Índice de Historia y política de México de Ignacio Manuel AltamiranoSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha

Historia y política de México

Tercera parte

De 1867 a 1882


SUMARIO

Instalación del Gobierno de Juárez. El Gabinete. Juárez, Presidente revolucionario desde noviembre de 1865. Presidente de la Corte, general González Ortega. Suprema Corte de Justicia en 1865. El Lic. D. Manuel Ruiz. Resolución de Juárez. Aceptación de los jefes militares. Continuación de Juárez en la Presidencia. Su iniciativa en la guerra. Obediencia y lealtad de los republicanos. Convocación a elecciones generales. Candidatura de Juárez. Candidatura del general Díaz. Situación de los partidos políticos. Comienzan las asonadas. Pronunciamiento de Villafañe en Yucatán. Intento revolucionario de Santa Anna. Pronunciamiento de Martínez, Palacios, Toledo y Granados en Sinaloa. Pronunciamiento de Mendoza en Perote. Pronunciamiento de los generales Rivera y Negrete. Pronunciamiento de los coroneles Aguirre y Martínez en San Luis y de los generales García de la Cadena y Guadarrama en Zacatecas y Jalisco. Batalla de Lo de Oveja. Ley de amnistía. Partido lerdista. Partido porfirista. Candidatura oficial. Pronunciamiento de la guamición de Tampico. Pronunciamiento de la Ciudadela de México. Asalto de la Ciudadela. Nueva presidencia de D. Benito Juárez. Descontento público. Pronunciamiento de García de la Cadena en Zacatecas, de Donato Guerra en Durango, de Treviño en Monterrey. Pronunciamiento de Cañeda y Parra en Sinaloa, de las guarniciones de Mazatlán y Guaymas. Pronunciamiento del general Díaz. Plan de la Noria. Resistencia del Gobierno. Acción de San Mateo. Acción de la Bufa. Triunfos del Gobierno en San Luis y Sinaloa. Pronunciamiento de Yucatán. El general Jiménez en el Sur. Derrota de Corella en Monterrey. Rocha ocupa a Mazatlán. Situación desesperada del país. Muerte del Presidente Juárez. Su carácter. Sus exequias. Sumisión de los revolucionarios. Ley de amnistía. Presidencia constitucional de Lerdo. Política de Lerdo. Invasión de Lozada. Batalla de la Mojonéra. Fusilamiento de Lozada. Inauguración del ferrocarril de Yeraeruz. Expulsión de jesuítas. Leyes de Reforma. Revolución clerical de Michoacán. Establecimiento del Senado. Gobierno de D. Sebastián Lerdo de Tejada. 1876. Pronunciamiento del general Hernández en Oaxaca. Plan de Tuxtepec. Pronunciamiento del general Guerra y del general Galván en Jalisco, de Méndez, Bonilla y Carrillo en Puebla y de otros jefes en diversos Estados. Acción de Yanhuitlán. Reforma del Plan de Tuxtepec en Palo Blanco. Acción de Icamole. Travesía del general González desde Tamaulipas. Accion de Epatlan. Prisión del general Guerra. Nuevas elecciones generales. Reforma del Gabinete. Reelección de D. Sebastión Lerdo, declarada por la Cámara de Diputados. Declaración del presidente de la Corte, Iglesias. Los magistrados Alas, Ramírez, Montes, García, Ramírez y Guzmán. Iglesias, en Guanajuato, es reconocido como Presidente de la República y forma su Gabinete. Plan de Salamanca. Batalla de Tecoac. Salida de México del Presidente Lerdo. Entrada del general Díaz. División entre porfiristas e iglesistas. Gabinete porfirista. Presidencia del general Méndez. Accion de los Adobes. Embarque de Iglesias. Embarque de Lerdo. Elecciones generales. Presidencia constitucional del general Díaz. Movimientos lerdistas. Prisión del general Escobedo. Sublevación del vapor Libertad. Pronunciamiento de Ramírez en Mazatlón. Movimientos en la Sierra de Alica. Paz pública. Política del general Díaz. Elecciones generales. Candidaturas. 1880. Presidencia constitucional del general González. Reanudación de las relaciones con Francia. Transmisión pacífica del Poder Ejecutivo. Gobierno del general González. Su política. Nuevas mejoras materialu. Los ferrocarriles Central, de Sullivan, de Morelos, de Irolo, del Norte y de Sonora. Telégrafos. Comercio. Agricultura. Colonización. Capitales extranjeres. Bancos. Instrucción pública. Nueva ley constitucional para la sustitución de Presidente. Arreglo de la cuestión de Guatemala. Conclusión del año de 1882.


El Presidente Juárez instaló su Gobierno con beneplácito de todos, recibiendo la adhesión no sólo del Ejército, sino de los pueblos de la República, que veían en él la encarnación de la causa nacional.

Completó su Gabinete nombrando ministro de Fomento a D. Blas Balcárcel, y de Justicia a D. Antonio Martínez de Castro.

Hecho esto, convocó a la nación a elecciones generales para organizarla conforme al régimen constitucional. Su decreto de convocatoria tiene fecha de 14 de agosto de 1867. Hay que advertir que desde 30 de noviembre de 1865, en que había terminado su período constitucional, Juárez había ocupado la Presidencia de la República de un modo revolucionario y anómalo que sólo las circunstancias en que se hallaba el país pudieron hacer disculpable, y que sólo el reconocimiento de los jefes republicanos pudo hacer sostenible.

Hallábase el Gobierno republicano en el Paso del Norte en noviembre de 1865, iba a terminarse el período legal de la Presidencia de Juárez, y, según el precepto de la Constitución federal, no habiéndose verificado nuevas elecciones, debió encargarse de la Presidencia interinamente el presidente de la Suprema Corte de Justicia.

El electo para este cargo, y que había tomado posesión de él prestando la protesta respectiva en 1861, era el general D. Jesús González Ortega, quien no había entrado a ejercer la magistratura, desde luego, porque había sido autorizado para desempeñar el gobierno de Zacatecas y para servir en el ejército contra la invasión extranjera.

Además, la Suprema Corte de Justicia no había podido continuar funcionando después de 1863, a causa de las circunstancias de la guerra, de modo que ninguno de los magistrados estaba realmente en ejercicio de la magistratura: algunos de ellos habían reconocido al Imperio, otros estaban dispersos, y el más antiguo en el orden numérico que se hallaba al lado de Juárez era el Lic. D. Manuel Ruiz, nombrado general y en servicio también en el Ejército.

El general González Ortega reclamó para sí la Presidencia, aunque se hallaba residiendo en los Estados Unidos del Norte, y se fundaba en que el pueblo lo había designado legalmente para ocupar el puesto de presidente de la Corte, en los términos de la ley electoral de 12 de febrero de 1857 expedida por el Congreso Constituyente, debiendo, por lo mismo, con arreglo al artículo 82 de la Constitución, depositar interinamente la Presidencia de la República.

El Lic. Ruiz reclamaba a su vez para sí este cargo, alegando que el cargo especial de presidente de la Suprema Corte no era constitucional, sino creado por la ley orgánica electoral que, aunque dada por el mismo Congreso Constituyente, no podía ser superior a la Carta Fundamental, y que, por lo tanto, el Presidente. de que hablaba el artículo 82 citado, y que debía sustituir al de la República, se entendía ser el magistrado que en ejercicio de sus funciones presidiera el alto tribunal conforme a su reglamento interior, y siendo, él (Ruiz) quien por su antigüedad de orden se hallaba cerca del Gobierno, dentro del territorio nacional, él era también quien debía encargarse de la Presidencia de la República.

No se había ofrecido nunca el caso que motivaba esta disputa, y por consecuencia no había precedente ni interpretación legal que citar para decidirlo, pero las razones del señor Ruiz habrían sido aceptables si no hubiese sido porque, en realidad, él no funcionaba como tal magistrado, pues no existía organizada la Suprema Corte do Justicia Federal. Ruiz no contaba en su apoyo más que con su antigüedad numérica en el nombramiento.

Tal disputa, que pudo haber llegado hasta un bizantinismo perjudicial enfrente del enemigo extranjero y en los momentos más aflictivos para la República, fue cortada resueltamente por Juárez y decidida probablemente por el consejo de su ministro Lerdo.

He aquí su procedimiento. Consultó de antemano el parecer de los jefes que defendían la causa republicana, y que entonces eran muy pocos, manifestándoles: que el general González Ortega, presidente de la Corte, ni se hallaba en ejercicio ni en el territorio nacional, sino en los Estados Unidos, y que era inconveniente en aquellos instantes supremos depositar en otras manos la autoridad de la República, lo que expondría la situación a contingencias, a disputas y a discordias que serían funestas para la unidad de acción en la defensa nacional. Que por lo mismo, y de acuerdo con algunos patriotas y caudillos, él se proponía continuar desempeñando la Presidencia.

Casi todos los jefes contestaron conformándose con esta resolución. Algunos, como los generales Negrete, Sánchez Ochoa, Poucel y otros, la rechazaron como ilegal, reconocieron al general González Ortega y, perseguidos por Juárez, se refugiaron en los Estados Unidos.

Algunos hombres prominentes de carácter civil tampoco la aceptaron por igual razón, como Guillermo Prieto, que también tuvo que emigrar.

