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AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA

Emilio Portes Gil

CAPÍTULO OCTAVO

PORTES GIL, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA. SU DOCTRINA Y SU OBRA

NOMBRAMIENTO DEL SEÑOR INGENIERO ORTÍZ RUBIO COMO SECRETARIO DE GOBERNACIÓN
Su entrada a la lucha política. Las candidaturas presidenciales de los señores licenciados Aarón Sáens y Gilberto Valenzuela.


A fines del mes de noviembre de 1928 -días antes de que asumiera yo la presidencia provisional- en uno de los acuerdos que celebré con el presidente Calles, le manifesté que, teniendo el propósito de inyectar nuevas energías al régimen revolucionario, abrigaba el proyecto de que colaborasen conmigo dos hombres que gozaban de indiscutible prestigio y merecimientos: los señores ingeniero don Pascual Ortiz Rubio y don Ramón P. Denegri. Al primero, a quien no conocía sino a través de su vida revolucionaria, deseaba ofrecerle la Secretaría de Gobernación, y al señor Denegri, con quien tenía estrecha amistad desde años anteriores quería encomendarle la cartera de Industria, Comercio y Trabajo. En tal virtud, supliqué al general Calles ordenara a la Secretaría de Relaciones se giraran instrucciones para que los referidos ciudadanos regresaran al país, ya que ambos se hallaban en el extranjero al frente de Misiones Diplomáticas. Fue así como la Cancillería dio órdenes cablegráficas a dichos señores, a fin de que se trasladasen a la República a la brevedad posible.

Es, pues, inexacto que el llamado que se hizo al señor ingeniero Ortiz Rubio tuviese finalidades distintas de las anotadas. La idea de que regresase al país fue mía; el nombramiento que se expidió a su favor, para que ocupase la Secretaría de Gobernación, nadie me la sugirió. El general Calles fue totalmente ajeno a tal designación. Ni siquiera se acordaba del señor ingeniero Ortiz Rubio, y no dejaron de causarle sorpresa este nombramiento y el del señor Denegri, pues con ambas personas había tenido él diferencias fundamentales en épocas pasadas.

Consideré que la designación del señor ingeniero Ortiz Rubio como secretario de Gobernación, sería bien recibida -como en efecto lo fue- por el elemento revolucionario, en atención a que dicho señor había dejado en la República, antes de su salida para Europa, en el año de 1921, una impresión de hombría y de civismo. Su actitud en el año de 1919, cuando desempeñaba la gubernatura de su Estado natal, al oponerse en unión del general Enrique Estrada, gobernador de Zacatecas, a la celebración del indigno cónclave de gobernadores convocado por personas influyentes y amigas del presidente Carranza para designar candidato a la presidencia de la República (cónclave que aprobó la candidatura del señor ingeniero Ignacio Bonillas, embajador de México en los Estados Unidos de Norteamérica, cosa que, quiérase o no, fue la causa determinante de la caída de aquel gobierno y de la muerte del señor Carranza), acreditó al mencionado señor ingeniero Ortiz Rubio como ciudadano celoso en el cumplimiento de sus deberes y como revolucionario valiente y respetuoso del programa político del movimiento social mexicano. Tal circunstancia, unida al propósito que me animaba de hacer una renovación de los hombres que venían gobernando desde el año de 1920, fue lo que me decidió a nombrarle jefe del gabinete presidencial.

Sabía, además, que dicho señor había tenido graves dificultades con los señores Obregón y Calles, cuando desempeñó la Secretaria de Comunicaciones y Obras Públicas en el gobierno del caudillo de Sonora; pero esto mismo fortaleció mi propósito de designarlo, porque revelaba que el hombre no carecía ni de carácter ni de entereza.

Ya para cuando me hice cargo de la presidencia de la República, las labores en pro de los aspirantes a la suprema dignidad del país se habían iniciado con toda actividad y con todo el apasionamiento que nuestros políticos acostumbran en estos casos.

En el mes de octubre de 1928, el presidente Calles hizo una gira por el norte de la República con el objeto de inspeccionar los trabajos de construcción, ya muy avanzados, de las presas Calles, de Aguascalientes, y Don Martín, de Nuevo León. El señor Calles me invitó -desempeñaba yo el puesto de secretario de Gobernación- para que lo acompañara en su viaje y, en uno de los acuerdos que con él celebré, estuvimos cambiando impresiones sobre el problema de la sucesión presidencial, el más importante que le tocaría resolver al pueblo durante el interinato de 1929.

