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Magonismo y movimiento indígena en México

Juan Carlos Beas y Manuel Ballesteros

LAS PRIMERAS BATALLAS




Soy un hombre de la selva, un hijo de la naturaleza ... resiento cualquier ataque a mi libertad. Mi alma se aviva aun con el soplo de las montañas que presenciaron mi advenimiento a la vida, un soplo saludable, un soplo puro. Por esto es que amo la justicia y la belleza.
Ricardo Flores Magón

I

Es probable que aquella noche de marzo de 1892, las noticias de lo ocurrido apenas unas horas antes en el Zócalo de la gran ciudad, hayan sonado como cañonazos en los recintos del palacio del dictador. Es posible que algunas condecoraciones hayan hecho ruidos de vitrina que se tambalea; pero seguramente aquel corazón ni siquiera se sobresaltó; el sufrimiento espantoso y cotidiano de millones y millones de mexicanos, indigenas y campesinos principalmente, no lo conmovia: ¿Lo haria una simple manifestación callejera de unos cuantos miles de hambrientos y exaltados?

Esa noche de marzo su mirada recorreria las cifras de muertos y heridos, y no se detendria ante los apellidos Flores Magón, que por partida doble figuraban en la lista de los detenidos. ¿Y por qué habria de hacerlo? Nada altera la rigidez del rostro del hombre más poderoso de la República Mexicana, dueño de vidas, tierras, leyes e instituciones. Poco significaban para él aquellos estallidos de la plebe; desde niño tenía orejas y nariz acostumbradas al estruendo y al olor de la pólvora. Por la ventana veía con indiferencia a los empleados que reparaban los destrozos, las huellas de la manifestación.

Ebrio de poder, recordaba que apenas dos años antes el Congreso habia aprobado, casi por unanimidad, las reformas constitucionales necesarias para que él pudiera reelegirse indefinidamente. Grandes negocios se gestaban en su pensamiento. Esa noche, ante los ojos cansados del sanguinario viejo sesentón, pasaron desapercibidos los primeros efectos, aquellas primeras muestras tangibles de lo que más tarde sería su enemigo mortal: el magonismo.

II

Escuela de Minería. Patio central. 1892.

No podemos aguantar que el asesino se entronice para siempre. La voz de aquel joven estudiante oaxaqueño, hijo de Teodoro y Margarita, retumbaba en los oídos de sus compañeros: Tenemos que suprimir esta farsa que es una tragedia para México. En los rostros de los cientos de muchachos se notaba una gran tensión: Vayamos por la ciudad; digámosle al pueblo que tiene derechos, que ya no permita que el dictador los pisotee. El joven Flores Magón necesitaba gritar más fuerte para sacar del pecho esa rabia que amenazaba con ahogarlo: Vamos a darle valor a la gente para que acabe con tanta infamia. ¿Cómo? ¡impidiendo que el viejo se reelija! ¡Manifestando públicamente nuestro repudio al régimen! ¡Marchando sobre el palacio nacional si es necesario!

Y unidos por la misma idea y movidos por el mismo coraje, los estudiantes ganaron la calle y fueron a correr la voz, a enfrentar sus ardores juveniles, sus ansias de justicia, su ingenuidad, a los cuerpos represivos del viejo asesino.

Plaza del Zócalo. Costado de la Catedral. Tarde de marzo. 1892.

- Amigos: ¡El presidente los ha traicionado a ustedes y a todo México! Gritaba el jovenzuelo: Ha violado nuestras tradiciones, ha destruido las leyes de Reforma. Se ha puesto del lado de la Iglesia: El puño de aquel joven apuntaba hacia la vieja construcción, mientras su voz sacudía las conciencias de los feligreses que salían de catedral.

Enfrente, las sombras de los fresnos agitados por el viento, aún dibujaban formas sobre el césped de la plaza magna. El hijo de Margarita y Teodoro continuaba: ¿Quién vende nuestro país a los industriales franceses, ingleses y norteamericanos? ¿Quién tiene la culpa de que seamos esclavos de la Iglesia y de los extranjeros? ¿Quién? Y la respuesta se hizo en aquella multitud de indios, cargadores, obreros, carniceros, zapateros, niños y muchachos; y como una descarga de fusilerta se oyó: ¡Porfirio Díaz! Pronto la tarde se vestiría de violeta para presenciar el primer enfrentamiento entre el dictador y el magonismo. Allí aparece la policía montada. Allí avanza entre una tormenta de piedras, con el sable desenvainado. Allí, antes de que se generalizara la trifulca, todavía se alcanzan a oír los gritos del muchacho: ¡No dejaremos que el asesino se reelija! ¡Muera Díaz! ¡Viva la libertad! Y luego fueron los golpes, los quejidos, las corretizas, los muertos, los heridos. Y fue la multitud enardecida la que por fin se levantaba a luchar por su dignidad. Esa rebeldía, ese descontento empezaron a tener un nombre: magonismo.

