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Capítulo XXVII

DE LAS GUERRAS Y BATALLAS MUY PELIGROSAS QUE TUVIMOS CON LOS TLAXCALTECAS Y OTRAS COSAS MÁS

Otro día, después de encomendamos a Dios, partimos de allí, muy concertados nuestros escuadrones y los de caballo muy avisados cómo habían de entrar rompiendo, y salir; y en todo caso procurar que no nos rompiesen ni nos apartásemos unos de otros. Y yendo así viénense a encontrar con nosotros dos escuadrones de guerreros, que habría seis mil, con grandes gritas, y atambores y trompetillas, y flechando y tirando varas, y haciendo como fuertes guerreros. Cortés mandó que estuviésemos quedos, y con tres prisioneros que les habíamos tomado el día antes les enviamos a decir y a requerir no diesen guerra, que les queremos tener por hermanos. Y dijo a uno de nuestros soldados que se decía Diego de Godoy, que era escribano de Su Majestad, que mirase lo que pasaba y diese testimonio de ello, si se hubiese menester, porque en algún tiempo no nos demandasen las muertes y daños que se recreciesen, pues los requeríamos con la paz. Y como les hablaron los tres prisioneros que les enviamos, mostráronse muy más recios, y nos daban tanta guerra que no les podíamos sufrir. Entonces dijo Cortés: Santiago, y a ellos. Y de hecho arremetimos de manera que les matamos y herimos muchas de sus gentes con los tiros; y entre ellos tres capitanes; y vanse retrayendo hacia unos arcabucos, donde estaban en celada sobre más de cuarenta mil guerreros con su capitán general, que se decía Xicotenga, y con sus divisas de blanco y colorado, porque aquella divisa y librea era la de aquel Xicotenga. Y como había allí unas quebradas, no nos podíamos aprovechar de los caballos, y con mucho concierto las pasamos, y al pasar tuvimos muy gran peligro, porque se aprovechaban de su buen flechar, y con sus lanzas y montantes nos hacían mala obra, y aun las hondas y piedras como granizos eran harto malas. Y después que nos vimos en lo llano con los caballos y artillería, nos lo pagaban; mas no osamos deshacer nuestro escuadrón, porque el soldado que en algo se desmandaba para seguir a algunos de los montantes o capitanes, luego era herido y corría gran peligro. Y andando en esas batallas, nos cercan por todas partes, que no nos podíamos valer poco ni mucho, que no osábamos arremeter a ellos, sino era todos juntos porque no nos desconcertasen y rompiesen; y si arremetíamos, hallábamos sobre veinte escuadrones sobre nosotros, que nos resistían; y estaban nuestras vidas en mucho peligro, porque eran tantos guerreros que a puñadas de tierra nos cegaran, sino que la gran misericordia de Dios socorría y nos guardaba.

Y andando en estas prisas, entre aquellos grandes guerreros y sus temerosos montantes, parece ser acordaron de juntarse muchos de ellos, de mayores fuerzas, para tomar a manos algún caballo. Y lo pusieron por obra arremetiendo, y echan mano a una muy buena yegua y bien revuelta de juego y de carrera, y el caballero que en ella iba, buen jinete, que se decía Pedro de Marón, y como entró rompiendo con otros tres de a caballo entre los escuadrones de los contrarios, porque así les era mandado, porque se ayudasen unos a otros, échanle mano de la lanza, que no la pudo sacar, y otros le dan de cuchilladas con los montantes, y le hirieron malamente; y entonces dieron una cuchillada a la yegua que le cortaron el pescuezo redondo y colgado del pellejo: y allí quedó muerta. Y si de presto no socorrieran sus compañeros de a caballo a Pedro de Morón, tambien le acabaran de matar; pues quizás podíamos con todo nuestro escuadrón ayudarle. Digo otra vez que por temor que no nos acabasen de desbaratar, no podíamos ir a una parte ni a otra, que harto teníamos que sustentar no nos llevásen de vencida, que estábamos muy en peligro; y todavía acudimos a la prisa de la yegua y tuvimos lugar a salvar a Morón y quitárseles de poder, que ya le llevaban medio muerto, y cortamos la cincha de la yegua porque no se quedase allí la silla; y allí, en aquel socorro hirieron diez de los nuestros. Y tengo para mi que matamos entonces cuatro capitanes, porque andábamos juntos, pie con pie, y con las espadas les hacíamos mucho daño; porque como aquello pasó se comenzaron a retirar y llevaron la yegua, la cual hicieron pedazos para mostrar en todos los pueblos de Tlaxcala. Y después supimos que habían ofrecido a sus ídolos las herraduras y el chapeo de Flandes, y las dos cartas que les enviamos para que viniesen de paz. La yegua que mataron era de Juan Sedeño, y porque en aquella sazón estaba herido Sedeño de tres heridas del día antes, por esta causa se la dió a Morón, que era muy buen jinete. Y murió Morón entonces, o de allí a dos días, de las heridas, porque no me acuerdo verle más.

