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Capítulo LXVII

CÓMO NUESTRO CAPITÁN CORTÉS FUE (A) UNA ENTRADA Y SE RODEO LA LAGUNA Y TODAS LAS CIUDADES Y GRANDES PUEBLOS QUE ALREDEDOR HALLAMOS. Y LO QUE MÁS PASÓ EN AQUELLA ENTRADA Y OTRAS COSAS DlRE

Como Cortés había dicho a los de Chalco que les había de ir a socorrer, porque los mexicanos no les viniesen a dar guerra, porque harto teníamos cada semana de ir y venir a favorecerlos, mandó percibir a todos los soldados y ejército arriba memorado, que fueron trescientos soldados y treinta de a caballo, y veinte ballesteros y quince escopeteros, y el tesorero Julián Alderete, y Pedro de Alvarado, Andrés de Tapia y Cristóbal de Olid, y fue también el fraile Pedro Melgarejo, y a mí me mandó que fuese con él, y muchos tlaxcaltecas y otros amigos de Tezcuco. Y dejó en guarda de Tezcuco y bergantines a Gonzalo de Sandoval, con buena copia de soldados y de a caballo. Y una mañana, después de haber oído misa, que fue viernes cinco días del mes de abril de mil quinientos veinte y un años, fuimos a dormir a Tamanalco, y allí nos recibieron muy bien; y otro día fuimos a Chalco, que estaba muy cerca un pueblo del otro; allí mandó Cortés llamar a todos los caciques de aquella provincia y se les hizo un parlamento con nuestras lenguas doña Marina y Jerónimo de Aguilar, en que se les dió a entender cómo ahora al presente íbamos a ver si podía traer de paz algunos pueblos que estaban cerca de la laguna, y también para ver la tierra y sitio para poner cerco a México, y que por la laguna habían de echar los bergantines, que eran trece, y que les rogaba que para otro día estuviesen aparejados todas sus gentes de guerra para ir con nosotros.

Y desde que lo hubieron entendido, todos a una de buena voluntad dijeron que así lo harían. Y otro día fuimos a dormir a otro pueblo sujeto del mismo Chalco, que se dice Chimaluacán, y alli vinieron más de veinte mil amigos, así de Chalco y Tezcuco y Guaxocingo, y los tlaxcaltecas y otros pueblos, y vinieron tantos que en todas las entradas que yo había ido después que en la Nueva España entré, nunca tanta gente de guerra de nuestros amigos fueron como ahora en nuestra compañía. Ya he dicho otra vez que iba tanta multitud de ellos a causa de los despojos que habían de haber, y lo más cierto por hartarse de carne humana, si hubiese batallas, porque bien sabían que las había de haber, y son amanera de decir como cuando en Italia salía un ejército de una parte a otra y le siguen cuervos y milanos y otras aves de rapiñas que se mantienen de los cuerpos muertos que quedan en el campo, después que se daba una muy sangrienta batalla; así he juzgado que nos seguían tantos millares de indios.