III

Aquella noche de marzo de 1892, Teodoro Flores habría sonreído entre preocupado y orgulloso, al ver como Margarita, su mujer, llorando en silencio, aplicaba compresas frías y calientes sobre la espalda mayugada de su hijo menor, quien de vez en cuando suspendta el relato de los hechos para ahogar un grito. Pero Teodoro Flores, indio oaxaqueño de sangre mexica, no pudo escuchar el lacónico hiciste bien que su esposa pronunció cuando el hijo terminó de contar los sucesos del Zócalo; Teodoro tampoco pudo sonreir ante lo que pasaba en ese cuarto húmedo y frío porque estaba en el panteón, muerto desde el año pasado, víctima de una pulmonía cuata que había agarrado por las mojadas que se dió mientras cumplía con su trabajo.

Sin embargo, cuando se oyeron aquellas dos palabras, madre e hijo pensaban en lo mismo, tal vez por eso, en ese momento el rostro de uno de los que platicaban entre las tumbas, bajo la luz de la luna, se iluminó, lanzó destellos. Alguien de afuera está pensando en tí, dijeron a Teodoro unos que llevaban allí más tiempo que él.

IV

La familia de Teodoro Flores. Indio mexicano.

Pero para que en ese 1892 el magonismo empezara a andar por las calles (y por las cárceles), muchas cosas habían tenido que pasar. Entre ellas que Teodoro, aquel patriota indio, bravo y altivo que combatía contra los franceses en Puebla, conociera a Margarita en medio de la metralla de uno de los sesenta y cuatro días que duró aquel sitio; y que la valentía de la moza mestiza, lo atrajera poderosamente. Debido a ello, cuando ya iba prisionero rumbo a Veracruz, aquel hombre moreno comprendió que tenía que fugarse, derrotar al enemigo, y regresar algún día por cierta joven poblana.

Ya se halla refugiado en su pueblo. Los recuerdos revolotean en su cabeza como mariposas multicolores, por su memoria desfilan rostros, fechas, acontecimientos. Años atrás los conservadores habían matado a sus familiares, esposa incluida: Cuando recibió aquel mensaje se encontraba solo. Leyó: Compañero Teodoro Flores, necesito urgentemente su brazo derecho y el de sus valerosos compañeros, venga inmediatamente, se lo ruego.

Era Porfirio Díaz, quien atacaba sin éxito a los conservadores en la mismita Puebla. No tuvo ninguna duda mientras caminó, junto con trescientos hombres, por sierras y valles durante treinta días. Serian las siete horas de una mañana de abril de 1867 cuando arriba a la ciudad del rompope, los camotes y las iglesias. Se entera rápidamente de la situación. Luego, sin perder tiempo en desayunos y esas cosas, encabeza a la gente y al grito de: ¡Lo que Oaxaca quiere, Oaxaca lo tiene! toman por asalto la trinchera del Barrio de San Juan.

Dos meses después Maximiliano es fusilado en Querétaro. En Puebla, Teodoro pide la mano de Margarita Magón. Se casan y van a vivir a las montañas oaxaqueñas, bajo un sol radiante, entre huertos de naranjos, mameyes y chicozapotes.

Margarita ya había traído al mundo tres varones cuando Teodoro empuña de nuevo las armas para apoyar el levantamiento de Tuxtepec. Meses más tarde, cuando el ejército porfirista entra victorioso a la ciudad de México, Teodoro es uno de los oficiales que más ha contribuido al encumbramiento de su paisano. Entre los aplausos y vivas, Teodoro marcha pensativo. Sin embargo, no se imagina que el hombre que va al frente, pronto sumiría en el terror y la miseria al pueblo mexicano, y seria un implacable perseguidor de sus tres hijos.

En Teotitlán del Camino la ausencia del esposo se prolonga, y doña Margarita decide emprender una aventura que será trascedental para la historia del magonismo. Sin dinero para el pasaje, marcha con sus hijos a la gran ciudad: ya su valentía y su ingenio le indicarían la manera de conseguir sus fines. En esa aventura el pueblo juega un papel muy importante: un inspector ha sorprendido a los pequeños Flores Magón viajando ocultos en unos canastos, e indignado, se dispone a bajarlos del tren. En esos momentos los divertidos pasajeros deciden cooperar para el pasaje de los niños. Margarita respira aliviada.

Una ciudad inhóspita les da la bienvenida. La familia oaxaqueña abría los ojos tratando de abarcar el mundo nuevo que aparecía ante ellos.

