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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO SEXTO
Niebla de invierno
(Enero a abril de 1928)
Capítulo tercero

Marquitos, coronel J. de E.M.
Más sangre de mártires.



Al marcharse Marquitos -así le llamaba el pueblo y así lo llamaban también los compañeros, porque era muchacho, al par que muy valiente, de carácter siempre bondadoso, amable, recto-, se llevó su despacho de Coronel Jefe de Estado Mayor del general Anguiano Márquez. Lo merecía, tanto por su lealtad, como por su valentía. Durante todo este tiempo, desde que había principiado el problema en los primeros días de enero, él no había dejado de estar dando vueltas, yendo y viniendo, casi semanalmente, para informarse del curso de los acontecimientos y, al mismo tiempo, entre ida y venida, seguía en su lucha, con su muchachos cristeros, contra el gobierno de la tiranía callista.

Entre sus hechos de guerrillero de este tiempo, estuvo el del 23 de enero en la estación del ferrocarril de Colima, en las orillas mismas de la ciudad. Los libertadores que en esta hazaña acompañaban al coronel Marquitos eran sólo catorce, de los cuales diez u once eran muchachos de quince a veinte años y los tres o cuatro restantes de menor edad aún. Los enemigos eran cuatrocientos; porque salieron a batirlo, no sólo federales, sino agraristas, gendarmes y aun algunos voluntarios simpatizadores del régimen callista. El campo de combate era el llano extenso de la estación, desprovisto de bosque y de toda trinchera. Aún más, inmediatamente fueron preparados dos aeroplanos de guerra que no dejaron casi ni un momento de arrojar bombas explosivas y hacer funcionar sus ametralladoras sobre aquellos quince cristeros que luchaban con singular arrojo. No obstante tan desigual esfuerzo y la diferencia enorme en cuanto a elementos de combate, la lucha se prolongó por más de cinco horas. Por parte de los enemigos, hubo más de cuarenta bajas, entre muertos y heridos. Por parte de Torres, un herido, el cual, cayendo en poder de los perseguidores y oprimido por sus amenazas, olvidó su juramento de fidelidad y denunció a algunas de las personas bienhechoras de la causa insigne, cosa en verdad rarísima y excepcional entre los cristeros.

PODER DE DIOS EN FAVOR DE SUS CAMPEONES

Por la tarde de ese día, decían admirados unos oficiales del ejército de Calles, en el andén de la estación ferrocarrilera:

¡Si tuviésemos cien hombres como estos muchachos!

Y comentaban con asombro el valor de aquellos macabeos. En la noche del propio día, Marquitos durmió en la ciudad de Colima, porque el parque se le había agotado e iba personalmente a conseguir más.

NUEVO MARTIR, J. TRINIDAD CASTRO

Dos días después de este combate, la ciudad de Colima fue teatro glorioso del martirio de J. Trinidad Castro y Anastasio Zamora.

Ambos eran de humilde condición: J. Trinidad Castro era el único sostén de su madre.

Cuando fueron establecidas en Colima las Vanguardias de la A. C. J. M., allá por el 1918, J. Trinidad Castro era un chico vivaracho que hacía interesantes todas las reuniones, por el sinnúmero de preguntas que formulaba y los problemas que llevaba para su resolución, tanto históricos, como sociológicos y religiosos. De aquí que, ya joven, perteneciendo a la A. C. J. M., fuese un consciente y celoso apóstol cristiano. En el seno de su bendita Asociación fue verdaderamente brillante su labor. Trabajó en el periodismo, en el campo obrero, en el catequístico, en el político; pero más que su labor externa, le distinguía su labor interna de organización: extender y perfeccionar los grupos de Juventud Católica y, de una manera especial, los de los niños de las Vanguardias.

Fundada la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, él fue el Secretario Local.

Iniciada la defensa armada de los sagrados derechos de la Patria, informado de los fines del movimiento, no pudo menos que amarlo y, una madrugada, la hermosa madrugada del día 8 de septiembre, después de oír la Santa Misa que celebró ocultamente en Colima el Padre Capellán del movimiento, don Enrique de Jesús Ochoa, quien se encontraba accidentalmente ahí, en una casa particular, salió en unión de él, rumbo a los campamentos del Volcán.

ANASTASIO ZAMORA

Anastasio Zamora era un joven del pueblo de San Jerónimo, Col, hijo de ancianos padres. Un modelo de honradez y buenas costumbres. Perteneció a la A. C. J. M. y a la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Fue soldado de Cristo y salió al campo de batalla, cinco o seis meses antes que su compañero de martirio, J. Trinidad Castro. En el campo militar fue modelo de intrepidez y valor, de moralidad y disciplina; verdadero soldado de Cristo, digno de todo elogio e imitación.

EN COLIMA

Cuando al finalizar el 1927 surgió el conflicto de la nueva Jefatura de Operaciones Militares del Movimiento Cristero que por orden del Control Militar de Occidente se estableció en los campamentos del Volcán, a cargo del general Manuel C. Michel, J. Trinidad Castro y Anastasio Zamora fueron de los muchachos fidelísimos que no abandonaron a su jefe general Anguiano Márquez, a cuya escolta, que hacía las veces de Estado Mayor, pertenecían como distinguidos elementos.

