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Capítulo XIV

CÓMO LLEGAMOS AL RÍO DE GRIJALVA, QUE EN LENGUA DE INDIOS LLAMAN TABASCO, Y DE LA GUERRA QUE NOS DIERON Y DE LO QUE MÁS CON ELLOS NOS ACONTECIO

En doce días del mes de marzo de mil quinientos diez y nueve años, llegamos con toda la armada al río de Grijalva, que se dice Tabasco, y como sabíamos ya, de cuando lo de Grijalva, que en aquel puerto y río no podían entrar navíos de mucho porte, surgieron en la mar los mayores y con los pequeños y los bateles fuimos todos los soldados a desemharcar a la punta de los Palmares, como cuando con Grijalva, que estaba del pueblo de Tabasco obra de media legua. Y andaban por el río y en la ribera entre unos mamblares, todo lleno de indios guerreros, de lo cual nos maravillamos los que habíamos venido con Grijalva, y demás de esto, estaban juntos en el pueblo más de doce mil guerreros aparejados para darnos guerra; porque en aquella sazón aquel pueblo era de mucho trato, y estaban sujetos a él otros grandes pueblos, y todos los tenían apercibidos con todo género de armas, según las usaban. Y la causa de ello fue porque los de Potonchan y los de Lázaro y otros pueblos comarcanos los tuvieron por cobardes, y se lo daban en el rostro, por causa que dieron a Grijalva las joyas de oro que antes he dicho en el capítulo que de ello habla; y que de medrosos no nos osaron dar guerra, pues eran más pueblos y tenían más guerreros que no ellos; y esto les decían por afrentarlos, y que en sus pueblos nos habían dado guerra y muerto cincuenta y seis hombres. Por manera que con aquellas palabras que les habían dicho se determinaron a tomar las armas.

Y desde que Cortés los vió puestos en aquella manera, dijo a Aguilar, la lengua, que entendía bien la de Tabasco, que dijese a unos indios que parecían principales, que pasaban en una gran canoa cerca de nosotros, que para qué andaban tan alborotados, que no les veníamos a hacer ningún mal, sino decirles que les queremos dar de lo que traemos como a hermanos, y que les rogaba que mirasen no comenzasen la guerra, porque les pesaría de ello; y les dijo otras muchas cosas acerca de la paz. Y mientras más lo decía Aguilar, más bravos se mostraban, y decían que nos matarían a todos si entrábamos en su pueblo, porque le tenían muy fortalecido todo a la redonda de árboles muy gruesos, de cercas y albarradas. Y volvió Aguilar a hablar con la paz, y que nos dejasen tomar agua, y comprar de comer, a trueco de nuestro rescate; y también a decir a los calachonis cosas que sean de su provecho y servicio de Dios Nuestro Señor. Y todavía ellos a porfiar que no pasásemos de aquellos palmares adelante, si no que nos matarían. Y de que aquello vió Cortés, mandó apercibir los bateles y navíos menores, y mandó poner en cada batel tres tiros, y repartió en ellos los ballesteros y escopeteros. Y teníamos memoria de cuando lo de Grijalva que iba un camino angosto desde los palmares al pueblo, por unos arroyos y ciénagas. Mandó Cortés a tres soldados que aquella noche mirasen bien si iba a las casas, y que no se detuviesen mucho en traer la respuesta. Y los que fueron vieron que sí iba. Y visto todo esto, y después de bien mirado, se nos pasó aquel día dando orden de cómo y de qué manera habíamos de ir en los bateles, y otro día por la mañana, después de haber oído misa y todas nuestras armas muy a punto, mandó Cortés a Alonso de Avila, que era capitán, que con cien soldados, y entre ellos diez ballesteros, fuese por el caminillo, el que he dicho que iba al pueblo; y que desde que oyese los tiros, él por una parte y nosotros por otra, diésemos en el pueblo. Y Cortés y todos los más soldados y capitanes fuimos en los bateles y navíos de menor porte por el río arriba. Y desde que los indios guerreros que estaban en la costa y entre los mamblares vieron que de hecho íbamos, vienen sobre nosotros con tantas canoas al puerto adonde habíamos de desembarcar, para defendernos que no saltásemos en tierra, que toda la costa no había sino indios de guerra, con todo género de armas que entre ellos se usan, tañendo trompetillas y caracoles y atabalejos.

