Índice de Historia y política de México de Ignacio Manuel AltamiranoPrimera parteTercera parteBiblioteca Virtual Antorcha

Historia y política de México

Segunda parte

De 1853 a 1867


SUMARIO

Revolución de Ayutla. Pronunciamiento del coronel Villarreal. El general D. Juan Álvarez. Reforma del Plan de Ayutla en Acapulco. D. Epitacio Huerta. D. Santos Degollado, D. Ignacio de la Llave, D. Juan J. de la Garza, D. Santiago Vidaurri, D. Ignacio Comonfort, Don Plutarco González, D. Tomás Moreno, D. Vicente Jiménez, D. Cesáreo Ramos. 1855, caída de Santa Anna. Junta de Cuernavaca. Presidencia del general Álvarez. D. Melchor Ocampo. D. Ponciano Arriaga, D. Guillermo Prieto, D. Miguel Lerdo de Tejada. Partido moderado. Presidencia de Comonfort. Pronunciamiento de Olloqui y Osollo. Plan de Religión y Fueros. Pronunciamiento de Castillo. Pronunciamiento de Sierra Gorda. Ley de desamortización. Pronunciamiento de Miramón. Nueva Constitución política de México. Los constituyentes del 57. Luchas parlamentarias. Ultimas reformas a la Constitución. Libertad de cultos. El ministro Lafragua. División territorial. Nuevos Estados. Poderes de los Estados. Presidencia constitucional de Comonfort. Golpe de Estado. Prisión de Juárez. Pronunciamiento de Zuloaga. Plan de Tacubaya. Libertad de Juárez. Lucha en México. Capitulación de Comonfort. Zuloaga, presidente de la reacción. Pronunciamiento de Echeagaray y de Robles. Plan de Navidad. Junta de notables. Acción de Salamanca. Acción de Ahualulco. Miramón, presidente de la reacción. Acción de Tacubaya. Leyes de Reforma. Batalla de Loma Alta. Batalla de Silao. Victoria de Calpulalpan. Nuevo Gabinete de Juárez, Zarco, Ramírez, Prieto, González Ortega. Asesinato de Ocampo. Muerte de Degollado. Fusilamiento de Valle. Acciones de Jalatlaco y Pachuca. El banquero Jecker. Convenios de Londres. Don Juan N. Almonte. Desembarco de tropas españolas en Veracruz. El ministro Doblado. Preliminares de la Soledad. El ejército francés. Batalla del 5 de mayo. Muerte de Zaragoza. Nuevo ejército francés a las órdenes de Forey. Sitio de Puebla. Pérdida de Puebla. Defensa de la República. Junta de gobierno. Regencia. Junta de notables. Adopción de la monarquía. Maximiliano acepta la corona. Llegada de Maximiliano. Carácter de Maximiento de Ghilardi y Chávez. Descontento del partido. Juárez en el paso del Norte. Años de 1864 y 65. El Sur, victoria de Chilapa en 1864. Decreto del 3 de octubre. Muerte de Arteaga y Salazar. Fusilamiento de Ghilardi y Chávez. Descontento del partido conservador. Préstamos negociados en París y Londres. Napoleón abandona a Maximiliano. Partida de la archiduquesa Carlota a Europa. Carlota, desairada, pierde la razón. Retirada de los franceses. Maximiliano piensa abdicar. Se decide a permanecer en México. Formación de ejércitos. Movimiento de fuerzas republicanas. El general Corona, el general Régules. Generales Riva Palacio y Martínez. El general Porfirio Día%. Fuerzas del Sur. Ocupación de Cuernavaca. Salida del ejército francés. Batalla de San Jacinto. Maximiliano en Querétaro. Márquez, lugarteniente. Ejército del Norte. El general Díaz sobre Puebla. El Presidente Juárez en San Luis. Combates en Querétaro. Asalto de Puebla. Combate del 27 de abril. Ataque de la Garita. Línea de Cimatario. Ataque del 1° de mayo. Toma de Querétaro. Proceso de Maximiliano. Ejecución de Méndez. Fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía. Partido conservador. Ocupación de México. Rendición de Veracruz. Fusilamiento de O'Horan. Entrada triunfal de Juárez en México.


El pequeño pueblo de Ayutla, en la costa del Sur (Estado de Guerrero), fue la cuna de esta nueva revolución, la más transcendental que ha tenido México desde 1821 hasta hoy.

Allí, el coronel D. Florencio Villarreal (después general de división), con algunos oficiales, a la cabeza de una tropa de cívicos, levantó el estandarte de la revolución, proclamando la caída del dictador.

Se sabía que este movimiento se había determinado de entero acuerdo con el general D. Juan Alvarez, antiguo insurgente del año de 1810 Y el compañero y partidario más fiel del general Guerrero en su desgracia.

El general Alvarez, que compartía con el general Bravo la influencia política en aquella parte montañosa de la República en que se había mantenido la guerra en favor de la independencia desde el año 1810, en que la inició allí el gran Morelos, hasta 1821 en que la concluyó el convenio entre Guerrero e Iturbide, había sido siempre un partidario decidido de las ideas liberales y representativas. Por eso, Santa Anna, que lo conoció, se propuso hostilizarlo y aniquilar su prestigio en el Sur. Alvarez, no sólo por eso, sino exasperado al ver la situación del país, resolvió, sin medir el peligro y sin amedrentarse ante los poderosos elementos de que disponía el dictador, poner coto a su tiranía y restablecer el sistema democrático y representativo.