En el mes de enero, según fue visto en páginas anteriores, el Padre Capellán señor Ochoa se encontraba en la ciudad de Colima en espera de instrucciones del general cristero Michel, ya por esos días al frente de las Operaciones Militares del Estadó de Colima. El día 17 llegaba el general Anguiano de los campamentos del Volcán, trayendo la invitación esperada; pero, al mismo tiempo, se tuvieron noticias de lo acontecido en Guadalajara entre el Control Militar y la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, cuyo representante -Antonio Ruiz y Rueda- había tenido que retirarse. Luego, consultando lo que debería hacerse, se escribió directamente a la Liga y, entre tanto llegaba respuesta, el general Anguiano Márquei y el Padre Capellán esperaban pacientemente, ocultos en la ciudad de Colima. En otra casa, ocultos también, estaban J. Trinidad Castro y Anastasio Zamora. El día 25, procedentes de los campamentos cristeros, llegaron después de haber caído la tarde, ya sin luz de día, José Verduzco Bejarano y J. Refugio Soto.

LA DENUNCIA

J. Refugio Soto había sido aquel último asistente del jefe Dionisio Eduardo Ochoa, leal, sagaz, valiente como el mejor. Era originario del pueblo de San Jerónimo, Col. Venían ambos -Verduzco Bejarano y Soto- a entrevistarse con su jefe general Anguiano, saber noticias y recibir instrucciones. Al entrar a la ciudad, atravesando el barrio de La Salud, porque necesitaban llegar primero a la casa donde se ocultaban J. Trinidad Castro y Anastasio Zamora, para que ellos les noticiasen dónde se encontraban en esa noche el general y el Padre; una mujer enemiga que conocía a Soto, porque también ella era de San Jerónimo, lo reconoció al momento y siguió tras ellos -Soto y Verduzco Bejarano-, para ver dónde entraban. Cuando vio la casa y el número de ella se volvió para denunciarlos en la Jefatura callista de Operaciones.

Los soldados cristeros -Soto y Verduzco Bejarano- entrarpn, vieron a J. Trinidad Castro y Anastasio Zamora y, sin demorar, después de haber sabido de boca de ellos, dónde encontrarían al Padre Ochoa y a su Jefe, salieron de nuevo y se marcharon.

En tanto, la mujer denunciadora llegaba a la Jefatura callista de Operaciones Militares y comunicaba lo que había visto, y se mandó un piquete de soldados para la aprehensión.

Cuando los soldados callistas llegaron a la casa que se les había indicado -la marcada con el número 276 de la hoy calle Dr. Miguel Galindo- ya los cristeros denunciados, Soto y Verduzco, habían salido y sólo se encontraban J. Trinidad Castro y Anastasio Zamora.

EL ARRESTO

Cuando el grupo de soldados, intempestivamente entraba, Anastasio Zamora, decidido y valiente, quiso hacer resistencia; pero Castro lo impidió, pues creyó que si resistían, se atraían más males sobre los dueños de la casa. Momentos después, en medio de la turba blasfema de soldados callistas, fueron conducidos a la Jefatura de Operaciones los dos defensores de la Libertad.

FORTALEZA DE LOS MARTIRES

Ante los militares se portaron con entereza. La misma prensa gobiernista comentó su resolución y valor. En favor de ellos, ni una disculpa, ni una palabra.

Se dice que la voz de J. Trinidad Castro resonó majestuosa en los muros del antiguo Seminario, en esos días Jefatura Militar, perdonando a los verdugos y anunciando el glorioso porvenir de la Iglesia, jamás vencida. Cuando se vio un momento libre, entregado solo a la custodia de los soldados, se postró en tierra, así como 5 meses antes lo había hecho a su vez Tomás de la Mora, descolgó de su pecho un crucifijo de plata que siempre traía y oró un poco.

Anastasio Zamora, con el espíritu que siempre lo caracterizó, de un grande e inquebrantable valor, encubierto con una muy cristiana modestia, no hizo como su compañero, con palabras candentes, demostración de los ardores que sentía en su alma, sino que su principal empeño fue disculpar a aquellos a quienes se quería complicar en su causa, a saber la señora de la casa en donde habían sido aprehendidos y José García Cisneros su hijo.

LA INMOLACION

Era cerca de la media noche cuando fueron conducidos a la calzada Galván, para ser fusilados. Sirvió de paredón el antiguo muro del actual campo deportivo A. D. C., esquina con la calle Zaragoza.

Con su espíritu noble de siempre, Zamora pide que no se le cuelgue, para que la impresión que cause su muerte sea lo menos dolorosa posible para sus ancianos padres, y el grito triunfador de sus combates, el sublime ¡Viva Cristo Rey!, escapado por último de su pecho, rasgó el silencio de la noche. Se produjo la descarga, y el joven mártir cayó bañado en su sangre. Estaba presente el Presidente Municipal de San Jerónimo, Col., para ser testigo de aquellas muertes deseadas.

