Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta quinta (Segunda parte)Carta sexta (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CARTA SEXTA

Primera parte

Mi querido amigo:

Muy larga ha sido la digresión de la precedente carta, pero ha sido indispensable hacerla para poner a usted en el verdadero punto de vista en que debe contemplar el estado de insurrección en aquellos días. Vuelvo ya sobre mis pasos a tomar el hilo pendiente de la historia, y a seguir los del cura Hidalgo.

Quisiera omitir las circunstancias de su entrada en Guadalajara, pero son muy notables y debo referirlas, porque seguramente formarán un gran contraste con las escenas en que después figura este personaje. Yo quiero que en nuestra historia tome usted algunas lecciones de lo que es el mundo, y el mundo en revolución, y sepa conducirse; estamos haciendo maromas, y es necesario ser buen equilibrista para no caer, tanto más, que no bailamos en cuerda ni alambre, sino en el filo de un jabón. El día 24 de noviembre salieron de Guadalajara veintidós coches, a la hacienda de Atequízar, con órdenes de aquel gobierno para recibir a Hidalgo; llegó a San Pedro Analco, donde se le dió un banquete, y a la tarde, concluído el coro, se presentaron los canónigos a felicitarlo. Al siguiente día se formó toda la tropa en dos alas con la infantería a retaguardia hasta la puerta de la iglesia catedral, donde estaba el batallón de Guadalajara; seguían la comitiva más de cien coches, las calles estaban pobladas de gente, y adornadas con colgaduras. En la puerta de la iglesia había un altar portátil; el deán Escandón salió a dar agua hasta dicha puerta, llegó Hidalgo al presbiterio y se cantó el tedéum. Salió después a pie en procesión hasta palacio, en cuyo salón principal había un dosel, bajo el cual se sentó y recibió a las corporaciones, que le felicitaron con grandes arengas, a todas las que respondió cumplidamente; pero mucho más se esmeró cuando respondió a la de los colegios ... ¡Ah, Hidalgo era un sabio! Había pasado sus bellos días en la educación de la juventud, conocia que las ciencias son el resorte de la libertad de los pueblos, él quería dársela y polr esto se fijaba con más ahinco en este linaje de gentes, y formaba sus delicias en tratar con ellas de tan importante negocio. Suplico a usted por nuestra amistad se sirva ya dar una ojeada sobre los oficios librados al virrey Venegas por la Audiencia y Cabildo eclesiástico de Guadalajara, sincerando su conducta en razón de este recibimiento, los cuales se publicaron en la Gaceta de México núm. 16, tomo 2º, del día 5 de febrero de 1811, págs. 109 a 111. Entre las expresiones del Cabildo eclesiástico se leen las siguientes palabras:

Llegamos a la degradación y abatamiento en que nos pusieron las circunstancias ... Yo entiendo que esta descripción viene bien respecto de las en que las puso Venegas y no Hidalgo, que recabó de ellos semejantes obsequios, ¡tan inconsecuentes son los hombres! ... Yo me hastío cuando reflexiono sobre este manejo, y no veo en el mundo sino un juego en que a guisa de tramposos y fulleros, todos están a quien se engaña.

Cuando Allende sufrió la derrota marchó en dispersión para Zacatecas, donde encontró a Iriarte con una buena división de tropa; pero muy luego entendió que este hombre de mala fe no veía de buen ojo que le fuese superior, y que se murmuraba en la tropa sobre su conducta, en términos de casi palpar una desobediencia o motín; había dos motivos principales para ello: el primero, haberse presentado allí con el carácter de derrotado y disperso, y el segundo, no recibir de su mano los soldados el prest, sino de la de Iriarte; determinó, pues, marchar para Guadalajara y lo hizo harto mohino con el cura Hidalgo, habiendo precedido entre ambos contestaciones secretas, pero muy amargas, pues Allende decía que lo había comprometido dejándolo solo en la plaza después de la acción de Aculco, y que se había marchado después a Guadalajara, no para evitar la anarquía entre los jefes que la ocuparon, sino para proporcionarse un asilo de seguridad contra los enemigos. Estas desazones no las entendió el público por entonces, pues Hidalgo salió a recibir a Allende fuera de Guadalajara con gran comitiva de coches y personas respetables, y le prestó todos los comedimientos de la amistad y etiqueta. Estos jefes no estuvieron ociosos en estos días; reunieron la gente que pudieron, dividiendo el ejército en brigadas y regimientos, pero les faltó tino para elegir oficiales subalternos, bien que ni había copia de sujetos, ni el tiempo necesario para calificar su respectivo mérito. Aprovecháronse de las ventajas que proporcionaba San Blas, de cuyos almacenes extrajeron cantidad de municiones, e hicieron conducir a brazo cañones de artillería hasta calibre de a 24, que pasarn por las barrancas de Michitic, donde aún existen varias piezas de éstas que excitan la admiración de los viajeros y les hacen exclamar: ¡Ay, éste fue el combate verdadero de la libertad; sólo a ella se debieron estos esfuerzos prodigiosos! Tornáronse los hombres en gigantes y multiplicaron a lo infinito sus fuerzas ... No dejaron sin acción los resortes del entusiasmo y convencimiento, pues animaron la imprenta, publicaron allí diversos manifiestos sobre la justicia de la causa que defendían y confundieron por ellos a los inquisidores de México mostrando matemáticamente su vergonzosa ignorancia, no kmenos que la ilegalidad de sus excomuniones y su indecente falta de lógica. Una pluma hermosa se consagró a desengañar a los pueblos de América; mas, ¡oh dolor!, por una de aquellas aberraciones del espíritu humano, esta misma mano se tornó después en persuadir todo lo contrario de lo que había escrito y en los días subsecuentes se esclavizó a los caprichos del tirano Cruz.

