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AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA

Emilio Portes Gil

CAPÍTULO OCTAVO

PORTES GIL, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA. SU DOCTRINA Y SU OBRA

DESIGNACIÓN DE LOS MINISTROS DE LA SUPREMA CORTE DE JUSTICIA DE LA NACIÓN Y DEL TRIBUNAL SUPERIOR DEL DISTRITO FEDERAL


Como consecuencia de las trascendentales iniciativas para reformar la legislación mexicana, que el señor general Obregón sometió al Congreso de la Unión, quedó instituída en la Constitución General de la República la inamovilidad del Poder Judicial de la Federación y de los Tribunales en el Distrito y Territorios Federales, a partir del día 1° de enero de 1929. A mí me tocó opinar en esta materia, cuando el general Obregón me consultó y, sin vacilación alguna, le manifesté que la inamovilidad de los funcionarios judiciales sería la base para que dicho poder asumiera la responsabilidad para obrar, en el ministerio de su cargo, con absoluta honorabilidad. Agregué que aquella reforma me parecía indispensable para sanear el ambiente judicial que, desde hacía tiempo, se hallaba bajo la influencia de la más degradante corrupción y que solamente él, con su autoridad indiscutible, era capaz, de lograr tal innovación.

Como resultado de la designación que en mi favor hizo el Congreso de la Unión, como presidente provisional, me correspondió nombrar a los ministros de la Honorable Suprema Corte de Justicia y a los magistrados del Supremo Tribunal del Distrito y Territorios Federales.

Durante todo el mes de diciembre me dediqué a hacer una selección de los abogados que, en mi concepto, reunían las mejores cualidades para integrar los tribunales. Consciente de mi responsabilidad como jefe del Poder Ejecutivo y además, como abogado conocedor del Foro Mexicano, me sentía doblemente obligado a hacer una designación que se tradujese en prestigio para la administración y que acabara con la serie de inmoralidades y corruptelas que pesaban sobre los tribunales desde hacía muchos años y que, a pesar de las severas críticas de la prensa y de las instituciones jurídicas, no habían podido desterrarse.

Como sucede en México cada vez que va a hacerse una renovación de las personas que integran un poder, la opinión pública -representada en este caso por el Foro, por las diversas instituciones profesionales y por la prensa nacional- comenzó a manifestarse en forma generosa, haciendo ver la necesidad ingente de que se realizara una completa renovación de los funcionarios que hasta entonces se hallaban al frente, de la administración judicial; pues, aun cuando se reconocía que había entre ellos algunos de insospechable probidad y de rectitud, muchos también eran señalados como verdaderos traficantes de la justicia.

Yo sabía, de antemano, que las influencias de carácter político se moverían muy fuertemente para lograr que el Poder Judicial se integrara con elementos políticos militantes; pero, desde el momento en que hice el examen de este asunto, tomé la firme resolución de no dar cabida a ninguna recomendación que no estuviese plenamente garantizada por las tres cualidades que debe reunir un buen magistrado o juez; a saber: probidad, demostrada con una vida de absoluta moralidad; capacidad, garantizada con años de eficiente ejercicio profesional, y dedicación al trabajo y al estudio.

La colaboración que me brindaron la prensa, la Barra de Abogados y otras instituciones interesadas, así como multitud de particulares, fue de lo más eficaz. A mi mesa de trabajo llegaron multitud de propuestas en favor de eminentes abogados de la capital y de los Estados. Todas ellas fueron detenidamente estudiadas hasta lograr hacer una selección que, en mi concepto, satisfizo las exigencias nacionales.

El día 20 de diciembre de 1928, remití al Senado de la República, para su aprobación, los nombramientos que hice de los jurisconsultos que constituirían la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y a la Cámara de Diputados, la lista de los magistrados que compondrían el Supremo Tribunal del Distrito y Territorios Federales.

