Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta quinta (Primera parte)Carta sexta (Primera parte)Biblioteca Virtual Antorcha

CARTA QUINTA

Segunda parte

PRIMEROS MOVIMIENTOS DE REVOLUCIÓN EN GUADALAJARA

Interín este jefe se dirige con su expedición a Valladolid, sembrando la desolación por los lugares de su tránsito, demos ya una mirada sobre lo que pasaba en el territorio y ciudad de Guadalajara, que va a ser el teatro de la guerra; así lo pide el orden natural de los sucesos que seguiré como pueda.

Gobernaba en aquella capital de la Nueva Galicia (dice una memoria que tengo a la vista) el brigadier D. Roque Abarca, sujeto que aunque constantemente aplicado a formar planes de ataque en campaña en tiempos de paz, como mostró cuando se trató en aquella Audiencia y acuerdo el asunto del virrey Iturrigaray, tenía, empero, poca resolución y denuedo militar. Cuando se supo el grito de Dolores, se tuvo por una conmoción que, regentada por un bandido, sólo trataba de robar e invadir las propiedades sin más objeto que saciar su codicia; después se tuvo al cura Hidalgo por un hombre enemigo de la religión, que intentaba arrancar de este suelo para subrogarle la impiedad y el ateísmo; idea que se hizo valer con el edicto de la Inquisición que se circuló por las autoridades civiles y militares. Abarca, de acuerdo con la Audiencia (cuerpo que entonces se tenía por legislador), formó una Junta gubernativa compuesta de nueve sujetos, entre los que hacía el primer papel el Dr. D. Francisco Velasco de la Vara, jurisconsulto sutil de la era de Papiniano; el Dr. Cordón, andaluz, y otros, que si no eran positivamente enemigos de los americanos, distaban mucho de mirar por sus verdaderos intereses. Por orden, pues, de esta Junta, se hicieron venir las divisiones militares de Tepic y Colima; se armó todo el batallón provincial de Guadalajara y se sublevaron dos compañías de voluntarios de aquel comercio, compuestas de cajeros y mozos cursantes de la Universidad y colegios. El obispo de aquella diócesis, D. Juan Cruz Ruiz Cabañas, daba, por su parte, la importancia posible a la idea de la irreligiosidad que respecto de Hidalgo y sus tropas se había pretendido inspirar al bajo pueblo. Con este objeto formó un regimiento que llamó de la Cruzada, compuesto de ambos cleros y de todos cuantos se quisieron reunir a una piadosa compañía de asesinos. Por mañana y tarde se llamaba a ejercicio, pero no con cajas de guerra, sino con la campana mayor de catedral; reuníanse los alistados en el obispado y salía con tambor batiente aquella mesnada, formada por las calles, a dar un paseo imponente a todos los que no fuesen hombres, sino máquinas. El clero iba montado a caballo, sable en mano, precedido de un estandarte blanco con una cruz encarnada, y le acaudillaba su obispo, que prodigaba bendiciones e indulgencias a sus cruzados después de haber esparcido hasta tres pastorales. Los muchachos seguían en grupos al obispo, gritando: ¡Viva la fe católica!, y en testimonio de que todos pertenecían a ella, traían una cruz encarnada al pecho ... O miseri homines! O cuantum enim est rebus inane!

Tal era el aparato con que se hacía la reseña diaria de estos adalides y alfaqueques, dignos de los heroicos siglos de Castilla y de llevar la vanguardia del famoso rey don Sancho el Bravo (1). La Junta mandó poner un cantón de trescientos a cuatrocientos hombres en el famoso puente de Guadalajara (o sea de Tololotan), a seis leguas de aquella ciudad, y por el rumbo del oriente; allí se registraba a todo transeúnte para ver si llevaba algunos papeles sediciosos; se le juramentaba de que nada dijese de lo que sabía, y se le prevenía de las noticias favorables que debía dar, formidándolo con graves penas si no cumplía; tal era la artería con que se conducía aquella Junta. Entre tanto la revolución hacía rápidos progresos: la opinión de Hidalgo mejoraba en Guadalajara, a pesar de los cruzados predicadores amenazantes; los apóstoles de la insurrección diseminados por varios puntos de la provincia y en correspondencia con Hidalgo, reclutaban gentes en muchos miles. Don José Antonio Torres y otros ocupaban La Barca y Zacoalco y mostraban intenciones de avanzar sobre el valle de Tlemajaque; por tanto, determinó la Junta que saliesen dos divisiones a atacar a estos caudillos. Destináronse mil hombres para esta empresa, confiándose quinientos a D. Francisco Recacho, oidor de aquella Audiencia, e igual número a don Tomás Ignacio Villaseñor, hacendado rico, y creado entonces teniente coronel por aquella Junta. Diósele a éste una compañía de voluntarios, de que era capitán don Salvador Batres. Estos jefes eran tan ineptos para la dirección de estas expediciones como lo acreditaron los hechos posteriores; sin embargo, Recacho quiso figurar en el rango de los generales, aunque siempre salió deslucido, hasta que precisado en la batalla de Tixtla a correr como un gamo, tuvo que volver a ocupar su silla de magistratura, para la que tenía (según voz común) las mismas disposiciones que para general.

En la Gaceta núm. 25, del 9 de febrero de 1811, se lee un parte dado por el oidor Recacho de la acción de La Barca, recibida por él en los días 3 y 4 de noviembre del año anterior. Remítelo desde la fortaleza de San Diego de Acapulco, y la data de este lugar de la mayor seguridad, tan distante del de dicha acción, bien muestra el ningún triunfo que obtendría. De la de Zacoalco (una de las más decisivas ganadas por los americanos) no se lee ni una línea en los papeles virreinales. Dedúcese por una construcción del texto de Recacho que el 30 de octubre se reunió con el capitán Corbatón y salió del pueblo de Atequizar con dirección a La Barca, que llegó a Poncitlán, donde pasó la noche y tomó los pasos del río para ocultar a los americanos sus movimientos: que el 31 salió de Poncitlán y llegó a Sula, acampando al otro lado del río, y acercándose al pueblo de La Barca, hizo alto fuera de tiro de fusil del pueblo, al que intimó rendición; fue recibido por el cura con demostraciones de respeto, e hizo leer el edicto de la santa Inquisición, no de otro modo que los conquistadores españoles hacían leer a los indios la bula de Alejandro VI, en que les hacía donación de las Américas, aunque no fuesen suyas. Ocupado ya el pueblo el día 3, se presentaron dos columnas de ataque, y lo verificaron con ardor, tras de las que apareció después otra que salió con precipitación de un monte inmediato al arrabal de San Pedro, a la que esperó en la plaza, tomando la principal avenida con un cañón, con el que hizo fuego a metralla; y aunque causó mucho estrago, no amedrentó a los indios: ¡tal era su entusiasmo! Acobardado ya, trató de retirarse; mas percibió que el camino de Sula por donde debía hacerlo iba a ser tomado por los enemigos. A media legua de distancia dice que encontró al cura de La Barca, que traía al Santísimo Sacramento, y lo hizo entrar en un coche en que conducía unos heridos. Valióse del sagrado de Su Majestad, a quien acompañó hasta Guadalajara. Jamás se ha hecho ni se refiere de un acompañamiento más largo y religioso que éste en todos los fastos militares. Luego que se supo esta ocurrencia en Guadalajara, el Ayuntamiento convidó por rotulones al vecindario para que saliese a recibir al oidor Recacho, que dizque venía triunfante de La Barca, trayéndose a Su Divina Majestad por no dejarlo expuesto a irreverencias ... ¡Qué piedad tan edificante la de este oidor coronel! Los jefes americanos que lo atacaron y obligaron a que hiciese esta marcha religiosa y procesional fueron Godínez, Alatorre y Huidobro. Nótase de particular en este parte que Recacho recomienda al virrey el vigía que puso en la torre porque vió y avisó de lo que veía; ¡mérito singular, vive Dios! Pudo haberlo recomendado porque respiró, habló, tosió e hizo las demás operaciones de animal. Era muy exquisita la sabiduría de este jurisconsulto general, de este ornamento de la milicia armada y togada. Un hecho de esta naturaleza prueba de todo punto la religiosidad de los insurgentes, pues respetaron como debían al Señor Dios Sacramentado, y la injusticia con que se les acusó de impiedad, después de referir este y otros muchos hechos a que debieron la vida sus enemigos.