En cuanto a González Ortega, viendo la resolución que había tomado Juárez y la conformidad de los jefes que defendían a la República con las armas, temiendo ser un motivo de división si venía al país en aquellos momentos, resolvió permanecer en los Estados Unidos, aunque sin reconocer al Gobierno de Juárez.

Pero el Lic. Ruiz adoptó una resolución más desacertada, pues se presentó a los franceses en Río Florido y fue a residir en el territorio ocupado por el Imperio, por lo cual, y siendo general del ejército republicano, fue considerado como desertor e infidente y reducido a prisión por Juárez tan pronto como éste pudo apoderarse de él en 1867.

Así, pues, Juárez continuó funcionando como Presidente de la República, y la verdad es que por aquel tiempo era el hombre de más prestigio y autoridad con que contaba el partido republicano, prestigio y autoridad que se había captado por su firmeza en sostener la dignidad nacional y por su constancia a pesar de los reveses sufridos.

Por lo demás, su iniciativa en los asuntos de la guerra había sido nula, a causa del aislamiento en que la situación lo colocaba de la lejanía de las zonas militares en que operaban la mayor parte de los caudillos republicanos y del carácter mismo de la guerra. En lo general, los patriotas que en Oriente, en Occidente y en el Sur sostenían la causa de la República se atenían a sus propios esfuerzos, hacían uso de sus propias facultades y no comunicaban con el Presidente sino de tarde en tarde, aunque acatando siempre sus disposiciones y sin atreverse jamás a traspasar el límite de las instrucciones que solía darles. Lo que hay que admirar verdaderamente en esta época, no es tanto la firmeza del señor Juárez, sino el sentimiento de lealtad, de obediencia y de abnegación que caracterizó siempre a los caudillos y soldados de la causa nacional, que diseminados en la vasta extensión del territorio, sin fuerza coercitiva que los mantuviese bajo la obediencia, sin un centro de acción real e inmediato, a veces sin haberse podido comunicar con el Presidente durante años enteros, se mantuvieron siempre fieles y adictos al Gobierno que él representaba, y esto aun después de que habiendo terminado su período, no tenía ya razones legales para desempeñar la Presidencia. Fue, pues, un acuerdo unánime y patriótico el que lo hizo reconocer como jefe del partido nacional, con el carácter de Presidente.

No se ha hecho esta observación antes, o al menos no se ha insistido en ella, con perjuicio del mérito y de la gloria de los defensores de la República. Pero es obvio que sin este acuerdo, o bien otro representante del Gobierno habría concluído la guerra o ésta no habría tenido un éxito feliz. Los caudillos de la República presentaron entonces un ejemplo honrosísimo de patriotismo y de unión, no aspirando más que a la salvación de la independencia.

Sin embargo, todavía no es tiempo de que la Historia pronuncie un fallo inapelable sobre la justicia y conveniencia con que Juárez se prorrogó en el Poder sin títulos legales. El éxito de entonces ha hecho inútil el examen, pero lo cierto es que semejante suceso interrumpió el orden constitucional desde 1857 establecido, habiendo sido invocado como un precedente o como un argumento para contestar los actos gubernativos del señor Juárez.

Como quiera que sea, este Gobierno de hecho, que se prolongó hasta el 25 de diciembre de 1867, fue reconocido por la nación entera de una manera explícita.

Pero, como se ha dicho, deseando Juárez restablecer el orden constitucional tan pronto como fuese posible, convocó al pueblo a elecciones generales.

Entre tanto que éstas se verificaban, el Gobierno, siempre investido de facultades discrecionales, dictó algunas leyes sobre administración. Revalidó el privilegio concedido para construir un ferrocarril en Tehuantepec, mandó liquidar la deuda interior, renovó ei privilegio para el ferrocarril de Veracruz, cambió el tipo de la moneda, dotó con mayores fondos al Municipio de México y reglamentó la instrucción pública superior y profesional.

El Congreso de la Unión se reunio en diciembre de 1867, y haciendo la computación de votos para la elección de Presidente, declaró que D. Benito Juárez había reunido la mayoría.

Este resultado era de esperarse. En efecto, la nación entera reconocía los méritos patrióticos de Juárez, creía conveniente su elección por dignidad nacional, y su candidatura fue generalmente aceptada. La del general Porfirio Díaz surgió entonces, apoyándose en un partido considerable, que veía en este caudillo un hombre de progreso. Pero a pesar de los méritos del vencedor de Puebla, no pudo rivalizar ventajosamente con el que se veía como al salvador de la independencia mexicana.

En consecuencia, Juárez entró a funcionar como Presidente constitucional el 25 de diciembre de 1867, y la nación se organizó conforme al régimen constitucional.

La situación de los partidos políticos en México era ésta. El conservador, abatido por su inmenso desastre y desalentado hasta la postración en vista del éxito de su postrera y más tremenda tentativa, se mantenía retraído de toda acción pública, no tomó parte ninguna en la lucha electoral y parecía someterse a la fatalidad de su destino sin hacer otra cosa que abandonarse a estériles desahogos en publicaciones rencorosas y pesimistas.

Sus prohombres, que habían sido presos por infidentes, fueron juzgados, después de la exaltación del triunfo, con lenidad, aunque con falta de equidad y de criterio. Se les conmutó la pena de muerte en que habían incurrido, según las leyes, en prisión, destierro o confinamiento; la de confiscación de bienes, que era inconstitucional, en multas; pero en el discernimiento y aplicación de estas penas no se tuvo en cuenta ni la importancia de las personas ni la transcendencia de los hechos. La influencia personal, las consideraciones y aun el parentesco influyeron en el ánimo de Juárez, de lo que resultó que en el castigo de los culpables ni se mostró justiciero ni fue magnánimo. Privó de los derechos de ciudadano a los infidentes para ir admitiendo después en el goce de ellos a algunos privilegiados, a quienes aun gratificó con puestos honoríficos y lucrativos, logrando descontentar con ello a todo el mundo.

En cambio, más implacable en sus rencores personales que en sus odios políticos, desplegó una hostilidad manifiesta contra los liberales que habían apoyado la candidatura del general Díaz o se habían presentado como oposicionistas a su administración. En suma, a los pocos días de haber entrado a funcionar como Presidente ya había producido numerosos descontentos en el seno mismo del partido republicano y aun entre los pocos patriotas que habían sido fieles a la causa de la independencia. La prensa ministerial deprimía constantemente a estos proscritos de la gracia presidencial, empeñándose en atribuir toda la gloria de la defensa republicana al Presidente, con mengua de los méritos de los demás.

Así, en las elecciones de diputados al Congreso de la Unión y en las de poderes locales se hizo una guerra implacable a los oposicionistas y se logró apartar a la mayor parte de ellos, lo que aumentó, como es natural, el descontento.

Por desgracia, comenzó a manifestarse éste en nuevas asonadas, no ya causadas por el partido conservador, que vivía retraído, sino por los mismos miembros del partido liberal, que aparecía ya dividido, como sucede a todos los partidos políticos que se quedan solos en la contienda.

La paz se perturbó a principios de 1868 a consecuencia de una sublevación encabezada en Yucatán por D. Marcelino Villafaña y otros, pero el general Alatorre, enviado para sofocarla con una columna de fuerzas federales, logró hacerlo pronto, dejando aquel país tranquilo.

Ya en 1867 había intentado turbarla también el general Santa Anna. Completamente engañado el viejo e incorregible revoltoso, que no desesperaba todavía, a pesar de los recientes desaires que había sufrido, de volver a figurar como caudillo de una nueva revolución, se dirigió a Yucatán, en donde esperaba encontrar partidarios que no existían.

Apresado en el vapor Virginia que había fletado por su cuenta, y antes de desembarcar en Sisal, el 10 de julio de 1867 fue conducido en un buque del Gobierno a San Juan de Ulúa para ser juzgado como traidor a la Patria, y sólo se salvó de ser fusilado merced a que su aventura más tenía de senil y grotesca que de peligrosa para el país.

También le valió mucho la intervención del elocuente Lic. Alcalde, que se encargó de su defensa. Se le desterró entonces y no se le permitió volver al país sino hasta el tiempo del Presidente Lerdo.

Santa Anna estaba enteramente desacreditado hasta entre sus mismos partidarios antiguos, se hallaba en la senectud, estaba ya ciego y sordo, y acabó sus días algunos años después, en medio de la indiferencia universal, en un país que había conmovido, en otra época, por espacio de medio siglo.

Más formal que la intentona descabellada de ese anciano, fue el pronunciamiento de los jóvenes coroneles liberales Martínez, Palacios, Toledo y Granados en Sinaloa, que se rebelaron contra el general Rubí, gobernador de aquel Estado, y que se verificó al mismo tiempo que el de Yucatán. Pero el movimiento fue pronto aplacado por el general Corona, que envió al general Donato Guerra para combatir a los sublevados.

Había vuelto la manía de los pronunciamientos. Apenas acababa de sofocarse el de Sinaloa cuando estalló otro en Perote, acaudillado por D. Felipe Mendoza, pero fue también reprimido, siendo fusilado este jefe.

