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AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA

Emilio Portes Gil

CAPÍTULO SEXTO

INICIACIÓN DE LA OBRA CONSTRUCTIVA DE LA REVOLUCIÓN

LA SUCESIÓN PRESIDENCIAL EN AL AÑO DE 1924
Conversaciones entre los señores Generales Calles y De la Huerta.


En los primeros días del mes de enero de 1923, el señor general Calles, secretario de Gobernación, me hizo conocer un acuerdo del presidente Obregón en virtud del cual se me nombraba procurador general de la República, para suplir al señor licenciado don Eduardo Neri, que había renunciado. Manifesté al señor general Calles que yo no podía aceptar dicho puesto, en virtud de no tener la edad constitucional para desempeñarlo, ya que se necesitaban 35 años y yo no tenía más que 31.

¿Quién le pregunta a usted la edad? -me dijo el general Calles.

- Mi deber es decírselo a usted, porque no quiero ocupar un puesto violando la Constitución.

Días después expresé lo propio al general Obregón, quien me felicitó por la sinceridad con que había obrado, cosa rara en nuestro medio político, dijo el presidente.

En otra ocasión, el general Calles me manifestó que me había propuesto con el presidente para ocupar la Subsecretaría de Gobernación, que había dejado vacante el señor licenciado don José Inocente Lugo.

Manifesté al general Calles que le agradecía mucho esa distinción, pero que le suplicaba eximirme de ocupar ese puesto, pues yo deseaba continuar mi carrera política en el Parlamento, que es, le dije, donde se hace una carrera política, y no quiero fracasar tan pronto. Deseo aprender un poco más antes de llegar a un cargo de tanta responsabilidad, y considero que seré más útil en la Cámara.

No dejó de molestarse el general Calles por mi decisión, pues deseaba mi colaboración en aquellos momentos tan difíciles.

También recuerdo que con motivo de las Fiestas del Centenario de la Independencia, en 1922, el señor licenciado don Aarón Sáenz, entonces subsecretario de Relaciones Exteriores, me llamó a su despacho para manifestarme que el presidente se había fijado en mí para que encabezara la misión que debía recorrer los países centroamericanos: Panamá, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Venezuela, Nicaragua, Honduras y Colombia, con el fin de agradecerles su participación en nuestras fiestas centenarias.

Agradecí al ministro Sáenz esa distinción, y le supliqué expresar al general Obregón mi reconocimiento, pero también le rogué excusarme de aceptar tal comisión por tener que atender mi campaña de diputado a la XXIX Legislatura.

La campaña que realicé en Tamaulipas para llegar a obtener la credencial como diputado a la XXIX Legislatura, fue azarosa. El gobernador del Estado, que era mi distinguido amigo el señor general César López de Lara, por motivos de conveniencia política del grupo que se había formado a su alrededor, auspició francamente la candidatura del licenciado Luis Ramírez de Alba, por el distrito de Tampico. El apoyo que recibí de los organismos obreros y del pueblo de la región, fue unánime. Sin embargo, la lucha fue sangrienta; la policía cometió los peores atropellos contra mis partidarios, hubo reyertas callejeras en que perdieron la vida algunos de ellos. Recuerdo entre otros al mayor retirado Ignacio Chávez, que fue muerto por el comandante de la Policía, Guadalupe Argueta, quien también recibió un balazo en los momentos en que algunos de sus policías nos atacaban en una manifestación en los altos del mercado. El apoyo del pueblo de Tampico fue tan grande y tan entusiasta, que llegamos a desarmar a un gran número de gendarmes y a posesionarnos de una de las demarcaciones de policía.

El Ayuntamiento era impotente para ejercer su autoridad y nuestros hombres, a pesar del lujo de fuerza policiaca que se desplegó en Tampico, todas las casillas electorales quedaron en poder de mis partidarios.

Yo sentí más que nadie aquel distanciamiento con el general López de Lara, con quien había colaborado en la ruda campaña política que iniciamos en el año de 1917, en contra de la candidatura del señor general don Luis Caballero, que tenía a su disposición toda la fuerza política y militar en el Estado. Afortunadamente, años después, el general López de Lara y yo reanudamos nuestra antigua amistad.

La lucha en la Cámara fue aún más reñida. El presidente del Partido Cooperatista Nacional, Jorge Prieto Laurens, que contaba con la mayoría, se empeñó en hacer triunfar la credencial de mi contrincante, no obstante que mi elección había sido apoyada por más del 90% de los votantes.

El Partido Cooperatista Nacional, al que yo pertenecía y del que fui presidente un año después, había adquirido la hegemonía en las Cámaras gracias a la lucha que habíamos librado en contra del Partido Liberal Constitucionalista, lucha que encabezamos el formidable batallador y tribuno Luis L. León, los incansables luchadores Felipe Carrillo Puerto, Antonio Díaz Soto y Gama, Aurelio Manrique, Jesús Z. Moreno y Luis N. Morones después de unificar a los grupos minoritarios cooperatistas laboristas y socialistas, para ganar la Permanente.

Las sesiones en la Cámara eran tumultuosas, pues desde un principio se vio claramente que yo contaba con la mayoría de los diputados.

Las juntas del bloque se prolongaron por dos largos meses hasta que al fin, al discutirse en sesión de cámara mi credencial, y después de una batalla parlamentaria en que tomaron la palabra Luis L. León, Aurelio Manrique, Antonio Díaz Soto y Gama y otros oradores de aquella legislatura, la asamblea, por unanimidad, aprobó mi credencial.

La XXIX Legislatura tuvo importancia histórica extraordinaria, y fue fecunda en su labor legislativa.

