Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta sexta (Segunda parte)Carta séptima (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CARTA SÉPTIMA

Primera parte

Amigo mío:

Ya he dicho que la conducta del Ayuntamiento y corporaciones de Zacatecas fue desaprobada altamente por el virrey Venegas, que jamás quiso se entrase en contestaciones con los insurgentes, sino que se les hiciese eterna guerra como a bestias feroces. El Dr. Cos fue preso de orden suya, y aunque logró sincerarse, no le dió la satisfacción que convenía a su inocencia y a su estado; pidióle pasaporte para España y se lo denegó redondamente; conoció entonces que necesitaba abrazar un partido y prefirió el de la revolución como justo. En ella obró como director de la opinión pública, trabajando con sus propias manos una imprenta de madera, cuyos caracteres semejan a los de Juan Gutenberg, inventor de este arte prodigioso, por medio de la que enunció al público las más bellas ideas. El Despertador Americano está impreso con ellos, y se lee en la Europa con doble admiración y aprecio, que aquí le han negado nuestros ingratos contemporáneos. En la serie de la revolución veremos a este eclesiástico todo espíritu (pues era muy chico de cuerpo) obrar como general; crear una bella división de ejército en el pueblo de Dolores; batirse con denuedo en varias acciones; dirigirlas como un experto capitán; verémoslo dictar un plan de paz y guerra, que si se hubiera seguido, habría bastado para economizar mucha sangre americana derramada inútilmente. Verémoslo, en fin, en el Congreso de Chilpancingo, y a la cabeza del Gobierno en Apatzingán dando movimiento a todo, y sobre todo, honor a la nación mexicana. Calleja en Zacatecas permaneció poco tiempo; pero lo empleó en organizar un batallón de milicias, para cuyo sustento y armamento hizo que se impusiesen grandes contribuciones a aquel vecindario. El día 6 de mayo (a lo que he podido averiguar) marchó para Guanajuato; pero se detuvo en Aguascalientes para hacer decapitar allí a dos angloamericanos artilleros; ya he dicho que gustaba de derramar la sangre y aterrorizar a los pueblos; por tanto, ésta era su ocupación favorita. Interin es recibido en Guanajuato con los aplausos que no debiera, y tratado como un sultán, sigamos la marcha de Rayón, harto curiosa e interesante.

