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LOS CRISTEROS DEL VOLCÁN DE COLIMA

Spectator

LIBRO TERCERO
La llama
(Del 6 de enero al 27 de abril de 1927)
Capítulo segundo

El enemigo se mueve



DAVID Y GOLIAT

Por otra parte se iba a tener frente a frente, toda la maquinaria oficial del régimen de la Revolución imperante que acaudillaba el Gral. Plutarco Elías Calles y que respaldaba la Masonería y el satanismo de todos los países del mundo: soldados de línea, empleados de gobierno, aduladores del tirano, servidores incondicionales y ejércitos de agraristas azuzados contra la Iglesia y dotados de armas y parque. Además, esta maquinaria de la Revolución impía contaba con el apoyo de la fuerza material más grande de la tierra: Los Estados Unidos de Norteamérica. Eran el pastorcillo David -de que nos habla la Historia Sagrada-, con su honda y sus cinco piedras lisas del arroyo, frente al gigante Goliat, provisto de excelentes armas ofensivas y defensivas y adiestrado en los combates desde su niñez. Y, al igual que en aquellos tiempos del Antiguo Testamento, también ahora los cristeros podían decir como David, cuando se enfrentó a Goliat:

Tu vienes a mí con espada, lanza y escudo, con coraza y yelmo; pero yo vengo en el nombre del Dios de los Ejércitos.

Y muy pronto el humanamente invencible Goliat se arrojaría con furia infernal sobre el casi indefenso David, intentando exterminarlo al primer golpe. Los masones de Colima, en su periódico El Liberal, cuando supieron quiénes eran los combatientes y cuál el equipo cristero, formaron alharaca de burla, diciendo que era tan sólo un grupo de fanáticos estúpidos, de muchachos indefensos y cuyo parque no les ajustaría para un combate de un cuarto de hora.

Y Plutarco Elías Calles y con él toda la Masonería de México, rio con carcajada burlesca soñando en exterminar en unos cuantos días a todos los insurrectos y, con ese motivo, destrozar, encarcelar y matar sacerdotes y religiosos y destruir para siempre la fe católica de México.

TIO CARMEN Y TIA NACHA

Principiaba la segunda quincena del mes de enero de 1927. De todas las rancherías de los volcanes se acudía a Caucentla, en donde se había instalado lo que los cristeros llamaban su cuartel general, para recibir instrucciones directas de los labios de Dionisio Eduardo Ochoa.

Lo que servía de cuartel a Dionisio Eduardo y a los muchachos que con él habían salido de Calima para iniciar la Epopeya Cristera, era una pobre ramada, construída en la parte alta de la ranchería de Caucentla, cerca de unas casitas humildes, en un grande campo en donde abundaba la salvia -planta silvestre que crecía en aquellos lugares-, propiedad de un virtuoso matrimonio, rancheros del lugar, incultos si se quiere, desde el punto. de vista humano; pero llenos de fe y de bondad excepcionales que los constituyeron, no sólo en protectores, sino casi en padres heroicos de los muchachos colimenses organizadores de la Cruzada. Todos los rancheros de la región los veían con cariño y con respeto, casi como a patriarcas; a él le llamaban el tío Carmen y a ella la tía Nacha. Sus hijos, niños verdaderos en aquellos días, en su papel de niños, fueron también grandes y valientes: como manda de ritos, como correos, como vigías, sirvieron a las mil maravillas.

LOS CALLISTAS SE ENTERAN

Al mismo tiempo que esto sucedía en las faldas de los volcanes, los hombres del Régimen, aquí, en Colima, tuvieron las primeras noticias del movimiento en gestación. Sabían que los hombres de la montaña se organizaban y sabían que había entre ellos algunos jóvenes que no supieron identificar, a quienes creían venidos de México o Guadalajara y que servían de jefes. Y como había habido en los volcanes, semanas anteriores, algunos sacerdotes de esta ciudad de Colima, que habían ido a refugiarse allá, para huír de la persecución del gobierno revolucionario de Colima, cuyo jefe era el Lic. Francisco Solórzano Béjar, fue fácil atribuir a éstos la dirección de aquellos brotes bélicos.

Entre estos sacerdotes colimenses que habían buscado asilo, huyendo de los perseguidores de Colima, entre los pinares del Volcán, estaba el Padre don Mariano de Jesús Ahumada, a quien de una manera especial odiaban los perseguidores, y el Párroco de San Jerónimo, don Ignacio Ramos, bastante enfermo durante esos días. De aquí que, aunque inocentes del todo estos sacerdotes con relación al movimiento bélico que se preparaba, fue muy fácil para los perseguidores señalarlos y acusarlos como a jefes; a los malos les convenía hacerlos aparecer como promotores de un movimiento armado revolucionario.