Privilegios del dolor y del heroísmo cristianos: dícese que el mismo Presidente, cediendo a un impulso de veneración, se inclinó y, con todo respeto, cruzó sobre el pecho destrozado, las manos del mártir.

Después de lanzar igualmente el valiente J. Trinidad Castro el sonoro grito de ¡Viva Cristo Rey!, recibió el martirio y, cuando la descarga le derribó al suelo, aún palpitante, se le arrastró del cuello con una soga, hasta el pie del mismo árbol en que cinco meses antes había sido ahorcado el mártir Tomás de la Mora.

La luz de un nuevo día vino, cinco o seis horas más tarde, a iluminar aquel cuadro, a hacer público aquel suplicio: J. Trinidad Castro, joven perfectamente conocido en Colima, tanto por su larga y brillante actuación religiosa, como por haber trabajado en uno de los principales comercios de la ciudad, afeado, destrozado, cubierto de tierra, ensangrentado y suspendido. de las ramas de un sabino de la calzada, y Anastasio Zamora, cubierto de sangre, con el pecho destrozado y los brazos cruzados, recargado en el paredón de su suplicio.

TRIUNFO POSTUMO

Desfiló una larga caravana de fieles para venerar aquellos despojos y llevar como reliquia, ya alguna partecita de sus ropas o de sus cabellos, ya al menos algún objeto piadoso tocado a ellos.

Los cuerpos fueron entregados a sus familiares y, en la morada de éstos, siguieron siendo visitados por una muchedumbre de cristianos fervorosos. El cuerpo de Castro, de cuyas heridas no dejó de correr sangre fresca, fue sepultado la tarde de ese día 26. Zamora fue conducido al cementerio hasta el día siguiente, 27 de enero. Su cuerpo fue llevado en hombros, desde la casa de sus padres, concurriendo un gran número de personas que pugnaban por llevarle un momento.

DE LAS FILAS ENEMIGAS

En los primeros días del mes de febrero, se presentaron ante el general Manuel C. Michel, en el cuartel general de la Mesa de la Yerbabuena o de Los Mártires, como la llamaban los cristeros, los gendarmes de Comala, pidiendo rendirse. Iba con ellos su jefe, Félix Hernández, que tiempo atrás había sido el que más había perseguido a los libertadores de J. Jesús Peregrina en su cuartel de El Cóbano. Llevados por la razón y subyugados por la santidad de la causa, volvían sobre sus pasos y determinábanse a luchar bajo la bandera de Cristo. En la capilla del campamento, después de purificada el alma. con los sacramentos de la Confesión y Comunión, hicieron el juramento solemne que todos prestaban al ingresar en las filas libertadoras. Mas aquel acto revestía una importancia singular: era el paso de las filas del ejército de Calles en donde habían luchado, a las filas de Cristo, por Quien deseaban únicamente militar en adelante.

COMBATE EN COMALA

Después de este acto, marcharon en union del valiente capitán cristero Félix Ramírez, a iniciar su campaña en favor de su nueva causa. El éxito fue completo. Llegaron en la noche a las cercanías del pueblo de Comala y esperaron al enemigo que debía salir al día siguiente con dirección a los campamentos del Volcán.

Empezaba apenas a aparecer la luz primera de la mañana del día 12, cuando los perseguidores se acercaron y se trabó la lucha, que fue corta, pero muy nutrida. Murieron diecisiete callistas y se les recogieron ocho máuseres, una pistola 45 escuadra y abundante parque. Por parte de los libertadores, no hubo ninguna baja.

Radiantes de júbilo y después de haber dado ya el primer testimonio de su verdadera adhesión al Movimiento Libertador, los nuevos cristeros volvieron a la Mesa de los Mártires.

EL CUARTEL GENERAL DE LA MESA

Este fue, excepción hecha de los primeros meses de Caucentla, tal vez el tiempo en que el cuartel general estuvo en mejores condiciones; porque como los enemigos estaban ya escarmentados, las actividades libertadoras perfectamente extendidas en todo el Estado, y se tenía al coronel Marcos V. Torres casi siempre a las puertas de la misma ciudad de Colima, en el campamento de la Mesa se vivía en esos días en verdadera paz; porque el enemigo, con sus fuerzas ordinarias, no se atrevía a atacar una posición tan lejana. Se aminoraron sacrificios, los jacales de pencas de maguey fueron sustituidos por pequeñas casitas de lámina de zinc, y se formó un pequeño poblado. Además, como se ha visto, el Padre Capellán, señor Ochoa, había establecido en ese campamento su residencia habitual; todos los días se tenía la Santa Misa y la vida religiosa de aquel nuevo poblado de la Mesa de los Mártires de Cristo Rey era hermosa e intensa. Entre los actos religiosos, con nutrida asistencia y mucho fervor, estaba la Hora Santa de los jueves. Esta se hacía siempre de 11 a 12 de la noche. Los cánticos de desagravio, las alabanzas a Nuestro Señor, resonaban hermosísimas bajo aquellos encinos allá sobre la montaña. La unión con Cristo, sellada con la Santa Comunión, era el eje de la vida de aquel pueblo.
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