Dejemos esta plática y volvamos a nuestra relación. Que en aquella sazón se tuvo nueva que estaban en un llano cerca de allí aguardando muchos escuadrones y capitanías de mexicanos y sus aliados, todos de aquellas comarcas, para pelear con nosotros, y Cortés nos apercibió que fuésemos muy alerta. Y salimos de aquel pueblo donde dormimos, que se dice Chimaluacán, después de haber oído misa, que fue bien de mañana, y con mucho concierto fuimos caminando entre unos peñascos, y por medio de dos serrezuelas, en que en ellas había fortalezas y mamparos donde estaban muchos indios e indias recogidos y hechos fuertes: y desde su fortaleza nos daban gritos y voces y alaridos, y nosotros no curamos de pelear con ellos, sino callar y caminar y pasar adelante hasta un pueblo grande que estaba despoblado, que se dice Yautepeque; y también pasamos de largo y llegamos a un llano adonde había unas fuentes de muy poca agua, y a una parte estaba un gran peñol con una fuerza muy mala de ganar, según luego pareció por la obra. Y como llegamos en el paraje del peñol, porque vimos que estaba lleno de guerreros y desde lo alto de él nos daban gritos y tiraban piedras y varas y flechas, y luego hirieron a tres soldados de los nuestros, entonces mandó Cortés que reparásemos allí, y dijo: Parece que todos estos mexicanos que se ponen en fortalezas hacen burla de nosotros desde que no les acometemos, y esto dijo por los que quedamos atrás en las serrezuelas. Y luego mandó a unos de caballos y ciertos ballesteros que diesen una vuelta a una parte del peñol y que mirasen si había otra subida más conveniente, de buena entrada, para poderles combatir, y fueron y dijeron que lo mejor de todo era donde estábamos, porque en todo lo demás no había subida ninguna, que era todo peña tajada. Y luego Cortés nos mandó que le fuésemos entrando y subiendo, el alférez Cristóbal del Corral delante, y otras banderas, y todos nosotros siguiéndoles, y Cortés con los de a caballo aguardando en lo llano por guarda de otros escuadrones de mexicanos no viniesen a dar en nuestro fardaje, o en nosotros, entretanto que combatíamos aquella fuerza.

Y como comenzamos a subir por el peñol arriba, echan los indios guerreros que en él estaban tantas de piedras muy grandes y peñascos, que fue cosa espantosa cómo se venían despeñando y saltando, que fue milagro que no nos matasen a todos; y luego, a mis pies murió un soldado que se decía fulano Martínez, valenciano, que había sido maestresala de un señor de Salva, en Castilla, y este llevaba una celada, y no dijo ni habló palabra. Y todavía subíamos, y como venían las galgas rodando y despeñándose y dando saltos, que así llamamos en estas partes a las grandes piedras que vienen derriscadas, luego mataron a otros dos buenos soldados, que se decían Gaspar Sánchez, sobrino del tesorero de Cuba, y a un fulano Bravo. Y todavía no dejábamos de subir. Y luego mataron a otro soldado harto esforzado, que se decía Alonso Rodríguez, y a otro, y descalabrados en la cabeza (dos), y en las piernas todos los más de nosotros, y todavía porfiar y pasar adelante. Y yo, como en aquel tiempo era suelto, no dejaba de seguir al alférez Corral, e íbamos como debajo de unas como socareñas y concavidades que se hacían en el peñol, que si por ventura me encontraban algunos peñascos entretanto que subía de socaren a socaren fue gran ventura no matarme. Y estaba el alférez Cristóbal del Corral mamparándose detrás de unos árboles gruesos que tenían muchas espinas, que nacen en aquellas concavidades y estaba descalabrado, y el rostro todo lleno de sangre, y la bandera rota, y me dijo: ¡Oh, señor Bernal Díaz del Castillo, que no es cosa de pasar más adelante, y mirad no os cojan algunas lanchas o galgas; estese al reparo de esa concavidad!, porque ya no nos podíamos tener con las manos, cuanto más poderles subir.

En este tiempo vi que de la misma manera que Corral y yo habíamos subido de socaren en socaren, viene Pedro Barba, que era capitán de ballesteros, con otros dos soldados. Yo le dije desde arriba: ¡Ah, señor capitán, no suba más adelante, que no podrá tener(se) con pies y manos, no vuelva rodando. Y cuando se lo dije me respondió como muy esforzado, o por dar aquella respuesta como gran señor, dijo: ¿Y eso había de decir. sino ir adelante? y yo recibí de aquella palabra remordimiento de mi persona, y le respondí: Pues veamos cómo sube donde yo estoy, y todavía pasé bien arriba. En aquel instante vienen tantas piedras muy grandes que echaron rodando de lo alto, que tenían represadas para aquel efecto, que hirieron a Pedro Barba y le mataron un soldado, y no pasaron más un paso de allí donde estaban. Y entonces el alférez Corral dió voces para que dijesen a Cortés, de mano en mano. que no se podía subir más arriba y que el retraer también era peligroso.