PRIMERA MARCHA CONTRA LOS CRISTEROS

Y una mañana, la del día 22, montando un buen caballo el jefe de la gendarmería de Colima, ya en esos días don Urbano Gómez, rodeado de todos sus elementos de la policía montada, decía en voz alta en la plazuela de la Sangre de Cristo, en la ciudad de Colima, haciendo gala de sus intenciones:

Vamos por los curas Ramos y Ahumada ... y no volveremos hasta que los traigamos muertos en una tabla.

Los vecinos del Templo de la Sangre de Cristo, y cuantos en esta ocasión estuvieron en contacto con el comandante Gómez y oyeron sus altaneros propósitos, angustiados, espantados ante aqueJ lujo de fuerza, temblaron de miedo, temiendo por la suerte de aquellos dos sacerdotes a quienes todo Colima estimaba, por su entereza y su labor sacerdotal. Y la noticia cundió en un momento por toda la ciudad:

Que van traer, vivos o muertos, al Padre D. Mariano de J. Ahumada y al Sr. Cura Ramos.
¡Que Dios los libre! Y, a los malos, que el Señor los ciegue; que el Señor los venza.

Y en tropel ruidoso y con insolente alharaca salió la patrulla de los gendarmes, guiada por su jefe don Urbano Gómez que, en tiempos anteriores, había sido hombre bueno, cristiano, culto, valiente; pero que, arrastrado por el ambiente de los perseguidores y colocado de jefe de la gendarmería, se había convertido en elemento de los tiranos.

¡Dios haya salvado su alma! El que esto escribe había sido amigo suyo y sabe que lo que le perdió fue su unión con los perversos y sintió su desastroso fin.

Durmieron ese día los hombres del comandante Gómez en la hacienda de Quesería, Col., para, al día siguiente -el 23- desde muy en la madrugada, principiar la nefanda hazaña de castigar a todos los habitantes de la región, allanando hogares y saqueando las rancherías. Necesitaban, querían, no descubrir lo que había con relación al movimiento que se gestaba y destruir militarmente cualquier brote de rebeldía que pudiera haber, sino que, so pretexto de buscar y aprehender a los sacerdotes ya mencionados, dar rienda suelta a sus instintos de rapiña y destrucción. Entre tanto, los libertadores, cuyo número no excedía de cinco o seis en cada ranchería, estaban desprevenidos y sin esperar el golpe; mas Dios velaba por ellos.

FACILES TRIUNFOS

Al amanecer llegó la gendarmería del Estado integrada por más de 60 hombres a Montegrande. Sorprendidos los libertadores que en tal ranchería había, no tuvieron más que huír, ya que su número era reducidísimo, haciendo uno que otro tiro, en medio de las balas de los enemigos que corrían de aquí para allá sembrando el pánico entre todos y disparando sus armas en todas direcciones y sobre cuantos veían huír.

Dios salvó la vida de todos los suyos en aquella ocasión; mas la ranchería fue saqueada. A cuantas chozas entraban los gendarmes las despojaron de cuanto pudieron llevándose ropa, dinero, alhajas, caballos y aun las gallinas y demás animales. Fue allí tomado prisionero y fusilado el soldado cristero Juan Barajas.

De Montegrande salieron a Montitlán, en donde se repitió la misma escena. Los rancheros corrían espantados a refugiarse en el bosque, y los enemigos, allanando todos los hogares, cometían un sinnúmero de perversidades.

Triunfantes entonces y llenos de satisfacción, emprendieron el camino a la ranchería de La Arena, en donde el Señor les reservaba su castigo.

Deberían ser, en aquellos momentos, como las nueve de la mañana. Cinco o seis soldados libertadores estaban allí desprevenidos, preparando su almuerzo, cuando de improviso y muy cerca, escucharon un ¿Quién vive? Contestaron inmediatamente ¡Cristo Rey!, mientras una lluvia de balas caía sobre ellos. sin causar les ninguna lesión. Tuvieron que huír, porque no pudieron organizar ninguna defensa.

PRIMERA BATALLA: EL COMBATE DE LA ARENA

Entre tanto, cerca de Caucentla -el improvisado cuartel general-, al lado de los jefes del movimiento libertador -Dionisio Eduardo Ochoa y sus tres compañeros-, se encontraban unos doce libertadores ya armados, aunque con deficientísimas armas, según se ha dicho.