La Honorable Suprema Corte de Justicia de la Nación quedó integrada en la siguiente forma:

licenciados Julio García, Daniel V. Valencia, Fernando de la Fuente, Francisco Barba, Jesús Guzmán Baca, Arturo Cisneros Canto, Paulino Machorro Narváez, Enrique Osornio Aguilar, Francisco Díaz Lombarda, Salvador Urbina, Joaquín Ortega, Carlos Salcedo, Francisco H. Ruiz, Juan José Sánchez, Alberto Vázquez del Mercado y Luis M. Calderón.

El Supremo Tribunal de Justicia del Distrito y Territorios Federales quedó integrado así:

licenciado Alfonso Teja Zabre, José M. Ortiz Tirado, Francisco Castañeda, José Ortiz Rodríguez, Clemente Castellanos, Sabino M. Olea, Adolfo Valles, Carlos L. Angeles, Rafael Santos Alonso, Vicente Santos Guajardo, Alfredo Ortega, Matías Ochoa, Joaquín Lanz Galera, Adalberto Galeano Sierra, Eleuterio Martínez, Juan de la Cruz García, Carlos Echeverría, Luis Ramírez Corzo, José Espinosa y López Portillo, Miguel Castillo Thielmans, Julián Ramírez Martínez y Everardo Gallardo.
Supernumerarios: licenciados Filiberto Viveros, Atenedoro Monroy y Eduardo Suárez.
Por la Baja California, los licenciados Fidel Ruiz y Felipe N. González.

Como se ve, por las listas preinsertas, tanto la Honorable Suprema Corte de Justicia como el Tribunal del Distrito y Territorios, resultaron constituidos con abogados de prestigio indiscutible, cuya competencia en la rama del Derecho era ampliamente apreciada y cuya honorabilidad se reconocía también siendo todos ellos una garantía para la colectividad. Cuando se tuvo noticia, por la prensa, de la forma en que quedaron integrados los Tribunales, la opinión pública se manifestó unánimemente de manera entusiasta y todos los periódicos de la capital y de los Estados, las asociaciones de abogados, la Barra Mexicana, las Cámaras de Comercio e Industria, las asociaciones bancarias y las organizaciones de trabajadores me hicieron patente su aprobación, calificando de acero tados los nombramientos.

Las designaciones de magistrados de circuito, jueces de distrito y del orden común, se hicieron por la Corte y por el Tribunal Superior con absoluta libertad, sin que el Ejecutivo hubiese tenido en ellas intervención de ninguna especie. En mi opinión, la selección que realizaron aquellas instituciones fue de lo más acertada, habiéndose escogido, salvo muy contadas excepciones, a los abogados de más prestigio para el desempeño de dichos cargos.

La integración que me tocó realizar de la Suprema Corte de Justicia y de los Tribunales del Distrito y Territorios, fue un acto que me enorgullece y siempre lo consideraré como uno de los más trascendentales de mi vida pública. En efecto, la actuación prestigiosa de los juristas llamados a constituir el Poder Judicial de 1929 a 1934, fue reconocida y elogiada por todos los sectores sociales. Mi opinión personal es que jamás, durante los últimos cincuenta años, la colectividad mexicana estuvo mejor garantizada que durante la época a que me refiero, en la cual la inamovilidad del Poder Judicial, complementada por la designación de los magistrados y jueces que me incumbió realizar, fue un valladar a la corrupción y al prevaricato. Puede haber habido, en los anales de la historia de nuestra administración de justicia, períodos más brillantes, como el de Vallarta, que por sí solo llena una brillante página; pero todos reconocen que los magistrados y jueces de orden penal y civil que formaron el Poder Judicial Federal y del orden común, salvo dos o tres excepciones, que fueron públicas, cumplieron patrióticamente su cometido y ejercieron sus funciones con capacidad, dedicación y rectitud indiscutibles.