Menos de un mes he dicho que permaneció el general D. Ignacio Rayón en Zacatecas; mas en este espacio de tiempo no perdió ni un solo día para dejar expedita su pronta salida de aquella ciudad, dejando buen nombre; vió sobre sí el ejército de Calleja que avanzaba con el prestigio de victorioso, y no hallándose en disposición de aguardarlo, previno a D. Víctor Rosales que se quedase en la ciudad con la mitad del carguío y armas, tomando él el resto para dirigirse a Páztcuaro, y fijar el teatro de la guerra en la provincia de Valladolid, que casi había sido la cuna de la revolución, donde se conservaba mejor el primer entusiasmo de la libertad, y tenían los ejércitos americanos más recursos de cómoda subsistencia sin mayor gravamen y vejación de los pueblos, sobre quienes se hacía ya sentir la depredación y el desorden. Así lo dió a entender Rayón a varias personas de Zacatecas para que lo creyese Calleja; pero en realidad su plan tenía miras más profundas, pues su espíritu era que creyéndolo Calleja en Zacatecas, cargase sobre él con toda su fuerza, y cuando estuviese a dos jornadas de aquella ciudad, saliese Rosales por el rumbo de Villanueva con dirección al pueblo de la Piedad. Esta bella traza no tuvo efecto, porque seducido Rosales por los amigos del Gobierno de México, hizo total entrega de la ciudad, caudales y armas al enemigo, y recibió de éste un indulto oprobioso. Supo Calleja la salida de Rayón, y desde las Salinas destacó al brigadier D. Miguel Emparan con cerca de tres mil hombres; de segundos, a los coroneles García Conde y conde de Casa Rul, quienes a marchas dobles le dieron alcance la madrugada del 3 de mayo en las inmediaciones al rancho del Maguey. Emparan fue advertido de los pasos de Rayón, porque vió brillar a lo lejos los carros de municiones forrados de hoja de lata. Apareció, pues, sobre el campo americano la mañana del 3 de mayo de 1811, camino real para Aguascalientes. Antes de que se aproximase, mandó Rayón que saliese su infantería y equipajes, y caudales conducidos por unos ochenta oficiales sueltos, previniéndoles que continuasen su marcha hasta el pueblo de La Piedad. Quedóse allí Rayón únicamente con catorce cañones de artillería y un piquete de caballería, precisamente para detener al enemigo y dar tiempo a que se alejasen los caudales e infantería. Rompióse el fuego por Emparan, a que se le respondió paulatinamente, manteniéndose Rayón primero en formación de batalla; después cambió en semicírculo, y finalmente en martillo, practicando todas estas evoluciones a proporción de las que hacía el enemigo. El terreno de la acción era un barbecho de tierra muy floja y movediza; así es que las columnas de humo y polvo que levantaba el tiroteo eran muy espesas. Rayón se aprovechó de estas circunstancias; dispuso que los artilleros a todo correr escapasen, y él mismo, con algunos oficiales, permaneció en el sitio para hacer una descarga cerrada, y casi simultánea, de toda la artillería, como se verificó; entonces a todo escape voló a reunirse con la infantería y equipajes. Emparan continuó sus fuegos, y cuando avanzó a tomar los cañones abandonados (que fue después de mucho rato) se abstuvo de seguir al alcance y se contentó con ocuparse en tomar los carros, un coche que quedó abandonado en una barranca que hacía paso preciso a la retirada y algunas mulas que se hallaron dispersas y abandonadas. Los oficiales de Rayón cometieron la bajeza de tomarse entre sí los caudales, y no sólo los tomaron entre varios, sino que dividiendo en trozos la tropa, cada uno se fue con la que quiso seguirle, prometiéndose formar con el cuadro de ella un ejército. Tal suerte tuvo esta acción tan decantada en los papeles públicos, principalmente en la Gaceta núm. 63, del martes 28 de mayo de 1811. Sus malos oficiales cometieron un crimen horrendo, pues faltaron a la patria cuando más los necesitaba, y de libertadores suyos se convirtieron en salteadores infames. Rayón continuó su marcha al pueblo de La Piedad, donde recibió a unos enviados particulares del general don José María Morelos, y lo fueron Mr. David Faro, angloamericano, y D. José María Tavares, por los que le avisaba de la sorpresa que había dado al campo de don Francisco Paris en el punto de los Tres Palos, costa de Acapulco, la noche del 5 de enero de 1811, sorpresa que lo habilitó de un crecido número de armas, y fue como le llamó el mismo Morelos, con aquella sencillez que lo caracterizaba, el gran piezazo con que se afirmó en la revolución. A su tránsito reunió Rayón de los caudales dispersos como treinta mil pesos, y cerca de doscientos hombres. Acopiadas algunas armas en dicho pueblo, se dedicó a recomponerlas; montó tres cañones de artillería que halló allí enterrados; practicó igual operación en la villa de Zamora, donde organizó una división de más de cuatrocientos hombres que puso al mando de D. José Antonio Torres, y le previno marchase con ella a Pátzcuaro, donde se le reunirían el padre Navarrete y el comandante D. Manuel Muñiz, que lo era de Tacámbaro. Dirigióse a este punto para dar la última mano en la mejor organización de la tropa de Torres, pues se veía a términos de chocar con la de Valladolid que mandaba el comandante Linares. Efectivamente, atacó este jefe a Torres, que se hallaba situado en la loma llamada de la Tinaja; fue en esta acción terrible, que duró casi todo el día, en la que Torres salió herido en un brazo. Cuando se hallaba en términos de ser destruido le llegó Rayón con cincuenta hombres de refuerzo, y en tan oportuna sazón, que reanimándose los casi vencidos cargaron tan bruscamente sobre los españoles, que los pusieron en fuga y perdieron hasta los equipajes que tenían en el punto de Jesús Huiramba.

