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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO CUARTO
Los días de mayores penalidades
(Del 27 de abril, a los primeros días del mes de agosto de 1927)
Capítulo séptimo

La muerte épica de J. Natividad Aguilar y sus compañeros.



RENUEVASE EL ASALTO A ZAPOTITLAN

Los cristeros de Caucentla acababan de acuartelarse en el pueblo de Zapotitlán, Jal., en donde habían encontrado benigna acogida. Apenas acababan de llegar, cuando ya el Señor les brindó un trago aún más amargo en el cáliz del martirio.

Como la hacienda de San Pedro dista solamente unos veinte kilómetros de Zapotitlán, Jal., pronto llegó la noticia de que el enemigo se acercaba por allí: fijando la atención, se percibía el rumor lejano de la lucha que los soldados callistas del Gral. Avila Camacho sostenían con el grupo del jefe cristero Manuel C. Michel, y, poco más tarde, se vio perfectamente el incendio que los enemigos hicieron de la finca y de los ranchos circunvecinos, cuando estos lugares fueron evacuados por los cruzados.

Inmediatamente salieron J. Natividad Aguilar, el jefe de los hombres de Caucentla, al frente de nueve de sus más valientes, y Melesio Padilla, el jefe de los libertadores del mismo Zapotitlán, Jal., al frente de otro grupo de los suyos, para impedir que los perseguidores continuaran avanzando hasta aquel lugar. Tomaron el camino de San Pedro, pasaron la ranchería de Sta. Elena y pusieron sus fortines en una barranca por donde los invasores debían necesariamente pasar, si es que llevaban intención de marchar sobre Zapotitlán, Jal. Allí se distribuyeron en dos posiciones distintas y un tanto separadas; pues el camino que subía del fondo de la barranca se bifurcaba, y el enemigo podía ascender por un lado o por otro, o por los dos a la vez. J. Natividad Aguilar, con los suyos, tomó el de la parte de abajo, y Melesio Padilla el de la parte superior. En aquellas posiciones pasaron la tarde los libertadores, contemplando a lo lejos las lumbradas que los enemigos encendían en sus campamentos y las ruinas de la hacienda de San Pedro, aún humeantes y circundadas de un resplandor rojizo.

LA RESISTENCIA HEROICA

A la mañana siguiente, domingo 22 de mayo, el general Avila Camacho emprendió el avance sobre Zapotitlán, Jal. Pronto empezaron a luchar J. Natividad Aguilar y los nueve valientes que comandaba, contra las fuerzas callistas que atacaban. El combate fue horrible: los perseguidores, con muy fuertes y repetidas acometidas, auxiliados por la artillería, intentaban destrozar la avanzada libertadora y seguir adelante; los diez héroes de Caucentla rechazaban con valentía el formidable empuje del adversario. La ancha y profunda barranca de Santa Elena resonaba con prolongádo y ensordecedor estruendo, causado por el ruido de las armas y las maldiciones y ayes de los soldados de Avila Camacho, singularmente blasfemos entre los soldados federales, quienes vociferaban desesperadamente, llenos de cólera infernal, ya en sus inútiles esfuerzos, ya al rodar heridos por el precipicio, ya al ver correr la sangre de sus compañeros. Pronto, de igual manera, fue atacado el retén que comandaba Melesio Padilla, y el combate siguió espantoso ... Momentos después, la avanzada que Melesio Padilla comandaba era rechazada y los enemigos pasaban victoriosos para coger, en medio de dos fuegos, a J. Natividad Aguilar y sus compañeros.

Entonces a un tiro de piedra de aquellos héroes cristeros, resonó la propuesta infernal de los soldados de las tropas de Avila Camacho que atacaban por la parte de arriba:

- ¡Ríndanse! ¡Viva Calles!

Y los diez, a una, contestaron con todo su pecho:

¡Viva Cristo Rey!

... y tuvieron que morir, irremisiblemente. Sólo uno de los.diez, herido de un pie, logró, resbalando y rodando por entre las malezas, escapar de la muerte. Aún vive: se llama Esteban Rodríguez.

Los nombres de estos héroes cristianos son los siguientes: J. Natividad Aguilar el cristero ejemplar de cristianísima vida y valor heroico, jefe de los cruzados de Caucentla; Zeferino Olivares, Esteban Torres, Felipe López, Eustaquio Torres, Secundino Quintero, Francisco Medina, Francisco Torres y Aurelio Madrid, este último de Zapotitlán, Jal., que les había servido de guía.

¡Honor y gloria a ese puñado de héroes de Cristo Rey! Eran lo más escogido de los Cristeros del Volcán. Ellos repitieron con la voz de la sangre, la frase heroica:

La guardia muere, pero no se rinde.

Ellos no habían de rendirse: habían jurado fidelidad a Cristo, aun a costa de la vida, y formaban la guardia de honor de su Divino Rey.

HACIA EL LUGAR DE LA LUCHA

Entretanto, en Zapotitlán, Jal., los libertadores y sus familias acababan de oír la Santa Misa que les había celebrado su Padre capellán, en un amplio patio. El estruendo del combate no se había percibido; pues había sido dentro de la barranca; pero el último tiroteo habido en la parte alta, cuando la muerte de los héroes, se oyó perfectamente.