El cura Hidalgo, por sí mismo, con oportunidad, procuró desimpresionar a la nación de las imposturas publicadas contra él por la Inquisición; así es que circuló la siguiente proclama:

¿ Es posible, americanos, que habéis de tomar las armas contra vuestros hermanos que están empeñados con riesgo de su vida en libertaros de la tiranía de los europeos y en que dejéis de ser esclavos suyos? ¿No conocéis que esta guerra es solamente contra ellos, y que, por tanto, sería una guerra sin enemigos que estaría concluída en un día si vosotros no los ayudaseis a pelear? No os dejéis alucinar, americanos, ni deis lugar a que se burlen por más tiempo de vosotros y abusen de vuestra bella índole y docilidad de corazón, haciéndoos creer que somos enemigos de Dios y queremos trastornar su santa religión, procurando con imposturas y calumnias hacernos parecer odiosos a vuestros ojos. No, los americanos jamás se apartarán un punto de las antiguas máximas cristianas heredadas de sus mayores. Nosotros no conocemos otra religión que la católica, apostólica, romana, y por conservarla pura e ilesa en todas sus partes no permitiremos que se mezclen en este continente extranjeros que la desfiguren. Estamos prontos a sacrificar gustosos nuestras vidas en su defensa, protestando delante del mundo entero que no hubiéramos desenvainado la espada contra estos hombres, cuya soberbia y despotismo hemos sufrido con la mayor paciencia por espacio casi de trescientos años en que hemos visto quebrantados los derechos de la hospitalidad y rotos los vínculos más honestos que debieron unirnos, después de haber sido el juguete de su cruel ambición y víctimas desgraciadas de su codicia, insultados y provocados por una serie no interrumpida de desprecios y ultrajes, y degradados a la especie miserable de insectos reptiles, si no nos constase que la nación iba a perecer irremediablemente, y nosotros a ser viles esclavos de nuestros mortales enemigos, perdiendo para siempre nuestra religión, nuestra ley, nuestra libertad, nuestras costumbres y cuanto tenemos más sagrado y más precioso que custodiar. Consultad a las provincias invadidas, a todas las ciudades, villas y lugares, y veréis que el objeto de nuestros constantes desvelos es el de mantener nuestra religión, nuestra ley, la patria y pureza de costumbres, y que no hemos hecho otra cosa que apoderarnos de las personas de los europeos, y darles un trato que ellos no nos darían ni nos han dado a nosotros.

Para la felicidad del reino es necesario quitar el mando y el poder de las manos de los europeos; esto es todo el objeto de nuestra empresa, para la que estamos autorizados por la voz común de la nación y por los sentimientos que se abrigan en los corazones de todos los criollos, aunque no puedan explicarlos en aquelIos lugares en donde están todavía bajo la dura servidumbre de un gobierno arbitrario y tirano, deseosos de que se acerquen nuestras tropas a desatarles las cadenas que los oprimen.

Esta legítima libertad no puede entrar en paralelo con la irrespetuosa que se apropiaron los europeos cuando cometieron el atentado de apoderarse del Exmo. Sr. Iturrigaray y trastornar el gobierno a su antojo, sin conocimiento nuestro, mirándonos como hombres estúpidos, y como manada de animales cuadrúpedos, sin derecho alguno para saber nuestra situación política. En vista, pues, del sagrado fuego que nos inflama y de la justicia de nuestra causa, alentaos, hijos de la patria, que ha llegado el día de la gloria y de la felicidad pública de esta América. ¡Levantaos, almas nobles de los americanos, del profundo abatimiento en que habéis estado sepultados, y desplegad todos los resortes de vuestra energía y de vuestro valor, haciendo ver a todas las naciones las admirables cualidades que os adornan, y la cultura de que sois susceptibles! Si tenéis sentimientos de humanidad, si os horroriza el ver derramar la sangre de vuestros hermanos, y no queréis que se renueven a cada paso las espantosas escenas de Guanajuato, del paso de Cruces, de San Jerónimo AcuIco, de La Barca, ZacoaIco y otras; si deseáis la quietud pública, la seguridad de vuestras personas, familias y haciendas, y la prosperidad de este reino; si apetecéis que estos movimientos no degeneren en una revolución, que procuramos evitar todos los americanos, exponiéndoos en esta confusión a que venga un extranjero a dominarnos; en fin, si queréis ser felices, desertad de las tropas de los europeos y venid a uniros con nosotros, dejad que se defiendan solos los ultramarinos, y veréis esto acabado en un día, sin perjuicio de ellos ni vuestro, y sin que perezca un solo individuo, pues nuestro ánimo es sólo despojados del mando, sin ultrajar sus personas ni haciendas.

Abrid los ojos, considerad que los europeos pretenden poneros a pelear criollos contra criollos, retirándose ellos a observar desde lejos (1) y en casos favorables apropiarse toda la gloria del vencimiento, haciendo después mofa y desprecio de todo el criollismo y de los mismos que los hubiesen defendido (2). Advertid que aun cuando llegasen a triunfar, ayudados de vosotros, el premio que debéis esperar de vuestra inconsideración sería el que doblaseis vuestras cabezas, y el veros sumergidos en una esclavitud mucho más cruel que la anterior. Para nosotros es de mucho más aprecio la seguridad y conservación de nuestros hermanos; nada más deseamos que el no vernos precisados a tomar las armas contra ellos; una sola gota de sangre americana fuera más de nuestra estimación que la prosperidad de algún combate, que procuramos evitar cuanto sea posible y nos lo permita la felicidad pública a que aspiramos, como ya hemos dicho. Pero con sumo dolor de nuestro corazón protestamos que pelearemos contra todos los que se opongan a nuestras justas pretensiones, sean quienes fueren, y para evitar desórdenes y efusión de sangre, observaremos inviolablemente las leyes de la guerra y de gentes para todos en lo de adelante.