Al día siguiente se reunieron las divisiones de Muñiz y Navarrete con la de Torres, y todas componían más de mil quinientos hombres. Rayón se propuso atacar con ellos a Valladolid en el equivocado concepto de que aquella plaza estaba poco guarnecida, y que la tropa que se hallase en ésta estaría muy desalentada con la desgracia que había padecido parte de ella el día anterior; pero se engañó, pues muy luego supo que había recibido refuerzos de México; no obstante, a vista de Valladolid hubo algunas escaramuzas con las que los americanos desalojaron a sus enemigos del pueblo y loma de Santa María que ocupaban, reduciéndolos a las trincheras y cortaduras de la ciudad. Rayón regresó al pueblo de Tiripitío, en donde destinó a Torres para la comandancia de Páztcuaro, Uruapan, y todo ese rumbo; a Navarrete dió la de Zacapu; a D. Mariano Caneiga, la de Panindícuaro; a D. Manuel Muñiz, la de Tacámbaro; el torero Luna marchó para Acámbaro y Xerécuaro. Yo suplico a usted que si hubiere hecho un dengue al oído llamar torero se prepare para deshacerlo, porque fue tal y de tan mala condición el comandante español que mandó Venegas después al mismo punto de Xerécuaro, que no cambio a mi Luna ni con ribete. En este estado de cosas marchó Rayón con una escolta para Zitácuaro. Supo en Tuzantla el triunfo que había obtenido D. Benedicto López en dicha villa de Zitácuaro el 22 de mayo de 1811 sobre el comandante D. Juan Bautista de la Torre, y su segundo el capitán Mora, a quien el fanfarrón de Venegas dió el epíteto de impávido, así como a Llano (D. Ciríaco) el de modelo de la amovilidad, dicho que puede aplicarse a una veleta de torre; pero antes que entremos en estos pormenores retrocedamos a Zacatecas, donde nos espera Calleja marcando el día de su entrada con trece infelices que fusiló, dos más al siguiente, y qué sé yo cuántos otros en lo sucesivo. Las tablas de proscripción de este tirano sólo son comparables con las de Sila y Mario. No creía que cumplía con sus deberes sino trozando cabezas. Estableció una covachuela en su secretaría, destinada precisamente a recoger correspondencias, examinar y cotejar letras, averiguar relaciones aun las más inocentes y secretas y fulminar sentencias según la opinión de estos oficiales. Calleja en campaña era un lobo que salía a carnear; el que no lo definiese de este modo sin duda que no lo conoció ... Es comparable con el mismo demonio, de quien decía el primero de los apóstoles que nos guardásemos, porque buscaba en derredor de nosotros a quienes tragarse ... quaerens quem devoret ... Entregado Zacatecas por el indulto de Rosales y disolución de los caudales, ¿qué necesidad había de esas decapitaciones solemnes? Sin embargo, él las hacia, y en aquellos oscuros días decía a los zacatecanos (Gaceta número 57, tomo segundo, de 12 de mayo de 1811) que constituído intérprete y ejecutor fiel de las piadosas intenciones del Gobierno, sólo era terrible con los que se obstinan en la infidelidad y con los que sedientos de robo y pillaje (son sus palabras) quieren renovar los días de horror que han desolado el país, al paso que es y será el escudo y amparo más fuerte de los que se han conservado fieles, o están sinceramente arrepentidos ... El ejército del rey proclama altamente a la faz de todo el mundo que no tiene ni tendrá por objeto otra cosa que la paz y felicidad del reino y el restablecimiento del buen orden y de los derechos de su soberano ... Tal es la estrepitosa y campanuda protesta que hacía este califa cuando degollaba a los malhadados zacatecanos. No pudo dejar de confesar, cuando recibió las propuestas del general Rayón, que le parecían justas, y que las admitiría a no ser un general enviado por el Gobierno de México: si Rayón le faltó y continuó aprestándose, fue porque después de esta confesión le arrestó a su hermano y violó el derecho de gentes. Calleja permitió que continuara la elaboración de la moneda provisional que se acuñaba en Zacatecas. Su troquel era imperfecto y figuraba una bufa de montañas como las que rodeaban aquel real con estas letras iniciales: L.V.O., que tanto quiere decir como labor vincit omnia. Esta moneda fue justamente apreciada porque su fea configuración era compensada con la mayor cantidad de su peso y bondad de su ley; de modo que entre las muchas monedas que entonces aparecieron, era preferida en Veracruz la zacatecana, y valía nueve reales un peso fuerte.