No obstante que el sol se había levantado ya y pintaba de oro la montaña, todavía el aire helado del invierno estaba haciendo, a aquellas horas, llorar y estremecer los pinos. Nuestros cuatro muchachos de Colima, aunque procuraban disimularlo, tiritaban de frío: también allí en Caucentla era la hora del almuerzo.

Al principiar a oírse las detonaciones de las armas de la gendarmería, allá por el sur, perdidas casi por el rumor de la montaña, los cristeros de aquel pequeño núcleo, sin hacer caso ni del frío ni del hambre, corrieron presurosos hacia Dionisio Eduardo Ochoa -su jefe- para pedir órdenes:

- ¿Qué hacemos, don Nicho? -dijeron.
- ¿Dónde es el tiroteo? -replica el jefe.
- En La Arena -contestaron varias voces.
- ¿Cuánto hay de distancia?
- Como dos horas -dijo alguno-, pero cortando caminos y atravesando potreros será mucho menos.
- Vamos -dice resuelto Dionisio Eduardo-. Vamos inmediatamente a dar auxilio a aquellos hermanos. Cada quien tome su arma y mucha confianza en Dios: El proveerá.

Dada la orden, todos acudieron con mucho' entusiasmo y aun dando saltos de alegría, al lugar del tiroteo, cortando veredas y atravesando por donde les parecía más breve el camino.

Los gendarmes, entre tanto, haciendo lujo de su saña en la citada ranchería de La Arena, entraban a las chozas de los campesinos, disparando sus armas sobre quienes corrían, sembrando el pánico, sobre todo entre las mujeres y los niños.

Envalentonadó por sus fáciles triunfos, el comandante D. Urbano Gómez y sus gendarmes, sintiéndose victoriosos, regresaban ya, camino a la hacienda de Quesería, de donde habían salido esa madrugada, cuando, al acercarse a un lienzo de piedra vieron a un hombre que sacó la cabeza y rápidamente la metió de nuevo. Ese hombre era uno de los rancheros fugitivos; pero los gendarmes creyeron que era gente emboscada que los estaba esperando para atacarlos, y retrocedieron para tomar la vereda que conduce a Tonila, pasando nuevamente por La Arena. Iban huyendo de una imaginaria emboscada y cayeron, sin pensarlo, en manos de los Cristeros de Caucentla que en esos momentos llegaban a la ranchería mencionada.

Al primero que encontraron los cristeros, ya en las cercanías de La Arena, fue a un hombre de allí mismo que, al huír, había recibido un balazo en un brazo y aún le corría la sangre. Dio este ranchero, al grupo de cristeros de Caucentla, las noticias que se le pidieron con relación a lo acontecido y al lugar en que los gendarmes se encontraban.

Con la noticia de los abusos de aquellos hombres y con el cuadro de aquel campesino herido, más se enardeció el valor de los nuevos cruzados. Entre tanto, Dionisio Eduardo Ochoa se incorporaba a los que primero habían llegado; pues menos hábil que los rancheros para una carrera, así larga y dificultosa, hubo de llegar momentos más tarde. Le informaron brevemente de todo y aun él mismo oyó lo último que narraba el herido.

Entre él y Natividad Aguilar, que era el jefe inmediato de los cristeros de Caucentla, dispusieron a su gente en distintos lugares, esperando que Dios les concediera. que el enemigo cayese en sus manos.

Y así fue: la columna de gendarmes, que en su camino a la hacienda de Quesería había dado media vuelta, se encontraba de nuevo en la ranchería de La Arena. Cuando ya estaban de lleno en el campo dominado por los cristeros, al grito de ¡Viva Cristo Rey!, se escucharon las primeras descargas y cayeron los primeros muertos de la gendarmería que, grandemente sorprendida, hizo algunos disparos, buscando salir de aquella situación comprometida.

Quiso entonces Dios sembrar un inmenso pánico en las filas de los perseguidores: el grito de ¡Viva Cristo Rey!, según claramente confesaban después los supervivientes, 1es hacía temblar y casi los paralizaba. Además, tal vez por el natural efecto de una grande excitación nerviosa, tal vez por el efecto del poder extraordinario de Dios, vieron un enemigo cincuenta o cien veces superior, según lo declaraban los gendarmes que alcanzaron a regresar: textualmente decían que las lomas de los alrededores blanqueaban de tanto católico que los había atacado. Y los libertadores, con toda verdad sumando los de los dos o tres grupos en que se distribuyeron para el combate, los que venían de Caucentla y los que se les unieron allí mismo, apenas pasaban de quince.