En tal entrevista, le expresé con toda franqueza mi opinión sobre la situación del país y lo que, en mi concepto, debería hacer el gobierno para prevenir los graves trastornos que ya presentía.

- Considero -indiqué al presidente- que las ambiciones del elemento militar, que se cree con mayores derechos para adueñarse de la administración pública, empiezan ya a manifestarse. Escobar, Manzo, Cruz, Aguirre, Topete y otros generales, no desaprovechan ninguna oportunidad para expresar su descontento y aún para lanzar amenazas en contra del orden establecido. Todos ellos fueron obregonistas y parece lógico que el partido obregonista -que, sin duda, es el más poderoso y el único organizado- encauce los trabajos en favor del candidato que represente sus tendencias y satisfaga sus postulados.

- Todo hace suponer -añadí- que el licenciado Aarón Sáenz es la persona en quien se han fijado más las organizaciones obregonistas para las próximas elecciones. Cierto es que Sáenz encontrará oposición entre algunos diputados y senadores, que no lo consideran todo lo radical que sería de desearse en los momentos actuales; pero, habiendo sido el jefe de la campaña del general Obregón, seguramente es el elemento de mayor respeto, ya que representa mayor cohesión para los intereses obregonistas. Yo creo que el gobierno no debe obstruccionar a ninguno de los candidatos que se presenten, aunque sean de la oposición; pero mucho menos debe ver con falta de simpatía a aquel que, en alguna forma, encarna la continuación del régimen y el programa de la Revolución. No quiero decir con esto que se ayude a Sáenz y sí que, dentro de las posibilidades y del decoro democrático, se den facilidades a sus representativos para el encauzamiento de sus trabajos.

El señor general Calles se mostró enteramente de acuerdo con mi opinión y me recomendó que, al llegar a Monterrey, hablara ampliamente con el señor licenciado Sáenz y le sugiriera que obrara con prudencia y serenidad, evitando anticipaciones inconvenientes.

El día 31 del mes de octubre de 1928, cuando regresábamos de Don Martín, tuve una amplísima entrevista con el señor licenciado Sáenz. En ella le expuse, más o menos, lo que dejo anotado, haciendo hincapié, repetidas veces, en el consejo de que era conveniente obrar con serenidad. Le sugerí que dejara correr los acontecimientos, ya que todo indicaba que el tiempo era su mejor aliado y que, entre tanto, continuara gobernando a su Estado con el tacto y la inteligencia con que lo estaba haciendo, sin mostrar inquietud alguna por la campaña presidencial.

Recuerdo que, esa misma noche, conferencié con el general Pérez Treviño sobre la situación, y él convino en que mi manera de pensar era la más conveniente para evitar futuros trastornos al país.

En San Luis Potosí, el general Calles y yo hablamos con el general Cedillo, entonces gobernador del Estado, y quien representaba una fuerza efectiva entre los campesinos. El estuvo también de acuerdo en que, a toda costa, importaba mantener la cohesión del partido obregonista y encauzar las actividades electorales. Nos manifestó, a tal propósito, que en San Luis se habían iniciado ya trabajos en favor del señor licenciado Sáenz, a pesar de que no lo consideraba él como la persona indicada para el momento, dada su ideología un tanto conservadora; pero que creía una necesidad la unificación para evitar que los enemigos se aprovecharan de aquel instante de incertidumbre nacional.

Otros muchos gobernadores, jefes militares, diputados, senadores y líderes políticos -que se hallaban en contacto con sectores de importancia y con grandes grupos de organizaciones políticas, obreras y campesinas- manifestaron francamente su apoyo en favor de la candidatura del licenciado Sáenz.

Sin embargo, algunos connotados revolucionarios, representantes de organizaciones sociales y políticas, como el coronel Adalberto Tejeda, gobernador del Estado de Veracruz; el general Saturnino Cedillo; el general Manuel Pérez Treviño y los diputados Luis L. León, Melchor Ortega y Gonzalo N. Santos, así como otros más, no aceptaron de muy buen grado la postulación del señor licenciado Sáenz. Los tres primeros, porque se les iba una oportunidad por la que venían suspirando, con todo derecho desde hacía algunos años; y los otros porque, en realidad, según ellos mismos lo expresaron, no consideraban que el licenciado Sáenz garantizara los principios avanzados de la Revolución.