Y desde que Cortés lo entendió, porque allá abajo donde estaba, en la tierra llana, le habían muerto tres soldados y herido siete, del gran ímpetu de las galgas que iban despeñándose, y aun tuvo por cierto Cortés que todos los más de los que habíamos subido, arriba estábamos muertos o bien heridos, porque adonde él estaba no podía ver las vueltas que daba aquel peñol; y luego por señas y por voces y por unas escopetas que soltaron tuvimos muestras que nos mandaban retraer. Y con buen concierto, de socaren en socaren, bajamos abajo, y los cuerpos de los muertos todos descalabrados y corriendo sangre, y las banderas rotas y ocho muertos. Y desde que Cortés así nos vió, dió muchas gracias a Dios.

Y luego le dijeron lo que habíamos pasado yo y Pedro Barba, porque se lo dijo el mismo Pedro Barba y el alférez Corral estando platicando de la gran fuerza del peñol, y que fue maravilla cómo no nos llevaron las galgas de vuelo, y aun lo supieron luego en todo el real. Dejemos cosas vaciadizas y digamos cómo estaban muchas capitanías de mexicanos aguardando en parte que no les podíamos ver ni saber de ellos, y estaban esperando para socorrer y ayudar a los del peñol, y bien entendieron lo que fue que no podríamos subirles en la fuerza, y que entretanto que estábamos peleando, tenían concertado que los del peñol por una parte y ellos por otra, darian en nosotros, y como lo tenía acordado así vinieron a ayudarles a los del peñol. Y cuando Cortés lo supo que venían, mandó a los de a caballo y a todos nosotros que fuésemos a encontrar con ellos, y así se hizo. Y aquella tierra era llana; a partes había unas como vegas que estaban entre otros serrejones; y seguimos a los contrarios hasta que llegamos a otro muy fuerte peñol, y en el alcance se mataron muy pocos indios, porque se acogían a partes que no se podían haber.

Pues vueltos a la fuerza que probamos a subir, y viendo que allí no había agua ni la habíamos bebido en todo el día, ni aun los caballos, porque las fuentes que dicho tengo que allí estaban no la tenían, sino lodo, que como traíamos tantos amigos estaban sobre ellas y no las dejaban manar, y a esta causa mandamos mudar nuestro real y fuimos por una vega abajo a otro peñol, que sería de lo uno a lo otro obra de legua y media, creyendo que halláramos agua, y no la había, sino muy poca. Y cerca de aquel peñol había unos árboles de moreras de la tierra, y allí paramos, y estaban obra de doce o trece casas al pie de la fuerza. Y así como llegamos nos comenzaron a dar gritos y tirar varas y galgas y flecha desde lo alto, y estaba en esta fuerza mucha más gente que en el primer peñol, y aun era muy más fuerte, según después vimos. Nuestros escopeteros y ballesteros les tiraban; mas estaban tan altos y tenían tantos mamparos, que no se les podía hacer mal ninguno, pues entrarles o subirles, no había remedio; y aunque probamos dos veces que por las casas que por allí estaban había unos pasos, hasta dos vueltas podíamos ir, mas desde allí adelante, ya he dicho, peor que el primero. De manera que así en esta fuerza como en la primera no ganamos ninguna reputación, antes los mexicanos y sus confederados tenían victoria.

