Índice de Autobiografía de la Revolución Mexicana de Emilio Portes GilCAPÍTULO V - La Revolución Constitucionalista - El asesinato del presidente CarranzaCAPÍTULO VI - Iniciación de la obra constructiva de la Revolución - Elección del General Álvaro ObregónBiblioteca Virtual Antorcha

AUTOBIOGRAFÍA DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA

Emilio Portes Gil

CAPÍTULO SEXTO

INICIACIÓN DE LA OBRA CONSTRUCTIVA DE LA REVOLUCIÓN

EL EJÉRCITO NACIONAL


En relación con la política electoral, es indispensable también hacer un análisis de las circunstancias que han privado en el ejército nacional a través de los últimos 45 años de regímenes revolucionarios. En México, como en la mayor parte de los países de nuestra América Latina, que tan propicio campo han brindado para el florecimiento de las dictaduras criollas, el ejército ha sido siempre un factor decisivo en la política. Por esto me propongo analizar, en el presente capítulo, la actuación de nuestro instituto armado en las sucesiones presidenciales de los últimos cinco lustros.

Para nadie que haya actuado en la política nacional es desconocida la situación en que se encontraba el ejército antes del año de 1920, cuando aún gobernaba el país el presidente don Venustiano Carranza. Quizá por el cansancio que en el antiguo primer jefe del Ejército Constitucionalista se operó -como consecuencia, creo yo, de las decepciones y amarguras que en su espíritu habían producido las tormentosas luchas intestinas de que fue teatro nuestro territorio nacional durante los años de 1913 a 1920-, lo cierto es que el señor Carranza, ya para esa época, seguramente bajo la presión de algunos de los hombres que lo rodeaban y que se habían enriquecido con negocios ilícitos, se había convertido en un dictador a la antigua usanza, sin más freno que su propia idiosincrasia de hombre honesto a carta cabal. La mayor parte de sus colaboradores, con honrosísimas excepciones (don Rafael Nieto, Cabrera, Pastor Rouaix, el general Calles, Roberto V. Pesqueira, el general César López de Lara, el general Enrique Estrada, Roque su hermano, entre otros) secundaban ciegamente la política de obstrucción a cuanto significara esfuerzo en pro de los ideales del movimiento social mexicano. En materia agraria la administración central se oponía sistemáticamente a que se satisficiera el ansia de los pueblos que pedían dotación o restitución de tierra. Se expidió, inclusive, un decreto el 28 de septiembre de 1916, que quitó a los gobernadores de los Estados la facultad para resolver las solicitudes y hacer entrega provisional de las tierras dotadas. La estadística nos revela que, durante los cinco años hábiles de 1915 a 1920 en que desempeñó la suprema magistratura del país el señor Carranza, apenas se resolvieron 261 expedientes definitivos y se dotaron 225,849-36-65 hectáreas, cifras que demuestran muy elocuentemente la inactividad de aquel régimen en renglón tan importante de la política nacional.

En cuanto a trabajo y previsión social, la lenidad del régimen fue aún más palpable. El derecho de huelga se desconocía; cuando estallaba algún movimiento, no era raro que la fuerza federal interviniera para someter a obreros y obligarlos a reanudar sus labores, aun a riesgo de sacrificios que costaron vidas y derramamiento de sangre. Para no citar sino tres casos me referiré a la huelga de maestros que estalló en el año de 1918, en el Distrito Federal, que originó varios trastornos; huelga que fue desbaratada por esquiroles apoyados francamente por las autoridades de la Federación, y por fuerzas armadas; a la huelga de electricistas de la ciudad de México, que motivó que se pusiera nuevamente en vigor la Ley de 25 de enero de 1862, que castigaba con la pena de muerte a los trastornadores del orden público. El líder de ese movimiento, Ernesto Velasco, fue sentenciado a la pena capital e indultado; y al movimiento de los trabajadores de la Compañía Refinadora Pierce Oil Corporation, del puerto de Tampico, que dio lugar a un paro general en la región petrolera, en el mes de abril de 1919, paro que fue contrarrestado por fuerzas federales a las órdenes del general Ricardo González V., jefe de la guarnición del citado puerto. La acometida que un piquete de caballería, que mandaba el mayor Martínez Cuadras, hizo sobre los obreros que celebraban un mitin en la plaza de la Libertad, costó la vida a dicho jefe militar, quien fue apuñaleado en los momentos en que trataba de romper el movimiento, y la de cuatro obreros que defendían a sus compañeros, amén de multitud de heridos y golpeados.