Seguramente ésta fue la consecuencia de la conducta que seguí para nombrar a los miembros del Poder Judicial, ya que -al obrar de la manera que dejo expuesta- sólo me animó el propósito de cumplir con mis deberes como Jefe del Ejecutivo, sustrayéndome a toda intervención de carácter político o de compadrazgo y preocupándome, exclusivamente, porque los tribunales se integraran con profesionales honorables y capaces. Llevé esta decisión al extremo de que, a varios de los ministros de la Suprema Corte y magistrados del Tribunal Superior, ni siquiera los conocía personalmente. Los casos de los señores licenciados Alberto Vázquez del Mercado, Paulino Machorro Narváez, Francisco Barba y Carlos Salcedo, de la Suprema Corte, y Adolfo Valles, Vicente Santos Guajardo, Alfredo Ortega, Carlos Echeverría, José Espinosa y López Portillo, Julián Ramírez Martínez, Everardo Gallardo, Filiberto Viveros y Atenedoro Monroy, que tan digna y brillantemente desempeñaron su cometido, son ejemplo de lo que dejo asentado.

El respeto que el Poder Judicial mereció siempre al Ejecutivo, durante el tiempo que me tocó desempeñar la presidencia, fue norma invariable de conducta en las relaciones con dicho poder. No se dio nunca el caso de que yo o mis colaboradores interviniésemos en algún asunto judicial, ni mucho menos recomendásemos ningún asunto. La consecuencia natural de tal conducta fue la seguridad que siempre sintieron los ministros, magistrados y jueces en el desempeño de sus funciones, seguridad que les garantizaba no sólo la independencia de criterio que necesitaban para obrar, sino muy principalmente la confianza de que no serían molestados ni removidos de sus cargos.

Lo contrario sucede cuando el Ejecutivo directamente, o sus dependencias, están constantemente interviniendo en los asuntos de que conocen los funcionarios del Poder Judicial. Pierden éstos la confianza; por conservar el puesto, se convierten frecuentemente en cortesanos indignos y la administración de justicia deja de ser el último refugio que tienen los ciudadanos para defenderse de las acometidas del Poder Ejecutivo que, en todos los países -pero principalmente, en nuestras democracias criollas- es siempre el más abusivo y el más absorbente.

Ahora bien, no sólo cuando estuve al frente del Poder Ejecutivo seguí esta línea de conducta. Recuerdo que cuando colaboré con el presidente general don Abelardo L. Rodríguez, aproveché su autoridad para impedir semejante ingerencia. Tal cosa ocurrió con motivo de un cuantioso litigio que tocó conocer a la Suprema Corte de Justicia y en el que la Secretaría de Hacienda trataba de intervenir para asegurar derechos del Fisco en materia de impuestos. En esa ocasión acudió a mis oficinas el señor licenciado don Francisco Xavier Gaxiola, secretario particular del presidente para decirme que el primer Magistrado deseaba se suspendiera la discusión de dicho negocio que iba a iniciarse al día siguiente. Inmediatamente me trasladé a Palacio a fin de entrevistar al señor general Rodríguez, a quien di mi opinión en el sentido de que no me parecía prudente hacer ninguna gestión ante la Corte, para impedir que se viera el negocio. A lo cual agregué:

Usted ha sido un presidente respetuoso del Poder Judicial. Me consta que jamás ha tratado de mezclarse en sus funciones, lo que le ha dado un prestigio ante la opinión pública y no quisiera yo que usted incurriese en error tan grave, aún en el caso de que el interés del gobierno resulte defraudado, porque el fallo sea contrario a los intereses fiscales.

La respuesta no se hizo esperar. Fue ésta:

Le agradezco a usted que me haya explicado lo anterior. Efectivamente, di instrucciones al señor licenciado Gaxiola para que lo viera a fin de que hiciera esa gestión ante la Corte; pero sin pensar en la trascendencia del acto, que le suplico no lleve a cabo, pues no deseo faltar a mis deberes como funcionario.