Y aquella noche dormimos en aquellas moreras bien muertos de sed, y se acordó que para otro día que desde otro peñol que estaba cerca del grande fuesen todos los ballesteros y escopeteros y que subiesen en el que había subida, aunque no buena, para que desde aquél alcanzarían las ballestas y escopetas al otro peñol fuerte, y podríanle combatir. Y mandó Cortés a Francisco Verdugo y al tesorero Julián de Alderete, que se preciaban de buenos ballesteros, y a Pedro Barba, que era capitán, que fuesen por caudillos, y que todos los más soldados hiciésemos acometimiento que por los pasos y subidas de las casas que dicho tengo como que les queríamos subir, y así los comenzamos a entrar; mas echaban tanta piedra grande y menuda, que hirieron a muchos soldados; y además de esto, no les subíamos de hecho, porque era por demás, que aun tenernos con las manos y pies no podíamos. Y entretanto que nosotros estábamos de aquella manera, los ballesteros y escopeteros desde el peñol que, he dicho les alcanzaban con las ballestas y escopetas, y aunque no mucho, mataban algunos y herían a otros, de manera que estuvimos dándoles combate obra de media hora, y quiso Nuestro Señor Dios que acordaron de darse de paz, y fue por causa que no tenían agua ninguna, que estaba mucha gente arriba en el peñol; en un llano que se hacía arriba habíanse acogido a él de todas aquellas comarcas así hombres como mujeres y niños y gente menuda; y para que entendiésemos abajo que querían paces, desde el peñol las mujeres meneaban unas mantas hacia abajo, y con las palmas daban unas contra otras señalando que nos harían pan o tortillas, y los guerreros no tiraban vara, ni piedra, ni flecha.

Y desde que Cortés lo entendió, mandó que no se les hiciese mal ninguno, y por señas se les dió a entender que bajasen cinco principales a entenderse en las paces; los cuales bajaron, y con gran acato dijeron a Cortés que les perdonase, que por favorecerse y defenderse se habían subido en aquella fuerza. Y Cortés les dijo con nuestras lenguas doña Marina y Aguilar, algo enojado, que eran dignos de muerte por haber comenzado la guerra; mas, pues que han venido de paz, que vayan luego al otro peñol y lIamen los caciques y hombres principales que en él están, y traigan los muertos, y que de lo pasado se les perdonaba, y que vengan de paz; si no, que habíamos de ir sobre ellos y ponerles cerco hasta que se mueran de sed, porque bien sabíamos que no tenían agua, porque toda aquella tierra no la hay sino muy poca. Y luego fueron a llamados así como se lo mandó.

Dejemos de hablar en ello hasta que vuelvan con la respuesta, y digamos cómo estando platicando Cortés con el fraile Melgarejo y el tesorero Alderete, sobre las guerras pasadas que habíamos habido, antes que viniesen, y asimismo que del gran poder de mexicanos, y las grandes ciudades que habíamos visto después que vinimos de Castilla, y decían que si el emperador nuestro señor fuese informado de la verdad (el obispo de Burgos como lo escribía al contrario), que nos enviara a hacer grandes mercedes; y que no se me acuerdan que otros mayores servicios haya recibido ningún rey en el mundo que el que Cortés y nosotros le habíamos hecho en cobrar tantas ciudades sin ser sabedor de cosa ninguna. Dejemos estas y muchas pláticas que pasaron, y digamos cómo mandó Cortés al alférez Corral y a otros dos capitanes, que fue Juan Jaramillo y Gonzalo de Ircio y a mí, que me hallé allí con ellos, que subiésemos al peñol y viésemos la fortaleza qué tal era, y que si estaban muchos indios heridos o muertos de saetas y escopetas, y qué gente estaba recogida; y cuando aquello nos mandó, dijo: Mirad, señores, que no les toméis ni un grano de maíz, y, según yo entendí, quisiera que nos aprovecháramos, y para aquel efecto nos envió y me mandó a mí que fuese con los demás.

