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Capítulo LXVIII

DE LA GRAN SED QUE TUVIMOS EN ESTE CAMINO, Y DEL PELIGRO EN QUE NOS VIMOS EN XOCHIMILCO CON MUCHAS BATALLAS Y REENCUENTROS QUE CON LOS MEXICANOS Y CON LOS NATURALES DE AQUELLA CIUDAD TUVIMOS, Y DE OTROS MUCHOS REENCUENTROS DE GUERRAS QUE HASTA VOLVER A TEZCUCO NOS ACAECIERON

Pues como caminamos para Xochimilco, que es una gran ciudad, y toda la más de ella están fundadas las casas en la laguna de agua dulce, y estará de México obra de dos leguas y media, pues yendo por nuestro camino con gran concierto y ordenanza, como lo teníamos de costumbre, fuimos por unos pinares y no había agua en todo el camino; y como íbamos con nuestras armas a cuestas y era ya tarde y hacía gran sol, aquejábanos mucho la sed y no sabíamos si había agua adelante, y habíamos andado dos o tres leguas, ni tampoco teníamos certinidad qué tanto estaba de allí un pozo que nos decían que había en el camino. Y como Cortés así vió todo nuestro ejército cansado, y los amigos tlaxcaltecas se desmayaron y se murió uno de ellos de sed, y un soldado de los nuestros, que era viejo y estaba doliente, me parece que también se murió de sed, acordó Cortés de parar a la sombra y cava de unos pinares, y mandó a seis de a caballo que fuesen adelante camino de Xochimilco y que viesen qué tanto de allí había poblazón o estancias, o el pozo que tuvimos noticia que estaba cerca, para ir a dormir a él. Y cuando fueron los de (a) caballo, que eran Cristóbal de Olid y un Valdenebro y Pedro González de Trujillo, y otros muy esforzados varones, acordé yo de apartarme en parte que no me viese Cortés ni los de caballo con tres naborias míos tlaxcaltecas, bien esforzados y sueltos, y fuí en pos de ellos hasta que me vieron ir tras ellos y me aguardaron para hacerme volver, no hubiese algún rebato de guerreros mexicanos donde no me pudiese valer. Yo todavía porfié a ir con ellos, y Cristóbal de Olid; como era yo su amigo, dijo que fuese y que aparejase los puños a pelear y los pies a ponerme en salvo si había reencuentros de mexicanos. Y era tanta la sed que tenía, que aventuraba mi vida por hartarme de agua. Y pasando obra de media legua adelante había muchas estancias y caserías de los de Xochimilco, en unas laderas de unas serrezuelas. Entonces los de a caballo se apartan para buscar agua en las casas; y la hallaron, y se hartaron de ella, y uno de mis tlaxcaltecas me sacó de una casa un gran cántaro, que así los hay grandes cántaros en aquella tierra, de agua muy fria de que me harté yo y ellos; y entonces acordé desde allí de volverme donde estaba Cortés reposando, porque los moradores de aquellas estancias ya comenzaban a apellidar y nos daban gritos y silbos; y traje el cántaro lleno de agua con los tlaxcaltecas, y hallé a Cortés que comenzaba a caminar con su ejército.

Quiero ahora decir que están muchas ciudades las unas de las otras, cerca de la gran ciudad de México, obra de dos leguas, porque Xochimilco y Coyoacán y Húichilubusco e Iztapalapa y Cuedlavaca y Mezquique y otros tres o cuatro pueblos que están poblados los más de ellos en el agua, que están a legua y media o dos leguas los unos de los otros, y de todos ellos se habían juntado allí en Xochimilco muchos indios guerreros contra nosotros. Pues volvamos a decir que como llegamos (a) aquel gran pueblo y estaba despoblado y está en tierra llana, acordamos de reposar aquel día y otro porque se curasen los heridos y hacer saetas, porque bien entendido teníamos que habíamos de haber más batallas antes de volver a nuestro real, que era en Tezcuco. Y otro día muy de mañana comenzamos a caminar, con el mismo concierto que solíamos llevar, camino de Tacuba, que está de donde salimos obra de dos leguas; y en el camino salieron en tres partes muchos escuadrones de guerreros, y, todas tres las resistimos; y los de a caballo los seguían por tierra llana hasta que se acogían a los esteros y acequias.