Las propias autoridades militares de Tampico, por órdenes del presidente Carranza, dispusieron la deportación de 17 trabajadores, del profesor Juan Gual Vidal y del que esto escribe. Para tal efecto, fuimos transportados en un vagón-porquero, al que jalaba una máquina especial con una fuerte escolta de matadores de hombres, a la ciudad de Chihuahua, en cuya penitenciaría estuvimos recluidos, no sin haber sido objeto, durante todo el camino, de las más inicuas vejaciones por parte de las autoridades civiles y militares de los lugares por donde tuvimos que pasar. Todo ello, a pesar de la serie de amparos y de enérgicas órdenes de suspensión dictadas por los jueces de Distrito de Tampico, San Luis Potosí, Aguascalientes, Torreón y Chihuahua.

En los demás aspectos del problema del trabajo, no pensaron los funcionarios del gobierno, no obstante las tumultuosas manifestaciones obreras que demandaban la reglamentación del artículo 123 de la Constitución, en dictar disposiciones para su reglamentación y a pesar también de los esfuerzos que Felipe Carrillo Puerto, Antonio Díaz Soto y Gama, José Siurob, Luis L. León, Juan de Dios Bojórquez, Francisco J. Múgica y el suscrito, miembros de los partidos Socialista y Agrarista, hicimos constantemente para que se procediera a estudiar la legislación del trabajo, llegando inclusive a presentar varios proyectos sobre la materia.

En cuanto a elecciones y respeto al voto público, el gobierno del señor Carranza empleó todos los métodos imaginables para burlar el sufragio en los Estados. Así vimos cómo, a pesar de las fuertes corrientes de opinión con las que contaban los candidatos independientes, amigos muchos de ellos del Presidente, resultaban electas gentes sin popularidad, llegándose en muchos casos a la franca intervención de las fuerzas federales, como sucedió en Tampico, en las elecciones de poderes locales en el año de 1919, cuando el coronel Carlos S. Orozco tomó las casillas electorales, seguido de gran número de soldados provistos de ametralladoras. De esto fueron testigos todos los habitantes del puerto.

Pero, ¿a qué decir más? Si la nación entera presenció el triste espectáculo de la imposición que el gobierno de entonces pretendió hacer de la candidatura presidencial del señor ingeniero don Ignacio Bonillas, para cuya finalidad se recurrió a todos los procedimientos imaginables de arbitrariedad. De no haber sido por la entereza y valor que el candidato presidencial independiente, general Alvaro Obregón, opuso a semejantes procedimientos (lo que le conquistó el apoyo de la inmensa mayoría de la nación y del ejército), el gobierno hubiera logrado consumar tal imposición. Sin duda, todas esas claudicaciones contribuyeron al desprestigio de aquel régimen, que ya se había hecho insoportable para la nación, la cual ansiaba un cambio de gobierno, cualquiera que éste fuera.

Pero lo que contribuyó más a hacer impopular aquella administración, fue la política que siguió en contra de la libertad de prensa. Quienes fuimos actores de aquellos acontecimientos, recordamos cómo los periodistas independientes eran encarcelados, y obligados a emprender humillantes viajes de rectificación, a zonas en que los rebeldes hacían frecuentes incursiones. Entre los periodistas deportados figuraron Leopoldo Zamora Plowers, Mariano Ceballos, Agustín Arreola Valadés, José Rangel, René Capistrán Garza, Benjamín Vargas Sánchez, Francisco Sánchez Marín, Daniel R. de la Vega; el profesor Juan Gual Vidal y el autor fuímos conducidos a Chihuahua. Francisco Barrera Peniche fue fueteado por un alto jefe militar, y Vicente Villasana, director de El Mundo, y el Lic. Federico Martínez Rojas, director de El Diario, de Tampico, fueron bárbaramente golpeados en ese puerto por el esbirro coronel federal Carlos S. Orozco.