Después de la batalla de las Cruces cesó casi de todo punto la incomunicación de México con la ciudad y valle de Toluca, llenándose el tránsito de ladrones y asesinos; capitaneábanlos varios caudillos, y entre ellos se hacía temer mucho un tal Canseco, de oficio albéitar y reputado por jaque. Para alejarlos de esta capital, o sea para proporcionarla víveres de que carecía por la incomunicación de Toluca, tomó el virrey Venegas varias providencias; una de ellas fue establecer una numerosa partida de guerrilla que reconociese estas inmediaciones; formóse de toda clase de gente perdida de diversos estados y profesiones; pero la que adoptaron por entonces fue la de robar y asesinar a infelices inermes; ni bastaban las enormes erogaciones que varios sujetos hicieron para sostener estos cuerpos de ladrones en cuadrilla; léense con ignominia los nombres de los contribuyentes en las gacetas de los primeros meses de 1811, y se ve la enorme suma de caudales que se recaudaron, ya para este objeto, ya para premiar a los que más se distinguían en valor, ya para las tropas del Empecinado; ya, en fin, para zapatos de los soldados españoles, y mil otras socaliñas a que se prestaban muy gustosos los primeros comerciantes de México, que en el día no dieran un cuarto aun para otros objetos más recomendables. En breve tuvo el virrey que quitar esas guerrillas, y que sustituir otros cuerpos de más disciplina en el orden de acometer, pero no de mayor moral. El primero que salió a Toluca con el batallón de Cuautitlán, que después se llamó ligero de México, fue don Juan Sánchez, teniente coronel de artillería, español muy honrado y dotado de aquella circunspección que se hermana con el valor; pero su modestia se tuvo por cobardía, y así es que en breve se le hizo marchar para Valladolid a las órdenes de Trujillo, y se le sustituyó a un D. Juan Bautista de la Torre, capitán del regimiento de las Villas. Era éste un montañés de aquellos de maja maja, hombre dado a la mística, que no largaba el rosario de la mano; que creía a pies juntillas merecer más y más el cielo, mientras mayor fuese el número de insurgentes que muriesen; pero de cualquier modo: el caso era que muriesen, y aunque esto quedase yermo, que después no faltarían gentes del valle de Toranzo, de San Andrés de Luena y otros lugares de la península que lo poblasen; así es que con tan santa intención aprobaba todo cuanto hacía su segundo el impávido Mora, y aunque le dijesen que se había cometido la maldad más execrable, bajaba profundamente la cabeza, seguía rezando y no perdía ni un padrenuestro de su camándula. Tirados estos primeros rasgos, aunque en bosquejo, ya usted quedará en estado de poder entender cómo se cometieron por este capitán ascético los mayores crímenes, y no se admirará de que la Providencia los castigase al fin de un modo ejemplar.

El 9 de enero de 1811 hizo Torre su primera correría con doscientos setenta y tres soldados de varios cuerpos sobre el pueblo de Cacalomacán, distante legua y media de Toluca. En el parte inserto en la Gaceta núm. 6, del viernes 11 de enero (1811), se supone que esta tropa avanzó sobre los enemigos unidos en número de más de tres mil indios, lo cual es falso; lo que hubo de cierto fue que dormían los pobres mazehuales en sus casuchas muy quitados de la pena, cuando repentinamente se vieron atacados y echaron a huir por los montes y tras de ellos los dragones dándoles alcance y alanceándolos como en una batida de venados; matáronles, según el parte, setenta y tres hombres y les hicieron noventa y cuatro prisioneros. Hallóse en esta función de muerte el conde de Columbini, que quiso (dice la Gaceta) unirse para participar de la gloria de batir a los enemigos del rey y de la patria, sin embargo de hallarse con distinta comisión en Toluca. Este servicio es tan interesante como los que prestó en la mayoría de plaza de México en aquel tiempo, y en la Junta de Seguridad, informando por oficio de la conducta de varios sujetos a quienes se seguían causas por aquel tribunal.