La división del teniente coronel Villseñor fue menos afortunada que la de Recacho, pues se batió con un general insurgente, al paso que el más humano y justo, uno de los más comedidos que figuran en la historia de esta guerra. Hízole decir que se retirase a Guadalajara con todos los americanos que llevaba, a quienes no pretendía ofender: que le suplicaba dejase solos a los europeos si gustaban batirse; mas éstos instaron a Villaseñor a que despreciase sus proposiciones, que miraron como insultos. Comprometiéronlo, pues, a una lid que repugnaba a Villaseñor, D. Miguel Caballero, D. Pascual Rubio y otros oficiales de la compañía de voluntarios, que en breve fueron derrotados, pues se les cargó tanta indiada y con tanto denuedo, que muy luego los envolvieron: fue tal la pedrea que cargó sobre la tropa, que los fusiles quedaron abollados y en la mayor parte inútiles. Componíase (como se había dicho) esta tropa de colegiales y cajeros, que apenas habían tenido un aprendizaje de un mes escaso; estaban pesadamente armados, y unos porque les apretaban las botas, otros porque no podían con las armas, en un santiamén fueron hechos piezas: sólo opuso una regular resistencia el teniente Gariburu, que se hallaba en Guadalajara de bandera para el regimiento de la Corona, y se le destinó a la expedición; pero quedó muerto en el puesto. Quedaron prisioneros Villaseñor, D. Salvador Batres y D. Leonardo Pintado, capitán de una de las compañías de Tepic. Pasáronse a los americanos en esta acción los milicianos de Colima. Personas veraces me aseguran que D. José Antonio Torres, comandante en jefe de los americanos, hombre de extraordinario valor y astucia, para hacerse entender de los indios en el modo de dar el ataque, se apeó de su caballo y con una vara les describió en el suelo el modo con que deberían avanzar en círculo para envolver a los realistas luego que él les hiciese cierta seña, que fue revolotear un lienzo blanco, la cual entendida fue desempeñada cumplidamente: tal era el estado de rusticidad de sus bravos indios.

Sabida esta noticia en Guadalajara, sucedió la consternación al gozo, y el temor a la presunción orgullosa de que estaban animados sus mandarines. Disolvióse la Junta como humo. El presidente Abarca se retiró al pueblo de San Pedro, que dista una legua de la ciudad al oriente y es el Aranjuez de Guadalajara; ya la campana mayor de la catedral no tocó a ejercicio militar, sino a plegarias; el obispo se marchó precipitadamente a San Blas, dejando a sus diocesanos una tierna despedida en que profetizaba a aquella ciudad lo que Jesucristo a Jerusalén, que dentro de pocos días no quedaría en ella piedra sobre piedra; pero el tiempo hizo ver que su ilustrísima no poseía el don de profecía, pues se han aumentado muchos edificios y recibido mejor forma y mayor opulencia; tampoco la poseyó el autor del discurso inserto en los números 46 a 49 de El Telégrafo de Guadalajara en que se pretende probar la siguiente proposición: La independencia del reino es en todo sentido imposible, y la insurrección, imposibilitándola más y más cada día, no hace más que consumar la desolación de la patria.

El autor de este fallo político no sólo lo ha palpado desmentido, sino que ha figurado en la escena de esta independencia de una manera honrosa. Todos los hombres se precian de profetas, porque, como dice un adagio, de médico, poeta, profeta y loco, todos tenemos un poco.

La mayor parte de los europeos siguieron al obispo a los dos días, llevándose consigo los intereses más preciosos, y abandonando sus familias. Acaudillábanlos Recacho y Alva, quienes, como ministros de la Audiencia Real, formaban un tribunal ambulante; pero tribunal de iniquidad, pues con achaque de magistrados superiores iban recogiendo por los pueblos de su tránsito todos los caudales de estancos, alcabalas y salinas. Ellos incendiaron los almacenes de Guaristembu; no sé si en el Digesto o leyes de Partida encontrarían alguna sobre que apoyar esta iniquidad. El cabildo eclesiástico celebró solemnes exequias a los mártires de Zacoalco; supónese que no faltaría un textito de los macabeos que aplicarles, y el ilustre Ayuntamiento comenzó desde entonces a ser la primera autoridad de Guadalajara, reemplazando con americanos la falta de los regidores europeos ausentes. Tratábase de que entrasen los vencedores en la ciudad, y así se dispuso por dicha corporación enviar parlamentarios a Zacoalco, La Barca y Tacotán, en donde se sabía que estaba el comandante americano Gómez Portugal; por tanto, salieron para Zacoalco D. Ignacio Cañedo y D. Rafael Villaseñor. Para La Barca, el doctor Padilla, fraile franciscano. Para Tacotán, el doctor don José Francisco Arroyo. El resultado de la comisión fue que el 11 de noviembre (1810) entrasen en Guadalajara dichos comandantes americanos, ofreciendo D. José Antonio Torres conservar las propiedades de sus vecinos, y respetar sus personas hasta que se ejecutase la entrada del general Hidalgo, que se verificó en 26 del mismo mes. Mucho ha detraído la malignidad y orgullo de los españoles el mérito de Torres, y a la verdad con poca razón; parece ya tiempo de hacerle justicia, y creo que su cara sombra, colocada sobre mi cabeza, me pide este tributo; tomaré de la boca de sus enemigos y de la pluma sangrienta de sus jueces los méritos relevantes que harán eterna en la provincia de Guadalajara la memoria de este hombre idólatra de la libertad de su patria; hablo de la sentencia de muerte que contra él fulminó la Junta de Seguridad en 12 de mayo de 1812 y que suscribió el primero, aquel que también lo fue en dar tratamiento de Alteza al Sr. Hidalgo. Torres, comisionado por el primer jefe de la revolución, levantó los pueblos de Colima, planes de tierra caliente, Sayula y Zacoalco, donde destrozó a la más preciosa juventud de Guadalajara, que prefirió la esclavitud y tiranía de los españoles a la libertad de su nación: hizo luego imprimir el bando de su Gobierno, al que se ajustó para conservar la tranquilidad, asesorándose en sus dudas con un letrado de probidad y sabiduría conocidas; se batió con sus enemigos en el puente de Calderón, y aunque derrotado allí, jamás desmayó ni abandonó la empresa, y nunca fue más terrible a sus enemigos que cuando éstos lo acababan de derrotar, pues se reorganizaba brevísimamente y con mayor brío y fuerza. Tuvo la desgracia de ser preso en el asalto que se le dió en el Palo Alto la mañana del 4 de abril por el teniente D. José Antonio López Merino. Defendióse en la acción y fue herido. Condújosele a Guadalajara en un carro, que Cruz quería que fuese tirado de un buey y de un burro para darlo en espectáculo de irrisión; pero como tal pensamiento sólo pudo tener lugar en la cabeza de un menguado furioso, no se verificó. Mandósele poner un tentemozo o argolla bajo el cuello para que llevase levantada la cara en alto y que todo el mundo lo viese; él ofreció bajo su palabra que la llevaría erguida y lo cumplió; tal vez en iguales circunstancias no la habría cumplido Cruz; el hombre de bien siempre levanta la vista al cielo, a donde dirige sus suspiros, porque se corresponde con el Señor que habita en las alturas y es testigo de la rectitud de sus sentimientos. Cuando intimó a Villaseñor en Zacoalco a que se rindiese, lo despreció éste, y le mandó decir que si lo había a las manos lo haría ahorcar, que era un indecente mulato; la suerte puso en las de Torres a este jefe orgulloso, y no sólo le salvó la vida, sino que lo trató con la mayor consideración. Puesto en juicio, le tomó confesión con cargos el Dr. D. Francisco Antonio Velasco, presidente de las juntas de seguridad y de requisición, palabra que tanto quiere decir como de espionaje (2). Ahorcósele el 23 de mayo (1813) en una horca de dos cuerpos; ejecutado en el primero, se elevó al segundo para darlo en espectáculo al público, en la plaza llamada de Venegas, dedicada a la memoria de este tirano, como la de Luis el Grande en París para perpetuar la de sus triunfos en Europa. Cortósele a vista del público la cabeza, que se fijó en un palo alto. Allí se descuartizó su cuerpo, remitiéndose (dice la sentencia) el cuarto del brazo derecho a Zacoalco, otro a la garita de Mexicaltzinco de aquella ciudad, por donde entró a invadirla; otro en la del Carmen y otro en la del barrio de San Pedro, que es salida para el puente de Calderón; estos mismos restos, después de expuestos al público por cuarenta días, se condenaron al fuego. La saña se llevó hasta mandade derribar a Torres su casa ubicada en el pueblo de San Pedro Piedra Gorda, cuya área se sembró de sal. Así se vengaban nuestros tiranos opresores de unos hechos, cuya injusticia sólo ellos podían calificar. Firmaron esta inicua sentencia Juan José de Sousa y Viana, Francisco Antonio de Velasco, Manuel García de Quevedo, Domingo María de Gárate.