Yo he tenido siempre la creencia de que las candidaturas presidenciales, en nuestro país, se incuban en las Cámaras de la Unión, los diputados y senadores son quienes, atentos a las palpitaciones del sentir nacional, toman primero posiciones en toda lucha por el poder presidencial.

Si las Cámaras son, en su mayoría, amigas del presidente de la República, procuran -cuando se aproxima la fecha de sucesión- fijarse en la persona que con mayor lealtad ha servido al jefe del Ejecutivo, creyendo así interpretar sus deseos. Cuando son oposicionistas, escogen al líder que más se ha distinguido por su actitud como oposicionista o distanciado del presidente.

Este es un fenómeno de biología política que se explica por sí mismo y que la historia de los últimos años nos confirma con numerosos ejemplos.

En el año de 1919, las Cámaras, en su mayoría, apoyaron la candidatura presidencial del señor general Obregón no sólo porque su prestigio de caudillo lo revelaba como el hombre más viable para suceder al presidente Carranza, sino porque, de los jefes de la Revolución Constitucionalista era el que más se había significado como refractario a todas las inmoralidades y concupiscencias a que el régimen carrancista había llegado. Las Cámaras, desde el año de 1917, se sentían celosas de la autoridad ejercida por el señor Carranza y, en más de una ocasión, se significaron como anticarrancistas, censurando los errores que venía cometiendo el Gobierno del señor Carranza.

Como consecuencia lógica, al acercarse la sucesión presidencial, en el año de 1920, las Cámaras se fijaron en el general Obregón, por las razones expuestas anteriormente; no obstante que, para su integración, el gobierno del señor Carranza no había omitido esfuerzo alguno a fin de sacar avante a determinados candidatos que, a la hora de la cargada, le fueron desleales.

En el año de 1922, las Cámaras, que eran solidarias con el presidente Obregón, se dividieron en dos bandos; la mayoría, en favor de la candidatura de don Adolfo de la Huerta, y la minoría en favor de la candidatura del general Calles. Se creía que uno y otro disfrutaban de la confianza plena del presidente y ambos grupos se disputaban su amistad; pero, cuando el señor De la Huerta rompió lanzas contra el gobierno, vino la desbandada y el general Calles se quedó con la mayoría cameral, siguiendo a De la Huerta -en su temeraria aventura- sólo una minoría insignificante.

En 1928, la candidatura del licenciado Sáenz surgió en las Cámaras, que eran obregonistas, con toda espontaneidad y, de no ser por los errores que cometió él como candidato -de los cuales nos ocuparemos más adelante-- su elección se habría consumado.

El ejemplo más reciente, a este respecto, es. el del general Cárdenas, cuya candidatura surgió en las Cámaras, que eran callistas -más por temor que por simpatía- porque se pensó, seguramente con razón, que el general Cárdenas era, de los amigos de Calles, el más digno y que, en un momento dado, sería capaz de gobernar a la nación, desligándose de la camarilla que había corrompido al propio general Calles, y aun de enfrentarse a éste, como lo hizo posteriormente.

El asesinato proditorio del presidente electo, general Alvaro Obregón, fraguado en un conventículo y ejecutado por José de León Toral, planteó al país una gravísima crisis. Conjurada esa crisis, surgió, apoyada unánimemente por el obregonismo, la candidatura del señor licenciado Aarón Sáenz. La inmensa mayoría de las organizaciones políticas que dirigían los líderes de mayor prestigio en los Estados, había adoptado ya dicha postulación y gran número de diputados, senadores y gobernadores, con fuerza electoral y social en sus regímenes, la respaldaban.

¿Por qué, entonces, repentinamente, se desvió la opinión de las mayorías revolucionarias hacia otro candidato, que fue el señor ingeniero don Pascual Ortiz Rubio?

La explicación, que considero sencilla, voy a darla a continuación: El señor licenciado Sáenz -que posee, sin duda, virtudes como ciudadano y como revolucionario- no tuvo en aquellos días la habilidad política que necesitaba como candidato presidencial. Confiado por la rapidez de su postulación, que se propagó en todos los sectores revolucionarios, se imaginó que la cosa estaba hecha y no se ocupó ya de disipar las dudas que sobre su personalidad, como candidato de izquierda, se venían insinuando y tomaban cuerpo en la conciencia de los hombres más exigentes del régimen. Así fue como las dudas que dichos hombres abrigaban respecto del señor licenciado Sáenz, fueron tomando cuerpo día a día. Desafortunadamente para el candidato, ocurrían circunstancias que lo hicieron aparecer como hombre de ideas moderadas y carente de los arrestos que se necesitaban para hacer frente a las difíciles situaciones que le tocaría resolver en el siguiente período gubernamental.