A poco estalló otro, acaudillado por los generales Aureliano Rivera y Negrete, habiendo logrado este último apoderarse de la ciudad de Puebla; pero desbandadas sus fuerzas, que habían sido derrotadas antes por el general Vélez, no tuvo más recurso que ocultarse, lo mismo que el primero de aquellos jefes.

Un año después estalló otra revolución más imponente. La acaudillaron los coroneles Aguirre y Martínez en San Luis Potosí, los generales García de la Cadena y Guadarrama en Zacatecas y Jalisco, y otros jefes menos conocidos en el Estado de México, Hidalgo y Morelos, así como D. Angel Santa Anna (hijo del general) en Jalapa. Pero el Gobierno encargó al general Escobedo que abriera la campaña contra los sublevados, y el general Rocha los batió en Lo de Ovejo, concluyendo así este movimiento que pudo conmover a la República entera. Los demás pronunciados de los otros Estados fueron derrotados también, muertos o dispersos.

El Gobierno se mostraba fuerte y logró sobreponerse a las dificultades.

Habiéndose restablecido la paz, el Congreso dió una ley de amnistía general para los delincuentes políticos, que se promulgó el 13 de octubre de 1870, y merced a ella pudieron regresar al país los expatriados a causa de su adhesion al Imperio, menos el arzobispo Labastida, el general Uraga y el general Márquez, que habían sido exceptuados. También los encausados por las revoluciones recientes quedaron libres.

Como se acercaban ya las elecciones de Presidente, los partidos políticos en que se había dividido el liberal, y que eran enteramente personales, comenzaron a propugnar sus candidaturas respectivas. Formóse uno compuesto de un grupo de hombres políticos inteligentes y activos que, contando con influencia en algunos Estados, proclamó como su candidato al ministro de Relaciones, presidente entonces de la Corte de Justicia, D. Sebastián Lerdo de Tejada, que había adquirido gran prestigio al lado de Juárez por sus brillantes talentos, su vasto saber, su firmeza y sus dotes de hombre de Estado. A él se atribuían la mayor parte de las medidas acertadas del Presidente Juárez desde el tiempo de la lucha contra el Imperio, así como para dominar la guerra civil. Era, en suma, el alma del Gobierno. Otro partido, compuesto de hombres de acción y de los liberales y patriotas que sin esperanza de triunfar habían formado en 1867 el círculo porfirista, proclamó de nuevo al general Porfirio Díaz como el representante de las ideas avanzadas.

Y, por último, el gran círculo ministerial, apoyado también en casi todos los Estados y sostenido en el Gobierno por el ministro de la Guerra, D. Ignacio Mejía, propuso para la reelección al Presidente Juárez.

Este pudo haberse retirado entonces del Poder, renunciando su candidatura y mostrándose desinteresado y magnánimo, lo que habría aumentado su prestigo y su gloria. El país entero lo habría seguido con respeto y admiración a la vida privada y lo habría tenido siempre como el oráculo de la República. Habría sido entonces verdaderamente el Wáshington de México.

Pero prefirió a esta gloria pura y republicana los encantos peligrosos del Poder, al que se había adherido ya por un sentimiento innegable de ambición, y escuchando los consejos de un círculo de amigos egoístas que deseaban ser los legatarios de su autoridad, aceptó su candidatura y la apoyó con toda su influencia, que no necesitaba mucho para salir triunfante en las elecciones. Así es que esta candidatura reeleccionista fue enteramente oficial.

La de Lerdo contaba con algunos elementos oficiales en la Cámara de Diputados y en algunos Estados de la Federación. La del general Díaz lo mismo, aunque era la más escasa de influencia oficial. La lucha se empeñó en la Prensa y en todos los círculos electorales.

Cuando todo se preparaba pacífica y legalmente, estalló en mayo de 1871 un pronunciamiento en Tampico, acaudillado por los jefes y oficiales de la guarnición federal que desconocieron al Gobierno. Pero éste, con la actividad y energía que le eran características, envió sobre aquella plaza fuerzas numerosas, a las órdenes del general Rocha, que en breves días restablecieron la paz, habiéndose apoderado de la plaza sublevada por medio de un asalto sangriento que dejó en poder de los vencedores a toda la guarnición prisionera.

Hechas entonces las elecciones, el Congreso federal se reunió el 16 de septiembre del mismo año; pero antes de que procediera a computar los votos de la elección de Presidente, el 19 de octubre, un batallón de policía, matando a su coronel, se pronunció en la Ciudadela de México, apoderándose allí de muchos cañones, parque y elementos de guerra. Este pronunciamiento, que alarmó a la ciudad y al Gobierno por lo inesperado de él y porque se creyó que estaba ramificado en la plaza y en la República, fue sofocado también por la actividad con que el Presidente Juárez, personalmente, y sin el auxilio del ministro de la Guerra, que estaba ausente a la sazón, dictó sus medidas.

La sublevación, capitaneada, según se dijo, por los generales Negrete y Toledo, y apoyada por el general Rivera con una fuerza de caballería, sólo duró algunas horas.

Una división mandada por el general Rocha atacó la Ciudadela, tomándola por asalto a las once de esa misma noche, quedando los sublevados o muertos o prisioneros. Los caudillos se salvaron, menos el teniente coronel Echeagaray y algunos oficiales, que fueron fusilados. El gobernador del Distrito, coronel Castro, fue muerto por la caballería pronunciada al mando del general Rivera. Al día siguiente la paz se había restablecido.

A los once días, esto es el 12 de octubre, el Congreso declaró reelecto Presidente a D. Benito Juárez por 5,837 votos, habiendo obtenido, según el cómputo, el general Díaz 3,555, y D. Sebastián Lerdo de Tejada 2,874.

Como esta reelección de Juárez, aunque permitida entonces por la Constitución, había sido enteramente impopular, no sólo por el candidato, que ya había perdido gran parte de su prestigio, sino por el principio mismo de la reelección, la declaración del Congreso fue recibida con gran exasperación por parte de los partidos vencidos, que veían bien claro que era el poder del Gobierno y no la voluntad pública el que había decidido en la elección con la presión oficial y con los mil elementos de que dispone el que manda para influir en el sufragio.

Así, todo el mundo previó que una nueva guerra civil estallaría bien pronto. El mismo Juárez la esperaba.

Así fue: el general García de la Cadena se pronunció en Zacatecas, desconociendo al Gobierno, como no emanado de la voluntad popular. El general Donato Guerra, que poco antes había combatido a los pronunciados de la Ciudadela, se pronunció también en el interior; el general Treviño, reelecto en Nuevo León, renunció su encargo y se pronunció en Monterrey.

Antes se habían pronunciado, en Sinaloa, Cañedo y Parra contra el resultado de las elecciones locales; fueron derrotados en seguida, pero después la guarnición de Mazatlán se pronunció también contra el Presidente Juárez. Lo mismo hizo la de Guaymas en Sonora.

El general Díaz, a quien esta revolución que estallaba por todas partes invocaba como caudillo, se pronunció por fin en su hacienda de la Noria, cerca de Oaxaca, dando un manifiesto que contenía el Plan de la Noria, que fue la bandera de la nueva revolución.

Por él se proponía la suspensión del orden constitucional y se convocaba una Junta de notables para reorganizar el país.

Los pronunciamientos siguieron en otros Estados. Las guerrillas pululaban, como en otro tiempo, por todas partes; el partido lerdista no revolucionaba a mano armada, pero ayudaba cuanto podía al partido de la revolución, en el Congreso, en la Prensa y de todos modos. Juárez había quedado reducido a sólo el elemento ministerial y a pocos Estados, en los cuales, sin embargo, el Plan de la Noria estaba representado por numerosos adictos. La revolución era imponente y conmovía a todo el país.

Juárez se resolvió a resistir a todo trance y su ministro de la Guerra, Mejía, que era el alma entonces del Gobierno, pues Lerdo se había ya separado de él antes de las elecciones y presidía la Suprema Corte de Justicia, desplegaba la mayor actividad para la represión, organizando fuerzas y ordenando ejecuciones frecuentes a fin de sembrar el terror en los revolucionarios.

Se organizaron dos divisiones de tropas federales y se lanzaron sobre Oaxaca, una a las órdenes del general Rocha y otra a las del general Alatorre. Esta, después de la batalla sangrienta de San Mateo, en que derrotó a las fuerzas sublevadas que mandaba el general Terán, se preparaba a embestir la plaza de Oaxaca cuando fue abandonada por el gobernador D. Félix Díaz, hermano del general, que se retiró a Tehuantepec, donde fue muerto. En consecuencia, el general Alatorre ocupó la plaza y pacificó el Estado.

En cuanto a la división del general Rocha, después de perseguir la columna de caballería mandada por el caudillo de la revolución, que al terminar la batalla de San Mateo se internó en el centro de la República hasta cerca de México y atravesó rápidamente los Estados del interior, se dirigió a Zacatecas, y allí; junto al cerro de la Bufa, obtuvo una victoria importante sobre las fuerzas revolucionarias de los generales Guerra, Treviño y García de la Cadena, ocupando después a Durango.

Mientras, el general Corella derrotaba al coronel Narváez, pronunciado de San Luis, y el general Pesqueira a los de Sinaloa, ocupando a Culiacán, en tanto que García de la Cadena volvía a ocupar Zacatecas y era derrotado poco después por Ordóñez.