Entonces, víctimas de pánico inmenso, cada quien procuró escapar por donde pudo, dejando en el campo de combate cuanto habían quitado esa mañana en las rancherías de Montegrande, Montitlán y La Arena. Muchos gendarmes dejaban su caballo y arrojaban el arma para poder correr con más ligereza entre las asperezas del campo. Otros se dejaban ir a ciegas entre las zarzas y malezas de los barrancos, en su ansiedad de escapar, causándose ellos mismos grave daño.

En tanto que Lino Araiza, subjefe de aquella expedición, lograba salir del cerco, con algunos de sus compañeros, por el arroyo del Naranjo, y sólo perdía su caballo que le mataron al subir la loma, su jefe, el comandante Gómez, abandonado de sus más valientes y seguido solamente de su asistente y dos policías más, trataba de salir por donde creía que no había enemigo; mas fue a caer donde estaba apostado el cristero Anselmo Rolón, quien les intimó la rendición. Al mismo tiempo, se presentaron por la retaguardia de los gendarmes, dos cristeros, uno de ellos llamado Jesús Ramírez que, de igual manera que Rolón, intimaron la rendición al comandante Gómez y a sus acompañantes.

El comandante, creyendo que ya no era posible escapar, arrojó al suelo su pistola y se entregó prisionero, juntamente con sus compañeros.

La victoria fue completa. Los libertadores no tuvieron ni un herido. De los enemigos, ocho quedaron muertos en el mismo campo de lucha. El jefe y los tres que con él cayeron prisioneros fueron pasados por las armas, después de juicio sumario y de concedérseles algunos minutos para que, si gustaban, los aprovecharan para prepararse a la muerte. Los cincuenta restantes, unos heridos, otros sanos, sobrecogidos de inmenso miedo, escaparon como pudieron.

Recogieron entonces los vencedores, como botín de guerra, doce armas largas, algunas cortas en muy buen estado, parque, caballos y monturas. Aquello, para ellos, era un capital inmenso. Los rancheros, más tarde, recogieron otras armas de entre el monte.

Levantaron el campo en medio de indescriptible júbilo.

Vean -les decía Ochoa-, vean cómo Dios nos ayuda. Así. nos seguirá ayudando siempre, hasta conseguir una completa victoria, si sabemos ser dignos soldados suyos y trabajamos con toda fe y pureza de intención.

LOS FUSILAMIENTOS DE GOMEZ Y SUS COMPAÑEROS

Es de declararse que la sentencia capital contra el comandante Gómez y sus compañeros fue dictada en juicio sumarísimo y después de oírlos en defensa. Las razones principales que se tuvieron para dictarla, fueron éstas:

1° La creencia fundada de que aquellos hombres, una vez libres -pues no había manera en aquellos momentos y en aquellas circunstancias, de ponerlos en seguridad-, serían enemigos más terribles que en lo pasado;
2° La conducta de los mismos, fervientes colaboradores del tirano, al cual servían de instrumento incondicional;
3° Las órdenes terminantes, especiales, que Ochoa había recibido, con el fin de hacer posible y eficaz la defensa armada en aquellas primeras circunstancias, tan difíciles, a fin de inutilizar, cuanto fuera posible, los elementos del poderoso e implacable enemigo y de hacerle sentir la gravedad del conflicto.

El gobierno del licenciado Solórzano Béjar en Colima y todos sus elementos oficiales quedaron consternados al saber lo acontecido en la ranthería de La Arena, de boca de los gendarmes supervivientes que, presos de inmenso pánico, iban logrando, uno a uno, llegar de regreso a Colima. Unos pudieron escapar con su caballo, pero éstos fueron pocos, ya que la mayoría llegó sin arma y aun sin uniforme. Había sido una verdadera desbandada.

Los cadáveres del comandante y sus compañeros quedaron en el campo de batalla. Dos expediciones de gobiernistas trataron de recogerlos, pero no se decidieron a llegar al lugar de los hechos, hasta que, tres días más tarde, una dama de la hacienda de Quesería, Doña Inés Escobosa, gestionó con los insurrectos el que pudieran recogerse los cadáveres. Y empleados de la hacienda -no elementos gobiernistas de Colima- fueron y los recogieron.
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