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Capítulo XLVI

CÓMO CORTES DIJO AL GRAN MONTEZUMA QUE MANDASE A TODOS LOS CACIQUES DE TODA SU TIERRA QUE TRIBUTASEN A SU MAJESTAD, PUES COMUNMENTE SABÍAN QUE TENÍAN ORO. Y LO QUE SOBRE ELLO SE HIZO

Después como el capitán Diego de Ordaz y los demás soldados por mí memorados vinieron con muestras de oro y relación que toda la tierra era rica, Cortés, con consejo de Ordaz y de otros capitanes y soldados, acordó de decir y demandar a Montezuma que todos los caciques y pueblos de la tierra tributasen a Su Majestad, y que él mismo, como gran señor también diese de sus tesoros. Y respondió que él enviaría por todos los pueblos a demandar oro, mas que muchos de ellos no lo alcanzaban, sino joyas de poca valía que habían habido de sus antepasados. Y de presto despachó principales a las partes donde habla minas y les mandó que diesen cada pueblo tantos tejuelos de oro fino, del tamaño y gordor de otros que le solían tributar, y llevaban para muestras dos tejuelos, y de otras partes no le traían sino joyezuelas de poca valía. También envió a la provincia donde era cacique aquel su pariente muy cercano que no le quería obedecer, otra vez por mí memorado, que estaba de México obra de doce leguas. Y la respuesta que trajeron los mensajeros que decía que no quería dar oro ni obedecer a Montezuma, y que también él era señor de México y le venía el señorío como al mismo Montezuma que le enviaba a pedir por tributo. Y luego que esto oyó Montezuma tuvo tanto enojo, que de presto envió su señal y sello y con buenos capitanes para que se lo trajesen preso. Y venido en su presencia el pariente, le habló muy desacatada mente y sin ningún temor, o de muy esforzado; y decían que tenía ramos de locura, porque era como atronado. Todo lo cual alcanzó a saber Cortés, y envió a pedir por merced a Montezuma que se lo diese, que él lo quería guardar, porque, según le dijeron, le había mandado matar Montezuma; y traído ante Cortés le habló muy amorosamente, y que no fuese loco contra su señor, y le quería soltar. Y Montezuma después que lo supo dijo que no le soltasen, sino que le echasen en la cadena gorda como a los otros reyezuelos por mí ya nombrados.

Tomemos a decir que en obra de veinte días vinieron todos los principales que Montezuma había enviado a cobrar los tributos del oro que dicho tengo, y así como vinieror, envió a llamar a Cortés y a nuestros capitanes, y a ciertos soldados que conocía, que éramos de la guarda, y dijo estas palabras formales, u otras como ellas: Hágoos saber, señor Malinche y señores capitanes y soldados, que a vuestro gran rey yo le soy en cargo, y le tengo buena voluntad, así por ser tan gran señor como por haber enviado de tan lejanas tierras a saber de mí, y lo que más me pone el pensamiento es que él ha de ser el que nos ha de señorear, según nuestros antepasados nos han dicho, y aun nuestros dioses nos dan a entender por las respuestas que de ellos tenemos. Toma ese oro que se ha recogido; por ser de prisa no se trae más. Lo que yo tengo aparejado para el emperador es todo el tesoro que he habido de mi padre, y que está en vuestro poder y aposentos; que bien sé que luego que aquí viniste abriste la casa y lo mirásteis todo, y la tornásteis a cerrar como de antes estaba. Y cuando se lo enviáreis decirle en vuestros amales y cartas: Esto os envía vuestro buen vasallo Montezuma. Y también yo os daré unas piedras muy ricas que le envíes en mi nombre, que son chalchihuis, que no son para dar a otras personas sino para ese vuestro gran señor, que vale cada una piedra dos cargas de oro; también le quiero enviar tres cerbatanas con sus esqueros y bodoqueras, y que tienen tales obras de pedrería, que se holgará de verlas, y también yo quiero dar de lo que tuviere, aunque es poco, porque todo el más oro y joyas que tenía os he dado en veces.

