.

La Misa la celebró el Padre capellán señor Ochoa. Habló, en su panegírico, de la Virgen María, Defensora y Auxilio de los cristianos y cómo, bajo su protección, nada puede temer la Iglesia y nada podemos temer sus hijos.

El Santísimo Sacramento, en la pequeña y hermosa Custodia, estuvo expuesto durante todo el día, recibiendo la adoración y homenaje de sus luchadores. Por la tarde, rosario solemne con bendición de Su Divina Majestad.

EL BOMBARDEO

El tremendo bombardeo que desde el día 22 hapía principiado en los campamentos de Cerro Grande, se extendió a los del Volcán, al día siguiente de la fiesta de María Auxiliadora, o sea el 25.

Aquello era formidable; había bombas que hacían unos hoyancos de unos dos metros y medio de diámetro por unos dos de profundidad, haciendo, retemblar y estremecer la montaña.

Hubo días en que hasta cinco veces volaron sobre los campamentos libertadores los pájaros de acero, repitiendo en cada vuelo el bombardeo, como si hubiesen querido no dejar piedra sobre piedra.

Los cristeros de El Borbollón, jóvenes casi en su totalidad -muchachos de 15 a 22 años casi todos-, se burlaban alegremente de los aeroplanos, de las balas de sus ametralladoras, y de las terribles bombas explosivas. Generalmente, cuando se alistaban a lo lejos como pequeños pájaros grises y principiaba a percibirse su peculiar trepidación, los cruzados de Cristo, en lugar de esconderse en el bosque, corrían a esperarlos a campo descubierto. Así, decían ellos, se podía ver la bomba al desprenderse y había modo de escapar de ella.

De esta manera llegó a constituir aquello una verdadera diversión; porque mientras el enemigo con saña infernal procuraba aniquilarlos, ellos, corriendo sin cesar de aquí para allá, para escapar de las balas, correspondían con gritos y se burlaban de su furia.

Dios los cuidó, pues no hubo, entre todas las fuerzas colimenses, sino dos heridos splamente en toda la campaña, no obstante que en muchas ocasiones, estando el enemigo al frente, tuvieron que resistir impávidos en sus puestos, sin moverse de su lugar y al descubierto. En cambio, con frecuencia, los aviadores se equivocaban y descargaban su furor sobre sus mismos compañeros.
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