Aunque la conducta que Torres observó en Guadalajara fue digna de un romano, pues se entregó a la dirección de un letrado de probidad de los de aquella Audiencia, no estuvo libre de imputaciones y compromisos. El mismo día que entró con su división, entraron igualmente con las suyas respectivas los coroneles Portugal y Navarro, que quisieron disputarle la preferencia del mando; no quiso resolver por sí mismo, y así consultó con el cura Hidalgo, a quien dió parte de todo lo ocurrido, y lo excitó a que viniera a tomar el mando. Derrotado este jefe en Aculco, volvió a Valladolid con el cortísimo acompañamiento de cinco o seis personas. Dirigióse Hidalgo a la casa ubicada detrás de la catedral, donde alojaba doña Micaela Montes, viuda de D. Domingo Allende, señora de mérito que después se declaró por la causa de la libertad, y que padeció no poco por ella; después pasó a hospedarse a la casa del obispo, que estaba vacía, porque a la sazón se hallaba en México pidiendo auxilio al Gobierno para llenar de pavor a Valladolid y causar su desolación. Allí no descansó un momento, porque puesto de acuerdo con el intendente Anzorena, hizo a la mayor brevedad grandes reuniones de gente, tanto de la ciudad como de las inmediaciones; ordenó algunos cuerpos de caballería, activó la construcción de cañones de calibre de a dos hasta doce, monturas, carros, etcétera. En junta de oficiales compuesta de cuarenta y cinco, hizo varias promociones, mas de éstos sólo el coronel don Juan de Foncerrada y Soravilla tenía un regimiento compuesto de doce compañías, y de éstas sólo había siete armadas; los demás oficiales se dedicaron con el mayor esmero a organizar sus cuerpos. En estos días se presentó a Hidalgo el Lic. D. Ignacio López Rayón, vecino de Tlalpujahua, el cual, notando grandes desórdenes en la indiada que condujo el mismo cura Hidalgo a Toluca, y que consumían inútilmente los aperos de las haciendas de Chamuco y otras de Maravatío, procuró remediarlos de una manera prudente y ventajosa al Estado. No faltó quien por semejante motivo lo denunciase por sospechoso al Gobierno de México, y aunque había obrado hasta entonces en nombre de éste, Venegas le mandó prender, súpolo en tiempo y casi en el momento de efectuar el arresto que eludió con viveza, teniendo a la vista el destacamento de tropas que lo buscaba; acababa Rayón de casarse, pero ni los atractivos de su himeneo pudieron contenerlo, ni la confianza de sincerarse prontamente ante el virrey, ni el estado de bonanza de una mina de oro de que era dueño en el Real del Oro; marchó, pues, a la revolución, Hidalgo le hizo su secretario de confianza, y después lo colocó en el ministerio de todos ramos. Me he detenido en esta relación porque este joven, dotado entonces de un personal interesante, va a figurar en la escena de nuestra revolución, y a él deberá la patria el establecimiento de la primera Junta que comenzó a poner orden en todas las cosas, y a dar a la revolución un carácter de dignidad que hasta entonces no había tenido. El 14 de noviembre llegó a Valladolid la noticia de la ocupación de Guadalajara, y con ella los temores de una anarquía por las disputas de mando entre Torres, Portugal y Navarro. Resolvióse, por tanto, el cura Hidalgo a marchar en persona para evitarla, y lo verificó el día 17, habiendo precedido una solemne misa de gracias en la catedral, a que asistió, colocándose bajo del dosel y acompañado de los oficiales Foncerrada y Villalongín. La marcha fue seguida de siete mil hombres de caballería, pues apenas iban doscientos cuarenta infantes al mando de Foncerrada. El camino se hizo por este ejército en diez jornadas, en cuyo espacio de tiempo todo fueron obsequios en los pueblos y abundancia. Distinguiéronse en el recibimiento los vecinos de la villa de Zamora, por cuyas calles bien adornadas pasó el ejército, y todas las corporaciones se esmeraron en los cumplimientos y arengas. Hidalgo sólo se detuvo allí un día, y lo ocupó en el arreglo de su marcha y en responder a multitud de cartas remitidas de muchas partes del reino que lo felicitaban y reconocían ya por su libertador. Al siguiente día continuó su camino después de oír una misa de gracias, y recibió por donativo siete mil pesos para los gastos de la guerra.

En 26 de noviembre llegó Hidalgo a Guadalajara; el obispo y muchos europeos tornaron en fuga (como he dicho) el camino de San Blas, donde dieron la vela dejando parte de sus intereses en tierra, por falta de buques para conducirlos. Llegado el obispo a Acapulco pasó a Oaxaca, y de allí a esta capital (Diario de México de 17 de abril de 1811); hospedóse en Santo Domingo, así como el de Monterrey en San Agustín; el viaje de estos prelados fue tenido por los ilusos como una peregrinación apostólica y de gran mérito ante Dios; no sé qué calificación darían a los votos que después presentaron sobre la decapitación de varios eclesiásticos procesados por la conspiración del Lic. Ferrer, sobre que fueron consultados por el cabildo eclesiástico en sede vacante de México, como también el señor obispo de Puebla, Campillo; mejor les habría estado enmudecer en esta parte, y no que con su opinión respetable autorizaron el despotismo feroz del virrey Venegas. En estos mismos días el presbítero D. José María Mercado, cura del Ahualulco, solicitó del general Torres una comisión para perseguir a los europeos que se dirigían a San Blas; concediósela, y formando una división de seiscientos hombres tomados de los pueblos de su tránsito para aquel puerto, entró en Tepic sin contradicción, reuniósele allí la compañía veterana que guarnecía el pueblo, y marchó sitiar a San Blas. Intimóle rendición conminando al comandante, D. José de Lavayen, jefe de la plaza, con que daría fuego a la villa, cuyas casas son de paja, amenaza que le hizo formidar, y así se entregó muy luego a Mercado, quien ofreció respetar las vidas e intereses de los europeos; éstos salieron para Tepic y Compostela.

Como de esta expedición nada dijeron los periódicos, y es muy importante, será preciso insertar a la letra el informe que sobre ella dió a Calleja el administrador de Correos de Guadalajara; dice así:

INFORME

Un terreno que domina el único punto por donde puede ser atacado por tierra; una proporción para aislarle con facilidad por la comunicación de los esteros, un castillo respetable con doce cañones de a venticuatro que defiende el puerto y puede también arruinar la villa, cuatro baterías en ella, y en el mar, una fragata, dos bergantines, una goleta y dos lanchas cañoneras; una segura esperanza de que diese fondo de un día a otro la fragata Princesa y la goleta particular San José, con harinas; seiscientas o setecientas cargas de estas existencias en la plaza, igual número con corta diferencia de arrobas de queso, más de mil fanegas de maíz, de ciento cincuenta a doscientas reses, y facilidad de traer por mar en corto tiempo de Las Bocas, Guaymas y Mazatlán la carne, harina y reales necesarios; abundantes pozas de agua en el recinto de la villa; trescientos hombres de marinería, doscientos de maestranza, y más de trescientos europeos armados y dispuestos como aquéllos a defenderse, ciento y tantas piezas de artillería de todos calibres, y montadas cuarenta de ellas con sus correspondientes municiones, y ocho o nueve oficiales de Marina; éste, señor general, era el verdadero estado en que se hallaba el puerto de San Blas en 19 de diciembre de 1810, cuando sin haber disparado un tiro para su defensa, se rindió vergonzosamente a unas muy malas y pocas escopetas, hondas, lanzas y flechas, manejadas muchas de ellas por los extremos de la naturaleza, pues todos vimos con el mayor sentimiento, cuando entró el desordenado y no crecido ejército de Mercado, venir en él bastantes sexagenarios y no pocos muchachos de escuela.

A éstos y a aquéllos, señor general, se rindió el Gibraltar de esta América atendida la impericia y desorden del ejército que lo atacó, compuesto de unos cuantos lanceros y mayor número de indios inexpertos, que habrían encontrado su ruina si cualquiera de las baterías de la plaza, al acometerla, les hubiese hecho fuego, que sin duda habría destruído a Mercado, su infame chusma y su quijotesco proyecto, que atendidas todas las circunstancias estaba muy fuera de lo posible el que le hubiera realizado si la cobardía (principal agente) no se le hubiera facilitado en los siguientes términos.