Pequeños eran a la verdad los medios que estaban en su poder. Ni contaba siquiera con todos los pueblos del Estado de Guerrero, pues vivía aún el anciano general Bravo, que tenía influencia decisiva en la mayor parte de ellos y que no quiso tomar parte en la revolución, aunque se le invitó expresamente en el Plan de Ayutla.

Así, pues, Alvarez quedó reducido a las comarcas de la costa y a algunos pueblos centrales del Estado, que le dieron un contingente escaso, aunque escogido, de hombres. Sus recursos pecuniarios eran nulos y consistían principalmente en los exiguos rendimientos de la aduana marítima de Acapulco. De manera que aquella revolución comenzó, como la del año 1810 en la misma comarca, sin contar más que con el valor de los hombres y el apoyo de los pueblos.

El 11 del mismo mes de marzo de 1854 el Plan de Ayutla fue reformado en Acapu1co (1), y ya lo aceptaron sin reserva el general Alvarez, D. Ignacio Comonfort y otros jefes.

En virtud del plan reformado así, se restablecía el sistema republicano, representativo - popular, y se convocaba un Congreso constituyente a fin de que organizase el país sobre las bases indicadas, que seríán la expresión de la voluntad nacional, si llegaba a aceptarse la revolución por la voluntad de la República entera.

Como el general Alvarez, caudillo de la revolución y jefe del ejército que tomó el nombre de Restaurador de la Libertad, no pertenecía al ejército iturbidista y era de los pocos patriotas de la primera época de la independencia, que habían sido vistos siempre con animadversión por los hombres de 1821, no tenía adictos en el ejército de Santa Anna, compuesto enteramente de éstos o de sus criaturas. Además, este ejército era enteramente fiel al dictador, que lo protegía con predilección.

Así, pues, era preciso buscar soldados a la revolución en el seno de las masas populares, y por la primera vez después de 1810 iba a darse el caso de armar al pueblo para ponerlo enfrente de tropas numerosas, disciplinadas y educadas en el servicio militar.

El elemento civil se hizo soldado y los nuevos caudillos que apoyaron la revolución fueron hombres del pueblo consagrados antes a faenas muy diversas de la profesión de las armas. El campesino D. Epitacio Huerta y el paisano D. Santos Degollado secundaron la revolución en Michoacán; el abogado don Ignacio de la Llave se pronunció en el Estado de Veracruz; el abogado D. Juan José de la Garza, en Tamaulipas; el empleado D. Santiago Vidaurri, en Nuevo León; el hacendado D. Ignacio Pesqueira, en Sonora; el mismo Ignacio Comonfort, que fue uno de los corifeos de la revolución y después sustituto de Alvarez en la Presidencia de la República, no había sido más que coronel de cívicos y empleado de Hacienda.

Don Plutarco González, que se pronunció en el Estado de México, no había sido más que oficial de seguridad pública. Sólo Tomás Moreno, D. Florencio Villarreal, D. Vicente Jiménez y D. Cesáreo Ramos habían servido en tropas regulares.

Con tan débiles elementos, la nueva sublevación parecía fácil de sofocar. Santa Anna marchó al Sur con un ejército numeroso, atacó la fortaleza de Acapulco, defendida por Comonfort, pero fue rechazado y regresó a México no sin ser batido en el camino por los pronunciados, que obtuvieron sobre él algunas ventajas.

Después, la brigada Zuloaga se vió obligada a capitular en Nuxco, en la costa, y las tropas que guarnecían los distritos centrales sufrieron serios descalabros, mientras que Comonfort hacía una irrupción victoriosa en el Estado de Jalisco.

Santa Anna, espantado por el odio creciente del pueblo contra su dictadura, después de intentar una especie de plebiscito que no produjo sino un voto arrancado por el terror, abandonó el Poder y salió furtivamente de México el 9 de agosto de 1859.

La plaza de México secundó el Plan de Ayutla y se encargó del mando militar de ella el general D. Rómulo Díaz de la Vega, quien convocó una Junta de notables que nombró Presidente interino de la República al general D. Martín Carrera, que aceptó el encargo en el mismo mes de agosto. Pero este jefe, convencido de que no sería aceptado por los hombres de Ayutla, renunció el Poder interino el 11 de septiembre siguiente, volviendo a quedar encargado de él el general Vega. Entre tanto, el general Alvarez, con su ejército, avanzaba sobre México, habiéndosele adherido ya las tropas santanistas que estaban en Guerrero con los generales Zuloaga Y Lazcano.

Con el caudillo de la revolución venía entonces, en calidad de secretario particular, un abogado oaxaqueño que había desempeñado en aquel Estado los primeros puestos en tiempos constitucionales, que había sido desterrado por Santa Anna a los Estados Unidos y que había venido a unirse al general Alvarez en los últimos meses. Este abogado era D. Benito Juárez, que estaba llamado a los más altos designios en su patria.

Al llegar a Cuernavaca, el general Álvarez convocó una Junta de representantes, escogiéndolos entre los más notables del partido liberal. Esta junta lo nombró Presidente interino de la República.

El nuevo Presidente organizó su Gabinete y se dirigió a México, plaza que lo había reconocido ya.

Los ministros que componían este Gabinete eran hombres autorizados todos en el partido liberal por su carácter, sus talentos y las persecuciones de que habían sido víctimas bajo el Gobierno de Santa Anna.