Y desde que así vió la cosa, mandó Cortés que nos detuviésemos un poco y que no soltasen ballesta ni escopeta ni tiros; y como todas las cosas quería llevar muy justificadas, les hizo otro requerimiento delante de un escribano del rey que se decía Diego de Godoy, y por la lengua de Aguilar, para que nos dejasen saltar en tierra y tomar agua y hablarles cosas de Dios y de Su Majestad; y que si guerra nos daban, que si por defendernos algunas muertes hubiese, u otros cualquier daños, fuesen a su culpa y cargo y no a la nuestra. Y ellos todavía haciendo muchos fieros, y que no saltásemos en tierra, si no que nos matarían. Y luego comenzaron muy valientemente a flechar y hacer sus señas con sus tambores, y como esforzados se vienen todos contra nosotros y nos cercan con las canoas, con tan gran rociada de flechas, que nos hicieron detener en el agua hasta la cinta, y otras partes no tanto; y como había allí mucha lama y ciénega no podíamos tan presto salir de ella. Y cargan sobre nosotros tantos indios, que con las lanzas a manteniente y otros a flecharnos, hacían que no tomásemos tierra tan presto como quisiéramos, y también porque en aquella lama estaba Cortés peleando, y se le quedó un alpargate en el cieno, que no le pudo sacar, y descalzo de un pie salió a tierra; y luego le sacaron el alpargate y se calzó. Y entretanto que Cortés estaba en esto, todos nosotros, así capitanes como soldados, fuimos sobre ellos nombrando a señor Santiago, y les hicimos retraer, y aunque no muy lejos, por amor de las albarradas y cercas que tenían hechas de maderas gruesas, adonde se mamparaban, hasta que las deshicimos y tuvimos lugar, por un portillo, de entrarles y pelear con ellos; y les llevamos por una calle adelante, adonde tenían hechas otras fuerzas, y allí tornaron a reparar y hacer cara, y peleaban muy valientemente y con gran esfuerzo, y dando voces y silbos, y decían: Al calacheoni, al calacheoni, que en su lengua mandaban que matasen o prendiesen nuestro capitán.

Estando de esta manera envueltos con ellos, vino Alonso de Avila con sus soldados. que había ido por tierra desde los palmares, como dicho tengo, y parece ser no acertó a venir más presto por amor de unas ciénegas y esteros; y su tardanza fue bien menester, segun habíamos estado detenidos en los requerimientos y deshacer portillos en las albarradas para pelear; así que todos juntos les tornamos a echar de las fuerzas donde estaban, y les llevamos retrayendo, y ciertamente que como buenos guerreros nos iban tirando grandes rociadas de flechas y varas tostadas. Y nunca volvieron de hecho las espaldas, hasta un gran patio donde estaban unos aposentos y salas grandes, y tenían tres casas de ídolos, y ya habían llevado todo cuanto hato había. En los cúes de aquel patio mandó Cortés que reparásemos, y que no fuésemos más en seguimiento del alcance, pues iban huyendo; y allí tomó Cortés posesión de aquella tierra por Su Majestad, y él en su real nombre, y fue de esta manera: Que desenvainada su espada, dió tres cuchilladas en señal de posesión en un árbol grande que se dice ceiba, que estaba en la plaza de aquel gran patio, y dijo que si había alguna persona que se lo contradijese, que él lo defendería con su espada y una rodela que tenía embrazada. Y todos los soldados que presentes nos hallamos cuando aquello pasó, respondimos que era bien tomar aquella real posesión en nombre de Su Majestad, y que nosotros seríamos en ayudarle si alguna persona otra cosa contradijere. Y por ante un escribano del rey, se hizo aquel auto.