A tales consideraciones vino a agregarse un factor más: algunos de los industriales de Monterrey organizaron en el restaurante Chapultepec una convivialidad en honor del distinguido revolucionario. En esa convivialidad se pronunciaron discursos en que se hizo una dura y severa crítica al régimen revolucionario por la actividad que se venía desplegando en la Reforma Agraria y por el proyecto del Código de Trabajo que se había mandado a las Cámaras.

Ante la poco comedida actitud de esos industriales, que ahora han llegado a la insolencia, el señor licenciado Sáenz no hizo ninguna manifestación para justificar al régimen revolucionario y esto, naturalmente, exasperó a los líderes extremistas, que hicieron desde luego una campaña en contra de dicha candidatura; y como el señor ingeniero Ortiz Rubio, llamado por mí para ocupar la Secretaría de Gobernación, desembarcaba en Nueva York, hacia este hombre, que había salido con merecido prestigio del país cuando se enfrentó al presidente Carranza y renunció a la Secretaría de Comunicaciones que desempeñaba durante la administración del general Obregón, se dirigieron las miradas de los inquietos y de los descontentos Del grupo sáencista, y así surgió la candidatura del mencionado señor ingeniero Ortiz Rubio.

Lamentable fue por todos conceptos la conversión que dieron los partidarios del licenciado Sáenz hacia el ingeniero Ortiz Rubio. Lamentable, repito, porque el señor licenciado Sáenz hubiera sido un magnífico presidente y no hubiera tenido lugar la serie de crisis que se operaron durante los dos años y medio que estuvo en el poder el ingeniero Ortiz Rubio, crisis que tanta gastaron la recia personalidad del general Calles.

Pero sin duda que los culpables de esa desbandada de los sáencistas fueron los industriales de Monterrey, que representaban entonces, y siguen representando ya ahora en forma más organizada y más tenaz, a la reacción. Y al hablar de grupos de industriales reaccionarios, no me refiero a la inmensa mayoría de quienes manejan la gran industria regiomontana, que son gentes ajenas a la política, pero desgraciadamente, al hablarse de los reccionarios de la industria en Monterrey, se engloba a todos ellos.

Los representativos del capital, todos de tendencias conservadoras, comentaron en la forma más halagüeña las ideas de franco reaccionarismo vertidas, al calor del champagne, por los magnates de la industria. Desde aquel momento, el entusiasmo de los revolucionarios en favor del señor licenciado Sáenz comenzó a declinar y las ideas, contrarias a dicha postulación, principiaron a robustecerse en la opinión revolucionaria del país; de tal manera que, al llegar a la ciudad de Nueva York el señor ingeniero Ortiz Rubio, los líderes de la política nacional, principalmente los diputados y senadores que tenían influencia en las organizaciones regionales, enfilaron sus miradas hacia aquella personalidad, considerando que podía ser el hombre que reclamaba la situación.

Quienes se fijaron en el señor ingeniero Ortiz Rubio para hacerlo candidato presidencial, sufrieron, sin duda, el mismo error de miopía política que sufrí yo cuando pensé en él para llevarlo a la Secretaría de Gobernación. Creyendo que el Ortiz Rubio de 1929 era el mismo de 1920; tanto ellos como yo nos equivocamos de medio a medio.

Es inexacto que el general Calles haya tenido participación alguna en el cambio de frente que se dio en contra de la candidatura del licenciado Sáenz. El general Calles deseaba sinceramente el triunfo del candidato Sáenz; hizo todo lo que estuvo de su parte para encauzarlo y darle fortaleza; pero, ante la desbandada, prefirió adoptar una actitud de esfinge, que le dio prestigio y autoridad para calmar las impaciencias y apetitos.

El señor ingeniero Ortiz Rubio, que venía con las mejores intenciones de hacerse cargo de la Secretaría de Gobernación, comenzó a recibir en Nueva York insinuaciones de algunos de sus admiradores para que aceptara su candidatura presidencial. Cuando desembarcó en Nueva York, en el mes de diciembre fue agasajado por un numeroso grupo de políticos inquietos, que despertaron en él ambiciones presidenciales; de tal suerte que, al pisar territorio nacional, ya para nadie era un secreto que el mílite de referencia se hallaba dispuesto a convertirse en un factor de importancia en el problema de la sucesión presidencial.