A fines de este mes de abril, tan fecundo en sucesos, se pronunció el Estado de Yucatán, pero enviado para atacarlo el general Vicente Mariscal, la paz se restableció allí con el estado de sitio.

En el Estado de Guerrero, el general Jiménez, también pronunciado por el Plan de la Noria, se hizo fuerte en las montañas, y defendiendo sus posiciones derrotó a las fuerzas del Gobierno, logró hacer prisionero un batallón entero con su jefe el general Ibarra y se mantuvo allí mismo durante muchos meses a pesar de las numerosas columnas que se enviaron para batirlo.

Reanimados Guerra y Treviño después de su derrota de la Bufa, volvieron a apoderarse de Monterrey y derrotaron en junio al general Corella, pero a su vez el general Revueltas se apoderó de esa plaza, replegándose después a Coahuila.

Rocha, con su división, ocupó a Mazatlán, de donde se retiró el general Manuel Márquez, pronunciado también, que acababa de obtener un triunfo sobre Pesqueira; pero después de la salida de Rocha, el general D. Doroteo López, igualmente pronunciado, volvió a ocupar a Mazatlán hasta que al llegar a esta plaza el general Ceballos, enviado por el Gobierno, los pronunciados depusieron las armas, acogiéndose a la amnistía que ya estaba promulgada.

En medio de estas peripecias de la guerra, que hacían mantener indecisa la victoria y viva y creciente la agitación de la República -que no tenía entonces otra preocupación que la política-, Juárez hacía frente a tan terribles dificultades aumentadas todavía por la escasez del erario público, agotado con tantos gastos extraordinarios, y más todavía con la formidable oposición que se había organizado en el Congreso, que combatía la concesión de nuevas facultades que él pedía y que apoyaba con su autoridad la revolución.

Realmente la vida del Presidente reelecto era una vida de agitación incesante. A cada nuevo pronunciamiento oponía un nuevo jefe y nuevas brigadas o divisiones; a cada victoria obtenida por los revolucionarios oponía él otra victoria, sin desalentarse por los reveses, sin rendirse a la fatiga, sin cejar un punto en el odio implacable que profesaba a la revolución contra su autoridad y contra su persona, sin intentar ningún medio de conciliación, fiándolo todo a la represión por las armas y sin inquietarse para nada al aspecto de la guerra civil que, como una Ménade sangrienta, corría por toda la República, atemorizando a los pueblos.

Naturalmente, todo progreso era imposible entonces. El comercio y la agricultura estaban paralizados, las industrias decadentes, los recursos fiscales agotados. La lista civil no se cubría y los empleados y funcionarios públicos no recibían nada de sus sueldos, la instrucción pública estaba desatendida. Sólo se pagaba a los soldados, la guerra lo absorbía todo.

El Gabinete, en 1872, estaba compuesto del modo siguiente: D. José M. Lafragua era ministro de Relaciones; D. Francisco Mejía, de Hacienda; D. Blas Balcárcel, de Fomento; D. Ignacio Mejía, verdadero jefe del Ministerio, de Guerra. Como D. Francisco Gómez del Palacio y D. Joaquín Ruiz rehusaron las carteras de Gobernación y de Justicia, estos dos ministerios quedaron encargados a los oficiales mayores D. Cayetano Gómez Pérez y D. José Díaz Covarrubias.

A mediados del año de 1872 el malestar público había llegado al colmo. La campaña duraba ya cerca de un año sin éxito definitivo, y aquello amenazaba empeorarse todavía. La energía de Juárez era indomable, pero la revolución crecía y se desarrollaba. Un acontecimiento inesperado vino a ponerle fin, produciendo la estupefacción de los dos partidos.

El Presidente Juárez murió repentinamente en la madrugada del 19 de julio de 1872, de una enfermedad del corazón. El ataque fue súbito, la agonía corta, y aquel hombre singular a quien no habían podido doblegar ni los reveses de la guerra ni las pasiones de partido, sucumbió por una enfermedad que minaba su organización de hierro sin que él mismo lo advirtiese.

Así acabó ese gobernante famoso que no ha sido juzgado todavía con absoluta imparcialidad y con sereno criterio. Murió combatiendo, como había vivido durante mucha parte de su vida. En ella fue juzgado por amigos y enemigos, como siempre sucede a los hombres célebres, con pasión infinita. Los unos le prodigaron alabanzas desmedidas, los otros lanzaron sobre él, a porfía, la calumnia, el dicterio y la diatriba en todas sus formas y tonos.

Combatido siempre por numerosísimos adversarios del partido conservador, a quienes abatió para siempre; del extranjero, a quienes humilló, y de su propio partido, a quienes proscribió con saña y que le habían ayudado en la guerra de Reforma y en la de Independencia, no cejó nunca en sus propósitos, ni en sus opiniones, ni en sus odios, y natural es que los haya producido implacables también y exagerados.

Por el contrario, protector decidido de sus amigos, a quienes prestaba todo apoyo con la condición única qe que se adhiriesen a su persona, él contó con partidarios apasionados hasta el sacrificio, hasta el delirio, hasta darse el caso singular de que lo considerasen como su jefe aun después de muerto, pues mucho tiempo después, y aun años más tarde, el partido juarista se mantenía vivo y unido. También es natural que los juicios que emitan semejantes partidarios estén caracterizados por la pasión. Habiendo vivido y luchado en medio de una borrasca que apenas va disipándose, no es tiempo todavía de que la Historia lo juzgue bien, haciendo resplandecer la luz de un fallo acertado al través de tantas nubes y de tan encontradas corrientes.

Además, su nombre está unido al período más importante y más fecundo en acontecimientos que hay en nuestra historia, después de la independencia; está identificado con grandes instituciones, con la destrucción de muchas cosas, con el establecimiento de muchas nuevas, con el nacimiento o ruina de infinitas reputaciones políticas, y como es fácil comprender, el juicio sobre Juárez se liga con el juicio sobre su tiempo y sobre sus contemporáneos. Lo innegable a primera vista, lo que tanto en el antiguo mundo como en el nuevo no puede menos de concederle la opinión pública, es que tuvo grandes cualidades como hombre de Estado, que fue firme como demócrata y como patriota y que poseyó grandes virtudes privadas.

Lo que en México se sabe también es que ninguna de las leyes que él promulgó y que hicieron famosa su administración lleva el sello de su pensamiento, aunque sí llevan todas el sello de su firmeza incontrastable. Falto completamente de iniciativa, tardaba mucho en decidirse en sus propósitos y en aceptar los consejos de sus ministros o de sus amigos; pero una vez aceptados, no retrocedía jamás. Algunas vece& resistía hasta la terquedad, y en Veracruz fue necesario que el gobernador Gutiérrez Zamora lo amenazara con retirarle su apoyo, Ocampo y Lerdo con su dimisión y otros caudillos con el desconocimiento de su autoridad, para que él se resolviese a promulgar las Leyes de Reforma.

De talento mediano y con una instrucción escasa e imperfecta, él suplía estos defectos con una percepción recta y con un juicio reflexivo y sólido. A estas cualidades añadía la principal, que era una voluntad de granito que resistía a todos los embates y que estaba como envuelta en la frialdad impasible de la raza indígena, que nada logró turbar, ni los peligros, ni las desgracias, ni el poder.

Con todo eso, una gran dosis de valor personal y civil, puesto a prueba muchas veces y victoriosamente.

Un escritor francés le echó en cara que no tuviese temperamento militar. Valió más: los temperamentos militares sufren a veces grandes pánicos y están sujetos a desfallecimientos. Juárez no sufrió pánicos ni se doblegó nunca. Fue sereno y firme.

Moctezuma había sido supersticioso, débil y cobarde cuando se presentó Cortés, y merced a ese pobre carácter perdió su poder y perdió a su pueblo.

Juárez, por el contrario, fue animoso ante el poder del extranjero y conservó con la suya la dignidad nacional.

Graves defectos nublaban el brillo de sus cualidades de jefe de Estado y por ellos se amengua su grandeza histórica. Era implacable y hasta mezquino en sus odios personales, influyendo éstos más en su espíritu que sus odios políticos. Perdonaba al enemigo de sus ideas, al que simplemente había combatido su bandera, y distinguió a veces a reaccionarios y condecoró hasta a bandidos, como Butron, y elevó a traidores a la Patria con tal de que no hubiesen atacado su persona, y proscribió y persiguió tenazmente o mandó fusilar a liberales sin mancha, a patriotas esclarecidos, si habían tenido la desgracia de no serle adictos personalmente o de ofenderlo de algún modo.

Este odio frío y malsano, terco e incapaz de reconciliación, hizo nacer el partido porfirista y produjo después el partido lerdista, que sin él no habrían podido tener vida ni desarrollo.

Tamaño defecto no hubiera sido tan funesto por la división del partido liberal, si con ella no hubiera desencadenado Juárez en su Patria los horrores de la guerra civil que la ensangrentaron por mucho tiempo, después de 1867.