Un indito, como de once años, de los fugados en la sorpresa de Cacalomacán, se presentó viniendo errante y muerto de hambre en la hacendita de León, junto a Tacuba, propia del Dr. D. Manuel Díaz. Acogiólo éste por misericordia, y me aseguró que al cabo de algún tiempo recibió en su misma casa a la madre de este muchacho, que venía en demanda de su hijo. Díjome enternecido que este inocente tenía abajo de los lagrimales verdaderas canales de tanto llorar por sus padres, era la imagen viva del dolor, y que cuando logró verlo abrazado con la madre no pudo soportar la presencia de ambos, pues abrazados lloraban su infortunio y movían a las piedras ... He aquí la primera aventura de Torre, que todo lo redujo a cenizas: pueblos, rancherías, trojes, todo fue talado por su criminal división, y sus excursiones las marcaba con sangre y fuego. Manifestó también su ferocidad el 5 de marzo (1811) en Santiago del Cerro, no muy distante de la hacienda de la Gavia, donde se dieron dos acciones en el cerro llamado de San Simón de Zayas, y sorprendió a los insurgentes la mañana del 28 de marzo, donde no obró el valor, sino la calidad más astuta y pérfida que siempre caracterizó a esta clase de gentes. Fue el caso que las tropas de Torre interceptaron unos barriles de aguardiente de caña, los cuales iban a venderse a Sultepec, y los confeccionaron; mandáronlos a vender a sus enemigos, que incautos los compraron y bebieron de ellos, quedando de tal manera privados del uso de la razón, que a la mañana, cuando les dió el albazo, no tuvo Torre más que hacer sino matarlos. En su parte dice (fojas 274 de la Gaceta de 31 de marzo de 1811, número 38): que al romper la luz cayó sobre el campo del enemigo con tanto ardor, brío y denuedo, que en un momento de sorpresa quedaron muertos a la vista, sin contar con los desbarrancados, y despachados por su obcecación a los infiernos, más de cuatrocientos. No fue menos temerario su empeño en destruir el pueblo de Xocotitlán (lugar célebre por cosecharse allí el mejor pulque que se conoce en la provincia de Toluca) el día 15 de abril (1811); los americanos le hicieron allí poca resistencia, pero el peso de la guerra y brutalidad de sus soldados hizo el mayor estrago en los miserables indios, reduciéndoles a pavesas el pueblo y cometiendo estupros y toda clase de violencias con las infelices indias aun inmaturas. El comandante principal de los americanos, que había recibido los mayores descalabros de la mano de D. Juan Bautista Torre, fue D. Benedicto López, hombre dotado de mucho amor a la patria y de una gran constancia para llevar adelante la empresa gloriosa de la libertad; tenía un grande ascendiente sobre los indios y sabía hacer de ellos el mejor uso, alentándolos en sus desgracias y que viesen con indiferencia sus pasados infortunios. Precisado a buscar asilo en lo más áspero de los montes, donde hasta entonces no lo había encontrado seguro, se resolvió a marchar y situarse en las asperezas de Zitácuaro. No hay mejor escuela que la del infortunio; si López hubiera tenido los talentos y previsión de Pedro el Grande, él le habría dado gracias a Torre por las derrotas sufridas, como aquél a Carlos XII de Suecia, porque lo enseñaba a vencerlo algún día; llegó éste, y fue el 22 de mayo (1811).