Don Melchor Ocampo, ministro de Relaciones, era sin disputa el hombre más notable y más respetado del partido liberal, en el que se había hecho conocer por sus ideas avanzadas, su saber y la pureza de sus convicciones. Se le reputaba como el jefe del partido democrático moderno. Había sido desterrado por Santa Anna, que temía su influencia en el Estado de Michoacán, de donde era nativo, y se había refugiado en los Estados Unídos, obligado a vivir de su trabajo personal.

Don Ponciano Arriaga, ilustrado jurisconsulto y orador elocuente, también desterrado por Santa Anna y refugiado en los Estados Unidos, era el ministro de Gobernación. Don Guillermo Prieto, poeta que disfrutaba ya y disfruta hasta hoy de la mayor popularidad en México, economista, y que había desempeñado el Ministerio de Hacienda al lado del general Arista, por lo cual había sufrido también persecuciones en tiempo de Santa Anna, se encargó de la cartera de Hacienda.

Don Miguel Lerdo de Tejada, notabilísimo estadista y que más tarde debía ser el gran promotor de la Reforma en materia de Hacienda, quedó desempeñando el Ministerio de Fomento. Economista profundo y audaz, este hombre de Estado llevaba ya en su cabeza el pensamiento sobre la desvinculación de los bienes del clero, que hábían sido el tesoro constante del partido conservador.

Don Ignacio Comonfort, el defensor de Acapu1co, elevado a general y que era la figura militar más prominente de la Revolución de Ayutla después del general Alvarez, fue nombrado ministro de la Guerra.

Y aquel abogado oaxaqueño, consejero íntimo del caudillo de Ayutla, D. Benito Juárez, tuvo a su cargo la cartera de Justicia y Negocios Eclesiásticos.

Este Gobierno así constituído, fue, pues, la representación más genuina del partido liberal.

Pero éste tenía en su seno una fracción que se denominaba partido liberal moderado y que, como se deja entender, componíase de hombres que repugnaban las medidas extremas y aun las vías de hecho para luchar, siendo su programa el de ir conquistando poco a poco los principios liberales, aun a la sombra del centralismo y de la dictadura militar. Esta fracción política contaba desde hacía tiempo con D. Ignacio Comonfort, y al verlo ahora a la cabeza de la revolución triunfante, se apoderó de él y maniobró con tal sagacidad, que a los pocos días de haber instalado Alvarez su Gobierno en México ya había logrado producir una división en el Gabinete y descontento entre las tropas de los Estados.

Tal situación, unida al disgusto que le causaba la residencia en México, obligó al anciano general Alvarez a dejar el Poder a manos de Comonfort, a quien nombró Presidente sustituto de la República, hecho lo cual se retiró al Sur, pero no sin haber lanzado el primer rayo sobre el clero y el Ejército, clases privilegiadas, arrancándoles su fuero en la famosa ley que promulgó, firmándola D. Benito Juárez como ministro de Justicia.

Comonfort tomó posesión de la Presidencia el 1 de diciembre de aquel año, y los ministros que nombró para formar su Gabinete fueron escogidos en el partido liberal moderado. Don Luis de la Rosa se encargó de la cartera de Relaciones; D. José María Lafragua, de la de Gobernación; D. Juan Soto, de la de Guerra; D. Manuel Payno, de la de Hacienda, y D. Manuel Siliceo, de la de Fomento.

Pero no bien había comenzado la nueva administración cuando las clases heridas por el triunfo de la Revolución de Ayutla y por la ley Juárez acudieron al antiguo recurso de los pronunciamientos y sublevaciones militares. El 19 del mismo mes de diciembre, los coroneles Osollo y 0lloqui se pronunciaron en Zacapoaxtla, aldea de las montañas de Puebla, y aliados al cura del lugar, levantaron la bandera de la reacción proclamando Religión y Fueros, como en 1833.

Don Severo Castillo, general santanista, pero en quien el nuevo Gobierno había depositado ciega confianza, enviado para batir a los rebeldes, se unió a ellos con su brigada, que era de las mejores del ejército permanente.

Los pronunciados ocuparon la ciudad de Puebla, en la que encontraron numerosos adherentes, elementos y apoyo, y pusieron a su cabeza a un hombre político, inteligente y activo, llamado D. Antonio de Haro, antiguo ministro de Santa Anna y perteneciente a la clase rica.

Comonfort organizó de prisa un ejército para sofocar esta revolución, y en marzo logró derrotar a los sublevados tomando la plaza de Puebla y haciendo prisioneros a casi todos los jefes y oficiales.

En la Sierra Gorda de Querétaro se había levantado también, proclamando el mismo plan, un caudillo que después adquirió celebridad, el coronel Mejía; pero enviado en su contra el general Ghilardi, pudo pacificar aquella comarca.

Poco después, habiendo llamado Comonfort a D. Miguel Lerdo de Tejada al Ministerio de Hacienda, este economista publicó la famosa Ley de desamortización de bienes eclesiásticos que debía ser causa de que se desencadenara más furiosa que nunca la guerra civil fomentada por el clero.

Algunos tacharon esta medida de débil todavía, creyendo que habría sido mejor haber expedido de una vez la Ley de nacionalización, que no habría tenido más consecuencias que las que tuvo aquélla. Pero Comonfort, fiel al programa del partido moderado a que pertenecía, repugnaba estos golpes definitivos y creyó con esto conseguir la paz y el desarme de sus irreconciliables enemigos.

Pudo ver que se engañaba, pues en octubre del mismo año, el general Orihuela y el coronel Miramón, a la cabeza de algunas tropas, se pronunciaron en Puebla, el coronel Calvo en San Luis Potosí y el coronel Mejía volvió a levantarse en la sierra de Querétaro.

