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Capítulo XXVIII

DE LA GRAN BATALLA QUE HUBIMOS CON EL PODER DE LOS TLAXCALTECAS, Y QUISO DIOS NUESTRO SEÑOR QUE EN ELLA HUBIÉSEMOS VICTORIA, Y LO QUE MÁS PASO

Otro día de mañana, que fueron cinco de septiembre de mil quinientos diez y nueve años, pusimos los caballos en concierto, que no quedó ninguno de los heridos que allí no saliesen para hacer cuerpo y ayudasen lo que pudiesen; y percibidos los ballesteros que con gran concierto gastasen el almacén, unos armando, otros soltando, y los escopeteros por el consiguiente, y los de espada y rodela que la estocada o cuchillada que diésemos que pasasen las entrañas porque no se osasen juntar tanto como la otra vez. La artillería bien apercibida iba; y como ya tenían aviso los de caballo que se ayudasen unos a otros, y las lanzas terciadas, sin pararse a lancear, sino por las caras y ojos, entrando y saliendo a media rienda, y que ningún soldado saliese del escuadrón; y con nuestra bandera tendida y cuatro compañeros aguardando al alférez Corral. Así salimos de nuestro real, y no habíamos andado medio cuarto de legua cuando vimos asomar los campos llenos de guerreros con grandes penachos y sus divisas, y mucho ruido de trompetillas y bocinas. Aquí había bien que escribir y ponerlo en relación lo que en esta peligrosa y dudosa batalla pasamos, porque nos cercaron por todas partes tantos guerreros que se podría comparar como si hubiese unos grandes prados de dos leguas de ancho y otras tantas de largo (y) en medio de ellos cuatrocientos hombres; así era(n) todos los campos llenos de ellos, y nosotros obra de cuatrocientos, muchos heridos y dolientes. Y supimos cierto que esta vez que venían con pensamiento que no habían de dejar ninguno de nosotros con vida, que no habían de ser sacrificados a sus ídolos.

Volvamos a nuestra batalla. Pues como comenzaron a romper con nosotros, ¡qué granizo de piedra de los honderos! Pues flecheros, todo el suelo hecho parva de varas tostadas de a dos gajos que pasan cualquier arma y las entrañas adonde no hay defensa; y los de espada y rodela y de otras mayores que espadas, comO montantes y lanzas, ¡qué prisa nos daban y con qué braveza se juntaban con nosotros y con qué grandísimos gritos y alaridos! Puesto que nos ayudábamos con tan gran concierto con nuestra artillería y escopetas y ballestas, que les hacíamos harto daño; a los que se nos llegaban con sus espadas y montantes, les dábamos buenas estocadas, que les hacíamos apartar, y no se juntaban tanto como la otra vez pasada; los de a caballo estaban tan diestros y hacíanlo tan varonilmente que, después de Dios, que es el que nos guardaba, ellos fueron fortaleza.

Yo vi entonces medio desbaratado nuestro escuadrón, que no aprovechaban voces de Cortés ni de otros capitanes, para que tornásemos a cerrar; tanto número de indios cargó entonces sobre nosotros, que milagrosamente, a puras estocadas, les hicimos que nos diesen lugar, con que volvimos a ponernos en concierto. Una cosa nos daba la vida, y era que, como eran muchos y estaban amontonados, los tiros les hacían mucho mal; y demás de esto no se sabían capitanear, porque no podían llegar todos los capitanes con sus gentes, y, a lo que supimos, desde la otra batalla pasada habían tenido pendencias y rencillas entre el capitán Xicotenga con otro capitán hijo de Chichimecatecle, sobre que decía el un capitán al otro que no había hecho bien en la batalla pasada, y el hijo de Chichimecatecle respondió que muy mejor que él, y se lo haría conocer de su persona a la de Xicotenga. Por manera que en está batalla no quiso ayudar con su gente el Chichimecatecle al Xicotenga; antes supimos muy ciertamente que convocó a la capitanía de Guaxolzingo que no pelease. Y demás de esto, desde la batalla pasada temían los caballos y tiros y espadas y ballestas, y nuestro buen pelear, y sobre todo la gran misericordia de Dios, que nos daba esfuerzo para sustentarnos.

Y como el Xicotenga no era obedecido de dos capitanes, y nosotros les hacíamos gran daño, que les matábamos muchas de sus gentes, las cuales encubrían, porque como eran muchos, en hiriéndolos a cualquiera de los suyos luego lo apañaban y lo llevaban a cuestas, así en esta batalla como en la pasada no podíamos ver ningún muerto. Y como ya peleaban de mala gana y sintieron que las capitanías de los dos capitanes por mí memorados no les acudían, comenzaron (a) aflojar; y porque, según pareció, en aquella batalla matamos un capitán muy principal, que de los otros no los cuento, comenzaron a retraerse con buen concierto, y los de caballo, a media rienda, siguiéndoles poco trecho, porque no se podían ya tener de cansados. Y desde que nos vimos libres de aquella multitud de guerreros dimos muchas gracias a Dios.

Allí nos mataron un soldado e hirieron más de sesenta y también hirieron a todos los caballos. A mí me dieron dos heridas, la la cabeza, de pedrada, y otra en el muslo, de un flechazo, mas no eran para dejar de pelear y velar, y ayudar a nuestros soldados; y asimismo lo hacían todos los soldados que estaban heridos, que si no eran muy peligrosas las heridas habíamos de pelear y velar con ellas, porque de otra manera pocos quedaran que estuviesen sin heridas. Y luego nos fuimos a nuestro real muy contentos y dando muchas gracias a Dios, y enterramos el muerto en una de aquellas casas que tenían hechas en los soterraños. porque no lo viesen los indios que éramos mortales, sino que creyesen que éramos teules, como ellos decían; y derrocamos mucha tierra encima de la casa porque no oliesen los cuerpos; y se curaron todos los heridos con el unto del indio que otras veces he dicho. ¡Oh qué mal refrigerio teníamos, que aun aceite para curar, ni sal, había!

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