En el 21 salió Torre de la hacienda de San Miguel con una división de cerca de setecientos hombres decididos a tomar la villa de Zitácuaro, donde sabía que se hallaba D. Benedicto López; caminó toda la noche, y al ser del día 22 llegó al puerto de San Miguel Ocurio. En la hacienda del mismo nombre formó en batería sus cañones, y mandó que se atacase bruscamente. De hecho, avanzó la división al mando de Mora con tanta rapidez, que tomó la artillería americana que se hallaba situada en el punto del Calvario, que era un pequeño cerro, y de allí fue rechazado con gran pérdida, pereciendo el mismo Mora y capitán Piñeira. Torre quiso guarecerse de la artillería, en cuyo punto se había quedado; mas no le fue posible conseguirlo en lo pronto por el gran nublado de pedrea que cargó sobre él. Los artilleros no podían hacer uso de los cañones porque temían matar a los suyos, que venían mezclados con los insurgentes; mas al fin lo lograron. Incorporado Torre con su artillería, pretendió volver a la carga por segunda vez; pero ya se había esparcido la voz de que eran muertos a palos Mora y Piñeira; voz que acobardó a toda la tropa. Desordenada y en la mayor confusión se retiró al puerto de San Miguel. En estos momentos se descompuso el eje de un cañón que muy luego se procuró reponer, deteniéndose allí mientras se ejecutaba esta operación; pero al llegar al puerto nadie pudo pasar por él a causa de que los indios, con la mayor precipitación, levantaron en su embocadura estrecha un grueso corral de piedra suelta que obstruía de todo punto su tránsito. Muy luego fueron atacados los realistas en aquel lugar, y duró la acción todo el día; viéronse batir a dos fuegos, pues D. Benedicto López lo hacía a retaguardia y su compañero Oviedo por el frente, cubriéndose con un bosque de árboles y de peñascos a tiro de pistola. Con tan insuperables obstáculos, Torre cuidó sólo de su alma, y allí se confesó sacramentalmente con su compadre el cura Arévalo, de Tlalpujahua, que le acompañaba; ofreció sacarlo de aquel peligro, y para esto le acompañaron varios soldados de caballería, rompiendo diversas cercas de piedra para efectuar la fuga. Habrían caminado como una legua cuando he aquí que se presentan dos hombres de a caballo americanos, que al impulso de su voz contuvieron a más de cien realistas armados; a poco se presentó D. Benedicto López con más de doscientos de caballería, y a todos los hizo prisioneros sin permitir que se les ofendiese, y los llevó a Zitácuaro. Torre, por rumbos extraviados, siguió su retirada; mas al llegar a las inmediaciones de la hacienda de los Laureler, el cura Arévalo hizo creer a los infelices indios que ellos eran unos americanos comisionados, ilusión que sostuvo para que lo dejasen pasar sin ofenderlos, dándoles unas estampitas de Nuestra Señora de Guadalupe; arbitrio con que fue creído de aquellas buenas gentes, y a merced del cual logró pasar. Supo en breve de la gran mortandad de las tropas del virrey hecha en Laureles; entonces Torre contramarchó tornando a andar el mismo fragoso camino por donde había venido; y así es que fueron a amanecer a la misma hacienda de donde el día anterior habían salido, pasando por sobre muchos cadáveres de sus mismos compañeros. Dirigiéronse (tal vez horrorizados con estos espectáculos) por otra senda, y al llegar a un pueblo inmediato, los indios, puestos en alarma por lo ocurrido el día anterior, les dieron el quién vive, y mandaron detener: no hicieron caso de sus voces, sino que avanzaron rápidamente al pueblo de Tuxpan, por donde lograron pasar sin daño; mas al llegar a las inmediaciones de la hacienda de Jaripeo, que perteneció en propiedad al señor cura D. Miguel Hidalgo, se presentó D. Benedicto López, que venía por sendas extraviadas con menos de treinta hombres, e hizo prisioneros a todos los de la comitiva, metiéndolos en dicho pueblo de Tuxpan; al tiempo de pasar juntos por el punto de este nombre, D. Juan Bautista Torre fue muerto a palos y pedradas, cargándole tantas, que su cadáver se cubrió con ellas; los que quedaron con vida fueron metidos en una panadería, y al día siguiente conducidos a la villa de Zitácuaro en número de más de trescientos hombres. Tal suerte cupo, por un admirable querer del Cielo, a una división que desconoció la moral pública, que holló los más sagrados derechos de los hombres inocentes, que siempre fue precedida de la desolación, el incendio y de la muerte. ¡Ah! ¡Si nuestra pluma fuese guiada por un entusiasmo poético, nosotros diríamos que la sombra de Hidalgo, saliendo pavorosa del sepulcro, había rodeado su hacienda de Jaripeo, que en vida le fue tan cara, y contemplando atónita en sus inmediaciones los estragos de aquella horda de esclavos avezados con los crímenes y enemigos implacables de su nomhre, se les había presentado formidable para entumecerlos, atarles las manos y hacer que expiasen justamente sus delitos. Esta lección terrible ha quedado en nuestros fastos, para que en todos los tiempos entiendan los caudillos y gentes de armas que los triunfos se deben a la moderación reunida con el valor y disciplina, y que tarde o temprano se pagan con la muerte y la ignominia aquellas demasías ejecutadas sobre hombres inermes a quienes debe llamarse de sus extravíos antes con la razón y el cariño que con el hierro y el ultraje. El viajero pasa por el puente de Tuxpan, y dice confundido: Aquí murió Torre, que asoló nuestros pueblos; taló nuestros campos; autorizó con su sufrimiento los delitos; llenó de duelo los valles de Temascaltepec, Ixtlahuaca y Toluca. Las cenizas del pueblo de Taximaroa, y los cadáveres colgados de las almenas de la parroquia de Xocotitlán, pidieron venganza, y fueron oídos. ¡Qué recuerdos! ¡Adoremos la justicia eterna, que con tan terrible escarmiento enjugó tantas lágrimas! Quizás la lívida y despavorida imagen del desgraciado Torre turbará en el silencio de la noche el reposo de Venegas, que lo escogió para instrumento fatal de nuestra ruina; de aquel Venegas que tantas veces le dió las gracias y aplaudió, porque pesaba sobre nuestra humilde existencia su prepotente mano. Estos son los momentos de los conquistadores; ésta es la música desagradable que resuena en sus oídos, y que amarga los más inocentes placeres de la vida (si pueden ocupar el corazón de un sañudo conquistador).