Cuando el señor general Ortiz Rubio llegó a la ciudad de México, de la estación -como él mismo ha afirmado en escritos y declaraciones- se trasladó al Palacio Nacional en donde lo recibí. Tuvimos una larga entrevista. Ya para terminar, como le manifestara yo que, cuando gustara procediera a hacerse cargo del despacho de la Secretaría de Gobernación, él me contestó que, antes de tomar posesión de su puesto, me suplicaba le permitiera ir a Cuernavaca a fin de hacer presentes sus respetos al señor general Calles, para lo cual solicitaba se le facilitara una escolta de 15 ó 20 hombres debidamente equipados.

Le respondí que desde luego podía hacer el viaje, y ordené al coronel José María Tapia, jefe del Estado Mayor Presidencial, que procediera a poner a las órdenes del señor Ortiz Rubio los 20 hombres que solicitaba. No dejó de extrañarme la petición de mi secretario de Gobernación, porque en aquellos días nada anormal ocurría en el camino a Cuernavaca que era transitado diariamente, sin riesgo, por mí mismo, por muchos funcionarios públicos y por miles de particulares; quienes, sin escolta alguna, no éramos molestados en lo más mínimo.

Es inexacto que yo indicara al señor ingeniero Ortiz Rubio que deseaba que antes de rendir la protesta de ley como secretario de Gobernación fuese a Cuernavaca a hablar con el general Calles ... como ha asentado dicho señor en escritos que ha publicado. El fue porque lo creyó así conveniente para los fines que se había propuesto.

La entrevista que celebró el señor ingeniero Ortiz Rubio con el general Calles en Cuernavaca, la conocí al día siguiente por el propio don Plutarco, quien me la relató -más o menos- en los términos siguientes:

- Este -refiriéndose al señor Ortiz Rubio- ya viene picado; ya lo inquietaron los políticos y cree que la patria necesita de él. Como no conoce la situación del país puesto que ha estado ausente de él más de ocho años, le han hecho creer que cuenta con una gran simpatía para figurar en las próximas elecciones.

Continuó el general Calles:

- Como Ortiz Rubio me pidió un consejo sobre lo que debía hacer, le manifesté que este era un problema que a él le tocaba resolver; que yo por ningún motivo deseaba tomar el menor partido en favor de ninguno de los candidatos. Ortiz Rubio trataba seguramente de que yo lo orientara sobre la situación en la que ya había tomado posición y había determinado figurar como candidato.

Tal informe sobre la entrevista Calles-Ortiz Rubio, que me fue proporcionado por el primero, lo consideré entonces y lo considero hoy todavía como indubitable y apegado a la verdad más pura.

De las declaraciones que posteriormente ha hecho el señor ingeniero Ortiz Rubio, se deduce que aceptó su postulación porque el general Calles influyó sobre él para inclinarlo a que tal hiciese. Esto es inexacto y no podrá probado nunca. Yo considero que arrojar sobre el general Calles la responsabilidad de la candidatura presidencial de Ortiz Rubio, no es justo, y don Pascual debería asumir valientemente la responsabilidad histórica de esa determinación. Menos todavía puede achacárseme a mí tal responsabilidad como asienta en su libro Galatea Rebelde a Varios Pigmaliones, el señor doctor José Manuel Puig Casauranc. No niego que por aquellos días la personalidad del señor ingeniero Ortiz Rubio me parecía interesante y con cierta capacidad para desempeñar el puesto de secretario de Gobernación que le conferí; pero ninguna de las gentes que en aquella época actuaron en la política nacional podrá afirmar que yo hice la menor sugestión en favor de dicha postulación. Por el contrario, mi actitud ante la división que se operó entre los dirigentes del Partido Nacional Revolucionario fue de una discreción absoluta, limitándome a recomendar serenidad y calma ante los acontecimientos que se iniciaban. Es más, las organizaciones de Tamaulipas al designar a sus representantes a la convención nacional del partido, les hicieron, por indicación mía, la recomendación expresa de que se abstuvieran de votar en favor de ninguno de los dos candidatos -Ortiz Rubio y Sáenz- hasta en tanto no se definiera cuál de ellos obtendría la mayoría.