Mientras esto pasaba y el Gobierno de Comonfort, investido de facultades discrecionales en virtud del Plan de Ayutla, arreglaba interinamente la Hacienda pública y hacía frente a las dificultades de la situación, el Congreso Constituyente discutía la nueva ley fundamental del país.

No es nuestro ánimo hacer un análisis, siquiera ligero, de ésta, ni las dimensiones de este trabajo lo permiten; pero sí debemos indicar, con toda la brevedad que nos sea posible, el espíritu de la famosa Carta que dió motivo a tantas luchas, y que parece adoptada definitivamente por la República, que se halla organizada conforme a sus preceptos.

Una gran parte de los miembros del Congreso Constituyente designados por el sufragio electoral, en virtud de una cláusula del Plan de Ayutla, y que enviaron a México los Estados de la antigua Federación, considerados sólo como divisiones geográficas y políticas provisionalmente, se componía de los hombres más avanzados del partido liberal puro.

Pero lograron entrar en él, merced también al sufragio, no pocos individuos del partido moderado, bastante adictos a las doctrinas del partido conservador, y aun algunos de los miembros vergonzantes de éste.

Por consiguiente, las luchas parlamentarias para discutir los derechos del hombre y las bases de la nueva organización política fueron empeñadísimas, irritantes, y estas demostraron una vez más que no estaban desarraigadas en México todavía ni las ideas ni las preocupaciones del antiguo régimen, aun entre los hombres que habían estado pasando por partidarios de las doctrinas modernas.

A los principios avanzadísimos de los diputados que, como Ocampo, Ramírez, Guzmán y Zarco, representaban la filosofía social moderna, se contestaba con los principios retrógrados de la antigua monarquía y con las meticulosas máximas del partido moderado, siempre amante de las transacciones con el sistema rutinario.

La Cámara, así compuesta en su mayoría de jurisconsultos, se dividió en diversos bandos que obedecían a las inspiraciones de sus escuelas respectivas, y observóse desde entonces que los diputados más considerados por sus antecedentes universitarios fueron precisamente los que combatieron con más ardor las libertades humanas y políticas, lo que demuestra de un modo claro el atraso en que se encontraban los estudios científicos en aquella época.

Por el contrario, los más ardorosos defensores de la libertad eran los pensadores independientes, los publicistas que debían sus convicciones a estudios privados, a doctrinas que no tenían entrada en los colegios del Estado.

Los primeros, por un acuerdo unánime, y como una concesión a las nuevas ideas y aspiraciones del pueblo, propusieron restablecer la Constitución de 1824, que, como se ha dicho, contenía grandes restricciones. Pero los segundos, más numerosos y activos, se opusieron a esta vuelta al pasado y propugnaron decididamente una nueva Carta política. Así es que la lucha se llevó a este terreno.

Los autores del nuevo proyecto, a semejanza de los constituyentes de 1824, se inspiraron en dos diversos modelos. Para la declaración de los derechos del hombre, en la doctrina de la Revolución francesa en 1879, y para la organización política de la República, en la Constitución de los Estados Unidos del Norte.

De aquí que se note en nuestra Ley Fundamental esa doble influencia con sus corolarios respectivos. Sin embargo, no hay identidad absoluta con las instituciones americanas, y en las nuestras se introdujeron notables modificaciones, como por ejemplo en la falta del Senado, en la falta de un vicepresidente electo, en la organización del poder judicial federal, en el recurso de amparo, más amplio y constituído de diversa manera que el Habeas corpus, y otras instituciones de menor importancia, pero que dan a nuestro sistema político una fisonomía peculiar.

A esas primitivas diferencias hay que agregar ahora las introducidas en los últimos años, como el establecimiento del Senado, la prohibición de reelegir inmediatamente a los encargados del Poder Ejecutivo en la Unión y en los Estados, y el último precepto, en virtud del cual se determina que el Presidente constitucional de la República sea sustituido, en sus faltas temporales o absolutas, por el presidente de la Cámara de Senadores que haya funcionado en el mes anterior o en aquel en que ocurran las faltas expresadas. Tampoco hubo identidad completa en el título I de nuestra Constitución, que contiene el Acta de los derechos del hombre con la declaración de la Asamblea Nacional francesa de 1789. El partido moderado, unido a los diputados del conservador y aun a algunos del avanzado, luchó porfiadamente por restringir cuanto era posible la amplia concesión de libertades humanas y políticas. Especialmente, con motivo de la libertad de cultos, que en el proyecto se proponía tímida e impropiamente con el carácter de tolerancia de cultos, se empeñó un combate parlamentario en que la irritación de los ánimos llegó al colmo y acabó de dividir a los dos bandos que contendían en la Cámara. Los discursos pronunciados en tal ocasión dan la medida de nuestro estado de cultura hace veinticincu años, y demuestran lo difícil que era naturalizar las ideas de libertad individual en los paises educados por España durante los tres pasados siglos.

En vano defendían la libertad de conciencia los miembros más avanzados de la Cámara con razones filosóficas y de conveniencia pública, invocando ora la libertad natural del hombre para abrazar la religión que crea buena, ora teniendo en cuenta la inmigración extranjera tan necesaria para el progreso de este país. Los enemigos de este principio radical se declararon partidarios fervientes de la intolerancia católica y contestaron aquellas verdades fundamentales con argumentos del siglo XV, con protestas ardentísimas de un fanatismo delirante que dieron a la Cámara en aquellos momentos un aspecto inquisitorial y lúgubre.