Tal fue en los fastos militares la segunda acción ganada completamente por las armas americanas. Ella puso a disposición de los vencedores más de trescientos prisioneros, con todo el armamento de la división y parque, seis oficiales, sus equipajes y tres excelentes cañones de campaña, a saber: El Pelícano, El León y El Fuego; nombres que antiguamente solían ponerles en la primera faja. Rayón, pues, mandó que los prisioneros fuesen tratados y mantenidos en casas particulares, y cuando dispuso que los trasladasen a la barranca de Xoconuzco con los caudales bajo la custodia de don José María Liceaga, lo hizo porque supo que una nueva fuerza se acercaba ya a vengar la sangre de Torre. Destinábase para esta operación al mismo Emparan, que poco más de un mes antes le había derrotado en el Maguey.

Cuando Venegas supo la muerte de Torre, pudo haber destinado otro oficial de menos carrera que Emparan; pero deseaba mortificar a Calleja disminuyéndole sus fuerzas, así como éste deseaba deshacerse de hombres de la ilustración y principios de Emparan, con quien había reñido, y no permitió que condujese a México un convoy de barras de plata como pretendía, haciéndolas reponer en Guanajuato. Calleja quería mandar sobre oficiales que supiesen menos que él, o que le viviesen agradecidos, confesándose hechuras suyas, como Meneso, Oviedo, Peláez y otros, a quienes había elevado; circunstancias de que distaba mucho Emparan.

Avistóse éste en 21 de junio por las lomas de Manzanillos, donde acampó. Traía consigo al pie de dos mil hombres de las mejores tropas de Calleja, incluso un batallón de la columna de granaderos. Destacó a forrajear y recoger víveres dos compañías de caballería sobre el pueblo de San Mateo, las que en la misma tarde fueron atacadas por los indios y la caballería del coronel Rubio, destrozándolos en términos de no salvarse ni un soldado; así es que se les tomó el guión y banderolas. Asimismo destacó Emparan por el pueblo de San Francisco otra compañía de infantería y caballería; aquélla pereció toda, y ésta se salvó con la fuga.