Y yendo por nuestro camino de la manera que he dicho, apartóse Cortés con diez de a caballo a echar una celada a los mexicanos que salían de aquellos esteros y salían a dar guerra a los nuestros y llevó consigo cuatro mozos de espuelas, y los mexicanos hacian que iban huyendo, y Cortés con los de a caballo y críados siguiéndoles; y cuando miró por sí, estaba una gran capitanía de contrarios puestos en celada y dan en Cortés y en los de a caballo, que les hirieron los caballos, y si no dieron vuelta de presto, allí quedaran muertos o presos, por manera que apañaron los mexicanos dos de los soldados mozos de espuelas de Cortés, de los cuatro que llevaba, y vivos les llevaron a Guatemuz y los sacrificaron. Dejemos de hablar de este desmán y digamos cómo ya habíamos llegado a Tacuba con nuestras banderas tendidas, con todo nuestro ejército y fardaje, y todos los demás de a caballo habían llegado, y también Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid, y Cortés no venía con los diez de a caballo que llevó en su compañía, tuvimos mala sospecha no le hubiese acaecido algún desmán; y luego fuimos con Pedro de Alvarado y Cristóbal de Olid en su busca, con otros de a caballo, hacia los esteros adonde le vimos apartar, y en aquel instante vinieron los otros dos mozos de espuelas que habían ido con Cortés, que se escaparon, que se decían el uno Monroy y el otro Tomás de Rijoles, y dijeron todo lo por mí memorado, y que ellos por ser ligeros se escaparon; y que Cortés y los demás que se venían poco a poco, porque traen los caballos heridos. Y estando en esto viene Cortés, con lo cual nos alegramos, puesto que él venía muy triste y como lloroso. Llamábanse los mozos de espuelas que llevaron a México a sacrificar, el uno Francisco Martín Vendaval, y este nombre de Vendaval se le puso por ser algo loco, y el otro se decía Pedro Gallego.

Pues como allí llegó a Tacuba llovía mucho, y reparamos cerca de dos horas en unos grandes patios, y Cortés con otros capitanes y el tesorero Alderete, que venía malo, y el fraile Molgarejo y otros muchos soldados subimos en (el) alto de aquel pueblo, que desde él se señoreaba muy bien la ciudad de México, que está muy cerca, y toda la laguna y las más ciudades por mí memoradas, que están pobladas en el agua. Y después que el fraile y el tesorero Alderete vieron tantas ciudades y tan grandes, y todas asentadas en el agua, estaban admirados; pues desde que vieron la gran ciudad de México y la laguna y tanta multitud de canoas, que unas iban cargadas con bastimentos y otras andaban a pescar, y otras vacías, mucho más se espantaron y dijeron que nuestra venida en esta Nueva España que no era cosa de hombres humanos, sino que la gran misericordia de Dios es que nos tenía y amparaba, y que otras veces han dicho que no se acuerdan haber leido en ninguna escritura que hayan hecho ningunos vasallos tan grandes servicios a su rey como son los nuestros, y que ahora lo dicen muy mejor, y que de ello harían relación a Su Majestad. Dejemos de otras muchas pláticas que allí pasaron, y cómo consolaba el fraile a Cortés por la pérdida de sus mozos de espuelas, que estaba muy triste por ellos, y digamos cómo Cortés y todos nosotros estábamos mirando desde Tacuba el gran de Uichilobos y el Tatelulco y los aposentos donde solíamos estar, y mirábamos toda la ciudad y las puentes y calzadas por donde salimos huyendo; y en este instante suspiró Cortés con una muy gran tristeza, muy mayor que la que antes traía, por los hombres que le mataron antes que en el alto subiese, y desde entonces dijeron un cantar o romance:

En Tacuba está Cortés
con su escuadrón esforzado,
triste estaba y muy penoso,
triste y con gran cuidado,
una mano en la mejilla
y la otra en el costado, etc.