El día 28 de noviembre del próximo año pasado se sorprendió por una de las avanzadas de Mercado un correo con la carta de la copia número primero, a la que se le contestó con la del segundo, brindándose para ello el antiguo alférez de fragata D. Agustín Bocalán (aquí entra la desgracia) para pasar a parlamentar al campo enemigo, que se hallaba situado en el puesto de la puerta, a dos y media o tres leguas de la plaza, sin más artillería que seis cañones que nos había tomado en el pueblo de Tepic. Es la siguiente:

CARTA

Por un conducto seguro he dirigido a V. S. un oficio en que al mismo tiempo que les intimaba la rendición de esa villa, sitiada por el respetable ejército de mi mando, les aseguraba, bajo mi palabra de honor o bajo la seguridad que exigieran, que si se rendían voluntariamente serían tratados los europeos y todos sus habitantes con la más atenta consideración, salvarían sus vidas y parte o acaso todos sus intereses; pero no habiendo tenido contestación alguna, antes sí noticias de que V. S. se determinaba más y más para la defensa, he tenido a bien declarar esa villa en estado de sitio, e intimar a V. S. que si dentro de media hora después de recibir éste no salen parlamentarios a entablar negociaciones de paz, lo llevaré todo a fuego y sangre, y no daré cuartel a nadie, y esa infeliz villa, por el capricho de V. S., será víctima del desatinado furor de mis soldados, a quienes no me será fácil detener desde el instante en que se ensangriente la batalla, de cuyas resultas hago a V. S. desde luego responsable, de suerte que jamás pueda imputárseme precipitación en mis órdenes, porque he procurado de muchos modos evitar la efusión de sangre, y la indefectible ruina de todos.

Por tanto, esta es la última intimación, y la falta de respuesta a ella será la señal segura del rompimiento; pero en la inteligencia de que cuando peleen de esa parte los niños y las mujeres, les tocarán diez soldados a cada uno; pero diez soldados decididos a vencer y a avanzar hasta la misma boca de los cañones, y sobre este punto se podrán informar de algunos que se hallaron en la batalla de Zacoalco. Sin embargo, estoy muy distante de creer que la prudencia de V. S. quiera sacrificarse y sacrificar tanto infeliz, empeñándose en una acción cuyo resultado de cualquier modo ha de ser funesto para V. S., pues aun cuando lograran resistir el impulso terrible de toda la nación que levantada en masa se mueve toda contra ese punto, nada habrían conseguido. En este concepto, espero parlamentarios a quienes doy este salvoconducto bajo mi palabra de honor para venir y volver, con tal que traigan una bandera de paz y sin armas de resguardo.

Dios guarde a V. S. muchos años. Sitio sobre San Blas, de las armas americanas, noviembre 28 de 1810. Soy con la más atenta consideración, el comandante de las armas americanas. del Poniente, afectísimo de V. S., José María Mercado. Señor comandante de europeos de la villa de San Blas.

INTIMACIÓN

D. José María Mercado, cura vicario y juez eclesiástico del pueblo de Ahualulco, comandante general de las armas del Poniente, y D. Agustín Bocalán, alférez de fragata de la Real Armada, comisionado por el señor comandante de San Blas, D. José Lavayen, para tratar de negociaciones de paz entre las armas americanas y las del puerto, han convenido en lo siguiente:

Art. 1º Que el comandante de las armas americanas instruya al comisionado de San Blas para que lo haga presente a su respectivo jefe sobre los datos que le autorizan sobre el principio, fin y circunstancias de su empresa.

Art. 2º Que, según las órdenes que trae dicho comandante, la villa debe rendirse o tomarse dentro del término más breve que sea posible.

Art. 3º Que así en el caso de que se rinda voluntariamente como el de que sea tomada por las armas, queda siempre bajo la misma soberanía, en el culto de la misma religión santa que profesamos y prometemos defender.

Art. 4º Que en el caso de rendirse no se seguirá extorsión ni perjuicio alguno a ninguna de las personas que tuviesen o hayan tenido parte en la traición que contra la religión y patria se meditaba; pero que sí deberán dar caución todos los europeos de sus personas y haciendas mientras llegan los comprobantes y se averigua quién es inocente y quién es reo.

Art. 5º Que en el caso de resistir y dar lugar a que se tome por las armas, a pesar de la inteligencia de estas capitulaciones, el comandante americano hace responsables a todos cuantos tuvieren parte en esta resistencia de cuanta sangre se derrame, de cuantos perjuicios se sigan a los inocentes y de cuantas violencias se ejecuten en los culpados, y que los cargos de esta responsabilidad los deberán absolver ante la soberanía, cuyos derechos, lejos de invadir, defienden.

Y estando ambos de acuerdo sobre lo arriba expresado, lo firmaron en este cuartel de las armas americanas del Poniente, en el lugar de la puerta y sitio de San Blas.

Noviembre 29 de 181O.

José María Mercado.
Agustín Bocalán.

Accedióse por el comandante de San Blas a que en clase de parlamentario pasase el indicado alférez de fragata al campo de los rebeldes, en el que con motivo de haber llegado a Mercado la noticia de que Hidalgo le había nombrado comandante de la división del Poniente, se le saludó a las cinco de la mañana del 30 del próximo pasado noviembre, con una salva. Este estruendo fue el único que se oyó para la toma de la plaza, y esto, con la hiperbólica relación que hizo Bocalán a su regreso del campo, abrevió sin duda la rendición de un punto de tanto interés por todas sus circunstancias.

Usía sabe, señor general, que el valor de una entrega o derrota se calcula de dos maneras, siendo acaso la menor el perjuicio de lo primero, comparado con los que le siguen después por consecuencia.

Cuáles y qué funestas han podido ser las de la vergonzosa entrega de San Blas, V. S. las ha tenido a la vista en la memorable jornada de Calderón, en donde tuvo a su frente el respetable tren de artillería que vino de aquel puerto (3) para destruir el pequeño ejército real que habría perecido, si a aquel vesubio no le hubiese opuesto V. S. sus acreditados conocimientos militares, y el invencible ardor y fidelidad del corto número de sus valientes soldados que pudieron haber quedado tendidos en el campo de batalla por las mismas armas que tan vergonzosamente entregaron sus hermanos en aquella rendida plaza.

Esta capituló, como V. S. lo advertirá por la copia tercera, en los términos que ella expresa; pero lo verificó sin haber disparado más tiros que los vergonzosos que se emplearon en el saludo que se hizo cuando entró en ella el despreciable Mercado escoltado de una indecente chusma, que Bocalán la hacía subir en el campo a tres o cuatro tantos más de la que se vió entrar, que no pasaba de dos o tres mil indios, y algunos pocos cientos de lanceros de a caballo, siendo así que el comisionado Bocalán aseguraba a su vuelta del campo enemigo que, además de la fuerza que en él existía, esperaban muy breve refuerzo de mucha consideración.

En la del comandante de San Blas obró tanto la abultada relación del enviado, que creyéndolo veraz, se persuadió no poder mantener la plaza, y por tal principio se precipitó la entrega de ella a la despreciable fuerza que la intimaba, bajo la capitulación acordada entre Bocalán y Mercado, que acaso pudo interesar al primero con la promesa de respetar un pequeño rancho y algunos bienes suyos que tenía en su poder, causa, en el concepto de muchos (y no infundada), para creer que la villa fue sacrificada al vil interés de la conveniencia, haciendo víctima de ella al honrado comandante que tuvo la desgracia de dejarse alucinar de su enviado, que lo ha expuesto a que la ligereza mundana le haya hecho la atroz calumnia de suponer que la plaza fue vendida. No, señor, está muy distante de este crimen aquel comandante, que no tuvo otro defecto que el de elegir tan mal negociador, rodeándole también, por desgracia, en la junta de guerra que formó para la entrega, vocales que tenían más miedo que yo a las balas, pues el temor de las que pudieran tocarme no me embarazó para que me presentase a aquel jefe con mis armas a efecto de que me destinara, como lo hizo, en el puesto que ocupaban los dos cañones que tenía al frente de su casa.

En este estado de cosas, comprendieron la mayor parte de los europeos que se trataba de entregar la villa y esto bastó para que la abandonaran, retirándose a los buques en franquía en la madrugada del mismo aciago día en que dieron vela, y fue entregada con el dolor de los que nos quedamos en tierra a sufrir los abatímientos más viles y riesgos inevitables de perecer al golpe de la ensangrentada espada del carnívoro Hidalgo, que ha sacrificado la mayor parte de aquellas víctimas que se refugiaron en San Blas, como tan seguro asilo de su desgracia.