Y a propósito del libro escrito por el señor doctor Puig Casauranc, en el que tan duros e injustificados ataques me lanza, quiero declarar desde ahora que sólo me ocuparé de justificarme en aquellas imputaciones trascendentales que me hace y que interesan para el conocimiento de la verdad histórica; pero de ninguna manera me referiré en detalle a todas las falsedades que asienta, en atención a que, habiendo fallecido dicho señor, no quiero que se considere que de tal circunstancia me aprovecho para defenderme; aunque los hombres que han desempeñado cargos públicos de importancia están siempre, aún muertos, sujetos a la crítica de la historia.

Algunos días después de la conversación celebrada con el general Calles, el ingeniero Ortiz Rubio tuvo conmigo una nueva entrevista, en la cual me manifestó que:

... habiendo meditado hondamente sobre las continuas y reiteradas invitaciones que distintas organizaciones sociales y políticas le hacían de todo el país, para aceptar su postulación a la presidencia de la República, se veía en el caso de renunciar a la Secretaría de Gobernación que le había yo ofrecido y que, gustoso, había aceptado anteriormente.

Esto sucedía al final de diciembre de 1928.

En los primeros días del propio mes, se anunció la llegada a México del señor licenciado Gilberto Valenzuela, ministro plenipotenciario en Inglaterra, Desde hacía tiempo, los elementos militares que se consideraban defraudados en sus ambiciones (aunque no en su situación personal, puesto que desempeñaban, desde hacía años, las mejores jefaturas de operaciones) se venían agitando en forma insolente, no desperdiciando ninguna ocasión para mostrar su descontento y para achacar al general Calles y al gobierno provisional una supuesta imposición. Manzo, Topete, Escobar, Cruz y otros más celebraban a diario reuniones que ya casi eran públicas y, en la forma más irrespetuosa, inculpaban al gobierno de estar preparando -en favor del licenciado Aarón Sáenz o del ingeniero Ortiz Rubio- la sucesión presidencial.

Esto dio origen a que el 12 del mes de enero de 1929 ordenara yo al entonces general de división Roberto Cruz, se presentara ante mí en las oficinas del Palacio Nacional.

El general Cruz era jefe de las Operaciones Militares en el Estado de Michoacán y la noche anterior había proferido frases injuriosas en contra mía, en presencia de uno de los oficiales del Estado Mayor Presidencial, quien le llamó la atención instándolo a que se produjera con respeto al hablar del presidente de la República.

Tan pronto como el general Cruz estuvo frente a mí le manifesté:

General, tengo conocimiento de que usted anda en reuniones políticas pronunciando discursos en los que afirma que el gobierno pretende hacer una imposición presidencial. Como no estimo que esta conducta esté de acuerdo con su carácter de militar en servicio activo y como, además, es usted jefe de las Operaciones con mando de fuerzas, he creído conveniente relevarlo del puesto que desempeña, acordando se le conceda una licencia para separarse del ejército y consagrarse a los trabajos políticos que guste.

El general Cruz me contestó:

Señor presidente, no creo que yo estuviese impedido para dedicarme a actividades de índole política, toda vez, que los revolucionarios fuimos a la lucha para que se nos reconocieran todos nuestros derechos. Por ello he estado asistiendo a dichas reuniones, en donde, efectivamente, he hecho uso de la palabra.

- Precisamente -le respondí- para que pueda usted dedicarse con toda libertad a la campaña política, es por lo que he creído procedente relevarlo del puesto que viene desempeñando en el Estado de Michoacán, y concederle una licencia a fin de que no incurra usted en la falta prevista por la Ordenanza General del Ejército, que usted debe conocer. Para tal efecto, ya he girado instrucciones telegráficas al señor general Lázaro Cárdenas, gobernador del Estado de Michoacán, a fin de que se haga cargo de la Jefatura de Operaciones.

El general Cruz, cambiando su tono agresivo por otro respetuoso, me suplicó revocara la orden dada, prometiéndome no mezclarse ya en aquellos asuntos.

Le contesté que semejante cosa no era posible y que si, para evitar una situación penosa y seguramente mayores trastornos creía él que decorosamente podría aceptar una comisión de carácter militar en el extranjero, con todo gusto estaba a sus órdenes para ayudarlo. El general Cruz rehusó el ofrecimiento y se despidió de mí para presentarse a la Secretaría de Guerra.