Así habló el varón intrépido y denodado que saliera de una parroquia, donde por su sabiduría e industria había zanjado los fundamentos de la felicidad de sus feligreses; el que vió y osó arrebatar de las garras del león castellano la cordera inocente que tenía apañada . . . El mundo y la posteridad admirarán tan heroica audacia. La nación escuchó su voz como la de un oráculo, y la chispa desprendida del pueblo de Dolores incendió este continente con la misma rapidez que los rayos del sol calientan y alegran la superficie del globo. He aquí al Padre de la Libertad mexicana; tributémosle por nosotros y por las futuras generaciones el homenaje y respeto que se merece un genio bienhechor. Su vista de águila no se limitó al círculo que ocupaba, extendióla por este vasto continente, y no se descuidó de llevar su Voz a la hermosa provincia de Sonora.


EXPEDICIÓN A SONORA

Luego que Hidalgo llegó a Guadalajara, se le presentó el Dr. Fray Francisco de la Parra, religioso dominico, que a la sazón estaba encargado de la dirección de la única imprenta que había en aquella ciudad, la que puso a su disposición, y por medio de ella se comenzó a fomentar la revolución publicando varios manifiestos, proclamas, órdenes y El Despertador Americano. Halló el señor Hidalgo en dicho religioso las mejores disposiciones para hacer grandes servicios a la patria, pues Parra publicó a su costa los impresos que veían la luz; destinólo con despachos firmados de su mano para la expedición que mandó para Provincias Internas, confíriéndole el grado de brigadier, que no quiso aceptar porque repugnaba a su estado monacal, pero sí se ofreció a dirigir con sus consejos a D. José María González Hermosillo, bajo cuyo nombre marchó la expedición el día 1º de diciembre de 1810, por el rumbo del norte.

Parra salió el día 3 por el poniente, para hacer la reunión de gentes de diversos puntos en el pueblo de La Magdalena, distante veinte leguas de Guadalajara; el día 6 llegó a dicho pueblo con más de quinientos hombres que se le habían reunido, incluso ciento cuarenta y cinco de a caballo, treinta y cinco fusiles y cien pares de pistolas. Al día siguiente, a las once de la mañana, entró en el punto de reunión Hermosillo, con mil setecientos infantes, doscientos caballos, sesenta y ocho fusiles y escopetas y cuarenta pares de pistolas.

El día 8 salió la división atravesando las barrancas de Mochiltitl; mas a pesar de ser intransitables, se vió con asombro que en brevísimo tiempo abrieron los indios camino carretero para la conducción de la artillería que venía del puerto de San BIas. Esto estaba reservado al entusiasmo patriótico, que sabe trastornar los montes, y lo prueba el que aún subsisten algunas piezas en aquellos puntos que no se han podido arrancar de ellos.

El día 11 entró en Tepic la división; reuníase mucha gente en este pueblo. En este día se encontró otra partida de cañones.

El día 15 pasó la división por Acaponeta, que es el último pueblo limítrofe entre Jalisco y Sonora, distante 115 leguas de la capital; la raya divisoria de ambos Estados hoy es el río de La Bayona, cinco leguas adelante del pueblo donde comienza Sonora. El día 17 se presentó la división a las orillas del Real del Rosario; esperábala el coronel comandante europeo de realistas, D. Pedro VilIaescusa, con seis cañones y mil armas de fuego.

El día 18, los independientes, como a las seis de la mañana, pasaron casi a nado el río de la entrada de aquel mineral, hallándose parapetados del lado opuesto los realistas, buscando vados para que se inutilizaran los fuegos enemigos. Dirigióse un grueso como de mil hombres por la derecha al mando del coronel Quintero, otro igual por la izquierda a las órdenes del capitán D. Trinidad Flores, quienes al abrigo de los arbustos que había en aquella vega, cargaron tan violentamente sobre el enemigo que huyeron en confusión, reconociendo al centro de la población; metiéronse dentro de las casas en grupos sin jefe que los dirigiera. Sabido este incidente por un español que pareció ser el alcabalero del lugar, tomó uno de los cañones que había en la plaza cargados de metralla; reúnese con varios de sus paisanos y algunos soldados; preséntalo en una bocacalle donde le pareció que venía mayor número de americanos; le da fuego, pero al ver éstos el fogonazo, se arrastran al suelo y burlan el tiro, que pasa sobre sus cabezas; mas en el momento se lanzan sobre los artilleros españoles, los cosen a puñaladas y al alcabalero le mutilan las partes vergonzosas, que presentan en triunfo. Esta bárbara operación causó tal terror en el resto de la población y enemigos, que en un momento quedaron desiertas las calles; agrupados en las casas solían tirar algunos fusilazos al aire, pero esto se les tornaba en daño, pues al momento eran atacados en ellas trozándoseles las puertas, y quedaban muertos o prisioneros. En este estado de hostilidad permaneció el pueblo hasta las cinco de la tarde, en que el coronel Villaescusa mandó dos oficiales a Hermosillo para que tratasen de capitulación. No se les admitió otra sino la de entregarse a discreción, entregando, de consiguiente, todo el parque y armas de toda especie. Verificóse así, y a los vecinos se les trató con la mayor dulzura; la mayor parte de ellos se ofreció a servir en el ejército americano. Al coronel ViIlaescusa concedió Hermosillo pasaporte para restituirse al seno de su familia, con diez soldados de los vencidos para que le sirviesen de consuelo y custodiasen. Conducta noble y generosa, usada porque le movieron a compasión las muchas lágrimas que derramó ViIlaescusa a su presencia, como pudiera un niño; cuando vino a presentársele, contentóse solamente con exigirle juramento de no volver a tomar las armas contra la nación mexicana. Al tiempo de retirarse arrastró consigo a más de sesenta de los suyos, y caminando por la villa de San Sebastián, llegó al pueblo de San Ignacio Piaxtla, distante veinticinco leguas de El Rosario. A su tránsito sedujo a cuantos pudo a favor del partido realista, y aprovechándose de las ventajas militares que le proporcionó aquel local, se hizo fuerte en él. Desde aquel punto dió aviso de todo lo ocurrido al intendente D. Alejo Carcía Conde, que residía en Arizpe, y marchaba con un repuesto muy considerable de indios ópatas, armados de fusil y lanza, y lo exhortó a que viniese a auxiliarlo, pues temía por momentos que los americanos fuesen a atacarlo.