En el ejercicio del Poder Ejecutivo, él introdujo prácticas y precedentes que han paralizado o desnaturalizado el régimen democrático. Acordándose, quizá con disgusto, del cambio frecuente de sus ministros a consecuencia de derrotas parlamentarias en 1861, se propuso no cambiarlos ya desde 1867, aun cuando su conducta o su personalidad no fuese aceptada por el Cuerpo Legislativo. Así es que sus ministros, desde entonces, por más derrotas que sufrieran en el seno de la Cámara, no fueron cambiados sino cuando a él le plugo por otros motivos.

Esta costumbre, en los países parlamentarios es una inconveniencia, pero en los países democráticos es un absurdo político, porque ella cierra la puerta a las conquistas pacíficas de la opinión pública y empuja a los partidos a la revolución armada. El señor Juárez conocía perfectamente los usos constitucionales de otros pueblos juiciosos y prácticos, pero se obstinó adrede en no seguirlos, quizá por los consejos interesados y antiliberales de sus amigos.

El también estableció el sistema de coalición con los gobernadores de los Estados para la imposición de las candidaturas oficiales, y dió el ejemplo de hostilidad contra los que no se adherían a sus opiniones en este particular. La instrucción pública primaria estuvo poco protegida en su tiempo, pues sólo fijó su atención en la secundaria y superior, menos importante en una democracia, y especialmente en México, que la primaria, a causa de la ignorancia en que yacía la mayor parte de la población perteneciente a la raza indígena. Juárez, que había nacido de ella, debió haberle consagrado todos sus afanes para elevarla por medio de la cultura hasta los goces de la civilización y de la libertad.

No lo hizo así, y las disposiciones que dió en su época fueron insignificantes, rutinarias e ineficaces. Alguna disculpa puede tener en esto por las revoluciones que constantemente turbaron la paz pública y por el poco empeño que tomaron los gobiernos locales en la propagación de la enseñanza popular.

Pocos progresos económicos y materiales se realizaron en su época, tal vez por iguales motivos, y se limitaron a la protección otorgada al ferrocarril de Veracruz. La Hacienda pública siguió arreglada de un modo informe y provisional, viviendo siempre de expedientes, de contribuciones onerosas y suspendiendo con frecuencia los pagos.

Durante su administración, el Gobierno fue reconocido por los Estados Unidos del Norte, Alemania, Italia y España, pero todos los extranjeros, antes de tal reconocimiento, fueron siempre eficazmente protegidos por las leyes del país. A la sombra de éstas, la libertad de cultos comenzó a practicarse, estableciéndose varios templos y círculos protestantes en México y en los Estados; la libertad de la Prensa no fue restringida y llegó hasta el extremo en sus violencias. Las ciencias y las artes progresaron muy poco y las bellas letras no tuvieron protección, debiéndose el movimiento notable que se advirtió en ellas después de 1867 sólo a esfuerzos individuales.

Al revés de Maximiliano, Juárez no tenía aficiones científicas, literarias ni artísticas. Forjado su carácter en las lides de la guerra y de la política, sólo encontraba placer en sus goces amargos, y parecía desdeñar los demás.

Tuvo, por un privilegio de la suerte y por las circunstancias de su época, la gran fortuna de haber contado entre sus consejeros de gobierno a los hombres más eminentes por su talento y su saber entre el partido liberal, los cuales, pasando sucesivamente a su lado, en diversos períodos, fueron dejando en su administración el contingente variado y rico de su capacidad, con el que se formó al fin ese capital de fama y de gloria que ha sido en la opinión pública como el patrimonio de Juárez. Así, Ocampo, Miguel Lerdo, La Llave fueron sus ministros en tiempo de la Reforma; Ramírez y Zarco, ilustres publicistas, Zamacona, Joaquín Ruiz y Juan Antonio de la Fuente, Doblado y Zaragoza, lo fueron en 1861. Don Sebastián Lerdo e Iglesias, en la época de la guerra contra el Imperio. El, sin embargo, con excepción de D. Sebastián Lerdo, a quien mantuvo a su lado hasta que se declaró su rival, prefirió siempre a estos grandes nombres los menos gloriosos de sus amigos personales. Pero aquéllos le habían dejado ya como producto de su genio o de su iniciativa los más brillantes timbres de su gobierno. Tal es en conjunto el carácter de este varón ilustre, de quien, lo repetimos, no puede formarse todavía un juicio absolutamente sereno e imparcial. La Historia debe estudiarlo detalladamente y juzgarlo con relación a su tiempo.

México, al saber su muerte, se llenó de estupor. Es preciso hacer justicia: ni sus enemigos más encarnizados en la política de actualidad mostraron regocijo por esta pérdida, con todo y que ella destruía el más grande obstáculo para sus aspiraciones.

Las armas se cayeron de las manos de los combatientes. Hubo luto en toda la nación. Pocas veces la muerte de un hombre ha apaciguado tan rápidamente los rencores levantados en su contra. Se recordó por todos lo que Juárez había hecho en favor de su Patria y de la democracia y no hubo para él más que elogios, respeto y admiración.

El Gobierno, presidido ya por D. Sebastián Lerdo, como presidente de la Suprema Corte, en ejercicio, las corporaciones todas, la ciudad, le hicieron suntuosas exequias, a que asistió el pueblo en masa con respeto y recogimiento. La República entera manifestó su pesar por tan grande pérdida y los revolucionarios depusieron las armas.

Su lucha no tenía ya motivo ni fundamento, y tan pronto como supieron que el Poder había sido depositado, conforme a la ley, en manos del presidente de la Corte, y que éste, en uso de las facultades que se habían concedido al Poder Ejecutivo desde el tiempo de Juárez, había expedido una amnistía, no vacilaron en acogerse a ella.

Esta ley de amnistía, que debió ser amplísima para reputarse generosa, se concedió con restricciones que descontentaron a los porfiristas, pues ella los igualaba a los infidentes que antes habían sido amnistiados por el Congreso, pero a quienes no se había repuesto en sus empleos y honores. La culpabilidad, que en aquéllos había sido contra la Patria, no era igual a la de éstos, que habían combatido bajo la bandera republicana y en guerra civil. La disparidad era, por tanto, manifiesta, y pareció tanto más irritante a los revolucionarios cuanto que el partido lerdista había sido su aliado moral en la revolución.

A pesar de eso, el general Díaz, primer caudillo de ésta, salió de las montañas de Tepic, en donde se hallaba cuando la muerte de Juárez, y a marchas rápidas se dirigió a México, sometiéndose al Gobierno sin condición ninguna, retirándose después a la vida privada.

Los demás caudillos habían hecho lo mismo, deponiendo las armas ante las autoridades de sus localidades respectivas, y se entregaron después a trabajos particulares.

Con el restablecimiento de la paz en toda la República renacieron las esperanzas, tuvo confianza el comercio e inmediatamente facilitó al Gobierno las sumas necesarias para hacer frente a los gastos de mayor urgencia. La Diputación permanente expidió entonces, y con fecha 27 de julio, la convocatoria para elecciones de Presidente.

A pesar de lo impolítico de la amnistía restrictiva dada por Lerdo, que dejaba fuera del Ejército y de los puestos públicos a millares de jefes liberales, la nación, por consentimiento unánime, se fijó en el Presidente interino de la República para la Presidencia constitucional, y hasta muchos de los porfiristas lo aceptaron como candidato, absteniéndose los demás de luchar en su contra.

Así, pues, en 16 de noviembre de 1872 el Congreso lo declaró electo por 10,475 votos, contra 678 que obtuvo el general Diaz y 152 diversas personas.

El 1° de diciembre, Lerdo hizo la protesta y entró a funcionar como Presidente constitucional, y cuando todos creyeron que organizaría un Gabinete parlamentario, escogiéndolo del seno de su partido, se vió con sorpresa que conservaba el de su antecesor, sin variación alguna.

De pronto se creyó que ésta era una maniobra política para no disgustar al partido juarista, todavía muy fuerte y ramificado en los Estados y en el Ejército. Ya se le había hecho la concesión de apartar de éste a los numerosos generales y jefes de la revolución. Ahora se le hacía la más importante de confiarle la administración entera.

Más tarde se ha visto que lo que se creyó al principio un hábil manejo no fue en el fondo sino un error de graves transcendencias.

Lerdo no logró concitarse el apoyo decidido de sus antiguos antagonistas; apartando a sus partidarios, no pudo arraigar un círculo propio y adicto, y proscribiendo a los porfiristas dió margen al odio de sus enemigos futuros.

El general D. Ignacio Mejía, ministro de la Guerra y jefe reconocido del antiguo partido juarista, que se había creado profunda animadversión entre lerdistas y porfiristas, continuó su política implacable, apenas neutralizada por la influencia de Lerdo y por la paz que reinaba en la República.

Esta no se turbó hasta el 17 de enero de 1873, en que el cabecilla Lozada, que se había mantenido rebelde desde hacía muchos años en las asperezas de la sierra del Nayarit y merced a su prestigio entre los pueblos bravíos de aquella comarca, creyéndose bastante fuerte por la impunidad de que había disfrutado y por la cantidad de armamento que poseía, se lanzó invadiendo con arrojo y rapidez al centro del Estado de Jalisco al frente de diez o doce mil hombres.

El peligro que esta invasión traía consigo era mayor de lo que parecía, porque provocaba una guerra de castas y con el elemento y las ideas más salvajes, que ella pudiera producir, pues el programa de Lozada era un programa de despotismo, de rapiña y de destrucción.