Al fracasar la rebelión escobarista, el general Cruz se refugió en la sierra de Chihuahua, y su muy distinguida y respetable esposa, por conducto de una íntima amiga de ella, solicitó la recibiera. En la entrevista me pidió que le otorgara a su esposo un salvoconducto para salir a los Estados Unidos, pues temía que el general Calles, al ser aprehendido, lo mandara fusilar. Atendí con todo gusto la solicitud de la señora Cruz, y así pudo salir dicho señor del país.

Es indudable que el general Cruz había sido uno de los soldados más valientes del Ejército Constitucionalista. Al lado del general Obregón obtuvo la mayor parte de sus grados, y en la memorable batalla de Ocotlán, librada contra las fuerzas rebeldes del general Enrique Estrada, se distinguió por su bravura, derrotando a los infidentes.

La insolencia de los jefes militares a que me referí anteriormente, crecía de día en día. Por otra parte, no era cosa nueva. Se había iniciado desde el momento mismo del asesinato del general Obregón. Pero como hasta entonces no habían encontrado al hombre que necesitaban para dar una bandera a su causa, la llegada del señor licenciado Gilberto Valenzuela, persona de clara inteligencia y de limpios antecedentes políticos, los alentó sobremanera. Cuando el licenciado Valenzuela desembarcó en Veracruz, se encontraban ya en el puerto comisiones de políticos que le enteraron de la situación.

Los señores licenciado Antonio Díaz Soto y Gama y Aurelio Manrique se habían convertido en apasionados opositores al régimen. ¡Ellos, que habían sido los iniciadores en las Cámaras de la Unión, de mi elección como presidente provisional!

La causa de esa oposición se debió, según ellos, a que seguía yo cultivando con el general Calles la vieja amistad que nos unía desde hacía 15 años y que, conforme he explicado en párrafos anteriores, creía conveniente para no dar el triste espectáculo que se ha dado en México de que la lealtad es una palabra vana y la dignidad humana una expresión sin sentido. Por otra parte, aquella amistad fue siempre a base de respetuo mutuo, porque consideré que el general Calles -cuyo período presidencial había significado para México la implantación de una política progresista- era un factor de colaboración honesta, por las relevantes dotes que tuvo como estadista y como gobernante.

Por esto Soto y Gama y Manrique -ambos respetables como luchadores e idealistas- me hicieron blanco de sus ataques y se dieron a la tarea de agitar apasionadamente el ambiente nacional, en aquellos días de tragedia. Pero ¿cómo iba yo a plegarme a sus pretensiones? .¡Si apenas tenía un mes de estar gobernando el país en medio de la conmoción provocada por el clero católico que mantenía en pie de guerra a más de 30,000 hombres en el territorio nacional! ¿Cómo iba yo a desligarmé de los hombres que representaban sentido de responsabilidad, experiencia y patriotismo, para unirme a los descontentos irresponsables que, en su larga vida política, no han hecho otra cosa que sembrar desorden y odio, agitación y desbarajuste? Para nadie que piense rectamente hubiera constituido un dilema la situación que se me presentó en aquellos días.

Yo fui leal a mis principios; cumplí con mi deber como hombre público; medi a la tarea de fortalecer el poder, con actos que significaban respeto y buena fe. Otros, los militares ambiciosos, azuzados por los agitadores fracasados, fueron quienes provocaron la tragedia del 3 de marzo de 1929, que ocasionó una nueva vergüenza para nuestra patria.

Hasta los días en que llegó a Veracruz el señor licenciado Valenzuela, la agitación no había pasado de las calles céntricas de la ciudad de México, en la cual no es difícil, para cualquier descontento, reunir tres o cuatrocientos curiosos y gritones. La bandera que faltaba la encontraron los descontentos en el propio licenciado Valenzuela. Este procedió, en sus primeros actos, con actitud caballerosa y de buena fe. Pero, paso a paso, a medida que el ambiente de las reuniones a que concurría se caldeaba con los discursos de los agitadores y tomaba carácter de provocación cuartelaria merced al brillo de los entorchados militares, a quienes se había empezado a llamar al orden, se iba operando en dicho jurisconsulto -que ya tenía algunos años de estar fuera del país- un cambio que lo precipitó en la oposición.

Recuerdo que, el día 20 del mes de diciembre, tuvo conmigo una entrevista para darme cuenta de su misión diplomática. Lo encontré sereno y ecuánime al comentar la situación nacional, expresándome que él, para entrar a la lucha política, necesitaba, antes que nada, convencerse de que había una seria corriente de opinión a su favor.