En cuanto al ejército nacional, es necesario recordar que hasta antes del triunfo de la revolución de Agua Prieta, las jefaturas de Operaciones eran verdaderos feudos en los que los generales disponían a su antojo de vidas y de haciendas. Las quejas que llegaban a la presidencia de la República eran echadas al cesto de los desperdicios y quienes se atrevían a protestar por algún acto arbitrario resultaban víctimas del funcionario que se consideraba lastimado por la protesta. Así presenciamos actos bochornosos de encarcelamientos, secuestros, atropellos sin cuento y deportaciones inhumanas a lugares de peligro. Y así vimos, también, cómo enormes extensiones del país -que abarcaban 4 o 5 Estados- quedaban bajo la jurisdicción de algún jefe militar de prestigio, que disponía a su antojo de un territorio en el que le estaban subordinadas, inclusive, las autoridades del orden civil, que cuando se oponían a su mandato eran barridas sin consideración.

Con un ejército así, fácil es comprender el porqué del levantamiento, o huelga del ejército, como atinadamente la llamó don Luis Cabrera, casi unánime, que en el año de 1920 se operó en contra del presidente Carranza. Las fuerzas se movían a la primera indicación del jefe que las mandaba. Por eso el general Obregón, que fue el caudillo más fuerte de la revolución constitucionalista, pudo apoderarse de la situación en escasas 72 horas. Al estallar el movimiento de Agua Prieta, la mayor parte de los generales -que eran obregonistas- no vacilaron en seguir el camino que su jefe les había marcado desde meses antes; no obstante que, por parte del gobierno, los jefes se debatían inútilmente en llamamientos al cumplimiento del deber y de la lealtad; llamamientos que no hicieron ninguna mella en el recio espíritu militar de los obregonistas. Pudo más, en ellos, el afecto al candidato que los había llevado a la victoria en multitud de ocasiones y que, además, para ellos representaba la defensa del ideal democrático que pretendía mancillar el presidente Carranza con la imposición del señor ingeniero Bonillas. La disyuntiva fue grave para el ejército; pero la lealtad a los principios revolucionarios que simbolizaba Obregón se impuso, por encima de la sumisión a un presidente que, a toda costa, trataba de llevar adelante un capricho imposicionista, fraguado por el grupo de sus íntimos para salvar sus intereses personales.

Pero en honor a la verdad, debemos reconocer que el presidente Carranza jamás se manchó con crimen alguno, ni con lucro de ninguna naturaleza. Fue un hombre honesto a toda prueba y cualesquiera que hayan sido sus defectos, no podemos negarle las grandes virtudes que tuvo como ciudadano y como estadista.

Al triunfo de la revolución de Agua Prieta, la nación recobró su tranquilidad. Más de 30 mil hombres, que se hallaban levantados en armas en los Estados de Michoacán, Guerrero, Colima, Puebla, Chihuahua, Tlaxcala, Tamaulipas y algunos más, se sometieron al nuevo orden de cosas. Nadie podrá quitarle a don Adolfo de la Huerta, que desempeñó la presidencia provisional durante los meses de mayo a diciembre de 1920, el mérito de haber encauzado a la nación nuevamente por el sendero de la paz orgánica, ni mucho menos regatearle el honor de haber abierto los cauces de la Revolución estancada, que vio garantizados sus más anhelados principios el día en que aquel hombre probo se hizo cargo del poder. Fue entonces cuando se inició la reorganización del ejército y cuando empezó a sentirse la mano enérgica del gobierno, que, sin consideración alguna, trataba de imponer el orden en toda la República.

