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Capítulo LXXXVI

CÓMO EL CAPITÁN HERNANDO CORTÉS ENVIÓ A CASTILLA A SU MAJESTAD OCHENTA MIL PESOS EN ORO Y PLATA, Y ENVIÓ UN TIRO QUE ERA UNA CULEBRINA MUY RICAMENTE LABRADA DE MUCHAS FIGURAS, Y EN TODA ELLA, Y EN LA MAYOR PARTE, ERA DE ORO BAJO REVUELTO CON PLATA DE MICHOACÁN, QUE POR NOMBRE SE DECIA EL FENIX, Y TAMBIÉN ENVIÓ A SU PADRE, MARTIN CORTÉS, SOBRE CINCO MIL PESOS DE ORO. Y DE OTRAS COSAS QUE SOBRE ELLO AVINO ADELANTE DIRÉ

Después como Cortés había recogido y allegado obra de ochenta mil pesos de oro, y la culebrina que se decía El Fénix era ya acabada de forjar, y salió muy extremada pieza para presentar a un tan alto emperador como era nuestro césar, y decía en un letrero que tenía escrito en la misma culebrina: Aquesta ave nació sin par; yo en serviros, sin segundo, y vos, sin igual en el mundo, todo lo envió a Su Majestad con un hidalgo natural de Toro, que se decía Diego de Soto, y no me acuerdo bien si fue en aquella sazón un Juan de Ribera, que era tuerto de un ojo, que tenía una nube, que había sido secretario de Cortés; a lo que yo sentí de Ribera, era una mala herbeta, porque cuando jugaba a naipes y a dados no me parecía que jugaba bien, y además de esto tenía muchos males reveses, y esto digo porque llegado a Castilla se alzó con los pesas de oro que le dió Cortés para su padre, Martín Cortés, y porque se lo pidió Martín Cortés, y por ser Ribera de suyo mal inclinado, no mirando a los bienes que Cortés le había hecho siendo un pobre hombre, en lugar de decir verdad y bien de su amo, dijo tantos males, y por tal manera los razonaba, que como tenía gran retórica y había sido su secretario del mismo Cortés, le daban crédito, especial el obispo de Burgos; y como Narváez, por mí muchas veces memorado, y Cristóbal de Tapia, y los procuradores de Diego Velázquez, y otros que les ayudaban, y había acaecido en aquella sazón la muerte de Francisco de Garay, todos juntos tornaron a dar muchas quejas de Cortés ante Su Majestad, y tantas y de tal manera, y que fueron parciales los jueces que puso Su Majestad, por dádivas que Cortés les envió para aquel efecto, que otra vez estaba revuelta la cosa, y Cortés tan desfavorecido, que si no fuera por el duque de Béjar, que le favoreció y quedó por su fiador, que le mandase Su Majestad tomar residencia y que no le hallarían culpado; y esto hizo el duque porque ya tenía tratado casamiento a Cortés con una señora sobrina suya, que se decía doña Juana de Zúñiga, hija del conde de Aguilar, don Carlos de Arellano, y hermano de unos caballeros y privados del emperador; y como en aquella sazón llegaron los ochenta mil pesos de oro y las cartas de Cortés dando en ellas muchas gracias y ofrecimientos a Su Majestad por las grandes mercedes que le había hecho en darle la gobernación de México, y haber sido servido mandarle favorecer con justicia en la sentencia que dió a su favor, cuando la junta que mandó hacer de los caballeros de su Real Consejo y Cámara, ya otras veces por mí memorados; y en fin de más razones, todo lo que estaba dicho contra Cortés se tornó a sosegar con que le fuese a tomar residencia, y por entonces no se habló más de ello.

Dejemos esto y digamos en qué paró el pleito de Martín Cortés con Ribera sobre los tantos mil pesos que enviaba Cortés a su padre, y es que andando en el pleito pasando Ribera por la villa del Cadahalso, comió o almorzó unos torreznos, y así como los comió, murió súbitamente y sin confesión. Perdónele Dios, amén.

Dejemos lo acaecido en Castilla y volvamos a decir de la Nueva España cómo Cortés estaba siempre entendiendo en la ciudad de México que fuese muy poblada de los naturales mexicanos como de antes estaban, y les dió franqueza y libertades que no pagasen tributo a Su Majestad hasta que tuviesen hechas sus casas y aderezadas las calzadas y puentes, y todos los edificios y caños por donde solía venir el agua de Chapultepec para entrar en México, y en la poblazón de los españoles tuviese hechos iglesias y hospitales y atarazanas, y otras cosas que convenían.

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