Y volvamos a nuestra batalla, que, como había una hora que estábamos en las rencillas peleando, y los tiros les debieron hacer mucho mal, porque como eran muchos andaban tan juntos, y por fuerza les habían de llevar copia de ellos; pues los de caballo y escopetas y ballestas y espadas y rodelas y lanzas, todos a una peleábamos como varones, por salvar nuestras vidas y hacer lo que éramos obligados, porque ciertamente las teníamos en gran peligro cual nunca estuvieron. Y a lo que después nos dijeron, en aquella batalla les matamos muchos indios, y entre ellos ocho capitanes muy principales e hijos de los viejos caciques, que estaban en el pueblo cabecera mayor, y a esta causa se retrajeron con muy buen concierto, y a nosotros que no nos pesó de ello, y no los seguimos porque no nos podíamos tener en los pies de cansados; allí nos quedamos en aquel poblezuelo, que todos aquellos campos estaban muy poblados, y aún tenían hechas otras casas debajo de tierra, como cuevas, en que vivían muchos indios. Y llamábase donde pasó esta batalla Tehuacingo o Tehuacacingo, y fue dada en dos días de septiembre de mil quinientos diez y nueve años. Y de que nos vimos con victoria dimos muchas gracias a Dios, que nos libró de tan grandes peligros; y desde allí nos retrajimos luego con todo nuestro real a unos cúes que estaban buenos y altos, como en fortaleza. Y con el unto de indios, que ya he dicho otras veces se curaron nuestros soldados, que fueron quince, y murió uno de ellos de las heridas, y también se curaron cuatro caballos que estaban heridos. Y reposamos y cenamos muy bien aquella noche porque teníamos muchas gallinas y perrillos que hubimos en aquellas casas, y con muy buen recaudo de escuchas y rondas y los corredores del campo, descansamos hasta otro día por la mañana. Una cosa tenían los tlaxcaltecas en esta batalla y en todas las demás: que en hiriéndoles cualquier indio luego los llevaban y no podíamos ver los muertos. Y tuvimos nuestro real asentado en unos pueblos y caserias que se dicen Teoacingo o Teuacongo.

Entonces se informó Cortés muy por extenso cómo y de qué manera estaba el capitán Xicotenga, y qué poderes tenía consigo; y le dijeron que tenía muy más gente que la otra vez cuando nos dió guerra, porque traía cinco capitanes consigo, y que cada capitanía traía diez mil guerreros. Y fue de esta manera que lo contaba, que de la parcialidad de Xicotenga, que ya no veía de viejo, padre del mismo capitán, venían diez mil, y de la parte de otro gran cacique que se decía Maseescaci, otros diez mil, y de otro gran principal, que se decía Chichimecatecle, otros tantos, y de la parte de otro cacique, señor de Topeyanco, que se decía Tecapaneca, otros diez mil, y de otro cacique, que se decía Guaxobcin, otros diez mil: por manera que eran a la cuenta cincuenta mil, y que habían de sacar su bandera y seña, que era una ave blanca, tendidas las alas como que quería volar, que parece como avestruz: y cada capitanía con su divisa y librea, porque cada cacique así las tenían diferenciadas, como en nuestra Castilla tienen los duques y condes. Y todo esto que aquí he dicho tuvímoslo por muy cierto, porque ciertos indios de los que tuvimos presos, que soltamos aquel día, lo decían muy claramente, y aunque no eran creídos por entonces. Y desde que aquello vimos, como somos hombres y temíamos la muerte, muchos de nosotros, y aun todos los demás, nos confesamos con el Padre de la Merced y con el clérigo Juan Díaz, que toda la noche estuvieron en oír de penitencia, y encomendámonos a Dios que nos librase no fuésemos vencidos; y de esta manera pasamos hasta otro día. Y la batalla que nos dieron, aquí lo diré.

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