Para entonces, la Misa había ya terminado y los que habían comulgado estaban devotamente en la acción de gracias. Era el domingo 22 de mayo. La voz del valiente joven Antonio C. Vargas, quien, antes que los cristeros de Natividad Aguilar, había llegado a Zapotitlán, Jal., se escuchó inmediatamente, ordenando la salida para el lugar de la lucha, con el fin de dar auxilio a los que combatían.

Fueron en un momento preparados los caballos para la marcha, e instantes después, casi a galope, arma en mano, corrían todos al lugar de los sucesos.

Y no anduvieron mucho; pues el enemigo ya había pasado de Santa Elena y avanzaba rápidamente hacia Zapotitlán, Jal. Allí, en pleno camino, a pecho descubierto unos y otros, se entabló nueva lucha; los callistas invasores fueron vencidos y, en precipitada huída, se les hizo retroceder.

Fue tal el pavor que quiso Dios infundir en las tropas callistas, que ni siquiera se detuvieron en el pueblo de Tolimán, Jal., perfectamente defendido, y en donde habían acampado el primer día antes del ataque, sino que siguieron de paso hasta la ciudad de San Gabriel, Jal., distante casi cincuenta kilómetros del lugar del combate, llevando treinta bestias cargadas, con dos muertos cada una; pues no se detuvieron ni para sepultarlos.

Cuando los libertadores llegaron a la barranca y estuvieron en el lugar en que Natividad Aguilar y sus compañeros habían combatido, se encontraron con un doloroso e inesperado cuadro: cubiertos de sangre y tierra, se encontraban aquellos venerables cadáveres con huellas evidentes, o de suplicios que les dieron antes de morir, o de la saña que sobre ellos desahogaron, ya difuntos: algunos tenían cortadas las orejas; otros, arrancada la piel de las manos, pies y rostro, como que habían sido arrastrados sobre las duras piedras, y dos estaban casi despedazados, del pecho y el vientre, como si sobre ellos hubiesen los enemigos hecho bailar sus caballos.

Días antes de este episodio, Zeferino Olivares, uno de aquellos nueve valientes, había dicho a sus compañeros:

Cuando, yo muera, busquen mi máuser cerca de donde quede mi cadáver: porque, con la ayuda de Dios, esta arma no caerá en poder de los enemigos.

Y así fue: casi a un paso de donde yacía muerto, se encontró sepultado el rifle, con el casquillo del último cartucho quemado, aún dentro de la recámara, seña evidente de que aquellos macabeos lucharon hasta que quedaron absolutamente sin parque. Este rifle era uno de aquellos 5 rifles alemanes regalados por el Sr. Schonduve.

EL ADIOS SUPREMO A LOS HEROES CAIDOS

Recogidos los cuerpos exánimes, fueron conducidos a Zapotitlán, Jal., y colocados así, en aquel estado, en un pequeño cuarto de la casa que al llegar les había servido de cuartel; porque el sobresalto y el temor de un nuevo ataque eran tan grandes, que no se pensó sino en activar su sepultura.

Tan chica estaba aquella estancia, pobre y desmantelada hasta el extremo, que puestos los cadáveres en el suelo, en hilera y uno al lado del otro, casi la llenaban y no quedaba libre sino un pequeño espacio, a los pies.

Jamás el que esto escribe había visto una multitud tan llena de amargura. La angustia de la huída de Caucentla era muy inferior a ésta. Nunca, en ninguno de los combates, habían muerto tantos como en aquel día; nunca las víctimas habían excedido de tres o cuatro. La muerte de un libertador era la muerte de un hermano, pues así se consideraban y se querían, y en este triste día no eran simples guerreros los que allí estaban muertos y despedazados; eran Natividad, el jefe que tanto estimaban, y ocho de los más valerosos, pertenecientes al núcleo primitivo y principal.

La multitud invadió en un momento el frente de aquella casa; todos pugnaban por ver, al menos por un momento, los despojos venerables de los héroes cristianos. Abriéndose paso y llevando en sus brazos a sus hijos, llegaban desoladas las esposas y las madres hasta los pies yertos de las víctimas, y allí, de rodillas, mujeres Y niños, asiendo entre sus manos aquellos pies helados, sucios y ensangrentados, ponían sobre ellos su cara bañada en llanto, como si quisieran con sus besos y el calor de su alma, infundir nueva vida a esos seres queridos ... Muchos, aun de los simples circunstantes, los besaban también con veneración. Todos lloraban: con recio llanto los niños; con grandes y amargas lágrimas las mujeres, y los hombres, también con los ojos enrojecidos, sentíamos despedazado el corazón.

Pero entre las lágrimas se elevaban al cielo continuas plegarias, la multitud rezaba a una voz, y el himno bendito de sus horas de fervor religioso y de esperanzas resonaba también en dramático contraste:

¡Tú reinarás! Este es el grito
Que ardiente exhala nuestra fe:
Tú reinarás, oh Rey bendito,
Pues Tú dijiste: Reinaré.
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