Al día siguiente, la Sala Civil de la Corte falló el negocio dictando una sentencia contraria a los intereses fiscales.

Cuando el señor general Cárdenas resultó electo presidente de la República, me hizo el honor de pedir mi opinión sobre dos puntos importantes de nuestra legislación, a saber:

primero, la inamovilidad del Poder Judicial y, segundo, el arbitraje obligatorio en materia de trabajo.

Acerca del primer tema, le expresé la conveniencia de que, a toda costa, se mantuviese en la Constitución la reforma introducida en el año de 1928, exponiéndole infinidad de argumentos para convencerlo de que no fuese a iniciar ninguna modificación que echara por tierra la conquista lograda. Desgraciadamente, el general Cárdenas no quedó convencido de esa tesis y bien sabido es que uno de sus primeros actos, como presidente electo, fue la reforma constitucional que acabó con la inamovilidad del Poder Judicial.

Afortunadamente, al hacerse cargo del poder el señor general Manuel Avila Camacho, se hizo la reforma constitucional que estableció nuevamente la inamovilidad judicial, pero las designaciones que a partir de entonces se hicieron, no han recaído siempre, como debieran, en abogados merecedores del gran honor de ser designados ministros del más alto tribunal de la República. La determinación tomada por el general Cárdenas para acabar con la inamovilidad del Poder Judicial y el poco escrúpulo que se tuvo durante los siguientes períodos hasta antes del actual para integrar el Poder Judicial, ha traído como consecuencia el desprestigio de la administración de justicia, y a la vista de la triste experiencia de los últimos 25 años, creo que el balance que podemos hacer de nuestra administración de justicia, es el siguiente:

PRIMERO: La opinión pública condena en masa al Poder Judicial del fuero común y lanza los más crueles y a veces justificados anatemas sobre la conducta de muchos de los funcionarios que lo integran.

SEGUNDO: La opinión pública reconoce que hay magistrados incorruptibles en el Tribunal de Justicia del Distrito Federal y ellos son conocidos y encomiados por los litigantes. Sabe, también, que las Cortes Penales están integradas -en su mayor parte- por abogados competentes y honorables. Y reconoce, igualmente, que en los juzgados del orden civil existen jueces que han cumplido con sus deberes; pero señala a muchos de ellos como verdaderos traficantes de la justicia.

TERCERO: La opinión pública reconoce que desde el año de 1935, ha habido algunos ministros que han traficado con la justificia, a quienes se ha acusado de tener bufete abierto a cargo de sus barriletes, que impúdicamente litigan en el Alto Tribunal y en los Tribunales Federales.

Claro que gran parte de la corrupción de que se acusa a los funcionarios de la administración de justicia, se ha debido a la constante intromisión de funcionarios del gobierno o de parientes de esos funcionarios, en los asuntos importantes que se tramitan ante los tribunales.

Es de justicia hacer constar que durante el actual periodo de gobierno que preside el Lic. don Adolfo López Mateos, los tribunales han gozado de absoluta independencia y se han designado para cubrir las vacantes que ha habido a distinguidos jurisconsultos que merecen todo respeto.

A propósito de esta cuestión, yo señalo dos factores fundamentales que han originado, en gran escala, el desprestigio a que desgraciadamente ha llegado la administración pública. Estos dos factores son: la corrupción de gran número de nuestros hombres públicos y la costumbre inveterada, ya convertida en sistema, de muchos de nuestros funcionarios (algunos muy encumbrados) de mentir constantemente en el desempeño de sus funciones.

En cuanto a la corrupción, es uno de los cargos más serios de que no podrán librarse muchos de los hombres de la Revolución. Desde el año de 1915, en que el movimiento constitucionalista se hizo gobierno, la corrupción de numerosos funcionarios del régimen, que hacían grandes fortunas a la sombra de la Revolución, fue señalada por la opinión pública nacional. En 1919, el general Obregón inició su campaña presidencial con un programa en que, franca y valientemente, atacaba al régimen del señor Carranza por las graves inmoralidades a que habían llegado muchos de sus colaboradores.