El Gobierno organizó fuerzas con actividad y las envió en auxilio del general Corona, que a pocos días trabó batalla con los invasores de Nayarit en la Mojonera, cerca de Guadalajara, derrotándolos completamente y teniendo que retirarse Lozada a sus montañas inaccesibles de la sierra.

El general Ceballos fue destacado en su persecución, sostuvo todavía con él varios combates, y por fin, a mediados de julio, el coronel Rosales cogió prisionero a Lozada, que fue conducido a Tepic, juzgado militarmente y fusilado el 19 de julio de 1873.

Entonces quedó pacificada toda aquella parte del Estado de Jalisco.

La paz continuó permitiendo en ese año la inauguración y explotación del ferrocarril de Veracruz, las elecciones para presidente de la Corte de Justicia, que favorecieron a D. José María Iglesias, las de diputados para el séptimo Congreso constitucional que se instaló en septiembre, la expulsión de los jesuítas y la promulgación que se hizo de las Leyes de Reforma como leyes constitucionales el 25 de septiembre de 1873.

En abril de 1874 apareció una revolución de carácter clerical en el Estado de Michoacán, acaudillada por numerosos jefes de guerrillas que cometieron mil depredaciones, pero fue enviado el general Escobedo a reprimirla, lo que logró lentamente, aunque esa sublevación se limitó a aquella localidad. Otro tanto puede decirse respecto de los movimientos de Tepic y de la Baja California, que no tuvieron consecuencias.

El 13 de noviembre de 1874 se promulgó la ley constitucional que estableció la Cámara de Senadores, reformándose con ella y con todos los requisitos legales lo dispuesto en la Constitución de 1857 y siguiéndose desde entonces hasta hoy, en la organización del Poder Legislativo, el sistema bicamarista, a ejemplo también de los Estados Unidos, aunque con algunas modificaciones.

La República siguió en paz hasta principios del año de 1876. Durante los tres transcurridos desde el advenimiento de Lerdo a la Presidencia constitucional, hasta fines de 1875, la marcha política del nuevo Presidente no tuvo trabas, pues no deben reputarse tales los movimientos reducidos y desprestigiados de Michoacán ni el desarrollo del robo y del plagio en algunas comarcas del centro, debido más bien a la mala organización de las fuerzas de policía.

Pudo, pues, el Gobierno consagrarse a las tareas de la administración con actividad y empeño, dando grande impulso a las empresas de mejora material, protegiendo la difusión de la enseñanza primaria, dando las leyes orgánicas de la Constitución, que casi todas estaban por hacer, produciéndose con esto el caos y la contradicción entre nuestra legislación supletoria anterior a la Carta Fundamental y el espíritu de ésta. Pudo, en suma, haberse desarrollado un movimiento de iniciativa, de progreso económico, de trabajo, en el que el Gobierno, como sucede en los países latinos de América, siempre tiene que dar el primer paso, pero que la nación hubiera seguido de buena voluntad.

Había paz, primer elemento de seguridad; las instituciones seguían su marcha legal; el Gobierno estaba respetado; los antiguos revolucionarios, sumisos; el tesoro público, desahogado. Nada faltaba para que un espíritu organizador o un gobernante previsor y hábil consolidara su gobierno y obtuviera el beneplácito de todos, condición de vida y de autoridad en los países democráticos.

Es verdad que Lerdo, en este tiempo, alcanzó a fundar instituciones políticas como la del Senado, ideal que había perseguido desde 1867; que hizo elevar al rango de constitucionales las Leyes de Reforma; que se mostró enérgico defensor de éstas, expulsando a algunos jesuítas y haciendo que se expatriaran del territorio por su influencia las hermanas de la Caridad, que habían invocado en otro tiempo el patronato de Napoleón III. También es verdad que en su tiempo se ensancharon las comunicaciones telegráficas y se atendieron algunas vías públicas; que protegió cuanto pudo la instrucción primaria en el Distrito, y especialmente la superior y científica, como sus antecesores; que estableció las Legaciones mexicanas en Europa, enviando representantes de México a Madrid, a Ber1ín y a Roma; que hizo enviar los productos de nuestro país a la Exposición de Filadelfia, para lo cual se señaló una cantidad de 300,000 pesos, y una comisión astronómica al Asia para observar el paso de Venus por el disco del sol en diciembre de 1874; que se abrió otra Exposición general en México en 1875; que se ajustaron contratos con el americano Plumb para la construcción de un ferrocarril interoceánico que no llegó a cumplirse, y con Blair para otro de Guaymas a Sonora; que se aumentaron las rentas federales con el producto del impuesto del timbre y que las libertades individuales fueron siempre protegidas en estos días de paz.

Pero Lerdo, confiado excesivamente en su gran talento, desdeñando por experiencia o por escepticismo a los hombres políticos de México, y creyendo con más candor que juicio en la adhesión de los que lo rodeaban y en el acuerdo de éstos y los hombres de su partido personal, no pudo o no quiso hacerse cargo del sordo malestar que minaba esta situación, tranquila en la apariencia, pero que escondía graves peligros en el fondo.

Semejante malestar provenía de la división profunda de intereses políticos de los dos partidos que lo apoyaban y del tercero que se había mantenido sistemáticamente lejos del terreno político.

Ahora bien, el ministro Mejía, con el ejército y demás partidarios antiguos de Juárez, trabajaba por su propia cuenta, aislaba al Presidente y se preparaba a ser el heredero del Poder público. Los lerdistas, apartados del poder administrativo, aunque con influencias en las cámaras y en los Estados, veían con celo a sus antagonistas apoderarse cada vez más de los medios de influir en las elecciones futuras, y, por último, tanto éstos como aquéllos desdeñaban la alianza de los porfiristas, haciendo causa común para mantenerlos lejos de toda participación en la política.

Por consiguiente, se entabló entre los lerdistas y los juaristas una lucha de intrigas y de maniobras cerca del Presidente, en las cámaras, en los gobiernos locales y en la Prensa, para adueñarse del Poder antes de las elecciones. En cuanto a los porfiristas, como no se les dejaba más camino que el de la revolución, se prepararon a ella desde fines de 1875.

Lerdo pudo haber conjurado este último peligro aliándose decididamente a sus partidarios personales cuando aún era tiempo, o renunciando a todo pensamiento de reelección, tanto más cuanto que su partido, al postularlo como candidato en 1872, lo había prometido así. Pero él, que no creía deber la Presidencia sino a la suerte y al sufragio público, se había divorciado de su partido y no se creía ligado tampoco con las promesas que había hecho aquél a la nación.

El resultado de esta conducta equívoca fue una complicación terrible y desastrosa para Lerdo. No había remedio, los intereses de los tres partidos eran inconciliables, y el Presidente, muy hábil calculador y activo en la apariencia, no previó nada ni se preparó a nada en la realidad, encerrándose en una indolencia que ni la revolución misma pudo disipar. Así acabó el año de 1875, último de paz en tiempo de Lerdo.

El general Díaz se había retirado a los Estados Unidos, después de haber preparado todo para una revolución, y fijó su residencia en Brownsville.

El 15 de enero de 1876 estalló un pronunciamiento en Oaxaca, que fue secundado en Tuxtepec, acaudillándolo el general D. Fidencio Hernández; que proclamó el plan que se ha llamado de Tuxtepec; tan célebre en los últimos años.

Con gran rapidez los pronunciados tomaron a Oaxaca y organizaron grandes fuerzas para resistir y propagar la revolución en otros Estados.

En 7 de febrero, el general Donato Guerra secundó el pronunciamiento en Lagos (Jalisco) y el general Galván en otros cantones del mismo Estado. Pocos días después se pronunciaron los generales Méndez, Bonilla y Carrillo en la sierra de Puebla; en Yucatán, el coronel Canto; el coronel Cartas, en Tehuantepec; el general Rocha, en Guanajuato; el coronel Coutolennc, en Tecamachalco; el 89 de caballería, en la ciudad de Puebla, en donde poco faltó para que se apoderase de la plaza; en Jalapa, el coronel García, logrando aprisionar al gobernador de Veracruz; en San Luis Potosí, varios caudillos, lo mismo que en Tlaxcala; en Nuevo León, los generales Treviño y Naranjo, y por todas partes, hasta en el Distrito Federal, aparecieron varias guerrillas proclamando el nuevo plan.

El Gobierno procuró reprimir esta sublevación, desplegando entonces grande actividad. Envió al general Alatorre con una columna sobre Oaxaca, pero fue rechazado en el Jazmín, en 18 de febrero, por las fuerzas pronunciadas, viéndose obligado Alatorre a retirarse a Yanhuitlán. Después fue a incorporársele el general Corella, que fue cercado en Coixtlahuaca, pero que pudo salir y unirse a Alatorre.

La guerra siguió así con éxito vario, aunque llevando al principio la mejor parte el Gobierno; pero la revolución se hizo general en la República, y en todos los Estados, aun en los más lejanos, aparecieron partidarios del Plan de Tuxtepec.

Por último, el general Díaz pasó la frontera y se apoderó atrevidamente de la plaza de Matamoros el 2 de abril, y dejando allí al general González, salió a expedicionar por el Estado de Nuevo León; pero todavía en el de Tamaulipas reformó, en un lugar llamado Palo Blanco, el Plan de Tuxtepec, que así reformado fue la bandera de la revolución.