Vino a reforzar estos argumentos religiosos el auxilio ministerial. Ya se ha dicho que el Presidente Comonfort, en calidad de miembro del partido moderado, veía de mal ojo las ideas extremas que profesaba el partido democrático.

Su Gabinete, no sólo participaba de esta animadversión, sino que era él quien la inspiraba al jefe del Ejecutivo.

Así, pues, se presentó en la liza parlamentaria para ayudar a los defensores de la intolerancia religiosa.

El ministro de Gobernación, Lafragua, llevando la voz del Presidente, se opuso a la tolerancia de cultos y pronunció un largo discurso que era el panegírico más completo de la religión de Estado y la más osada paradoja contra la libertad individual.

Ya antes de comenzar sus sesiones el Congreso Constituyente, este mismo ministro Lafragua había dado la medida de su religiosidad excitando a los diputados para que invocasen el favor divino yendo en cuerpo, como un cónclave, a oír a la catedral una misa de Espíritu Santo, fnvitación grotesca que no fue tomada en consideración.

Con semejante refuerzo, pues, los intolerantes triunfaron y el principio fundamental de la libertad de conciencia fue borrado del Código de 1857. Si se ha inscrito después en él, en el año de 1873, y como una reforma, ha sido merced a que el Presidente Juárez, revestido de facultades extraordinarias durante la guerra de Reforma, lo promulgó en Veracruz en 1859 como una ley revolucionaria, pero que tuvo su ejecución inmediatamente y fue observada como tal hasta que la nación la aceptó en la forma legal.

La Constitución, por fin, con numerosas restricciones, con notables vacíos, con no pocos errores debidos al temor de la tiranía política cuyos efectos, que aún resentían algunos diputados, habían sido más temibles que nunca durante la dictadura de Santa Anna, y debidos también a la inexperiencia en materia de gobierno y a la influencia de los partidos en la discusión, se firmó el 5 de febrero de 1857 encabezándola el nombre de Dios, como si fuera un código religioso o un tratado internacional, y esto fue causado por la insistencia de un miembro de la comisión redactora, que defendió con razones sentimentales tan extraño modo de comenzar una ley política, a pesar de las juiciosas observaciones que se hicieron en contra.

El Presidente Comonfort juró, lo mismo que el Congreso, esta Constitución y la promulgó solemnemente el 12 de febrero de 1857.

Desde luego, pudo notarse que tanto este funcionario, cuyo carácter indeciso y vacilante había de serle tan funesto, lo mismo que a su país, como también su Gabinete, veían con marcada repugnancia la nueva Ley Fundamental, repugnancia que se aumentó al ver que numerosos empleados públicos, atemorizados por las excomuniones que lanzaba el clero contra los que jurasen y aceptasen los nuevos principios, abandonaban sus destinos antes que hacerse reos de lo que creían una herejía.

Sin embargo de estas aprehensiones, el Presidente Comonfort siguió gobernando, y el Congreso Constituyente se disolvió después de decretar una ley electoral y de convocar al pueblo a elecciones generales para organizar el país conforme al nuevo sistema.

La República había sido dividida por el Congreso Constituyente en los Estados siguientes: Aguascalientes, Colima, Chiapas, Chihuahua, Durango, Guanajuato, Guerrero, Jalisco, México, Michoacán, Nuevo León y Coahuila, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Tlaxcala, Valle de México, Veracruz, Yucatán, Zacatecas y Territorio de la Baja California.

Esta división territorial se ha modificado después por la formación de nuevos Estados cuyos territorios se han segregado de varios de los antiguos. Los Estados nuevos son: Campeche, formado con territorio y población del Estado de Yucatán, y Morelos e Hidalgo, que eran fracciones del antiguo y extenso Estado de México.

El Estado del Valle de México no ha llegado a organizarse como tal, permaneciendo aún como Distrito Federal, residencia de los Supremos Poderes de la Unión.

Tanto los diputados como los senadores que componen el Congreso federal, el Presidente de la República y los miembros de la Suprema Corte de Justicia son nombrados por el pueblo en elección indirecta en primer grado. Los primeros duran en su encargo dos años, los segundos cuatro, el tercero también cuatro y los últimos seis.

En cuanto a los poderes de los Estados, que siguen, como es natural, la división política preceptuada en la Constitución general, son todos electos por el pueblo directa o indirectamente en primer grado, pues en este particular las constituciones locales han modificado los detalles y procedimientos electorales, aunque sin alterar sustancialmente los principios del sufragio popular.

Las facultades de los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial de la Federación están señaladas en los artículos 72 y siguientes hasta el 102 de la Constitución de 1857 y en la ley adicional de 13 de noviembre de 1874, y al examen de estos documentos remitimos al lector.

Expuesto ya, aunque brevemente, el carácter de la Ley Fundamental de México, continuaremos la narración histórica.

En las elecciones de 1857 resultó electo Presidente constitucional el mismo general Comonfort; quien después de jurar de nuevo la fiel observancia del Código federal ante el Congreso, entró a desempeñar la Presidenda el 1° de diciembre del mismo año.

Pero lo hemos dicho ya: este funcionario no aceptaba de corazón la nueva ley, y ahora agregamos que tampoco era leal prestando un juramento que a los diez días se proponía violar. El 11 de ese mismo mes de diciembre, engañando aun a algunos miembros de su Gabinete, como D. Benito Juárez, a quien había llamado para encargarlo del Ministerio de Gobernación, y a quien autorizó para asegurar al Congreso, que desconfiaba ya, de su lealtad al nuevo sistema, dió un golpe de Estado disolviendo la Cámara, suspendiendo la Constitución, asumiendo un poder discrecional y aprisionando a varios miembros del partido avanzado, entre ellos al mismo D. Benito Juárez.