No dejó de ser parte muy eficaz de ella el que con tanta anticipación se hubiese puesto en guarda el ilustrísimo señor obispo de esta diócesis, que intimidado tanto como los que debían manejar la espada, se acogió a bordo del bergantín San Carlos, acaso en unos momentos en los que con su respetable carácter y oportunas persuasiones pudo evitar la rendición inoportuna de la plaza, que siempre hará sombra muy desagradable al honor de aquellos que de algún modo contribuyeron a que se verificara, ya por cobardía o ignorancia.

El resultado de la mía en esta materia podía ser causa de que no haya podido explicarme en ella con los conocimientos que el punto demanda; pero mi objeto no ha sido otro, ni lo será jamás, que el de obedecer las superiores órdenes de V. S., en el modo y términos que me lo permitan las circunstancias.

Dios, etc.

Guadalajara, 8 de febrero de 1811.

Vicente Garro.
Señor general del ejército de operaciones, D. Félix Calleja.

En la entrega del puente y arsenal de San Blas se nota una extraordinaria contraposición entre ]a astucia y habilidad de Mercado con la estupidez y barbarie del comandante español, D. José de Lavayen. Aquél le simuló una fuerza irresistible. y una resolución de atacarlo impetuosamente, que desde luego le impuso y acobardó. Por fortuna de Mercado, en San Blas existían Recacho, el oidor y otra porción de gachupines fugitivos y acobardados de los estragos que habían presenciado en las acciones de La Barca y Zacoalco; el pavor obró sus funestos efectos en esta vez, y contribuyó eficazmente, como indica Garro, el ejemplo de la fuga y embarque del obispo de Guadalajara, a quien convenía mejor hacerlo así que haber levantado una legión o cruzada de clérigos, como hemos referido otra vez. El comandante Lavayen, ciertamente, se manejó no como un militar, sino como un zote. ¿Capitular con un ejército que ni aun con la vista natural había visto, sin calcular su fuerza, sus armas, su disciplina? ¿Llevarse solamente del informe que le hizo un oficial que tenía interés en conservar una propiedad rústica y que temía se la destruyeran los americanos? ¡Vaya, que es la cosa más extravagante e indecente que pudiera ocurrir en los fastos militares de los españoles! ... Lavayen creyó que con sólo el informe del alférez Bocalán quedaba libre de toda responsabilidad, como lo indica en su oficio al cura Mercado, de 28 de febrero, en que le dice:

A un mismo tiempo he recibido las de usted, relativas a la rendición de esta villa. Esta, su arsenal y los buques son una propiedad del rey nuestro señor D. Fernando VII, y yo y cuantos le servimos estamos obligados a defender su causa repeliendo la fuerza con la fuerza. Ignoro por qué la nación mexicana está levantada en masa, como usted me dice. Convendrá instruirme de este punto por medio del oficial que lleva la comisión para acercarse a usted bajo las seguridades prometidas, y evitar, de este modo, toda efusión de sangre, poniendo mi honor a cubierto de ultrajes, así como el de los europeos acogidos bajo las banderas de nuestro soberan ...

No excitó menos la admiración el que habiéndose mandado por el Gobierno procesar a este comandante, pudiera con tales antecedentes y constancias salir absuelto, teniendo a su disposición para defensa del puerto cuanto pudiera imaginar. Cotéjese la conducta de Lavayen con la del comandante interino, D. Pedro Antonio Vélez, en defensa del castillo de Acapulco en el año de 1813. Después de haberse defendido cerca de cuatro meses con un valor y constancia heroicos, privado de los recursos del agua y leña que le venían de la isla Roqueta, enferma la poca guarnición que le había quedado, después de haber despreciado las ofertas generosas del general Morelos, no sólo para que se rindiese, sino para que aceptase empleo en su ejército, a pesar de esto, y de haber sido observado casi hasta en sus pensamientos por los gachupines que le rodeaban, Vélez es puesto en un consejo de guerra, se le retarda su despacho, y hasta después de su fallecimiento, apenas puede conseguir su viuda que se declare solamente buena y leal su conducta en la defensa y capitulación de Acapulco ... ¿Cuál es, pues, la razón de diferencia entre los procedimientos de ambos comandantes? Que Lavayen era español, yerno de D. Andrés Mendívil, administrador de Correos en México, personaje de grandes campanillas y amigo de la confianza de Calleja, y Vélez era un pobre americano de Villa de Córdoba, que no tenía más valimiento ni égida que lo protegiese que su mismo honor ... ¡Y luego se quejan los españoles de haber perdido las Américas, cuando en su gobierno desconocían la justicia!

Veamos ya los poderes que se otorgaron a D. Pascasio Letona para que marchase a los Estados Unidos a implorar socorros de aquel Gobierno. Tengo a la vista el poder que se le confirió al efecto, y es oportuna ocasión de transcribir a la letra esta primera pieza de desusada diplomacia mexicana. Los otorgantes son los generales y Audiencia de Guadalajara, como la corporación más respetable de aquel reino de Nueva Galicia. Dice así:

El servil yugo y tiránica sujeción en que han permanecido estos feraces Estados el dilatado espacio de cerca de tres siglos, el que la dominante España, poco cauta, haya soltado los diques a su desordenada codicia, adoptando sin rubor el cruel sistema de su perdición y nuestro exterminio en la devastación de aquélla y comprometimiento de éstos; el haber experimentado que el único objeto de su atención en el referido tiempo sólo se ha dirigido a su aprovechamiento y nuestra opresión, ha sido puntualmente el desconocido vehemente impulso, que desviando a sus habitantes del ejemplar, o mejor diríamos, delincuente y humillante sufrimiento en que yacían, se alarmaron, nos erigieron en jefes, y resolvimos a toda costa, o vivir en libertad de hombres, o morir tomando satisfacción de los insultos hechos a la nación.

El estado actual nos lisonjea de haber conseguido lo primero, cuando vemos conmovido y decidido para tan gloriosa empresa a nuestro dilatado continente. Alguna gavilla de europeos rebeldes y dispersos no bastará a variar nuestro sistema, ni a embarazarnos las disposiciones que puedan decir relación a las comodidades de nuestra nación. Por tanto, y teniendo entera confianza y satisfacción en vos, D. Pascasio Ortiz de Letona, nuestro mariscal de campo, plenipotenciario y embajador de nuestro cuerpo cerca del supremo Congreso de los Estados Unidos de América, hemos venido en elegiros y nombraros, como en virtud de la presente os elegimos y nombramos, dándoos todo nuestro poder y facultad en la más amplia forma que se requiere y sea necesaria, para que por Nos, y representando nuestras propias personas, y conforme a las instrucciones que os tenemos comunicadas, podáis tratar, ajustar y arreglar una alianza ofensiva y defensiva, tratados de comercio útil y lucrativo para ambas naciones y cuanto más convenga a nuestra mutua felicidad, accediendo y firmando cualesquiera artículos, pactos o convenciones conducentes a dicho fin; y Nos, nos obligamos y prometemos en fe, palabra y nombre de la nación, que estaremos y pasaremos por cuanto tratéis, ajustéis y firméis a nuestro nombre, y lo observaremos y cumpliremos inviolablemente, ratificándolo en especial forma, en fe de lo cual mandamos despachar la presente, firmada de nuestra mano y refrendada por el infrascrito nuestro consejero y primer secretario de Estado y del despacho.

Dada en nuestro palacio nacional de Guadalajara, a trece días del mes de diciembre de 1810 años.

Miguel Hidalgo, generalísimo de América.
Ignacio de Allende, capitán general de América.
José María Chico, ministro de Gracia y Justicia, presidente de esta N. A.
Lic. Ignacio Rayón, secretario de Estado y del despacho.
José Ignacio Ortiz de Salinas, oidor subdecano.
Lic. Pedro Alcántara de Avendaño, oidor de esta Audiencia Nacional.
Francisco Solórzano, oidor.
Lic. Ignacio Mestar, fiscal de la Audiencia Nacional.

Es copia del original que se halla a fojas 10 y 11 de la causa formada por el teniente de justicia de Molango, contra Pascasio Ortiz de Letona, la cual pasó a la Junta de Seguridad con superior decreto de hoy.

México, 2 de febrero de 1811.