Luego que Hermosillo supo en El Rosario la infidelidad de Villaescusa, reunió su división el 25 de diciembre y partió para el pueblo de Cacolotan, distante tres leguas de El Rosario, pasóse revista de la gente y se encontraron cuatro mil ciento veinticinco infantes, cuatrocientos setenta y seis caballos y novecientos fusiles, algunas escopetas y carabinas, doscientos pares de pistolas y mucho número de lanzas, arma que maneja con mucha destreza aquella caballería. Condujéronse también los seis cañones quitados a ViIlaescusa y se advirtió que de los soldados vencidos se había fugado la mayor parte para reunirse a los de Piaxtla. Poco temor dió esto a Hermosillo, confiado en el valor y entusiasmo de su gente; aumentó su confianza el que se le había reunido voluntariamente la división que guarnecía el puerto de Mazatlán.

El día 27 de diciembre entró el ejército en la villa de San Sebastián entre vivas y aplausos, en lo que influyó mucho el vicario eclesiástico foráneo, que gozaba mucho ascendiente sobre aquel pueblo y era respetado por sus virtudes: socorrió, además, a la tropa con dinero y con cuanto pudo.

El día 29 se situó el ejército sobre la cima de un cerrillo que dominaba por el rumbo del sur al pueblo de San Ignacio a tiro de cañón. Divide el pueblo del cerro un río de bastante caudal de agua, que en tiempo de lluvias es intransitable.

El día 31 algunos soldados de a caballo de Mazatlán, con un sargento llamado Hernández, bajaron del cerrillo a las señas que les hacían otros dos enemigos situados en la banda opuesta; Hernández conoció a dos de ellos que habían sido sus camaradas en El Rosario; el murmullo del agua impedía que se oyeran las voces, pero con el movimiento de las manos lo llamaron a que viniera a conversar con ambos. Entendido por el sargento y animado por su mucho valor, aprieta las espuelas al caballo, se arroja al río pasándolo casi a nado, conversa con sus camaradas y quedan de acuerdo en que al otro día en el mismo sitio vendría mucha más gente de los enemigos, que seducirían para reunírseles y pasarse a los americanos. Hernández, contentísimo con esta noticia, dió la vuelta después de haber dado un estrecho abrazo a los que suponía fuesen sus amigos, mas apenas había andado poco trecho del río cuando uno de aquellos pérfidos le dispara un fusil y lo atraviesa por la espalda; cayó Hernández al agua, y el caballo, sin jinete, pasó al lado opuesto. Hubo después algún tiroteo de orilla a orilla, mas todo inútil, pues apenas llegaban las balas, bien que aun cuando alcanzaran sería sin efecto, porque los realistas se habían repechado con los matorrales y peñascos. Continuó el día 1º de enero (de 1811) el tiroteo, y aunque el de cañón llegaba, lo eludían con sus atrincheramientos puestos en las casas.

El 2 salió el padre Parra con cinco escopeteros a buscar por el rumbo del oriente un vado que proporcionase el tránsito de la artillería para atacar el pueblo; encontrólo a propósito, a la media legua, por un soldado llamado Diego Somalia, hombre valeroso de los que le acompañaban; echáronse al agua dicho Parra y el soldado, quedándose a la orilla los restantes, acercándose para hacer un reconocimiento del terreno; mas a poco fueron sorprendidos por una partida de guerrilla que los hizo prisioneros. Somalia murió en el acto, mas Parra fue conducido hasta el pueblo, y puesto en seguridad con centinela de vista. No tuvo pocos trabajos en romper y ocultar sus despachos de Hidalgo, y una carta que éste le mandó entregase al señor obispo Rouset, de Sonora. Después fue llevado con una barra de grillos a Durango y entregado, para ser sentenciado, al inexorable asesor Pinilla Pérez; habiendo logrado por el capellán del señor García Conde que no lo juzgase el asesor de Sonora, Lic. Tres Guerras (andaluz), consiguió al fin fugarse por un medio que no es del caso referir (3).

Entre doce y una de la noche del 4 al 5 de enero entró D. Alejo García Conde en San Ignacio, habiendo salido a encontrarlo una partida de Villaescusa: ignoráronlo los americanos, y vivían en el concepto de que era muy poca la tropa que estaba parapetada en el pueblo.

El día 6 mandó el intendente García Conde que se reuniese de las poblaciones inmediatas el mayor número posible de gente armada para emboscarla por la espalda de los americanos y darles una sorpresa. Persuadiéronse éstos equivocadamente que les sería fácil cosa atacar a Villaescusa como la primera vez y con igual éxito, por lo que el día 8 salió la división de Hermosillo a las ocho de la mañana, batiendo marcha por el rumbo del oriente a vista del enemigo. La infantería marchó a vanguardia, en el centro la artillería y a retaguardia la caballería. Pasaron todos el vado que descubrió el padre Parra. Entonces toda la tropa enemiga, sin órdenes de sus oficiales, arrastrándose de barriga por el suelo entre los arbustos y breñales, se colocó a los lados del camino por donde debía pasar la división en número como de cuatrocientos hombres, y teniéndole en medio comenzaron a hacer un fuego graneado y certero, que en menos de diez minutos acabó con más de trescientos americanos. En vano se fatigaba Hermosillo por defenderse, porque no veía objeto de dirección. Procuró retirarse por el mismo camino que había traído, y con este golpe quedó perdida una conquista tan fácil como gloriosamente conseguida. De este importante acontecimiento apenas se dió una ligera noticia en la Gaceta del Gobierno español, como puede verse en la núm. 27 (extraordinaria de 24 de febrero de 1811).

Hará muy poco honor en todos tiempos al coronel Villaescusa la pérfida conducta que observó con el comandante Hermosillo, así como a éste la imprecaución que tuvo de no remitirlo luego, como debió, a Guadalajara. Si en aquel punto o en otro lugar ventajoso hubiera situado un fuerte regular con competente guarnición remitiendo el copioso armamento que había tomado para que el ejército de Guadalajara hubiera resistido a la fuerza de Calleja que le amenazaba, tal vez la batalla de Calderón habría decidido la suerte de la América mexicana. Son muy dignos de lástima los hombres candorosos, porque son el juguete de los perversos. En esto tuvo no poca parte la inexperiencia de la guerra, en cuyo arte eran niños los americanos.