Y las causas que alegaba para tal conducta eran las mismas del partido conservador para no aceptar la Constitución. Pero como si este partido no quedase contento ni con la traición de los hombres del Poder y exigiese a toda costa depositar éste en sus manos, el 17 del repetido mes, el general Zuloaga, antiguo santanista, se pronunció en Tacubaya, proclamando un plan que era el de Religión y Fueros que había estado invocando la reacción y que apartaba del Gobierno a Comonfort y a los suyos.

Y tal fue el principio de la guerra civil más larga y sangrienta que ha sufrido México independiente y que es conocida con el nombre de Guerra de los tres años o de Reforma.

Las clases privilegiadas, esto es, el clero, el Ejército y los ricos, hacían de nuevo un esfuerzo desesperado para hacerse dueños del Poder y entronizar sus principios siempre rechazados por el país.

Comonfort volvió sobre sus pásos, conociendo tarde su error. De nuevo reconoció la Constitución, puso en libertad a D. Benito Juárez, que en su calidad de presidente de la Suprema Corte de Justicia debía asumir el Poder Ejecutivo, y reuniendo algunas fuerzas del Ejército y de la Guardia nacional luchó con los sublevados de Tacubaya, apoderados ya de algunos edificios de la ciudad de México. Esta lucha estéril duró hasta el 21 de enero de 1858, en que Comoafort, abandonado enteramente de sus pocos partidarios, capituló, dejó el palacio nacional y salió de México para embarcarse en Veracruz, como lo hizo el 7 de febrero siguiente.

Así concluyó el Gobierno vacilante de este caudillo de la Revolución de Ayutla, que no comprendió su misión y que cometió el gravísimo error de entregarse a los consejos del partido moderado, incapaz siempre de resoluciones varoniles y salvadoras.

Más tarde, Comonfort volvió al país en 1861, fue jefe de un ejército sólo para sufrir una gran derrota, fue ministro de Juárez unos cuantos días y sucumbió tristemente sacrificado por bandidos en un camino público.

Dueños de la ciudad de México los reaccionarios, nombraron un Presidente según el Plan de Tacubaya, y fue el jefe del motín militar, D. Félix Zuloaga, quien comenzó a funcionar como tal en 21 de enero. Organizó luego su Gabinete, que se compuso de D. Luis G. Cuevas, D. Hilario Elguero, D. Juan Hierro Maldonado, D. Manuel Larrainzar y el general D. Santiago Parra, la flor y nata del partido conservador y clerical.

Pero la reacción entronizada en México estaba muy lejos de ser secundada en los Estados. Algunos de éstos formaron una coalición, reconocieron a Juárez como Presidente constitucional y se prepararon a combatir.

El Gobierno conservador de México organizó varios cuerpos de ejército que puso a las órdenes de jefes de confianza, escogidos entre los que se habían distinguido en las sublevaciones anteriores, como Osollo y Miramón.

El Gobierno constitucional, por su parte, organizaba en los Estados del interior la resistencia, improvisando soldados y caudillos. Por primera vez en México los dos partidos eternamente enemigos desde 1821 combatían teniendo cada uno su Gobierno a la cabeza y por campo la República entera. Pocas veces ésta había sufrido una agitación tan profunda y tan general. Fueron conmovidos por ella hasta los pueblos más apartados, hasta aquellos que habían permanecido indiferentes en las luchas civiles de otros tiempos, y el encarnizamiento de los dos bandos llegó a un grado increíble.

Juárez, después de una peregrinación a los Estados del interior en la que corrió graves peligros, hasta el de ser asesinado en un motín que estalló en Guadalajara, de que lo salvó la elocuencia de Guillermo Prieto y el valor de Cruz Aedo y Molina, dos jóvenes jaliscienses que acudieron con el pueblo en su favor, se dirigió al puerto de Manzanillo, se embarcó para Panamá y de allí se dirigió a Veracruz, en donde el gobernador Gutiérrez Zamora lo acogió solícito y le dió apoyo, hasta el punto de que el Presidente constitucional hizo de aquella plaza la residencia del Gobierno liberal.

Entre tanto, las fuerzas reaccionarias, con gran actividad, mandadas por Osollo y Miramón, se dirigían al interior y obtenían allí una importante victoria en Salamanca sobre las fuerzas republicanas, lo que les permitió apoderarse de las plazas de Querétaro, Guanajuato y San Luis Potosí, y después de Guadalajara, en donde establecieron varias comandancias y guarniciones a sus órdenes.

Habiendo muerto Osollo, Miramón quedó a la cabeza del ejército del interior, luchando con las tropas liberales organizadas por Vidaurri y otros caudillos en el Norte, que obtuvieron a su vez importantes triunfos, y que fueron derrotados después por Miramón en Ahualu1co.

Pero el partido conservador, más que ningún otro, estaba devorado por el virus de la discordia. Mientras que Miramón hacía frente a las divisiones reformistas del interior, y otros jefes luchaban en el Oriente y en el Sur por hacer triunfar la bandera de la reacción; mientras que Zuloaga establecía el régimen clerical en toda su extensión y era realmente un maniquí del alto clero, el partido de los ricos, en unión de algunos miembros del partido moderado, fomentaba en México una conspiración que estalló el 20 de diciembre de 1858 pronunciándose el general D. Miguel Echeagaray en el pueblo de Ayotla, proclamando la destitución de Zuloaga y convocando una Junta de notables para que organizaran de nuevo la República.