La lectura de este documento no ha podido menos de excitar mi compasión hacia sus autores. ¡Pobres hombres -he dicho-, qué engañados vivían acerca de la política del Gobierno de los Estados Unidos! Ellos lo creían tan justo, tan sensible y filantrópico como un cándido filósofo creyó la inocencia primitiva de los pastores descrita en las Bucólicas de Virgilio y saliéndose al campo decidido a hacer vida pastoril los halló tan rústicos, tan groseros e insolentes que se tornó a su casa y detestó de los apriscos, madrigueras de la bellaquería campesina. El Gobierno de los Estados Unidos, no sólo se mantuvo espectador pasivo de nuestra lid terrible en los años posteriores, y cuando se nos hacía la guerra a muerte, sino que llegó a prohibir con graves penas que se nos auxiliase en ella vendiéndosenos las municiones como efecto de lícito comercio, aunque por muy altos precios. No tuvo igual concepto de aquel gobierno Calleja; parecía que se había criado en él, según entendía su egoísmo, como después veremos.

Este general se había propuesto atacar al ejército americano donde lo encontrase, pero contando siempre con el oportuno auxilio y cooperación de Cruz, a quien había puesto un itinerario exactísimo para que se encontrasen ambas divisiones en el puente de Guadalajara. Este plan no pudo verificarse por el choque que tuvo en Urepetiro con la fuerza que mandaba D. Ruperto Mier en aquel puerto, cerca de Villa de Zamora; así es que ya Calleja se vió empeñado en obrar con sólo su ejército, instruído de la formidable posición que iba a tomar Hidalgo, e interceptado un correo que éste enviaba al cuerpo de descubierta que mandaba el torero Marroquín, y por el que supo que los americanos venían a encontrarlo. Calleja se decidió a aventurar el golpe, no por las disposiciones favorables que, como dice, halló en sus soldados, sino porque a proporción que avanzaba y éstos tomaban noticia de la fuerza de los americanos, se le desertaban a centenares todas las noches, principalmente los que sacó de San Luis Potosí.

Con relación a esta gran batalla, sólo me limitaré a referir algunas circunstancias que me fijan más y más en el concepto que otra vez he indicado, a saber: que esta batalla estuvo ganada por los americanos, a quienes desamparó la fortuna por un acontecimiento imprevisto, cual fue el incendio de un repuesto de pólvora que los aterrorizó y puso en confusión, y después en fuga, abandonando el campo a sus enemigos. Calleja mismo me ministra un documento en su correspondencia al virrey, que extraño cómo haya podido conservarse en los legajos y no lo extrajeran los enemigos de nuestras glorias, con otros que asimismo presentaré.

Reservado. Exmo. Sr.:

En mis oficios de ayer y hoy doy cuenta a V. E. de la acción que sostuvieron las tropas de este ejército contra el de los insurgentes, y hago de ellas todo el elogio que merecen, atendido el feliz resultado de la acción, llevando por principio hacer formar a ellas mismas y a todo el ejército una idea tan alta de su valor y disciplina, que no les quede esperanza a nuestros enemigos de lograr jamás ventajas sobre un ejército tan valiente y aguerrido; pero debiendo hablar a V. E. con la ingenuidad inseparable de mi carácter, no puedo menos de manifestarle que estas tropas se componen en lo general de gente bisoña, poco o nada imbuída en los principios del honor y entusiasmo militar, y que sólo en fuerza de la impericia, cobardía y desorden de los rebeldes, ha podido presentarse en batalla del modo que lo ha hecho en las acciones anteriores, confiada siempre en que era poco o nada lo que arriesgaba; pero ahora que el enemigo, con mayores fuerzas y más experiencia, ha opuesto mayor resistencia, la he visto titubear y a muchos cuerpos emprender una fuga precipitada, que habría comprometido el honor de las armas si no hubiese yo ocurrido con tanta prontitud al paraje en que se había introducido el desaliento y desorden.

Para reanimar su valor y darle algún entusiasmo, juzgo de necesidad, en obsequio del servicio del soberano y de la patria, que V. E. se sirva acordar desde luego a la tropa y oficiales algún premio o distinción que les haga olvidar los riesgos a que se exponen, y apreciar su suerte, contrastando de este modo la perniciosa idea que procuran inspirarles por todas partes los sediciosos, ya en conversaciones, ya en proclamas, de que exponen sus vidas sin necesidad ni utilidad, en beneficio de un gobierno que no les dispensa premio ni ventaja alguna, al paso que serían todas suyas ni se convirtiesen en favor del que procuran establecer sobre la ruina del legítimo. V. E., con su sabiduría y prudencia, sabrá hacer de estas noticias el uso conveniente.

Con este motivo, no debo omitir manifestar a V. E. que el resultado de la acción de ayer sobre el puente de Calderón habría sido más feliz si el señor conde de la Cadena, llevado de su ardiente espíritu, no se hubiese apartado del plan que me propuse y le fijé, reducido a que atacando por la izquierda con una división que puse a sus órdenes, aguardase mi movimiento por la derecha para caer a un tiempo con todas las fuerzas sobre el enemigo, que se hallaba situado con considerable artillería en un lomerío tendido que le daba mucha superioridad; pero su celo y ansia de batirse lo precipitó a empeñar la acción antes de tiempo, de que resultó que rechazada con pérdida por dos veces, empezasen a vacilar los cuerpos, y muchos a retroceder en desorden hasta que mi presencia y disposiciones volvieron la confianza y restablecieron el orden. Llevó aquel jefe su entusiasmo hasta el grado de que tomada la gran batería del enemigo, y puesto en fuga, se separó por sí solo siguiendo su alcance, en que pereció desgraciadamente, acibarando la satisfacción que debía haberme producido una victoria tan completa.

Dios, etc.

Campo de Zapotlanejo, enero 18 de 1811.

Félix Calleja. Exmo. Sr. Virrey de N. E.

En 30 de enero dijo el virrey que el conocimiento que le había dado la acción ya referida del valor de los oficiales, y con especialidad de los jefes, le había obligado a disponer que el coronel de dragones de San Carlos, D. Ramón Cevallos, permaneciera en Guadalajara a pretexto de cuidar de los enfermos que quedaban en el hospital, y disponer su envío y el de los enseres, caballada y demás que se ofrezcan ..., pero en realidad por la poca opinión que obligó a formar de su espíritu la conducta que observó el frente de los enemigos el día 17 ..., siendo causa de que su regimiento retrocediese por dos veces, y empezase a huir siguiendo el ejemplo de su coronel y poniendo en desorden a los demás. Confirióse el mando a D. Miguel del Campo, siendo de notar que en Cevallos concurrían tres circunstancias obstativas para castigarlo: primera, ser gachupín; segunda, ser rico, y tercera, ser compadre de Calleja y muy su amigo. ¡Cuán escandalosa no sería la fuga, pues a pesar de ellas, se le separó del cuerpo!

Venegas respondió a la primera de Calleja en los términos que copio:

Reservado.

Por la nota reservada de V. S. quedo enterado de lo ocurrido en la acción del puente de Calderón con las tropas de ese ejército, que no me coge de nuevo, pues tenía formada la misma idea, supuesto que hubiese más resistencia de la experimentada en las acciones anteriores. Es cosa general y constante en todas las tropas que no tienen práctica de la guerra ni están organizadas con perfección.

Las reflexiones que V. S. me hace, dirigidas a consolidar la felicidad y firmeza, son muy exactas, y estamos perfectamente acordes en que el premio puede ser un medio de llenar aquel importantísimo objeto.

Debo hablar a V. S. con la franqueza que me dictan sus prendas y su talento, cuyas calidades miro como auxiliares del acierto a que aspiro.

Nunca he dejado de pensar en contribuir eficazmente a que se premien todos los individuos que hayan contraído mérito en la actual guerra dirigida a reprimir la rebelión.

Desde el primer instante propuse al Gobierno supremo se me facultase para conceder gracias, persuadido de la utilidad de la prontitud. No ha habido tiempo para que se me conteste, y podría suceder no reciba yo la resolución hasta fines de febrero o principios de marzo. Se ha mudado la Regencia después de mi venida, con cuyos vocales podía calcular el grado de aprobación esperable de mis propuestas. Ignoro cómo pensarán los señores que los han reemplazado, aunque indudablemente éstos, como los otros, están poseídos de un ardiente amor del bien de la patria, y no pueden disentir de los medios que conducen a aquel bien; pero presento a usia estas confidenciales observaciones para que sepa el motivo porque hasta ahora no me he determinado a obrar por mí.