Se perfilaban ya dos tendencias hacia la elección presidencial: una en favor del general Calles y la otra en favor de don Adolfo de la Huerta.

Ya para fines de 1922 se iniciaron trabajos subterráneos en favor de esos distinguidos sonorenses.

Me tocó estar presente en varias entrevistas que los señores De la Huerta y Calles sostuvieron cuando ya no podían excusarse de hablar respecto de quién de los dos debía figurar como candidato de la Revolución. Recuerdo que por el mes de marzo de 1923, en los momentos en que llegué a la Secretaría de Gobernación, salía el general Calles por la escalera privada, y al saludarme, me tomó del brazo diciéndome:

Venga conmigo, voy a ver a Adolfo a la Secretaría de Hacienda. Ya en el automóvil, agregó: Ya no debemos mantener la incertidumbre que hay entre los amigos y las organizaciones obreras y campesinas, y voy a definir de una vez por todas mi situación. Me siento enfermo y deseo ir a curarme a los Estados Unidos; Voy a decirle a Adolfo que tiene toda mi simpatía y todo mi apoyo para que él sea el candidato presidencial.

Tan luego como llegamos a la Secretaría de Hacienda fuimos introducidos a un privado que existía en la planta baja. Traté de dejarlos solos, pero ambos me dijeron: No se retire usted, puede oír lo que vamos a platicar.

Y acto continuo, el general Calles se expresó de la siguiente manera:

Adolfo, vine a verte para que definamos la situación en que se nos está envolviendo. La inquietud entre nuestros amigos es cada día mayor y con nuestra indecisión estamos perjudicando al gobierno del general Obregón. Quiero manifestarte que tienes toda mi simpatía y todo mi apoyo para que figures como candidato a la próxima elección presidencial. Yo me siento sumamente enfermo y no podría resistir una campaña que habrá de ser dura y penosa. Además, quiero ir a Rochester para atenderme de las dolencias que me aquejan y que ya no soporto.

El señor De la Huerta contestó:

Por ningún motivo acepto lo que me pides; el candidato tendrás que ser tú y yo seré el jefe de tu campaña. Los males que me dices tener son ligeras molestias y pronto estarás curado. Con que prepárate, yo haré terminantes declaraciones a la prensa de México y del extranjero, renunciando a cualquier pretensión de mis amigos, a quienes exhortaré para que se sumen a tu postulación.

Sobre el mismo tema se siguió hablando durante más de una hora, sin llegar a ningún acuerdo; pues tanto el general Calles como el señor De la Huerta se sostuvieron en sus puntos de vista. Nos retiramos y acompañé al ministro de Gobernación a su despacho en las calles de Bucareli.

En otra ocasión estuvimos presentes en una conversación de los mismos grandes revolucionarios, mi querido amigo el señor ingeniero Luis L. León, que desempeñaba el puesto de subsecretario de Hacienda y yo. El resultado de la plática, igual que las anteriores: de parte del general Calles el mismo desprendimiento, la misma generosidad. De parte del señor De la Huerta, la renuncia absoluta a cualquier pretensión para ocupar la primera magistratura del país.

Los meses que siguieron fueron de gran agitación parlamentaria. Los miembros del Partido Nacional Cooperatista, que sumábamos el 85%, comenzamos a dividirnos. La mayoría simpatizaba con el señor De la Huerta. Con el general Calles estaban los laboristas, encabezados por Luis N. Morones; los agraristas, que reconocían como jefe a Antonio Díaz Soto y Gama; los socialistas, que se agrupaban en torno de Felipe Carrillo Puerto, con las diputaciones de Yucatán y Campeche, y más de la tercera parte de los cooperatistas, que encabezábamos el que escribe, Luis L. León, Romeo Ortega, Candelario Garza, Jenaro V. Vázquez, Gilberto Fabila y Apolonio Guzmán.

Las pláticas entre el general Calles y el señor De la Huerta continuaron sin llegar a una solución satisfactoria. A veces en ellas estuvimos presentes, además de Luis L. León y el que escribe, el general Francisco R. Serrano, Froilán C. Manjarrez, y Juan de Dios Bojórquez, y siempre los dos posibles candidatos se sostenían en sus puntos de vista. El señor De la Huerta en lo particular siempre nos manifestó, enfáticamente, su propósito de no figurar como candidato presidencial y de estar resuelto, inclusive, a abandonar el país si se insistía en que él aceptase la postulación.

El general Calles a su vez nos manifestaba que él estaba enfermo, que no podía resistir la campaña y que teníamos que convencer al señor De la Huerta para que aceptase la candidatura. En las Cámaras la agitación era cada día más creciente. Sin embargo, los diputados y senadores deseábamos que hubiera entendimiento entre aquellos dos hombres y unidos desarrollábamos todos los esfuerzos necesarios para evitar una división. Juan Manuel Alvarez del Castillo, Froilán C. Manjarrez y otros distinguidos simpatizadores del señor De la Huerta, Luis L. León, Romeo Ortega, el general Francisco R. Serrano, Candelario Garza y yo, platicábamos frecuentemente y llegábamos a la conclusión de que a toda costa era indispensable mantener la unidad entre aquellos dos grandes valores de México.

De todo lo expuesto informábamos al presidente Obregón, quien estaba inclusive al tanto de lo que trataban el general Calles y el señor De la Huerta, y a medida que el tiempo avanzaba, el general Obregón siempre nos manifestaba que el general Calles y el señor De la Huerta deberían ponerse de acuerdo, pues para la Revolución y para él, en lo personal, cualquiera de los dos sería un buen candidato.

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