La guarnición de México secundó este plan, Zuloaga huyó del palacio, se refugió en el de la Legación inglesa y recibió el mando de la plaza el general D. Manuel Robles Pezuela.

En vano este jefe intentó conciliar los ánimos en el partido conservador, en vano también la Junta de notables, compuesta de ricos, de clérigos y de militares, nombró Presidente interino a D. Miguel Miramón. Súpose que este general había desaprobado el Plan de Navidad y sus consecuencias, y se dirigía a México en actitud vengadora. Entonces Robles renunció su efímero poder, entregándolo a D. José Ignacio Pavón, presidente de la Suprema Corte de Justicia de la reacción. En cuanto al general Echeagaray, se ocultó para evitar la venganza de Miramón, quien no tardó en llegar a México, obligó a retractarse a la guarnición, deshizo todo lo hecho por Robles, sacó a Zuloaga de la Legación inglesa y lo restableció en el mando.

Una vez reorganizado el Gobierno clerical y militar de Zuloaga, la guerra siguió en todo su furor.

Miramón, investido a poco del mando supremo de los reaccionarios con el título de Presidente sustituto, emprendió, a la cabeza de un grueso ejército, la campaña de Veracruz, sitiando esta plaza defendida por Gutiérrez Zamora y los generales Parte Arroyo, Iglesias y otros, pero tuvo que retirarse sin haber logrado su intento, después de algunos días de combates inútiles.

Cuando Miramón estaba sobre Veracruz, otro ejército liberal, a las órdenes del general Degollado, se acercó a México y acampó en Tacubaya. Fuerzas de la guarnición de México, a las órdenes del general Leonardo Márquez, salieron a batirlo, lo derrotaron el 11 de abril de 1859 y señalaron esta victoria con el fusilamiento de algunos jóvenes médicos liberales y otros prisioneros. Parece que estas ejecuciones se hicieron de orden de Miramón, pero el horror que produjeron en todo el país, hizo recaer el odio principalmente sobre el ejecutor Márquez.

Por lo demás, en aquella guerra de tres años se cometieron atentados de todo género, y los dos partidos se abandonaron a los excesos que producen las pasiones desencadenadas. El odio político que animaba a los contendientes no daba cuartel, pero los hechos demostraron que los soldados de la reacción fueron más sanguinarios que sus enemigos.

La exacerbación de los ánimos había llegado al colmo. La ocupación de la plata de algunas iglesias en los Estados por fuerzas liberales, y algunas victorias de éstos, producían terrible irritación en los reaccionarios, que contestaban con fusilamientos en masa; las represalias se sucedían a las represalias, y por todas partes se combatía con éxito diverso de uno y otro lado.

El Gobierno de Miramón había sido reconocido por el nuncio pontificio y por los ministros de España, Inglaterra y Guatemala; el de Juárez, por el de los Estados Unidos. Miramón disgustó a Inglaterra ocupando fondos que le pertenecían, y celebró el contrato ruinoso de los bonos de Jecker con este banquero suizo, que dió motivo a reclamaciones de grave transcendencia en el porvenir.

Juárez, apenas se vió libre Veracruz del asedio de Miramón, expidió las célebres Leyes de Reforma, en virtud de las cuales se suprimieron las órdenes regulares en la República, se nacionalizaron los bienes eclesiásticos, se estableció la independencia entre la Iglesia y el Estado y el matrimonio civil.

El partido liberal añadió a su bandera de la Constitución los principios de la Reforma, y con ella siguió combatiendo con más ardor.

Por su parte, la facción clerical, aunque tenía un programa que era vago en su forma, porque nunca llegó a determinarse en ley alguna expresa, en el fondo defendía la intolerancia religiosa y los fueros o privilegios del clero y del Ejército.

El elemento joven del país estaba realmente del lado de la Reforma, aunque estuviese acaudillado por hombres de edad madura y aun viejos, como Juárez, Ocampo, Alvarez, Degollado y Vidaurri.

Por el contrario, los viejos elementos del partido centralista y santanista estaban del lado de la reacción, aunque su caudillo principal fuese un general de pocos años, como Miramón.

Así, en el ejército liberal las esperanzas de triunfo se aumentaban con la aparición de nuevos jefes que salían del seno de las clases populares, como Corona, Zaragoza, Blanco, La Llave, Garza, Arteaga, González Ortega, Escobedo y Valle, mientras que en el ejército de la reacción sólo brillaba la estrella de Miramón.

Cuando ésta comenzó a palidecer, después de la batalla de Loma Alta, ganada por el ejército liberal a las órdenes de Uraga, que inutilizado después dejó el mando al general González Ortega, la suerte de la guerra pareció decidida.

Derrotado de nuevo el ejército reaccionario en Silao, Miramón quiso fiar al éxito de una batalla decisiva la suerte de su Gobierno y salió en persona a combatir, presentando acción en Calpulalpan.

La victoria más completa coronó allí el arrojo del ejército liberal, mandado por el general González Ortega, quien tuvo por auxiliar al general Zaragoza y por subalternos a todos los jóvenes oficiales de la frontera y del interior. Miramón, desesperado, llegó a México y salió en el acto ocultamente para embarcarse con dirección al extranjero.