Después sostuvo un combate reñido en lcamole contra las fuerzas del general Fuero, en el que la victoria quedó de parte de éste, y entonces el general Díaz, haciendo una navegación arriesgada, se dirigió a Veracruz, en donde, disfrazado, pudo penetrar en el puerto e internarse en el oriente de la República y llegar a Oaxaca. En cuanto al general González, salió de Tamaulipas, y haciendo una travesía penosísima con artillería pesada a través de la sierra montañosa de la Huasteca, se internó en los Estados de Tlaxcala e Hidalgo.

Todavía el Gobierno obtuvo algunas ventajas de importancia sobre las fuerzas pronunciadas, derrotando en Epatlan a los generales Fidencio Hernández, Terán y Coutolennc, habiendo caído prisionero el segundo, y después el primero, en poder del general Sánchez Rivera. También había caído prisionero el general Donato Guerra, segundo jefe de la revolución, que fue sustituído en este carácter por el general D. Juan N. Méndez y otros jefes.

El general Riva Palacio, que pronunciado también en mayo expedicionaba en el Estado de Morelos, fue derrotado en Tlaquiltenango por el coronel Valle, y el general Rodríguez Bocardo, derrotado y muerto en Tlaxcala por el coronel Escalona.

Pero entre tanto que el general Díaz organizaba la revolución desde Oaxaca, y el Gobierno, apurando la resistencia contra ella, declaraba en estado de sitio a muchos Estados y movía columnas en todos sentidos haciendo ir al general Escobedo a Tamaulipas y Nuevo León, al general Ceballos a Jalisco y reforzando al general Alatorre en Puebla y Veracruz, las elecciones generales se verificaron. Lerdo, a instigación de sus partidarios, había aceptado la reelección, después todavía de que el Plan de Tuxtepec inscribía la no reelección como su primera exigencia y pedía también la libertad de sufragio, combatiendo así la presión oficial en las elecciones.

El resultado de éstas fue conocido de todos. El octavo Congreso se reunió, y sus miembros, más bien informados, no hicieron misterio de la falta de mayoría de votos en favor del Presidente Lerdo para declararlo reelecto.

Pero justamente ésta fue el arma que manejaron sus partidarios del Congreso para obligarlo a aceptar su concurso en la administración. Como él resistiera todavía, trataron de ponerse de acuerdo con el presidente de la Corte, D. José M. Iglesias, con el objeto de arreglar con este funcionario la declaración legal de haber falta de votación, a fin de que él entrara a desempeñar la Presidencia conforme a la ley, siempre que consintiera en gobernar con ellos. Pendientes estos arreglos todavía, el Presidente Lerdo se decidió a aceptar las condiciones que se le imponían, y en esta virtud separó del Ministerio al general Mejía, objeto de la aversión de los lerdistas, y reformó el Gabinete nombrando ministro de Relaciones a D. Manuel Romero Rubio, que era jefe de su partido; ministro de la Guerra al general Escobedo, ministro de Gobernación a D. Juan José Baz, ministro de Fomento a D. Antonino Tagle, quedándose en los ministerios de Hacienda y Justicia D. Francisco Mejía y D. José Díaz Covarrubias.

Entonces, la Cámara de Diputados declaró el 26 de septiembre de 1876 que D. Sebastián Lerdo de Tejada había sido reelecto.

Pero el presidente de la Corte, que ya conocía el verdadero resultado de las elecciones, aunque confidencialmente, por la declaración de varios diputados, aun cuando él era notorio en la Prensa y en la opinión pública, creyó que no debía considerarse válida la declaración de la Cámara y que era la ocasión de que él se presentase como el sustituto legal. Así es que dirigió un oficio el 27 de septiembre a la Suprema Corte de Justicia manifestando que consideraba interrumpido el orden constitucional. Los magistrados Alas, Ramírez, Montes, García Ramírez y Guzmán se adhirieron a esta protesta y dejaron de concurrir al tribunal en lo sucesivo. Pocos días después fueron reducidos a prisión los dos primeros y el último, por orden del Presidente Lerdo. En cuanto al presidente de la Corte, Iglesias, salió ocultamente de México para el interior y se dirigió a Guanajuato, en donde fue reconocido como Presidente de la República por el gobernador Antillón, por el general García de la Cadena y por numerosas fuerzas del Ejército, inspirado por Mejía, y, por último, por el general CebaUos, jefe militar de Jalisco. Iglesias expidió un manifiesto en Salamanca y organizó su Gabinete, nombrando ministros al general D. Felipe Berriozábal, de Guerra; a D. Emilio Velasco, de Hacienda; a D. Francisco Gómez del Palacio, de Relaciones; a D. Joaquín Alcalde, de Fomento, y a D. Guillermo Prieto, y después a D. Alfonso Lancáster Jones, de Justicia.

Entre tanto el Gobierno hacía publicar por bando, en México, la declaración de Presidente con muestras de un regocijo artificial que no engañó a nadie, dada la situación gravísima en que se hallaba la República.

El general Díaz avanzaba con su ejército por el rumbo de Oriente, y se adherían a Iglesias en Guanajuato cada día nuevos partidarios que salían ya de México sin embozo para unírsele.

El general Alatorre, con quien los iglesistas estaban procurando arreglarse, fue a presentar batalla al general Díaz, y el día 16 de noviembre de 1876 las dos fuerzas se encontraron en Tecoac y empeñaron el combate. La batalla permaneció indecisa por algunas horas, pero la llegada oportuna de la división del general D. Manuel González, que venía en auxilio del general Díaz, decidió la victoria, quedando el general Alatorre derrotado y dejando en poder de sus enemigos su artillería, sus municiones y demás elementos de guerra, así como gran número de prisioneros. Con todo, la batalla parece no haber sido sangrienta.

Al saberse en México la noticia de este desastre, el pánico se apoderó del Gobierno, y el día 20 del mismo mes de noviembre el Presidente Lerdo, acompañado de sus ministros Escobedo, Romero Rubio, Baz y Mejía y de otras personas, salió de México dirigiéndose a Michoacán, quedando la ciudad a cargo del jefe de la guarnición, general Loaeza, y de D. Protasio Tagle, partidario del general Díaz.

Este entró en la capitai el 24 de noviembre, y el 26 llegaron las fuerzas de su ejército victorioso.

Las negociaciones que se habían entablado entre porfiristas e iglesistas, a fin de lograr un avenimiento, cesaron definitivamente, a consecuencia de haberse negado Iglesias a reconocer el Plan de Tuxtepec, y no quedó entonces más recurso que el de la guerra para decidir la victoria entre los dos partidos.

Antes de emprenderla, el general Díaz asumió el Poder Ejecutivo y organizó a su vez su Ministerio, compuesto de las personas siguientes: D. Ignacio Vallarta, Secretario de Relaciones; D. Pedro Ogazón, de Guerra; D. Justo Benítez, de Hacienda; D. Ignacio Ramírez, de Justicia; D. Protasio Tagle, de Gobernación, y D. Vicente Riva Palacio, de Fomento.

Una vez así, el general Díaz nombró en 6 de diciembre al general D. Juan N. Méndez, Presidente interino de la República, y él salió a la cabeza de su ejército para combatir a Iglesias.

Este salió de Querétaro, y después de una entrevista inútil con el general Díaz en la hacienda de la Capilla, se dirigió a Guadalajara, en donde el 2 de enero de 1877 expidió otro manifiesto, y después de la batalla incruenta de los Adobes, en que el general Martínez derrotó con gran facilidad al general Antillón que mandaba el grueso de las fuerzas iglesistas, Iglesias se dirigió a Manzanillo, en unión de sus ministros y del general Ceballos, y allí se embarcó el 17 para los Estados Unidos, de donde ha regresado después, entrando en la vida privada.

En cuanto a Lerdo, después de un viaje penoso por el sur de Michoacán y de Guerrero, logró embarcarse en Acapu1co para los Estados Unidos, en donde permanece aún, viviendo sin relaciones de ninguna clase en una casa de huéspedes en Nueva York.

Así se resolvió esta situación que los sucesos políticos y los de la guerra complicaron de una manera inaudita.

El general Díaz regresó a México, y como el 26 de diciembre de 1876 había sido expedida por el general Méndez la convocatoria para elecciones de Presidente, magistrados de la Corte y diputados, conforme al Plan de Tuxtepec, se ocupó sólo en organizar interinamente la administración.

Verificadas las elecciones el 2 de mayo, la Cámara de Diputados se instaló, y hecho el cómputo de votos, declaró Presidente de la República al general Díaz por haber sido electo unánimemente.

Expedida también la convocatoria para elecciones de senadores, las dos cámaras comenzaron a funcionar en septiembre del mismo año.

El país todo se organizó constitucionalmente y las instituciones continuaron su curso normal.

En los primeros meses del año de 1878 se produjeron algunos movimientos en sentido lerdista y aun llegó a presentarse en la frontera del Norte una fuerza acaudillada por el general Escobedo, mientras que otra se levantó en Zacatecas acaudillada por el general Palacios; pero poco tiempo después, tanto el uno como el otro de estos jefes fueron hechos prisioneros, conducidos a México y encerrados en la fortaleza de Santiago Tlaltelolco, de donde salieron en libertad pasados algunos meses.