Supongamos que las consideraciones actuales me determinan a hacer gracias o promoción provisional impetrando la confirmación del supremo Gobierno; V. S. sabe que el agraciar es fructuoso, hecho con equidad, y perjudicial cuando se hace sin ella. En este supuesto, y en el de que V. S. está enterado como yo de la situación del reino, así en existencias metálicas como en la conveniencia de que se premie al que ha obrado verdaderamente bien, y que no se envilezcan las gracias concediéndolas al que no las merece, y sobre todo, que se debe tener presente el delicadísimo punto de hacer quejosos que suelen después encubrir su mal modo de obrar alegando agravios, cuyo peligro únicamente puede evitarse hasta cierto grado con una exactitud matemática en la distribución equitativa de aquéllos.

Estoy completamente persuadido del eficaz celo y amor de la patria que animan a V. S., y me lisonjeo de que tampoco le queda duda de la imparcialidad de que estoy poseído, y de que nada deseo más que la justicia y los medios de contribuir a la felicidad de nuestro soberano y de la patria. De consiguiente, creyendo haber puesto en claro mis verdaderas intenciones, si estuviésemos, como lo creo, conformes de opinión, y V. S. creyese, atendidas las circunstancias, que debo resolverme a tomar por mí la determinación de hacer algunas gracias, propóngame V. S. las que le parezcan puedan conspirar al fin que nos anima.

Conozco, como V. S. me informa, que la acción del puente de Calderón pudiera haber sido más decisiva si el desgraciado conde de la Cadena no hubiese llevado su ardor a tanto extremo, así en el primer ataque como en la persecución que hizo al enemigo en que sucedió la muerte. También hubiera contribuído a la total derrota la concurrencia del brigadier Cruz, que se detuvo en Valladolid por el empeño no necesario de saber el movimiento de V. S., desde Lagos; pero ya no tienen remedio una cosa ni otra, y es preciso mirar sólo a lo porvenir.

RESPUESTA A LA CARTA

Reservado.

Me he enterado de la carta reservada de V. S., del día 24, y en contestación a ella voy a hablarle castellanamente con toda la franqueza de mi carácter, a la que da lugar la que V. E. se sirve manifestarme, y de la que usaré con el debido aprecio.

Este vasto reino pesa demasiado sobre una metrópoli cuya subsistencia vacila; sus naturales, y aun los mismos europeos, están convencidos de las ventajas que les resultarían de un gobierno independiente, y si la insurrección absurda de Hidalgo se hubiera apoyado sobre esta base, me parece, según observo, que hubiera sufrido muy poca oposición.

Nadie ignora que la falta de numerario la ocasiona la península, que la escasez y alto precio de los efectos es un resultado preciso de especulaciones mercantiles que pasan por muchas manos, y que los premios y recompensas que tanto escasean en la colonia se prodigan en la metrópoli.

En este estado, si no se acude prontamente al remedio, puede ya no tenerse; y contrayéndome al ejército, me parece de absoluta necesidad que por ahora se le distinga con un escudo que en su orla exprese sucintamente las tres acciones que han libertado a la América, exceptuando de esta gracia únicamente al jefe, oficial o soldado que notoriamente se haya conducido mal, y colocándole al lado izquierdo del pecho.

Esta distinción, que no tiene el inconveniente que los grados, que nada cuesta y que a nadie perjudica, les hará conocer a lo menos que V. E. mira con aprecio sus servicios y que se dispone a premiarlos oportunamente, y el soldado que no querrá perder esta distinción, seguirá constantemente sus banderas.

En otro país, las ciudades mismas habrían manifestado de algún modo la gratitud en que deben estar a este ejército que les ha libertado, pero en éste, compuesto en la mayor parte de europeos egoístas y codiciosos, han mirado con suma indiferencia los servicios que le ha hecho; indiferencia que conoce, y de que se resiente este ejército de buenos criollos.

Es menester acudir al remedio y sofocar las quejas en su origen; y ya que haya dificultad en acordar premios y recompensas efectivas y útiles, no la haya a lo menos en conceder distinciones de pura imaginación. Un laurel en la antigua Roma le produjo más victorias que hojas pendían de sus ramas. El ejército es el único apoyo con que contamos, y él es únicamente el que nos ha de salvar; los pueblos no entran sino por la fuerza en sus deberes.

Esta es mi opinión, fundada en la observación de objetos y personas que me rodean, ya del ejército, ya de los pueblos; pero V. E., con más conocimientos, resolverá lo que más convenga.

Dios, etc.

Guadalajara, enero 29 de 1811.

Félix Calleja.

P. D.- Las últimas noticias me confirman en la necesidad de acordar premios que mantengan en aliento este ejército.

Esta serie de contestaciones literales que he presentado a mis lectores, pueden hacerles entender ciertas verdades que hasta ahora no se habían creído, a saber: que sólo la ignorancia de los principios militares, y de consiguiente de los peligros de la guerra, pudo precipitar al ejército de Calleja a que atacase unas posiciones formidables, cuales ocupaban los americanos; que el triunfo fue de éstos aunque malogrado, pues no se supieron aprovechar de él; que en brevísimos tiempos adquirieron los conocimientos necesarios de la milicia para hacerse superiores a sus enemigos y vencerlos algún día; que sus esfuerzos en inventar armas ofensivas que supliesen la falta de las de fuego, y sobre todo, la traslación a brazo de la gran batería traída sin máquinas a la distancia de cien leguas, por voladeros intransitables, será una acción loada de las generaciones venideras; finalmente, por el brevísimo espacio de tiempo en que se ejecutó, tal vez parecerá increíble. Resulta, asimismo, que tanto Calleja como Venegas discurrieron como profundos políticos en cuanto a la distribución de premios; uno y otro jefe los apreciaban en sus verdaderos quilates, conocían su necesidad y palpaban las tristes consecuencias que produciría el prodigarlos ... Rem copia, vilem fecit (decía Séneca). Así nos lo mostraron los resultados. Cuando Calleja regresó de Zitácuaro a México, en que se hicieron promociones, hubo quejosos; muchos oficiales se retiraron del ejército, y esto influyó en gran parte para que comenzara a desaparecer el gran prestigio a favor de la causa de los realistas ... Pero, sobre todo, admirará al que leyese detenidamente la correspondencia dicha, que Calleja estuviese convencido de la necesidad de la independencia de esta América, y de las razones de conveniencia y justicia que han sido los argumentos Aquiles del célebre Pradt, y de otros que han formado su apología; y que al mismo tiempo, contradiciéndose torpemente en sus mismos principios, nos hubiese hecho una guerra crudelísima y a muerte. ¿Y por qué? Por la conducta bárbara observada en los primeros días del alzamiento por sus principales caudillos. Desengañémonos, la invasión de las propiedades de los europeos, sus asesinatos en las barrancas de Guadalajara y Batea de Valladolid a sangre fría y en la obscuridad de la noche, jamás, jamás se justificarán sino por el aventurado derecho de represalia, pero usado en términos que permite la justicia y la política de las gentes. ¿Y que a vista de estos ejemplares y de que por una conducta tan criminal se prolongó la insurrección por el largo espacio de once años en que más o menos, con mayor o menor fervor no cesó de derramarse la sangre de doscientas mil víctimas, haya todavía quien alarme a los pueblos, los azuce como a furiosos lebreles para que se lancen sobre los conejos, para arrojar a los restos de europeos que han quedado a merced de las garantías prometidas y que sin previo examen jurídico de los que son delincuentes se les extermine y persiga, haciéndolos abandonar sus familias y sus bienes, o exponiéndolos a perder una y otras? ... Es cosa que no puede alcanzar el entendimiento humano, ni sé cómo quepa ...; pero cabe, no en hombres prudentes, ni el ánimo de la parte sana de la nación mexicana, sino de una facción de perversos que han creído que a merced de estos destrozos podían formar su fortuna ..., fortuna de que no los han hecho dignos sus virtudes, porque nunca las han tenido. Compatriotas, permitidme que en los momentos mismos en que os veo agitados, y que este gran negocio ocupa la atención de las cámaras, cuando miro con dolor asediados los congresos de los Estados por chusmas de hombres a quienes ha conmovido la ronca y fatal voz de las logias, salida como de los sepulcros, en medio de las tinieblas y espectros pavorosos, os conjure por la inocente sangre de vuestros compatriotas derramada en las batallas y en los suplicios por compraros la libertad que ahora gozáis, que leáis en estas páginas los tristes resultados del desorden; éste, y no otro objeto, mueve mi pluma para presentaros cuadros tan horribles; disimuladme os ruego por lo que os amo, si me excediese y os causare algún hastío. La historia se escribe para que arreglen los pueblos su conducta, y las lecciones de la experiencia les sirva de regla para ajustar a la razón las operaciones de lo presente. La de nuestra pasada revolución está escrita con sangre, pero que aún humea; temamos mucho que la relación de nuestras locuras se escriba para las edades venideras con la sangre que derramen los que hoy las hacen ...