Y subidos al peñol por unos malos pasos, digo que era más fuerte que el primero, porque era peña tajada. Y ya que estábamos arriba, para entrar en la fuerza era como quien entra por una abertura no más ancha que dos bocas de silo o de hornos. Y ya puesto en lo más alto y llano, estaban grandes anchuras de prados y todo lleno de gente, así de guerra como de muchas mujeres y niños, y hallamos hasta veinte muertos y muchos heridos, y no tenían gota de agua que beber, y tenían todo su hato y hacienda hechos fardos, y otros muchos líos de mantas, que eran del tributo que daban a Guatemuz. Y como yo así vi tantas cargas de ropa y supe que eran del tributo, comencé a cargar cuatro tlaxcaltecas, mis naborías, que llevé conmigo, y también eché a cuestas de otros cuatro indios de los que lo guardaban otros cuatro fardos, y a cada uno eché una carga. Y como Pedro de Ircio lo vió, dijo que no lo llevase, y yo porfiaba que sí, y como era capitán hízose lo que mandó, porque me amenazó que se lo diría a Cortés. Y me dijo Pedro de Ircio que bien había visto que dijo Cortés que no les tomásemos un grano de maíz; y yo dije que así es verdad, que por esas palabras mismas quería llevar de aquella ropa. Por manera que no me dejó llevar cosa ninguna, y bajamos a dar cuenta a Cortés de lo que habíamos visto y a lo que nos envió.

Y dijo Pedro de Ircio a Cortés, por revolverme con él, lo pasado, pensando que le contentaba mucho. Después de darle cuenta de lo que había visto, dijo: No se les tomó cosa ninguna, aunque ya había cargado Bernal Díaz del Castillo de ropa ocho indios; si no se lo estorbara yo, ya los traía cargados. Entonces dijo Cortés, medio enojado: ¿Pues por qué no los trajo, que también os habíais de quedar vos allá con la ropa e indios? Y dijo: Mirad cómo me entendieron, que los envié porque se aprovechasen, y a Bernal Díaz, que me entendió, quitaron el despojo que traía de estos perros, que se quedarán riendo con los que nos han muerto y herido. Y desde que aquello oyó Pedro Ircio dijo que quería tomar a subir a la fuerza. Entonces les dijo que ya no había coyuntura para ello, y que no fuesen allá en ninguna manera. Dejemos de esta plática y digamos cómo vinieron los del otro peñol, y en fin de muchas razones que pasaron sobre que les perdonasen lo pasado, todos dieron la obediencia a Su Majestad.

Y como no había agua en aquel paraje, nos fuimos luego camino de un buen pueblo, que se dice Guaxtepeque, adonde está la huerta que he dicho que es la mejor que había visto en toda mi vida, y así lo torno a decir, que el tesorero Alderete y el fraile fray Pedro Melgarejo y a nuestro Cortés, desde que entonces la vieron y pasearon algo de ella, se admiraron y dijeron que mejor cosa de huerta no habían visto en Castilla, y digamos cómo aquella noche nos aposentamos todos en ella, y los caciques de aquel pueblo vinieron a hablar y servir a Cortés, porque Gonzalo de Sandoval los había recibido ya de paz cuando entró en aquel pueblo.

Y aquella noche reposamos allí, y otro día muy de mañana partimos para Cornavaca y hallamos unos escuadrones de guerreros mexicanos que de aquel pueblo habían salido, y los de a caballo los siguieron más de legua y media hasta encerrarlos en otro gran pueblo que se dice Tepuztlán, que estaban tan descuidados los moradores de él, que dimos en ellos antes que sus espías que tenían sobre nosotros llegasen. Aquí se hubieron muy buenas indias y despojos, y no aguardaron ningunos mexicanos ni los naturales en el pueblo. Y nuestro Cortés les envió a llamar a los caciques por tres o cuatro veces, que viniesen de paz, y que si no venían que les quemaría el pueblo y los iríamos a buscar. Y la respuesta fue que no querían venir. Y porque otros pueblos tuviesen temor de ello, mandó poner fuego a la mitad de las casas que allí cerca estaban. Y en aquel instante vinieron los caciques del pueblo por donde aquel día pasamos. que ya he dicho que se dice Yautepeque, y dieron la obediencia a Su Majestad. Y otro día fuimos camino de otro muy mejor y mayor pueblo que se dice Coadlavaca, y comúnmente corrompemos, ahora aquel vocablo y le llamamos Cuernavaca; y había dentro en él mucha gente de guerra, así de mexicanos como de los naturales, y estaba muy fuerte por unas cavas y riachuelos que están en las barrancas, por donde corre el agua, muy hondas, de más de ocho estados abajo, puesto que no llevan agua, y es fortaleza para ellos; y también no había entrada para caballos, sino por unas dos puentes que teníanlas quebradas; y de esta manera estaban tan fuertes que no les podíamos entrar, puesto que nos llegamos a pelear con ellos de esta parte de sus cavas, y riachuelo en medio: y ellos nos tiraban muchas varas y flechas y piedras con hondas, que eran más espesas que granizo.