Al hacerse cargo del poder el presidente provisional don Adolfo de la Huerta, inició una labor de depuración que se continuó durante las administraciones de los presidentes Obregón y Calles.

El general Calles, inclusive, ordenó la destitución de su jefe de Estado Mayor, general José Alvarez, consignándolo a los tribunales correspondientes por el delito de contrabando.

Pero es durante los años de 1936 a 1958 cuando la corrupción en el gobierno reviste los caracteres más graves. Negocios de todas clases, introducción de contrabando en grande escala, se realizaron a la sombra y con la protección de altos funcionarios de la Federación, y como el ejemplo, bueno o malo, cunde rápidamente, en los Estados, algunos gobernadores y funcionarios de menor categoría en las aduanas, en migración y en los ayuntamientos, se convirtieron también en grandes negociantes.

Don Adolfo Ruiz Cortines hizo desesperados esfuerzos por reprimir la inmoralidad, y el presidente López Mateos también ha venido realizando una labor de saneamiento en la administración pública, pero desafortunadamente no se ha logrado todo lo que debiera obtenerse para bien del país.

En el interinato de 14 meses que me tocó desempeñar hice cuanto pude por detener esa creciente ola de inmoralidad de los funcionarios y con orgullo puedo declarar que, por lo menos, mis colaboradores inmediatos, mis amigos íntimos y mis parientes se abstuvieron de patrocinar ninguna clase de negocios. Por desgracia no se pudo evitar que otras personas representativas, acostumbradas al juego de los grandes intereses, lograran lucrar con el favor oficial. Inclusive se cancelaron contratos de obras que se habían dado a personas muy favorecidas por el gobierno anterior y quienes no cumplieron con los compromisos contraídos.

La corrupción en México ha revestido infinidad de formas. Desde las autorizaciones para importar de los Estados Unidos y de Europa, libres de derechos, enormes cantidades de artículos para competir con el comercio legal, hasta las concesiones para juegos de azar en las ciudades fronterizas y el otorgamiento de contratos de construcción de carreteras, de presas, de fraccionamientos urbanos, mercados y edificios, que sin convocatoria se han dado a amigos del gobierno en todas las épocas. En esta forma de corrupción han incurrido algunos ministros y altos funcionarios, en connivencia con coyotes que pululan alrededor de ellos para enriquecerse y, desgraciadamente, en los últimos períodos han salido del gobierno hornadas sexenales de millonarios, que lucen impúdicamente sus riquezas, y algunos de ellos han sido acusados de tener en bancos extranjeros, fuertes depósitos.

Los presidentes Ruiz Cortines y López Mateos desarrollaron esfuerzos eneamiables -más el segundo que el primero- para detener la creciente ola de inmoralidad, pero el mal es tan hondo que no se logró ni se ha logrado acabar con la corrupción administrativa.

Y en cuanto a la detestable costumbre de mentir y prometer lo que no ha de cumplirse, que muchos de nuestros políticos han convertido en sistema de gobierno, es algo que ha ocasionado un mal tanto o más perjudicial que la corrupción. Algunos de nuestros hombres de gobierno creen que ofrecer y no cumplir, mentir a sabiendas, puede ser algo digno y honorable. A la larga, tal sistema contribuye a minar el prestigio del régimen, que poco a poco, y a veces rápidamente, va siendo considerado por la opinión pública como una institución poco seria, a la que no se debe tener consideración ni confianza alguna. Yo creo que nadie tiene derecho a mentir; también juzgo que el funcionario público tiene siempre la obligación de decir la verdad. Cuando no se cumple con esa obligación, vienen el descrédito y el desbarajuste administrativo.