Y desde que aquello le oyó Cortés y todos nosotros, estuvimos espantados de la gran bondad y liberalidad del gran Montezuma, y con mucho acato le quitamos todos las gorras de armas y le dijimos que se lo teníamos en merced. Y con palabras de mucho amor le prometió Cortés que escribiríamos a Su Majestad de la magnificencia y franqueza del oro que nos dió en su real nombre. Y después que tuvimos otras pláticas de buenos comedimientos, luego en aquella hora envió Montezuma sus mayordomos para entregar todo el tesoro de oro y riqueza que estaba en aquella sala encalada; y para verlo y quitado de sus bordaduras y donde estaba engastado tardamos tres días, y aun para quitarlo y deshacer vinieron los plateros de Montezuma de un pueblo que se dice Escapuzalco. Y digo que era tanto, que después de deshecho eran tres montones de oro, y pesado hubo en ellos sobre seiscientos mil pesos, como adelante diré, sin la plata y otras muchas riquezas, y no cuento con ello los tejuelos y planchas de oro y el oro en granos de las minas. Y se comenzó a fundir con los indios plateros que dicho tengo, naturales de Escapuzalco, y se hicieron unas barras muy anchas de ello, de medida como de tres dedos de la mano el anchor de cada barra; pues ya fundido y hecho barras, traen otro presente por sí de lo que el gran Montezuma había dicho que daria, que fue cosa de admiración de tanto oro, y las riquezas de otras joyas que trajo, pues las piedras chalchiuis eran tan ricas algunas de ellas, que valían entre los mismos caciques mucha cantidad de oro. Pues las tres cerbatanas con sus bodoqueras, los engastes que tenían de pedrerias y perlas y las pinturas de pluma y de pajaritos llenos de aljófar y otras aves, todo era de gran valor. Dejemos de decir de penachos y plumas, y otras muchas cosas ricas, que es para nunca acabar de traerlo aquí a la memoria.

Digamos ahora cómo se marcó todo el oro que dicho tengo, con una marca de hierro que mandó hacer Cortés y los oficiales del rey proveídos por Cortés, y acuerdo de todos nosotros en nombre de Su Majestad, hasta que otra cosa mandase, que en aquella sazón era Gonzalo Mexía, y Alonso de Avila, contador; y la marca fue las armas reales como de un real y del tamaño de un tostón de a cuatro. Y esto sin las joyas ricas que nos pareció que no eran para deshacer. Pues para pesar todas estas barras de oro y plata, y las joyas que quedaron por deshacer no teníamos pesos de marcos ni balanzas, y pareció a Cortés a los mismos oficiales de la Hacienda de Su Majestad que sería bien hacer de hierro unas pesas de hasta una arroba y otras de media arroba, y de dos libras, y de una libra, y de media libra, y de cuatro onzas, y de tantas onzas; y esto no para que viniese muy justo, sino media onza más o menos en cada peso que se pesaba.

Y después que se pesó dijeron los oficiales del rey que había en el oro, así en lo que estaba hecho barras como en los granos de las minas y en los tejuelos y joyas, más de seiscientos mil pesos, sin la plata y otras muchas joyas que se dejaron de avaluar. Algunos soldados decían que había más, y como ya no había que hacer en ello, sino sacar el real quinto y dar a cada capitán y soldado nuestras partes, ya los que quedaban en el puerto de la Villa Rica también las suyas, parece ser Cortés procuraba de no lo repartir tan presto hasta que hubiese más oro y hubiese buenas pesas y razón y cuenta de a cómo salían. Y todos los más soldados y capitanes dijimos que luego se repartiese, porque habíamos visto que cuando se deshacían de las piezas del tesoro de Montezuma estaba en los montones mucho más oro, y que faltaba la tercia parte de ello, que lo tomaban y escondían, así por la parte de Cortés como de los capitanes, como el fraile de la Merced, y se iba menoscabando. Y a poder de muchas pláticas se pesó en lo que quedaba, y hallaron sobre seiscientos mil pesos, sin las joyas y tejuelos, y para otro día habían de dar las partes. Y lo repartieron, y todo lo más se quedó con ello el capitán Cortés y otras personas.

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