CONTRARREVOLUCIÓN EN GUADALAJARA

Cuando Hidalgo comenzaba a tomar sus medidas de defensa y creía, por las extraordinarias demostraciones de regocijo con que fue recibido en Guadalajara, que allí no tenía enemigos que temer, comenzaron las agitaciones que a manera de un mar borrascoso se suscitan en las partes que acaban de recibir nueva forma de gobierno. Los hombres jamás están contentos con el que tienen, aunque la diuturnidad del tiempo les haya mostrado sus ventajas; la volubilidad es genial en ellos, ésta se aumenta cuando hay aspirantes, y esta peste cunde hasta lo infinito en las revoluciones civiles. Si los ángeles no estuvieran confirmados en la gracia, también las habría frecuentemente en el cielo como la hubo cuando Luzbel, que por falta de este requisito fue lanzado al abismo con una gran parte de los más bellos espíritus. A usted, que se ha formado en nuestra escuela revolucionaria, no le será extraño que muy luego se comenzasen a esparcir hablillas por los partidarios de los españoles, y que se repartiesen por mil partes papelillos alarmantes en Guadalajara, asegurando la próxima venida del ejército de Calleja. Efectivamente, esto y mucho más ocurrió. Pasó lo mismo en Oaxaca cuando la ocupó Morelos e hizo libre (yo testigo). El 11 de diciembre se avisó a Hidalgo que los europeos presos en el seminario y colegios de San Juan, combinados con un lego carmelita y un sacerdote dieguino, iban a asaltarlo; teníase por inconcuso que en la huerta del convento del Carmen se habían fundido de antemano cañones de artillería, y así creía a los europeos muy capaces de una sangrienta intentona; habíalo precipitado al despecho la ingratitud con que se condujeron los que habían sido beneficiados por él; con esta predisposición ya no quería mostrarse indulgente; creyó, pues, repito, lo que se le dijo sin descender al examen legal de un proceso, y decretó deshacerse de tan obstinados enemigos, como lo había comenzado a ejecutar en Valladolid, mandando decapitar en el cerro de La Batea más de ochenta. Según informes que he recibido, los que se ejecutaron cerca de Guadalajara en las barrancas de El Salto y otras pasaron de setecientos, extrayéndose cierto número cada noche que se entregaban al torero Marroquín, que regentaba estas horribles ejecuciones. Yo jamás las aprobaré, aunque entiendo que el derecho de represalia no es desconocido en el derecho público y de la guerra, como último recurso, y también sé que Venegas, Calleja y sus satélites, no menos que las juntas de seguridad, sacrificaban a los infelices mexicanos doquier que existían, desentendiéndose de las formas protectoras de la inocencia en los juicios, y mandando en sumaria a Cádiz, bajo partida de registro, a los Castillejos, Callejas, Acuñas y otra porción de jóvenes harto recomendables. Decretar a sangre fría ejecuciones de esta naturaleza, es cosa en extremo dura e inicua; nunca podré pasar por ella aunque me encoja de hombros y diga con el poeta: Nulla salus bello.

Sobre todo lo dicho ocurrió un hecho que no creo deba omitir como historiador. El día 12 de diciembre, en que Guadalajara estaba en la mayor consternación por la conspiración indicada, se hallaba Iriarte en la villa de Aguascalientes con su división. Sus artilleros se ocupaban en hacer cartuchos en una casa de la calle de Tacuba: tenían la pólvora a granel, y no guardaban ninguna de las precauciones que en estos casos se tienen, pues entraban y salían fumando en la pieza como si no hubiese peligro; así es que repentinamente, sin saber cómo, se dió fuego a la pólvora, la detonación fue tan horrísona como cruento el estrago, pues desaparecieron cerca de ochenta personas: estampáronse los cuerpos de algunos en las paredes, llegando hasta cerca del convento de dieguinos: otros desaparecieron sin que se supiese más de ellos, y apenas se encontraron sus restos: la casa casi se arrancó de cimientos; volóse como la quinta parte de la manzana y lo mismo sucedió con la acera de enfrente. En este conflicto, una voz resuena y dice que aquélla era una traición de los gachupines, y he aquí a los indios de la división de Iriarte que toman enfurecidos sus armas, y se salen rabiosos por las calles. matando a cuanta persona blanca se encuentran, creyéndolos europeos. Iriarte tuvo que retirarse luego a la hacienda de Piñuela, distante cinco leguas de la villa, y de allí retrocedió para Zacatecas. En breve llegó la noticia de esta desgracia a Guadalajara, donde se hizo creíble para el vulgo necio, tal como se había contado, porque las patrañas, aun las más despreciables, siempre hallan padrinos, ¿y cómo podía dejar de tenerlos ésta en días de fermento y odio contra los españoles? ¿Faltó, acaso, en Roma, quien le atribuyese el incendio de aquella capital, ejecutado por Nerón, a los cristianos, aunque de costumbres entonces puras y cuales no las tienen en el día? ... He aquí, amigo mio, una incidencia que tuvo no poco influjo en esas decapitaciones horribles y desastrosas.