Después, platicó una o dos veces con el general Calles. Entiendo que tales conversaciones fueron cordiales; pero, cuando celebró conmigo la segunda entrevista, venía ya algo apasionado en contra del general Calles, a quien achacaba propósitos imposicionistas. El licenciado Valenzuela no salía del medio de los descontentos y no oía otros discursos que los de los señores Soto y Gama, Manrique y Topete. Sin embargo, yo le expuse con toda amplitud cómo veía el panorama de la República; insistí en que aquellas gentes no representaban la opinión nacional, ni mucho menos a las masas campesinas y obreras, a las que siempre habían agitado sin beneficio alguno y que, en cuanto a los militares, sólo un número muy reducido de divisionarios insatisfechos deseaban envolver al país en una nueva asonada.

Yo creo -le expuse- que si esto ocurre, en unos cuantos meses salvaremos la situación. No le beneficia a usted, compañero Valenzuela, seguir con este grupo de descontentos. Usted es un hombre de porvenir y quizá le convenga esperar.

Cuando creí haber convencido al licenciado Valenzuela de que no se dejara llevar por las bajas pasiones de aquellas gentes sin responsabilidad, le invité a que aceptara la designación, que pensaba hacer en su favor, como ministro de la H. Suprema Corte de Justicia de la Nación, cuya integración se efectuaba en aquellos días. Y agregué:

La oportunidad que tiene usted en este puesto no debe desaprovecharla; además, pienso integrar todos los, Tribunales Federales y del Fuero Común, pero principalmente la Corte, con los jurisconsultos más competentes y honorables que hay en la República. Usted, sin duda, hará honor a la lista que estoy formando.

Al hablar de esta manera al señor licenciado Valenzuela y al pintarIe la difícil situación porque atravesaba la nación después del asesinato del general Obregón, le manifesté:

Al hacerme cargo de la presidencia provisional no me ha guiado otro propósito que servir patriótica y desinteresadamente al país en momentos de prueba, pensando que el puesto que desempeño, más que una satisfacción para mí, representa sacrificios sin cuento que estoy resuelto a afrontar. Usted sabe, compañero Valenzuela, que en nuestra historia pocos civiles hemos llegado a la presidencia y creo que tengo derecho para pedir a todos los mexicanos, y especialmente a los amigos que disponen de alguna influencia en la política nacional, que me ayuden a salir airoso de tan, dura misión, seguros de que no defraudaré jamás la confianza que en mí se ha depositado.

Como el licenciado Valenzuela me expresara sus temores en el sentido de que creía que el general Calles estaba obrando mañosamente y pretendía imponer su capricho en el futuro de México, para lo cual estaba desarrollando trabajos tendientes a llevar a la presidencia de la República a un incondicional suyo, le contesté:

Aún así, de ser cierta tal maniobra, que yo repruebo de antemano, juzgo que la manera como está procediendo el grupo oposicionista, encabezado por Topete, Escobar, Cruz y otros militares, no es la adecuada, pues por lo que, ya se está manifestando, tal grupo, francamente, de lo que trata es de ir a un movimiento armado.

Añadí que mi manera de ver las cosas difería de su opinión y que, si las gentes que con él estaban y que tenían el propósito de postularlo, llevaban a cabo trabajos dentro de un ambiente de cordialidad, yo les otorgaría toda clase de garantías, con lo que me ayudarían eficazmente a contrarrestar la influencia, que él llamaba perniciosa, del general Calles.

No creo, agregué, que el camino de la rebelión, con que ya amenazan al gobierno, sea el indicado: eso los llevará al fracaso en muy poco tiempo.

El señor licenciado Valenzuela, con quien me ligaba entonces una vieja y leal amistad, me pidió que le diera tres días para pensar acerca del ofrecimiento que le hice de nombrarlo ministro de la Suprema Corte de Justicia, que de veras me agradecía y que, pasado ese tiempo, vendría personalmente a comunicarme su aceptación o su renuncia.

En efecto, no habían transcurrido los tres días que me había puesto de plazo, cuando solicitó nuevamente una entrevista conmigo, en la que me expresó que, con toda pena se veía en el caso de no aceptar el puesto de ministro de la H. Suprema Corte de Justicia de la Nación, que yo le había ofrecido, pues los compromisos que ya había adquirido con sus partidarios le obligaban a admitir su postulación.

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