El peor mal que han causado la mentira y la corrupción es el desprestigio de muchos valores de la Revolución. Por eso es urgentísimo que los nuevos hombres que rigen los destinos del país, pongan un hasta aquí a esa creciente ola de inmoralidad y de descrédito que tanto daño ha causado a la República y a la Revolución.

Yo creo sinceramente que el jefe del gobierno que se enfrente con todo valor y con toda energía, con toda sinceridad y con todo patriotismo, a estos dos graves problemas, adquirirá un prestigio inmenso que lo capacitará para gobernar con el aplauso unánime de la nación y podrá legar a la posteridad una sapientísima herencia de civismo, que muy bien puede ser el mejor sistema para gobernar a este gran pueblo.

Respecto de la segunda cuestión que me consultó el presidente Cárdenas, o sea el arbitraje obligatorio en materia de trabajo, le manifesté:

En efecto, al suprimir el arbitraje obligatorio -que, en último análisis, estaba encomendado al representante del Estado en las juntas- éstas quedaron reducidas a simples tribunales de conciliación.

Una de la más lamentables consecuencias de esta innovación ha sido la falta de respeto a la ley y al principio de autoridad, cosa que se ha fomentado y que, desgraciadamente, ha invadido todos los sectores nacionales. Recuérdense los zafarranchos de que han sido teatro las oficinas de las juntas de conciliación, los insultos que los encargados de aplicar la ley han tenido que soportar y que han ocasionado una verdadera regresión en la aplicación de las normas legales en la materia; ya que, no sintiéndose los funcionarios con la suficiente autoridad para hacerse respetar, han tenido que ceder ante las exigencias, a veces injustificadas, de los líderes, para no verse expuestos al cese o a la represalia. Por ese camino, no puede llegarse sino al desprestigio y a la ruina.

Yo creo, pues, que si el presidente de México desea realmente que nuestra administración de justicia se normalice y desempeñe sus funciones con absoluto apego a las normas constitucionales y a los más elementales principios de moralidad, debe seleccionar entre nuestros abogados a los más capaces, a los más probos, y a los más trabajadores para integrar tal poder, ejercer una estricta vigilancia y castigar con energía a los funcionarios que incurran en la más leve inmoralidad. Así se hizo durante la época del presidente Rodríguez, en que me tocó desempeñar el puesto de Procurador General de la República y en que, por iniciativa mía, fueron destituidos dos jueces Menores, dos de Distrito y un magistrado de Circuito, a quienes se les probó plenamente que habían incurrido en responsabilidades, obrándose de acuerdo con el artículo 111 de la Constitución General de la Nación. Aquel remedio enérgico del general Rodríguez bastó para que no se dieran nuevos casos de inmoralidad en los tribunales que funcionaron hasta el día primero de diciembre de 1934.

Pero, también, es indispensable que el Poder Ejecutivo deje al Judicial en la más completa libertad de acción. Que no se entrometa en ninguno de los asuntos que se tramiten en los tribunales, pues la invasión de funciones que frecuentemente hace el Ejecutivo en los demás poderes, es lo que ocasiona que los encargados de administrar justicia se vean inseguros en sus puestos y tengan que doblegarse ante las exigencias de quienes pueden ejercer acción decisiva en su porvenir.

Mano de hierro, energía y resolución para castigar a los traficantes, aun cuando éstos sean políticos influyentes, amigos o personas allegadas al Jefe del Ejecutivo por vínculos de amistad o parentesco, es lo que necesita un presidente si desea que la sociedad no pierda la confianza en el único poder que -sin tener a su disposición elementos materiales para hacerse obedecer- es, sin embargo, el más fuerte, el más respetable, el más digno, cuando lo integran hombres resueltos a impartir justicia desentendiéndose de las bajas pasiones humanas, para dedicarse solamente al cumplimiento de la alta misión que la sociedad les tiene encomendada.

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