Usted habrá leído un poemita escrito por un fraile dominico de Guadalajara e impreso en esta ciudad en la oficina de Arizpe, en que detalla con exageración estos hechos, y en él se falta a la verdad, lo mismo en lo que ha dicho D. Fermín Raigadas cuando pinta a Hidalgo en Guadalajara entregado a la disolución, y en los brazos del placer, sin ocuparse de otra cosa que de saciar unas pasiones brutales, y de que no podía estar agitado un hombre de su edad, y ocupado seriamente en llevar al cabo la grande obra de libertar a la América mexicana. Hidalgo, luego que llegó a Guadalajara, llamó cerca de sí a D. Roque de Abarca, militar formado por verdaderos principios (aunque no nos acreditó un valor a toda prueba) y éste le franqueó los mejores libros del arte de la guerra. Oía de su boca lecciones importantes con una asidua aplicación, no de otro modo que Lúculo, durante su navegación para el Asia, revolvía las lecciones de Polibio; de modo que cuando se avistó con Mitrídates, aquel grande hombre de letras, fue para derrotarlo, y llegó (dice la Historia) formado general. Pluguiese al Cielo hubiese dado la misma fortuna a Hidalgo contra el mayor enemigo de la libertad mexicana, así como la concedió a aquél contra el más formidable perseguidor de los antiguos romanos, y que decapitó a ochenta mil de éstos; mas, ¡ay!, que el Cielo disponía otra cosa y nos quería purificar en el crisol de las más amargas tribulaciones y pesares. Hidalgo reunió juntas de guerra para que se ocupasen del arreglo de los cuerpos militares que comenzó a formar. Montáronse luego cuarenta cañones, calibres de a cuatro hasta doce; los restantes hasta noventa y seis se llevaron en carretas para el campo de Calderón. Construyéronse muy curiosamente dos carros de municiones de los que (como después veremos) uno se prendió fuego el día de la acción y se voló, lastimando a Allende. Construyéronse cohetes enormes con flechas o púas de hierro agudas, para desconcertar la caballería. Trabajóse mucho parque, a más del que se trajo de San Blas. Faltaba fusilería, pues apenas había mil doscientos de armamento viejo y recompuesto, quitado a los enemigos, sin que se conociese entonces un fusil bueno de los de la Torre de Londres, y para suplir esta falta, se construyeron granaditas chicas, que lanzadas con hondas luego que se daba fuego a la espoleta, pudieran suplir la falta de mosquetes. Todo el ejército, y con él siete mil indios bravos de flecha que llevó de ColotIán D. José María CalvilIo. se ejercitaron más de veinte días continuos en maniobras militares en las llanuras de Guadalajara. Entre tanto, hubo una alarma la noche del 25 de diciembre, pues del pueblo de San Pedro avisaron que a una legua de distancia se hallaba situado Calleja. Iluminóse en un momento Guadalajara, y Allende, con unos cuantos amigos, voló a hacer un reconocimiento, y trajo la noticia de que sólo eran unos veinte indios que venían de Zamora enviados por el general Macías con unos pliegos. Creyóse por Hidalgo que convenía se moviese Iriarte de Zacatecas, marchando por Xalostotitlán al mismo tiempo que él saliese de Guadalajara, para tomar a Calleja a dos fuegos, y que por caminos desconocidos cargase un buen trozo del ejército sobre el general Cruz, que venía de Valladolid. También se pensó dejar penetrar a Calleja en Guadalajara, y dividir en seis o más trozos el ejército americano, seguro de que el general español no podía hacer otro tanto con su ejército por no ser igual en número. Tal era la opinión de Allende, que siempre presumió que sus fuerzas no estaban en disposición de medírselas con los brillantes europeos enemigos; también creía que en esta sazón debería avanzarse sobre Querétaro. En esta ciudad tenía él un talismán que dulce e irresistiblemente le atraía el corazón, o dígase mejor, una muchacha digna de su mano, la que jamás pronuncia su amable nombre sin sentir fuertes latidos y que sus ojos broten dos hilos de lágrimas que ni aun tiene el consuelo de derramar sobre la tumba de este caudillo digno de mejor fortuna. ¡Dichoso él, si sus planes se hubieran hecho efectivos! ¡Dichoso, si hubiera exhalado el último suspiro a la vista de dos nobles objetos que reclamaban su brío: su patria y la depositaria de aquel corazón donde estaba como en su foco la llama hermosa que abrasó a todos los hijos del Anáhuac! También se pensó por Allende en volver a Zacatecas para traerse la fuerza de Iriarte, pero no lo permitió Hidalgo, pues entendió que éste obraba de mala fe, y se exponía Allende a perecer con una declarada rebelión. Iriarte, a quien se conocía por el cabo Leyton, veterano, y que había sido escribiente de Calleja cuando servía en su brigada de San Luis Potosí, estaba de acuerdo con él; así lo mostró la experiencia, pues hecha prisionera la muier de Calleja por Iriarte, y la de éste por Calleja, se las devolvieron mutuamente. Esta acción no induciría ninguna sospecha si se hubiera ejecutado en Europa, donde se hace la guerra según el derecho público de las naciones, y donde se respetan sus máximas y se honra dignamente al bello sexo; pero no en un país donde la guerra civil era tal como la define Mr. Peltier en su Ambigú, es decir, guerra de salvajes, y donde se desconocen hasta los más comunes principios de la sociedad política.

El 14 de enero (1811), sabida la aproximación del ejército virreinal, a las doce del día, comenzó a salir de Guadalajara el ejército americano dividido en tres trozos, y a la cabeza del primero marchaban Hidalgo y Allende, y con él salió la mejor infantería y artillería montada. Ignoro a qué jefe se confió el mando de la segunda división, y sí me acuerdo que la tercera se dió a D. José Antonio Torres, el cual llevaba consigo noventa cargas de efectos preciosos, que le quitó el intendente Anzorena en el puente de Guadalajara, e impidió que fuesen a San Pedro Piedra Gorda. Campó el ejército en las llanuras inmediatas a dicho puente y allí se mantuvo hasta las cuatro de la tarde, en que se tuvo aviso por Macías, de Zamora, que D. Ruperto Mier había perdido la acción de Urepetiro, y en ella veintinueve cañones. Por esta causa se movió el ejército de Hidalgo hasta el punto llamado La Laja, donde acampó esa noche. En la misma, se celebró junta de guerra por Allende para examinar si convendría o no dar acción a Calleja. Hidalgo estuvo por la afirmativa, ganó la votación en la junta, y como tuvo un mal resultado, Allende se desabrió muchísimo.