Otro día de mañana mandó Cortés a Pedro de Alvarado que saliese por capitán de cien soldados, y entre ellos quince ballesteros y escopeteros, y que fuese a ver la tierra adentro hasta la andadura de dos leguas, y que llevase en su compañía a Melchorejo, la lengua de la punta de Cotoche, y cuando le fueron a llamar a Melchorejo no le hallaron, que se había ya huído con los de aquel pueblo de Tabasco; porque, según parecía, el día antes, en la punta de los Palmares, dejó colgados sus vestidos que tenía de Castilla y se fue de noche en una canoa. Que asimismo mandó Cortés que fuese otro capitán, que se decía Francisco de Lugo, por otra parte, con otros cien soldados y doce ballesteros y escopeteros; y que no pase de otras dos leguas, y que volviese a la noche a dormir en el real. Y yendo que iba Francisco de Lugo con su compañía, obra de una legua de nuestro real, se encontró con grandes capitanías y escuadrones de indios, todos flecheros, y con lanzas, y rodelas, y atambores, y penachos: y se vienen derechos a la capitanía de nuestros soldados, y les cercan por todas partes y les comenzaron a flechar, de arte que no se les podia suscentar con tanta multitud de indios, y les tiraban muchas varas tostadas y piedras. Y Aguilar, la lengua, les preguntaba que por qué eran locos y que por qué salían a dar guerra, que mirasen que les mataríamos si otra vez volviesen. Y luego se envió un indio de ellos con cuentas para dar a los caciques que viniesen de paz. Y aquel mensajero que enviamos dijo que el indio Melchorejo que traíamos con nosotros, que era de la punta de Cotoche, que fue la noche antes a ellos y les aconsejó que diesen guerra de día y de noche, y que nos vencerían, y que éramos muy pocos, de manera que traíamos con nosotros muy mala ayuda y nuestro contrario. Aquel indio que enviamos por mensajero fue y nunca volvió, y de los otros dos supo Aguilar por muy cierto que para otro día estaban juntos todos cuantos caciques había en todos aquellos pueblos comarcanos de aquella provincia, con sus armas, aparejados para darnos guerra; y nos habían de venir otro día a cercar en el real, y que Melchorejo, la lengua, se lo aconsejó.

Después que Cortés supo que muy ciertamente nos venían a dar guerra mandó que con brevedad sacasen todos los caballos de los navíos, a tierra, que escopeteros y ballesteros y todos los soldados estuviésemos muy a punto con nuestras armas, y aunque estuviésemos heridos, y apercibió a los caballeros que habían de ir los mejores jinetes y caballos, y que fuesen con pretales de cascabeles; y les mandó que no se parasen a lancear hasta haberles desbaratado, sino que las lanzas se las pasasen por los rostros, y señaló trece de caballo, y Cortés por capitán de ellos; y fueron estos que aquí nombraré: Cortés, Cristóbal de Olid, y Pedro de Alvarado, y Alonso Hernández Puerto Carrero, y Juan de Escalante, y Francisco de Montejo, y Alonso de Avila (le dieron un caballo que era de Ortiz el Músico, y de un Bartolomé García, que ninguno de ellos era buen jinete), y Juan Velázquez de León, y Francisco de Morla, y Lares, el buen jinete (nómbrolo así porque había otro Lares); y Gonzalo Domínguez, extremado hombre de a caballo; Morón el de Bayamo y Pedro González de Trujillo. Todos estos caballeros señaló Cortés, y él por capitán, y mandó a Mesa el artillero que tuviese muy a punto su artillería, y mandó a Diego de Ordaz que fuese por capitán de todos nosotros los soldados y aun de los ballesteros y escopeteros, porque no era hombre de a caballo.

Y otro día muy de mañana, que fue día de Nuestra Señora de marzo, después de oída misa, que nos dijo Fray Bartolomé de Olmedo, puestos todos en ordenanza con nuestro alférez, que entonces era Antonio de Villarroel (marido que fue de Isabel de Ojeda, que después se mudó el nombre de Villarroel y se llamó Antonio Serrano de Cardona), fuimos por unas sabanas grandes adonde habían dado guerra a Francisco de Lugo y a Pedro de Alvarado, y llamábase aquella sabana y pueblo Zintla. sujeto al mismo Tabasco, una legua del aposento donde salimos. Y nuestro Cortés se apartó un poco espacio de trecho de nosotros, por amor de unas ciénegas que no podían pasar los caballos. Y yendo de la manera que he dicho, dimos con todo el poder de escuadrones de indios guerreros, que venían ya a buscarnos a los aposentos, y fue junto al mismo pueblo de Zintla, en un buen llano.