Mis lectores, a vista de la última carta de Calleja al virrey, entenderán que se hallaba predispuesto para hacer la independencia, y no extrañarán llegue día en que a este jefe por sí mismo lo vean dar algunos pasos para realizar la libertad de esta América que después efectuó Iturbide; proyecto que Calleja habría verificado a no habérsele nombrado virrey de México, y cuyo compromiso le hizo mudar de este plan. Este jefe pertenecía al número de los que no son tiranos mientras no les dan parte en la tiranía. Convencido Venegas con las reflexiones indicadas, mandó grabar en la casa del valenciano D. Vicente Felpeyto más de seis mil escudos para soldados y trescientos para oficiales, que se remitieron luego al ejército. Eran una cascarilla de cobre plateado en que se veían dos leones sosteniendo una lápida o tarjeta, y en la que estaba escrito en abreviatura el odioso nombre de Fernando VII, y arriba por orla se leía esta inscripción: Venció en Aculco, Guanajuato y Calderón.

He aquí con lo que se engalanaban aquellos menguados parricidas, como pudiera un gran maestre de la orden de San Juan o algún general con el cordón de la Legión de Honor de Napoleón. He aquí por lo que se batían como leones y derramaban sin tasa la sangre de sus hermanos ... ¡ Miserables!

A más de esto, prodigó Calleja caprichosamente varios titulajos. A un gallego alto, flaco, narigón, que era la viva imagen de Don Quijote, en cuerpo, en pensamientos y obras, y tanto, que pudo ser el tipo del ideal de Cervantes, lo hizo ..., ¡qué horror!, primer granadero del ejército del centro. Jamás se desnudaba este autómata, dormía con botas y espuelas y siempre estaba a punto de combatir con endriagos y demonios. Dícenme que era de Colima, y que poseyendo algún caudal, todo lo entregó para que Calleja armase soldados. Unémonos, por Dios, decía un día (en una gran zambra de gachupines), unémonos y venceremos; querría decir unámonos, y decía verdad, porque si nos desunimos, nos perdemos. Parece cosa extraña que entre sus paisanos encontrase este hombre tamaña resistencia para hacer lo que tanto les convenía, pero esta verdad importante nos la prueba el mismo Calleja en la siguiente exposición que copio a la letra:

Excmo. Sr. (dice al virrey):

Todos los días se me han presentado ocasiones para hablar a V. E. del poco interés, falta de patriotismo y criminal indiferencia que han manifestado en esta guerra los europeos, a quienes tantas causas debían reunir y congregar para tomar a su cargo la defensa del reino con todo el ardor y empeño que pedían las circunstancias y el peligro que corren de no hacerlo; pero otras tantas me lo han impedido mis ocupaciones.

¿No debe causar la mayor admiración que, siendo ésta una guerra cuya divisa es el exterminio de los europeos, se hayan mantenido éstos en la inacción a la vista del peligro, huyendo cobardemente en vez de reunirse, tratando sólo de sus intereses, y se mantengan ahora pacíficos espectadores de una lucha en que les toca la mayor parte, dejando que los americanos, esta porción noble y generosa que con tanta fidelidad ha abrazado la buena causa, tome a su cargo la defensa de sus vidas, propiedades e intereses? Se hace increíble que en una guerra de esta especie no hayan hecho todo género de sacrificios por combatir a su buen éxito, y que no exista ya ni aun forma de un cuerpo de europeos capaz de pacificar por sí solo (4)el reino, y de restablecer el orden, cuya fuerza nos daría al propio tiempo mayor seguridad de las tropas del reino (5).

Este perjudicial egoísmo cunde por todas partes; él ha llevado las cosas hasta el extremo que hoy se ven, y él podría conducirlas a su última ruina, si no se aplica el pronto remedio que piden imperiosamente las circunstancias, y que, en mi concepto, sería el de obligar a todos los europeos indistintamente hasta la edad de sesenta años a que tomasen las armas y se organizasen en cuerpos, que de concierto con los del país, partiesen con ellos los trabajos y los azares de la guerra.

Tan general es este modo de pensar, que aun los pocos que se han prestado a servir en el día, exigen toda clase de miramientos y distinciones contra la disciplina militar; creen que hacen mucho favor en alistarse y espían el primer momento que les parece favorable para retirarse a sus casas. En comprobación de esta verdad, acompaño a V. E. copia de la representación que me ha hecho la compañía de voluntarios europeos de Celaya que sirve en este ejército. La he decretado en los términos que verá V. E. y he creído oportuno darle cuenta de todo, para su superior conocimiento y oportunas deliberaciones.

Dios, etc.

Guadalajara, 28 de enero de 1811.

Venegas conoció la justicia de este reclamo, y también se quejó de lo, mismo, añadiendo que las partidas de guerrilla levantadas en México al mando del capitán Bringas habían causado tales desórdenes, que fue necesario disolverlas; eran unos hombres inmorales que cebaron su saña en los infelices inermes pueblos y pasajeros. Muestra de esta tela fue el asesino Concha, que perteneció a aquella corporación de caníbales. Incendió la villa del Carbón y otros seis pueblos de aquella comarca. Los gachupines estaban en la muy antigua posesión de que los defendieran los americanos desde que llegó Hernán Cortés. Cien mil indios tlaxcaltecas, zempoalas y texcocanos hicieron de zapadores que arruinaron la antigua hermosa México Tenochtitlán casi hasta los cimientos; estas eran las consecuencias del sistema colonial. Hoy se mantienen los ingleses en la India y ejercen su dominación sobre treinta millones de esclavos, apoyando sus fuerzas con los cipayos. Si los americanos se hubieran decidido a dejar a los gachupines que se defendieran por sí mismos, porque contra su dominación era la guerra, ésta se habría concluído con sólo el grito pavoroso de Dolores; tomemos esta lección y aprovechémosla, por lo que pueda suceder en lo futuro. No nos adormezcamos, pero tampoco temamos nimiamente de unos hombres que se mostraron apáticos para defenderse, aun cuando estaba el Gobierno de su parte. Sea nuestro deber defendernos de invasiones exteriores, y defender la Constitución y las leyes, y alístense entre nuestras filas todos los que vivan bajo su protección, haciendo causa común con nosotros.




Notas

(1) La Ley de Indias (56, tít. 12, lib. 1°) manda que si la necesidad obligare ... a que el estado eclesiástico tome armas para defensa de la ciudad, lo haga con traje modesto y decente a sus personas y dignidad, de suerte que excusen toda nota en los trajes y proceder y den el ejemplo que deben en todo. ¿Y fue justa y decente esta mojiganga? ¿Lo fue que Calleja entrase en Guanajuato, precedido de frailes con sus charreteras, sombreros montados con grandes plumas, pistolas, sable y carabina? ¿Lo fue que F. Juan Herrera, guardián de Tlaxcala, saliese a cazar indios inermes como conejos, y que volviese en tono de triunfo, trayendo sus orejas por escarapela de su sombrero? ¿Que el padre chicharronero friese a un hombre en una paila como si fuese un cochino? ¿Que el que confesó al capitán Buembrazo en Tecamachalco revelase su confesión y la de sus compañeros y dijese públicamente: Este merece la muerte por insurgente y este y ese otro porque han estado amancebados tantos años, etc.?

(2) Guadalajara guardó el mayor silencio en los días en que fue dominada y sojuzgada por D. José de la Cruz. Nadie vió meditar nada contra este tirano; sus corporaciones principales enmudecieron delante de él, como toda la tierra delante de Alejandro de Macedonia, según la expresión de la Santa Escritura; tributáronsele los mayores respetos, acompañados de elogios sin tamaño. La mano del editor del Despertador, publicado en los días de la entrada de Hidalgo, y que canonizó la revolución, fue la misma que publicaron El Telégrafo y otros papeles a que nos remitimos, en que están reputadas por buenas las acciones más absurdas e inmorales.

(3) Condújolo D. Rafael Maldonado.

(4) Engañóse Calleja; catorce mil vinieron después de que escribió esto, y no bastaron para conseguirlo; varias veces lo derrotamos en campaña.

(5) Con esta desconfianza les pagaba Calleja sus servicios.

Índice de Hidalgo, las primeras siete cartas del Cuadro histórico de la revolución mexicana de Carlos Ma. de BustamanteCarta quinta (Primera parte)Carta sexta (Primera parte)Biblioteca Virtual Antorcha