BATALLA DEL PUENTE DE CALDERÓN

Para formar a usted la relación de esta memorable batalIa, he oído los informes más exactos que he podido adquirir y los he oído de la boca de dos oficiales respetables para mí, por su veracidad y buen juicio; ambos han convenido (como si disputasen en juicio contradictorio) en la verdad de la siguiente exposición:

En la tarde del 16 de enero de 1811 llegó el ejército de Calleja al paraje llamado La Joya, sobre el camino de Guadalajara, y como ya se avistaba el de Hidalgo, que se suponía muy numeroso por la gran polvareda que levantaban las columnas, se acampó tomando posición militar a la falda del cerro que se halla a la izquierda de dicho paraje de La Joya. Una partida de reconocimiento mandada por el general español se encontró con las avanzadas americanas, y después de un corto tiroteo regresó al campo avisando que de lo poco que había podido observar deducía que el ejército era harto numeroso. Redoblóse por lo mismo la precaución en los campos recíprocamente, y se pasó la noche en alarma; el ejército americano multiplicó sus lumbraradas y no hubo novedad por ninguna de ambas partes.

A la mañana del día siguiente, Calleja dividió su ejército en dos trozos: dió la izquierda al conde de la Cadena con cuatro piezas, y la derecha la tomó el mismo Calleja con lo restante del ejército. Mandósele a dicho conde que contuviese los movimientos de la izquierda de los americanos, pero sin comprometer acción, mientras Calleja por la derecha, atacando decididamente las posiciones izquierdas contrarias, iba ganando terreno para obrar después las dos divisiones de consuno sobre la loma de Calderón, en donde los espías decían que estaba la mayor fuerza. Pusiéronse en marcha ambas divisiones y se comenzó a realizar con buen éxito. Eran muy gruesas las americanas que se vencían, quizás por los muchos puntos de apoyo que tenían en la retaguardia, y sin considerar que toda retirada es siempre un movimiento de debilidad para el que la hace, y de aliento para el que lo causa. En estos choques hubo pocos muertos y heridos; entre estos últimos, D. Miguel Emparan, y muchos de los de la parte de los americanos por la naturaleza de las armas con que se resistían; no de otro modo casi que los indios mexicanos de los españoles de Hernán Cortés. En este estado se realizaba el plan de la división de la derecha fielmente, pero fue preciso variarlo porque el continuo fuego de la división de la izquierda indicaba hallarse en apuros, sospechas que fueron confirmadas por las noticias que de ella venían, y se tomó la resolución de retrogradar y volver a tomar el camino real para auxiliar a la división comprometida. En esta marcha se encontraban muchos soldados dispersos de la izquierda, dragones y caballos muertos; sólo el ascendiente de Calleja sobre la tropa pudo reunir a muchos y que volviesen a la carga. A la subida de la loma después de pasado el puente, supo este general que la división del conde de la Cadena había intentado tres ataques y en otros tantos había sido rechazada. Al reunirse ambas divisiones se le dijo que en el parque ya no había cartuchos de bala rasa. El brigadier de artillería Ortega dió orden estrecha de que se reunieran las diez piezas de artillería que llevaba, y que no se hiciese fuego sino hasta hallarse a tiro de pistola de la gran batería americana. Mientras se verificaba la reunión de estos cañones se reanimó un tanto la división del conde de la Cadena con la vista de Calleja y el resto del ejército; formaron ambas en línea de bataIla con la artillería de frente, mas como los americanos querían impedir estos movimientos con su continuado fuego, exigió éste alguna contestación y he aquí que una granada calibre de a cuatro tirada contra la orden de que no se hiciera fuego, pegó en uno de los carros de municiones de los americanos y lo voló, notándose muy luego su horrible explosión y estrago. Calleja, pues, emprendió la marcha de frente con el designio de romper el fuego a tiro de pistola. La explosión del carro no sólo produjo un gran daño en los americanos que llevó consigo, sino que además incendió un área inmensa de terreno de un pajón alto y muy seco, cuyo humo daba excitado por un recio viento y ventisca que hubo en aquel día, humo que hería de cara al ejército de Hidalgo.

Esta notable circunstancia (4) y el movimiento firme del ejército español introdujo el desorden en el ejército americano, a quien la desgracia perseguía valiéndose de los mismos elementos. Su artillería llegó a mezclarse con la de Calleja, al mismo tiempo que los dragones del brigadier Emparan cargaron por la izquierda, y así es que en un momento el campo quedó por el ejército real sin tirarse un tiro. Sorprendiéronse los españoles al verse dueños de noventa y dos piezas de todos calibres; tantos componían la batería tomada, en la que se hallaron muchos cadáveres, ya por el fuego de los ataques que recibían del conde de la Cadena como por el de la explosión del carro y cajones de parque que había dispersos en varios puntos de la batería con muy poca o ninguna precaución.

En este estado sólo restaba tomar una batería de seis piezas que se hallaba en la cima de una loma, y era el último punto fortificado en la izquierda de los americanos. Destinóse para esta operación una división competente, quedando el resto del ejército sobre Calderón a la expectativa, no dudándose del buen éxito a vista de las operaciones anteriores, como se verificó. A las cuatro de la tarde salieron varios cuerpos de caballería en persecución y alcance de los americanos dispersos, y nada particular hicieron, regresando a su campo después de muy entrada la noche. Destinóse otra partida en demanda del conde de la Cadena, de cuya impetuosidad siempre se prometió el ejército un fin desastroso. Al día siguiente regresó la partida, trayendo su cadáver lleno de heridas. Creyóse que por ganar la gloria disputándosela a Calleja había precipitádose; pero es más probable que despechado al ver que encontraba la resistencia que no esperaba, y que se resistían a entrar los cuerpos que mandaba, para alentarlos con su ejemplo se precipitó, llevando la delantera con unos cuantos de los suyos, en cuya sazón lo cortaron los americanos emboscados, le echaron lazo, lo arrastraron y se cebaron en él, dándole muchas heridas y contusiones; de modo que en su cuerpo se notaron no pocas hechas con varios instrumentos. Se ha averiguado que un mulato llamado Lino fue el que le dió muerte. Parece que no desagradó a Calleja la pérdida de este general, porque su carácter duro e inexorable no podía acomodarse con el suyo, que casi era de igual temple. Los generales americanos hicieron cuanto estaba de su parte: Allende mostró brío; pero sus disposiciones fueron tomadas con precipitación, pues aunque ellos escogieron aquel local lo ocuparon con premura, y así es que no pudieron entrar en aquellos ápices y pormenores que demandaba el sostenimiento de una lid que debía sustentarse con un ejército, que aunque no pasaba de siete mil hombres, venía orgulloso con sus triunfos anteriores, y estaba bien ejercitado y armado; de consiguiente, su fuerza era doble.