La mañana del 22 se avistó Emparan por el punto de la Presa en diversas formaciones. Aguardábalo Rayón para el ataque y comenzó a poner en práctica un plan de señales que había acordado anticipadamente. Izó, pues, una bandera blanca en el cerrito llamado de los Locos; ésta era señal para que bajase un trozo de indios y la caballería de D. José María Oviedo, avanzando por retaguardia para preparar el ataque que debería emprender a vista de una bandera azul que debía ponerse en el mismo sitio. El ataque de Oviedo fue desgraciado, porque cargó inoportunamente sobre Emparan, el cual lo dispersó sin que se le pudiese auxiliar por la infantería de la villa de Zitácuaro; ora sea por no abandonarla, ora porque no alcanzaban los fuegos de su artillería. Emparan reunió por segunda vez su fuerza sobre la villa, la atacó en batalla, y retirándose con gran pérdida, tuvo mucha más en el alcance. Contribuyó no poco a su derrota el que cuando atacó necesitó meterse en un fangal que dos días antes dispuso Rayón. Atascada allí la infantería, perecieron muchos granaderos por los fuegos de los tres cañones quitados a Torre, los cuales estaban sostenidos por la misma infantería suya que había quedado prisionera. Retirado Emparan, acampó en la mesa de los Manzanillos, y en la noche, que era oscurísima, fue sorprendida por una manada de borricos, a quienes hizo Rayón poner unas linternas de papel colgadas del pescuezo (1). Girando estos animales por todas direcciones, y aun metiéndose algunos en el campo de Emparan, impulsados por grandes piedras que les tiraban con hondas unos muchachos, causaron una alarma espantosa. Al siguiente día se retiró pian pianito Emparan por el mismo camino que había traído, sufriendo grandes pérdidas, así por la mucha lluvia como por la caballería que lo embestía por todas partes, y por las grandes talas de árboles que se le hicieron, cortándole hasta el puente de San Mateo y abriéndole además muchas zanjas. Todo esto fue operación de los indios, y por ella perdió más de la mitad de la tropa que llevaba; muchas armas, un carro, un coche, y los cañoncitos que le había tomado al comandante Canseco en las lomas de Manzanillo. Su tropa pereció de hambre; teníase por muy dichoso el oficial que alcanzaba a llevar a la boca un puñado de esquite o maíz tostado. Llegó finalmente Emparan, herido de la cabeza, al Carmen de Toluca, donde se preparó para morir. El conde de Alcaraz marchó de orden de Venegas a aquella ciudad a pasarle una revista de la gente que traía, y hacer un cotejo de ésta con las listas de la que había perdido. En la Gaceta del 2 de julio (l811, núm. 75) dió Emparan parte al virrey, desde la hacienda de Suchiltepec, del ataque dado con la división de su cargo a la gavilla de insurgentes encerrada en Zitácuaro y circunvalada por cárcavas o zanjas ... Sin embargo de esto, dice, triunfaron nuestras valientes tropas, derrotando y escarmentando al enemigo en los ataques generales y particulares que ocurrieron, y les tomaron los cinco únicos cañones que sacaron los sublevados del recinto de la villa. ¡Válgame Dios y qué risa causó este señor de las cárcavas con su parte en México, pues todo el mundo sabía los términos ignominiosos y penosos en que había sido derrotado! Un respetable macho dicen que se rió como un muchacho. En 7 de julio, ya más expedito de la cabeza, dió el detalle de esta acción en Toluca (Gaceta núm. 80), en que ya pudo dar velas a su fantasía y mentir con más garbo. No nos cansemos, Don Quijote jamás se dió por vencido, y aunque postrado en el suelo y hecho alheña, todavía desafió a sus enemigos, ya vengáis todos juntos, ya uno a uno. Desde entonces dijo Emparan a la fortuna militar: ¡Válete!, y ya no volvió a verse entre cárcavas y zanjas. Marchóse para España, y nos honró con su ausencia. Tal suerte corrió este mismo numeroso ejército vencedor dos meses antes en el rancho del Maguey, y vencedor del mismo que ahora le destrozó con un puñado de hombres abatidos, desnudos, llenos de miseria, guarecidos entre los peñascos y matorrales de una aspérrima sierra; cambios comunes de la guerra, y lección harto enérgica y no menos útil para los que atan su suerte al voluble carro de la Fortuna, loca e inconstante.




Notas

(1) ¡Vaya una colegiada!

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