La situación fue dificil desde un principio, desesperada a veces, sin embargo Teodoro nunca dejó de platicar con sus hijos.

Qué distinta es la vida en Teotitlán y su región, a la vida en este pobre México. Allá todo se posee en común, menos las mujeres. Toda la tierra que rodea a nuestros pueblos pertenece a la comunidad entera. Por las mañanas, salimos a trabajar la tierra, todos, menos los enfermos, los inválidos, los viejos, las mujeres y los niños. Y cada cual lo hace con alegría, porque le da fuerzas saber que el trabajo será para el bien común. Así cuando llega el tiempo de levantar la cosecha y de repartirla entre los miembros de la tribu, cada uno recibe su parte de acuerdo con sus necesidades. Por eso entre nosotros no hay ricos ni pobres, ni ladrones ni limosneros. Y los tres muchachitos abrían los ojos y su imaginación volaba hacia la tierra que los había visto nacer.

Se dice que yo era el que mandaba sobre varios pueblos, porque era el tata. Es verdad, yo era el jefe. Pero hasta el momento de marcharme de Teotitlán yo no di órdenes; no ejercí jamás una autoridad coercitiva. Sólo hice de consejero y árbitro, pues en realidad no hace falta que se nos imponga una autoridad, pues sabemos vivir en paz, unos con otros, tratándonos como amigos y como hermanos. Y en aquella voz, se notaban la nostalgia y la añoranza.

Y qué distinto es en otros lados. Aquí en México, vean al obrero: trabaja doce horas al día y sólo le pagan veinticinco centavos. En el campo, los peones de las haciendas están peor: trabajan de sol a sol, muchas veces hasta más tarde y nomás reciben doce centavos, un poco de maíz y un puño de frijol al día. Ah, y un buen latigazo si no trabaja con la rapidez que se le antoja al capataz. Sin perder palabra, los niños veían salir de los ojos oscuros de su padre unas miradas centellantes. Luego veían a doña Margarita, que con su serena expresión apoyaba las palabras de Teodoro.

¿Cómo saber en ese momento que siete años más tarde, el dictador mandaría jueces, políticos y soldados para dividir entre sus favoritos las tierras comunales de la región mazateca, entre las que se encontraba Huautla, donde una niña de nombre María Sabina cumpliría su primer año de vida?

V

Poco antes de que la muerte se lo llevara al camposanto, Teodoro pediría perdón a su mujer por haberla tenido en la pobreza: en mi mano estuvo el haberte dado una linda casa y buena ropa y todo lo que se compra con dinero. Pero no pude hacerlo de otro modo sin dejar de ser hombre; diría con voz débil y ronca. Luego miraría a sus hijos y les pediría que calmaran su llanto: no dejen que el tirano les robe su hombría. Recuerden siempre que son hijos del hombre que sirvió a Benito Juárez con honor en la causa sagrada de la libertad del pueblo. ¡Recuerden! diría con sus últimos alientos.

Y los Flores Magón no olvidarían aquellas palabras, como tampoco lo harían con el último gesto que doña Margarita tendría, diez años más tarde, cuando en su lecho de muerte recibió a un emisario del dictador: dígale a sus hijos que dejen de atacar al presidente, y su excelencia se compromete a dejar que salgan de la cárcel para que usted se despida de ellos, diría aquel tipo gordo, pulcramente vestido, mientras jugaba con su sombrero de copa. Dígale al presidente Díaz que escojo morir sin ver a mis hijos. Dígale que prefiero verlos colgados de un árbol o en garrote, a que se arrepientan o retiren nada de lo que han hecho o dicho, respondería desde el catre aquella mujer pobre y extenuada.

VI

Año de 1892. Año de crisis.

En San Luis Potosí entre la sequía, el hambre, la epidemia de tifo y el drástico derrumbe del precio de la plata, los hombres de negocios clamarán ante el gobierno estatal por cambios políticos. El pulpo voraz de los Guggenheim no tardará en llegar como respuesta. Camilo Arriaga estará por iniciar un movimiento de oposición a Díaz. Librado Rivera enseñará en El Montecillo, escuela a la que también dirige. En Guanajuato, la familia Guerrero Hurtado celebrará el décimo aniversario de Práxedis Gilberto, el sexto de los hijos.

En ese mismo año, Panchito Madero ingresará a Berkeley a estudiar las nuevas tecnologías agrícolas, y el brutal despojo de las tierras pertenecientes a los indígenas continuará con más empeño. El dictador se reeligirá. Y en los cerebros y en los corazones de los agobiados mexicanos, empezarán a bullir las ideas de lucha, justicia y libertad. El magonismo ha iniciado su larga marcha.
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