Durante la acción el fuego fue vivísimo, pudiendo decirse que en toda su duración no faltó una bala en el aire. Los venados, lobos y coyotes tropezaban despavoridos con la gente al horrísono estruendo de tanta artillería, no de otro modo que después en el año de 1813 salían de sus madrigueras los tigres de las inmediaciones de Acapulco cuando el general Morelos atacó aquella plaza y después a la fortaleza de San Diego. La tierra se estremecía con el estrépito de las grandes masas de caballería que corrían por diferentes direcciones. La historia nos había enseñado que las operaciones de la guerra son semejantes a las jugadas del ajedrez o de las damas, y que una buena o mala evolución deciéle la suerte del juego (5). El viento, el sol y el polvo dan o quitan las victorias: quitónos ésta el viento recibido de cara, que, además de arrojarnos el humo a los ojos, no permitía a las flechas que recibiesen la dirección que les daban los que las lanzaban a los españoles; tal vez se tornarían contra los que las despedían. Una helada en Rusia arrancó a Bonaparte la conquista de aquel imperio; una tormenta arrancó también a Felipe II el triunfo que esperaba conseguir, con la escuadra Invencible, de Inglaterra: los monarcas y generales no están destinados para luchar contra la naturaleza; así lo dispuso la Providencia para purificarnos, y que apreciásemos algún día el mérito de nuestra libertad y de hechos tan hazañosos, pero que se han disminuido, si no desaparecido de los ingratos americanos, que miran con desdén a aquellos primeros héroes. No sé, por tanto, con qué justicia podrá inculparse esta desgracia al señor Hidalgo; él hizo lo que pudo y alcanzó, y obró no como un párroco que trocó repentinamente el incensario por la espada, sino como un general consumado. La ciencia militar es en la que menos rápidos progresos se han hecho de repente, y su perfección ha sido obra de muchos siglos con el auxilio de muchas ciencias exactas aplicables a ella. Pasaron muchos años para que el elector de Brandeburgo pudiera presentar un ejército que se batiera con los de sus enemigos, a pesar de su constante aplicación en organizarlo, de tener excelentes oficiales, armamento, maestranzas, y de hallarse en el seno de la Europa. Hidalgo, simado en el caos de una revolución monstruosa, sin armas, sin oficiales, sin táctica, en el brevísimo espacio de cuatro meses, por sí y sus tenientes, ataca o se defiende en Guanajuato, en Las Cruces, en Zacoalco, en La Barca y en Calderón. ¿ Qué hombre es éste, preguntará atónita nuestra posteridad, qué genio tan superior nació en el Anáhuac, que obró tan prodigiosos y terribles hechos? ¿Quién es el que trastorna en brevísimos días un imperio fundado con la fuerza, mantenido con inmensos tesoros, y apoyado sobre el fanatismo y superstición más grosera? ¿Quién es éste que conduce como por los aires cañones de enorme peso, y parece que juguetea con la naturaleza y burla su resistencia? ¡Fuiste tú, genio de Hida]go, genio de la libertad, genio bienhechor, a ti se te debe esta inexplicable metamorfosis! ... Sombra generosa, manes ilustres de nuestros libertadores, reposad tranquilos en el seno de la paz, y consolaos, porque si vuestros enemigos deturpan vuestra memoria, si maldicen vuestros afanes calificándolos de injustos y desatinados porque no correspondieron a vuestros deseos, mi voz unida a la de Lucano os aplaude y dice de vuestros conatos en salvar vuestra patria lo que de Pompeyo vencido por César en Farsalia ... Victrix causa Diis placuit, sed victa Catoni; si los dioses protegieron la causa de la tiranía, Catón, el virtuoso Catón, protegió la vencida ...




Notas

(1) Esto ya lo hemos visto comprobado con los informes y quejas que dió Calleja a Venegas. Los españoles querían que nos matásemos y estarse ellos quietecitos como relamidas doncellas, para que les conservásemos sus preciosas vidas y su intereses. ¡Qué bien los conoció el Sr. Hidalgo!

(2) Así lo hicieron del Sr. Iturbide, a quien jamás quiso premiar el Gobierno español haciéndolo general; a cuantas representaciones suyas se recibían en la covachuela de Madrid se les daba carpetazo por orden del ministro de la Guerra, cuando ninguno de los americanos fue más activo en servirles. Así lo decía públicamente el ingeniero Sociats; pero él se tomó por fuerza lo que no le quisieron dar de grado.

(3) La Junta de Premios de esta capital de México, en virtud de estos servicios que probó el padre Parra con buenos documentos, consultó al Gobierno que se le confiriese una canonjía, presentándose para ella cuando el patronato estuviese declarado y celebrado el concordato con la Santa Sede Apostólica.

(4) El 18 de junio de 1809 dos mil españoles mandados por Blake en Belchite huyeron por la explosión de una granada disparada por cuatrocientos franceses guerrilleros en el depósito; esto es muy común en la guerra, aun entre tropas muy disciplinadas y veteranas.

(5) Una granada disparada sobre un almacén de pólvora dió al conde de Galvez el más completo triunfo en la Luisiana, y que pusiese en el blasón de sus armas: Yo solo.

Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta quinta (Segunda parte)Carta sexta (Segunda parte)Biblioteca Virtual Antorcha