Al hacerse cargo del Ejecutivo el general Obregón, el día primero de diciembre de 1920, continuó con mayor energía la reorganización del ejército. Ya el gobierno federal tuvo la autoridad necesaria para obligar a los jefes a mandar a sus subalternos, y los militares, sin distinción de categorías, comenzaron a sentir que había una dirección central a la que estaban en el deber de obedecer. Los desórdenes y escándalos, que se cometían a granel, y sin miramiento alguno, fueron reduciéndose a una mínima expresión, y bastaron sólo algunas medidas de carácter disciplinario para que la Nación viese cómo el ejército, de amenaza constante que fuera hasta el año de 1920, se veía transformado en su mejor guardián bajo la hábil dirección del presidente Obregón. La consecuencia de las reglas de energía y moralidad que en el ejército implantó después el general Calles, por conducto de su hábil colaborador en este ramo, señor general de división don Joaquín Amaro, secretario de Guerra y Marina, se hizo sentir en todo el territorio nacional. Los jefes de operaciones, que antes disfrutaban de grandes cantidades de dinero, para gastos extraordinarios, vieron que tales cantidades quedaban reducidas a modestas sumas: las indispensables para las necesidades de sus funciones. Su poder, que antes de 1920 era casi omnímodo -y que había ido disminuyendo durante la gestión del general Obregón-, quedó circunscrito, durante el régimen del general Calles, exclusivamente a sus funciones de carácter militar. A esta acción organizadora se debe, sin duda, que los cuartelazos de 1927 y 1929 no hayan alcanzado las características que llegó a tener el de 1923. En efecto, en 1923, los militares que se sentían caudillos capaces de disputar el mando al general Obregón, eran en número superior. Por otra parte, todos los divisionarios que encabezaron aquel movimiento fueron jefes de prestigio, con una carrera militar hecha en un período revolucionario que había levantado más de 150 mil hombres en armas. En 1927 y 1929, no quedaban ya generales de grandes méritos. Quienes encabezaron esos movimientos fueron figuras secundarias, que no llegaron a poner en aprietos al gobierno, y sus huestes resultaron deshechas al primer empuje de las fuerzas leales. Sin embargo, estos cuartelazos fueron también fecundos en saludables enseñanzas para el pueblo y para el ejército y puede decirse que, a partir de esa época, nuestro instituto armado comenzó a adquirir las características de verdadero sostén de las instituciones. Así nos explicamos por qué las últimas elecciones presidenciales se han desarrollado dentro del más absoluto orden. Ningún miembro del ejército ha sido factor de discordia; ni, mucho menos, el cuartel ha dejado oír su voz para nada que no sea el respeto a la libre voluntad popular y el apoyo al régimen representativo de la soberanía nacional. Es que ya existe el ejército organizado y disciplinado; es que sus jefes no son los de antes, que, por el solo hecho de que se consideraban dueños de grandes merecimientos, se creían con derecho a disputar el poder, aún recurriendo a reprobables medios como son el cuartelazo y la traición.

Pero, para llegar a esta situación, recuérdese cuánto ha sufrido la Nación y cuántos de nuestros hombres públicos han tenido que desaparecer de la escena política. El panorama del país en la actualidad es bien distinto del de hace años. Antes, el pretorianismo ahogaba las ansias populares. En multitud de ocasiones, presenciamos el espectáculo desconsolador de elementos militares fomentando movimientos que no tenían otra finalidad que la defensa de los intereses de clase. Vimos también, en infinidad de ocasiones, cómo núcleos de campesinos eran ametrallados sólo porque pequeños destacamentos de soldados -con o sin orden superior- se ponían incondicionalmente a disposición de los grandes terratenientes.

Hoy el ejército es el principal defensor de las organizaciones campesinas y obreras. Todo esto demuestra que México va cimentando sus conquistas democráticas en forma sólida y que nuestro ejército ha alcanzado ya un grado de organización y de disciplina que nos permitirá, en lo futuro, hacer verdaderas realizaciones como pueblo de instituciones y de leyes. El ejército, en la actualidad, es un organismo estable. Por ello constituye, sin duda, la mejor garantía para la tranquilidad y la paz de la República. Con un ejército que es el producto de muchos años de organización, pueden nuestros gobernantes dedicarse al trabajo reconstructivo, sin preocuparse de que cualquier enemigo ocasional trate de subvertir el orden, esto, naturalmente, se entiende cuando el gobierno cumple con sus deberes de .buen administrador y de promotor del programa social de la Revolución. Pero ¡cuántos sacrificios, cuántos esfuerzos ha costado llegar a esta situación! Por eso es doloroso que algunas gentes sin conciencia, que no conocieron de la Revolución las amarguras, que no supieron nada de los esfuerzos que se hicieron para lograr este estado de adelanto y que sólo han venido a disfrutar de los beneficios de la lucha, haciéndose pasar como redentores, se den a la tarea de denigrar a hombres como Obregón, a quien sin duda debemos los mexicanos -no sólo los revolucionarios- gratitud en grado extremo por haber sido él quien encontró el camino por el cual se encauzó, definitivamente, el movimiento social mexicano.

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