Y estando de esta manera, avisaron a Cortés que más adelante, obra de media legua, había entrada para los caballos. Y luego fue allá con todos los de Narváez y todos los de a caballo y todos nosotros estábamos buscando paso, y vimos que desde unos árboles que estaban junto con la cava se podía pasar a la otra parte de aquella honda cava; y puesto que cayeron tres soldados desde los árboles abajo en el agua y aun el uno se quebró la pierna, todavía pasamos, y aun con harto peligro, porque de mí digo que verdaderamente cuando pasaba que lo vi muy peligroso y malo de pasar, y se me desvaneció la cabeza, y todavía pasé yo y otros de nuestros soldados y muchos tlaxcaltecas y comenzamos a dar por las espaldas de los mexicanos que estaban tirando piedra y vara y flecha a los nuestros. Y cuando nos vieron, que lo tenían por cosa imposible, creyeron que éramos muchos más. Y en este instante llegaron Cristóbal de Olid y Andrés de Tapia con otros de a caballo, que habían pasado con mucho riesgo de sus personas por una puente quebrada, y damos en los contrarios, por manera que volvieron las espaldas y se fueron huyendo a los montes y a otras partes de aquella honda cava, donde no se pudieron haber: y de allí a poco rato también llegó Cortés con todos los demás de a caballo. En este pueblo se hubo gran despojo, así de mantas muy grandes como de buenas indias, y aun allí mandó Cortés que estuviésemos aquel día, y en una huerta del señor de aquel pueblo nos aposentamos todos, la cual era muy buena, y aunque quema decir muchas veces en esta relación el gran recaudo de velas y escuchas y corredores de campo que a doquiera que estábamos, o por los caminos llevábamos, es prolijidad recitarlo tantas veces, y por esta causa pasaré adelante y diré que vinieron nuestros corredores del campo a decir a Cortés que venian hasta veinte indios, y a lo que parecía en sus meneos y semblante, que eran caciques y hombres principales que traían mensajes o a demandar paces; y eran los caciques de aquel pueblo. Y desde que llegaron adonde Cortés estaba, le hicieron mucho acato y le presentaron ciertas joyas de oro, y le dijeron que les perdonase porque no salieron de paz, que el señor de México les envió a mandar que, pues estaban en fortaleza, que desde allí nos diesen guerra y que les envió un buen escuadrón de mexicanos para que les ayudasen, y que a lo que ahora han visto, que no habrá cosa, por fuerte que sea, que no la combatamos y señoreemos, y que le piden por merced que los reciba de paz. Y Cortés les mostró buena cara y dijo que somos vasallos de un gran señor, que es el emperador don Carlos, que a los que le quieren servir que a todos les hace mercedes, y que a ellos en su real nombre los recibe de paz, y allí dieron obediencia a Su Majestad. Y acuérdome que dijeron aquellos caciques que en pago de no haber venido de paz hasta entonces permitieron nuestros dioses o los suyos que se les hiciese castigo en su persona y hacienda y pueblos. Donde lo dejaré ahora, y digamos cómo otro día muy de mañana caminamos para otra gran poblazón que se dice Xuchimilco, y lo que pasamos en el camino y en la ciudad y reencuentros de guerra que nos dieron, diré adelante, hasta que volvimos a Tezcuco.

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