Sublevóse más tarde, en junio de 1879, en las costas de Veracruz, el vapor Libertad, y se creyó que era de acuerdo con algunos partidarios que a la sazón se hallaban en la ciudad de Veracruz y que fueron presos en la noche del 2S siguiente y fusilados sin formación de causa por el gobernador Terán. Pero en el mismo buque se hizo una contrarrevolución, por lo cual volvió a la obediencia del Gobierpo. Se acusó después al gobernador Terán por las ejecuciones del 2S de junio, pero la Cámara de Diputados, como Gran Jurado Nacional, se declaró incompetente para juzgarlo. Algunos meses más tarde hubo una sublevación local en Mazatlán, a cuya cabeza se puso el general Ramírez, pero este jefe fue derrotado y muerto pocos días después. También a principios de 1879 algunos cabecillas de la sierra de Alica se sublevaron en ella desconociendo al Gobierno, pero su movimiento se redujo a esa localidad, y más tarde fue ésta pacificada por el general D. Manuel González, que salió de México con ese objeto al frente de una fuerte división.

Con excepción de estas intentonas de guerra civil, la República, durante el gobierno del general Díaz, es decir, desde 1877 hasta 30 de noviembre de 1880, ha permanecido en paz.

El jefe del Poder Ejecutivo, si de pronto y cediendo a las exigencias de partido se rodeó exclusivamente de su círculo, a los pocos meses manifestó adoptar una política más amplia atrayéndose a los hombres más prominentes de los otros partidos. Primero aceptó a numerosos iglesistas del elemento civil y militar, hasta el punto de haber nombrado su ministro de Gobenución al general Berriozábal, que lo había sido de la Guerra al lado de Iglesias, y de haber dado de alta en el Ejército a todos los generales iglesistas. El general Mejía, antiguo jefe del partido juarista, y que había sido enemigo implacable de los porfiristas en tiempo de Juárez y en tiempo de Lerdo, sufrió un destierro temporal, pero volvió al país y también fue dado de alta en su empleo de general de división. Tocó después su turno a los lerdistas, que parecían los más obstinados en no aceptar su gobierno, pero él los atrajo poco a poco y les abrió el camino para entrar en la vida política en el gobierno del general González.

A esta conducta política, amplia y fecunda en buenos resultados, el general Díaz ha unido su actividad en la parte administrativa, poniendo las bases del gran movimiento industrial y progreso material que hoy se nota en la República Mexicana.

Estando próximo el tiempo en que debía terminar su período presidencial, los partidos políticos comenzaron a agitarse para proclamar diversas candidaturas que entraron, desde luego, en una lucha pacífica y legal en la Prensa, en las cámaras y en los círculos electorales.

Estas candidaturas fueron las del general D. Manuel González, de D. Justo Benítez, del general García de la Cadena, del general D. Ignacio Mejía y de D. Manuel M. de Zamacona. Cada una de ellas contaba con partidarios inteligentes y autorizados en la familia liberal, pero las tres más apoyadas eran las primeras, y sobre todo la del general González, que contaba con la influencia del general Díaz y que la designó a sus numerosos amigos como la más conveniente.

Ella triunfó, pues, en las elecciones generales de 1880, y la Cámara de Diputados, reunida en septiembre del mismo año, declaró electo Presidente constitucional de la República, el día 25 de ese mes, al general D. Manuel González por haber reunido en su favor 11,528 votos.

Antes de bajar del Poder el general Díaz había otorgado a las empresas de Symon y de Sullivan las dos importantes concesiones para construir dos líneas de ferrocarril hasta el mar Pacífico, empresas que acometieron luego y continúan sus trabajos con gran beneficio y beneplácito del país.

También pocos días antes del 30 de noviembre el Presidente Díaz recibió en audiencia solemne al ministro de la República francesa, barón Boissy d'Anglas, que venía a presentar sus credenciales, a la sazón que el ministro mexicano D. Emilio Velasco las presentaba en París al Presidente Grévy. De este modo quedaron reanudadas las relaciones diplomáticas con Francia que habían sido interrumpidas desde 1862.

Por último, el 30 de noviembre de 1880 entregó el Poder Ejecutivo al general D. Manuel González, haciéndose esta transmisión pacífica y legalmente, estando la República en plena paz, de lo que no había habido desde 1821 sino un solo ejemplo.

El Presidente González entrÓ a desempeñar el Poder Ejecutivo bajo los auspicios mejores, y ha sabido mantener la paz y consagrarse con empeño a las tareas administrativas como su antecesor. OrganizÓ su Gabinete conservando en el Ministerio de Relaciones a D. Ignacio Mariscal y nombrando para desempeñar los de Guerra, de Hacienda, de Justicia, de GobernaciÓn y de Fomento, al general Gerónimo Treviño, a D. Francisco Landero, a D. Ezequiel Montes, D. Carlos Díez Gutiérrez y al mismo general Díaz, que ha sido sustituido después por el general Carlos Pacheco.

El general González ha desarrollado todavía más la política amplia seguida por el general Díaz. A su llamado han acudido los partidarios lerdistas que permanecían retraídos aún, y estas antiguas divisiones han acabado por borrarse, agregándose todos los miembros de la familia liberal en torno del Gobierno, a quien apoyan con su prestigio y su influencia.

Entre tanto, nuevas mejoras en el orden material y social se han realizado, haciéndose concesiones para nuevas vías férreas, inaugurándose el tramo del ferrocarril central de México a Guanajuato, el de Morelos hasta Cuautla, el de Sullivan hasta Toluca, el de Irolo hasta Texcoco, el del Paso del Norte hasta Chihuahua y el de Sonora hasta Guaymas.

Se han extendido nuevas líneas telegráficas por todos los Estados de la República, de modo que puede decirse que todos los pueblos de ella, al menos en sus centros más poblados e importantes, están unidos ya por el telégrafo. El comercio ha cobrado una animación inusitada, los cambios de la producción de nuestro país con los efectos extranjeros adquieren una proporción antes no vista, la agricultura se desarrolla y prospera a la sombra benéfica de la paz que parece consolidada, tanto por el deseo de los pueblos como por el contento de los partidos.

Los antiguos intentos de revolución están ya olvidados, y la pobre República, tan destrozada y fatigada por las guerras internacionales y las revueltas civiles, reposa hoy tranquila y estima tanto más los bienes de la paz cuanto que ha aprendido, en seis años que lleva de disfrutarla, a comprender cuánto la necesita para aprovechar sus elementos de riqueza.

La colonización extranjera está muy favorecida por el Gobierno; algunas empresas han introducido ya gran número de colonos italianos, cuyas colonias recién establecidas ofrecen prosperar. Si la inmigración europea de origen sajón deseara aprovechar los mil elementos agrícolas que aquí existen en las variadas zonas de nuestro suelo, encontraría tantas libertades como en los Estados Unidos y mayor provecho quizá.

Los capitales extranjeros afluyen atraídos por esta situación bonancible, y establecimientos bancarios, antes muy raros aquí o poco conocidos, facilitan ya el movimiento y la circulación del capital.

El Gabinete se encuentra constituído actualmente por los señores Lic. Ignacio Mariscal, Secretario de Relaciones y jefe del Ministerio; general Carlos Pacheco, Secretario de Fomento; general Francisco Naranjo, Secretario de Guerra y Marina; general Carlos Díez Gutiérrez, Secretario de Gobernación; Lic. Joaquín Baranda, Secretario de Justicia, y señor Jesús Fuentes y Muñiz, Secretario de Hacienda. De honrosos antecedentes todos ellos, sería inútil hacer a cada uno los elogios especiales a que son todos acreedores: la marcha rápida y progresiva del país bajo la administración que ellos constituyen, con el general González a la cabeza, habla más alto que cualquiera alabanza que pudiésemos escribir. El editor de esta obra se propone publicar al frente de ella los retratos de dichos funcionarios, como un homenaje debido al patriotismo y tacto incuestionables con que dirigen los destinos de la República.

Los gobiernos de los Estados se empeñan y se estimulan en la difusión de la enseñanza primaria, y el ministro que acaba de encargarse de la cartera de Justicia e Instrucción Pública abriga vastos planes e ideas progresistas acerca de la reforma y la reorganización de ésta.

Hay en el país un bienestar innegable que se aumentará con la consolidación de las instituciones libres y con el desarrollo del trabajo.

Con excepción de la ley constitucional, en que se determina la sustitución del Presidente de la República en los casos de falta absoluta de éste, y del arreglo satisfactorio que ha tenido la añeja y difícil cuestión de límites con Guatemala, los acontecimientos políticos durante el gobierno del general González han sido muy pocos y los del orden administrativo son los más numerosos, y por eso remitimos al lector a nuestra revista administrativa, en que podrá conocerlos detalladamente.

Nosotros concluímos esta revista histórica y política de México cuando la paz y el progreso material animan a los pueblos con sus esperanzas y beneficios, al concluir el año de 1882.

Índice de Historia y política de México de Ignacio Manuel AltamiranoSegunda parteBiblioteca Virtual Antorcha