Y así como llegaron a nosotros, como eran grandes escuadrones, que todas las sabanas cubrían, y se vienen como rabiosos y nos cercan por todas partes, y tiran tanta flecha, y vara, y piedra, que de la primera arremetida hirieron más de setenta de los nuestros, y con las lanzas pie con pie nos hacían mucho daño; y un soldado murió luego de un flechazo que le dieron por el oído; y no hacían sino flechar y herir en los nuestros, y nosotros, con los tiros y escopetas y ballestas y a grandes estocadas no perdíamos punto de buen pelear; y poco a poco, desde que conocieron las estocadas, se apartaban de nosotros; mas era para flechar más a su salvo, puesto que Mesa, el artillero, con los tiros les mató muchos de ellos, porque como eran grandes escuadrones y no se apartaban, daba en ellos a su placer, y con todos los males y heridos que les hacíamos no los pudimos apartar. Yo dije: Diego de Ordaz, paréceme que podemos apechugar con ellos, porque verdaderamente sienten bien el cortar de las espadas y estocadas, y por esto se desvían algo de nosotros, por temor de ellas y por mejor tirarnos sus flechas y varas tostadas y tantas piedras como granizos. Y respondió que no era buen acuerdo, porque había para cada uno de nosotros trescientos indios; y que no nos podríamos sostener con tanta multitud; y así estábamos con ellos sosteniéndonos. Y acordamos de allegarnos cuanto pudiésemos a ellos, como se lo había dicho al Ordaz, por darles mal año de estocadas, y bien lo sintieron, que se pasaron de la parte de una ciénaga. Y en todo este tiempo, Cortés, con los de a caballo, no venía, y aunque le deseábamos temíamos que por ventura no le hubiese acaecido algún desastre.

Acuérdome, que cuando soltábamos los tiros que daban los indios grandes silbos y gritos y echaban pajas y tierra en alto, porque no viésemos el daño que les hacíamos, y tañían atambores y trompetillas y silbos, y voces, y decían: Alala, Alala. Estando en esto, vimos asomar los de a caballo, y como aquellos grandes escuadrones estaban embebecidos dándonos guerra. no miraron tan de presto en ellos como venían por las espaldas, y como el campo era llano y los caballeros buenos, y los caballos algunos de ellos muy revueltos y corredores, dan les tan buena mano y alancean a su placer. Pues los que estábamos peleando, desde que los vimos, nos dimos tanta prisa, que los de a caballo por una parte y nosotros por otra, de presto volvieron las espaldas. Y aquí creyeron los indios que el caballo y el caballero eran todo uno, como jamás habían visto caballos. Iban aquellas sabanas y campos llenos de ellos, y acogiéronse a unos espesos montes que allí había.

Y desde que los hubimos desbaratado, Cortés nos contó cómo no habían podido venir más presto, por amor de una ciénega y cómo estuvo peleando con otros escuadrones de guerreros antes que a nosotros llegasen. Y venían tres de los caballeros de a caballo heridos, y cinco caballos. Y después de apeados debajo de unos árboles y casas que allí estaban, dimos muchas gracias a Dios por habernos dado aquella victoria tan cumplida; y como era día de Nuestra Señora de marzo llamóse una villa que se pobló, el tiempo andando, Santa María de la Victoria, así por ser día de Nuestra Señora como por la gran victoria que tuvimos. Esta fue la primera guerra que tuvimos en compañía de Cortés en la Nueva España. Y esto pasado, apretamos las heridas a los heridos con paños, que otra cosa no había, y se curaron los caballos con quemarles las heridas con unto de un indio de los muertos, que abrimos para sacarle el unto; y fuimos a ver los muertos que había por el campo y eran más de ochocientos, y todos los más de estocadas, y otros de los tiros y escopetas y ballestas, y muchos estaban medio muertos y tendidos, pues donde anduvieron los de a caballo había buen recaudo de ellos muertos, y otros quejándose de las heridas. Estuvimos en esta batalla sobre una hora, que no les pudimos hacer perder punto de buenos guerreros hasta que vinieron los de a caballo. Y prendimos cinco indios y los dos de ellos capitanes, y como era tarde y hartos de pelear, y no habíamos comido, nos volvimos al real, y luego enterramos dos soldados que iban heridos por la garganta y otro por el oído, y quemamos las heridas a los demás y a los caballos, con el unto del indio, y pusimos buenas velas y escuchas, y cenamos y reposamos.

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