Acuérdome que entonces le dijo un soldado que se decía el bachiller Alonso Pérez, que después de ganada la Nueva España fue fiscal y vecino en México: Señor capitán: no esté vuesa merced tan triste, que en las guerras estas cosas suelen acaecer, y no se dirá por vuesa merced:

Mira Nerón de Tarpeya
a Roma cómo se ardía ...

Y Cortés le dijo que ya veía cuántas veces había enviado a México a rogarles con la paz; y que la tristeza no la tenía por sola una cosa, sino en pensar en los grandes trabajos en que nos habíamos de ver hasta tornarla a señorear, y que con la ayuda de Dios que presto lo pondríamos por la obra.

Dejemos estas pláticas y romances, pues no estábamos en tiempo de ellos, y digamos cómo se tomó parecer entre nuestros capitanes y soldados si daríamos una vista a la calzada, pues estaba tan cerca de Tacuba, donde estábamos, y como no había pólvora ni muchas saetas y todos los más soldados de nuestro ejército heridos, acordándonos que otra vez había poco más de un mes que, pasando Cortés les probó entrar en la calzada con muchos soldados que llevaba, estuvo en gran peligro, porque temió ser desbaratado, como dicho tengo en el capítulo pasado que de ello habla, y fue acordado que luego nos fuésemos nuestro camino por temor no tuvIésemos en ese día o en la noche alguna refriega con los mexicanos, porque Tacuba está muy cerca de la gran ciudad de México y con la llevada que entonces llevaron vivos los soldados, no envíase Guatemuz sus grandes poderes. Y comenzamos a caminar y pasamos por EscapuzaIco, y hallámosle despoblado. Y luego fuimos a Tenayuca, que era gran pueblo, que solíamos llamar el pueblo de las sierpes; ya he dicho otra vez en el capítulo que de ello habla que tenía tres sierpes en el adoratorio mayor en que adoraban, y las tenían por sus ídolos, y también estaba despoblado.

Y desde allí fuimos a Cualtitán, y en todo este día no dejó de llover muy grandes aguaceros; y como íbamos con nuestras armas a cuestas, que jamás las quitábamos de día ni de noche, y de la mucha agua y del peso de ellas íbamos quebrantados y llegamos ya que anochecía (a) aquel gran pueblo, y también estaba despoblado, y en toda la noche no dejó de llover, y había grandes lodos, y los naturales de él y otros escuadrones mexicanos nos daban tanta grita de noche desde unas acequias y partes que no les podíamos hacer mal, y como hacía muy oscuro y llovía, ni se podían poner velas ni rondas, y no hubo concierto ninguno ni acertábamos con los puestos. Y esto digo porque a mí me pusieron para velar la Prima, y jamás acudió a mi puesto ni cuadrillero ni rondas, y así se hizo en todo el real. Dejemos de este descuido, y tornemos a decir que otro día fuimos camino de otra gran poblazón, que no me acuerdo el nombre, y había grandes lodos en él, y hallámosla despoblada. Y otro día pasamos por otros pueblos y también estaban despoblados.

Y otro día llegamos a un pueblo que se dice Acolman, sujeto de Tezcuco; y como supieron en Tezcuco cómo íbamos salieron a recibir a Cortés, y hallamos muchos españoles que habían venido entonces de Castilla, y también vino a recibirnos el capitán Gonzalo de Sandoval con muchos soldados, y juntamente el señor de Tezcuco, que ya he dicho que se decía don Fernando, y se hizo a Cortés buen recibimiento, así, de los nuestros como de los recién venidos de Castilla, y mucho más de los naturales de los pueblos comarcanos, pues trajeron de comer; y luego esa noche se volvio Sandoval a Tezcuco con todos sus soldados a poner en cobro su real. Y otro día por la mañana fue Cortés con todos nosotros camino de Tezcuco, y como íbamos cansados y heridos y dejábamos muertos nuestros soldados y compañeros y sacrificados en poder de los mexicanos, en lugar de descansar y curar nuestras heridas, tenían ordenada una conjuración ciertas personas de calidad de la parcialidad de Narváez de matar a Cortés y a Gonzalo de Sandoval y a Pedro de Alvarado y Andrés de Tapia. Y lo que más pasó diré adelante.

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