Así acabó aquella guerra civil desastrosa, penúltimo esfuerzo que ha hecho el partido conservador para reconquistar su dominación en México.

El general González Ortega ocupó triunfalmente a México y asumió el mando militar mientras llegaba el Presidente Juárez, que partió de Veracruz para venir a establecer su Gobierno constitucional en la antigua capital de la República.

Una vez allí, Juárez organizó un nuevo Gabinete, compuesto de D. Francisco Zarco, Ignacio Ramírez, D. Guillermo Prieto y el general González Ortega, exclaustró a los frailes, dió sus pasaportes a los ministros de España, de Guatemala y al nuncio del Papa, que habían reconocido a Miramón, y convocó al pueblo a elecciones para organizar de nuevo los poderes federales conforme a la Constitución.

Verificáronse las elecciones, reunióse el segundo Congreso Constitucional, que declaró electo Presidente de la República a D. Benito Juárez, procediéndose en seguida a la elección de los poderes locales de los Estados.

Pero el elemento militar reaccionario, a pesar de la huída de su jefe Miramón, levantó la cabeza otra vez y comenzó a dispersarse en las cercanías de México, ocupando los lugares montañosos y haciendo una guerra irregular a las órdenes de su antiguo Presidente Zuloaga, de Márquez, Negrete, Taboada, Cobos y otros jefes de menor importancia.

Esto distrajo la atención del Gobierno, que se vió obligado a destacar varias fuerzas del Ejército a las órdenes del general Ortega y de otros jefes en persecución de los revoltosos. Estos echaban mano de todos los medios para sostenerse y no retrocedían ante ningún atentado.

El insigne ministro de Juárez, D. Melchor Ocampo, que había sido uno de los autores de las Leyes de Reforma, uno de los patriarcas del partido liberal, hombre de grande ánimo y que desdeñaba los peligros, se había retirado por aquel tiempo a una finca de campo que poseía en el Estado de Michoacán. Allí fue a sorprenderlo una partida de facciosos a las órdenes de un español llamado Cajiga, quien lo condujo a las cercanías de Tepeji, en donde por orden de Zuloaga y de Márquez fue fusilado, habiendo recibido la muerte con serenidad y entereza.

El asesinato de hombre tan ilustre produjo una irritación extrema en el Gobierno. El Congreso dictó medidas violentas, y el general Degollado pidió que se le enviase a combatir a los facciosos. Salió, en efecto, con algunas fuerzas, pero fue derrotado y muerto también. Entonces el Gobierno mandó al joven e intrépido general Leandro Valle con el mismo objeto. Pero sorprendido este jefe, que llevaba una brigada, por todo el grueso del ejército reaccionario a las órdenes de Márquez, en la serranía de las Cruces, cerca de México, fue hecho prisionero, fusilado en el acto y colgado de un árbol.

La audacia de los rebeldes, entonces, llegó hasta destacar guerrillas que penetraron en las calles de México, en donde se tirotearon con las tropas de la guarnición, pero tal estado de cosas cesó porque la división del general González Ortega dió alcance a los facciosos en Jalatlaco y los derrotó en batalla campal, dispersándolos después en otra acción, en Pachuca, el general Tapia.

Por dondequiera las intentonas reaccionarias fueron sofocadas y la República comenzó a organizarse bajo el sistema constitucional.

Pero el partido que acababa de perder y que se sentía ya impotente para luchar con elementos del país, más exacerbado que nunca, a medida que su pérdida era mayor, hizo entonces el último esfuerzo, el más desesperado y definitivo, y apeló al extranjero llamándolo en su auxilio.

Tiempo hacía que algunos de sus prohombres, como Gutiérrez Estrada, gestionaban en varias cortes europeas una intervención armada con el objeto de establecer en México una monarquía apoyada por el poder y las armas de alguna nación fuerte.

Sus gestiones habían sido vanas hasta entonces, pero los sucesos les fueron favorables esta vez para realizar sus miras.

El banquero suizo Jecker, cuyas reclamaciones por el contrato celebrado con Miramón, y que era nulo para el Gobierno de Juárez, eran desechadas por éste, interesó de tal modo al Gobierno de Napoleón III, que logró que se mostrara hostil al Gobierno mexicano, comenzando por exigir el pago de una deuda pequeña convencionada con el almirante francés Penaud y que México se manifestó dispuesto a pagar. En cuanto a las exigencias de Jecker, Juárez se mantuvo negativo, conforme a su deber.

Inglaterra y España, a su vez, se sentían ofendidas; la primera, por la ocupación de sus fondos hecha por Miramón, y la segunda, por la expulsión de su ministro Pacheco y además porque México exigía, con derecho, la revisión de los títulos de su considerable deuda, en la que había habido operaciones fraudulentas.

Así las cosas, estas naciones acabaron de resolverse a intervenir en México, a causa de haber decretado el Congreso mexicano, a petición del Gabinete, la suspensión de pagos de dividendos de la deuda extranjera, debido a los apuros de la situación.

Entonces, las tres potencias mencionadas firmaron en Londres, el 31 de octubre de 1861, un tratado de alianza, en virtud del cual se propusieron intervenir en los negocios de México para hacerse pagar sus deudas, derribando, si era preciso, al Gobierno de Juárez y estableciendo en su lugar un Gobierno sometido a su influencia.

Los que negociaron principalmente este tratado, en calidad de instigadores, fueron los famosos D. Juan N. Almonte y D. José María Gutiérrez Estrada.

Al efecto, el 22 de diciembre de 1861 desembarcaron en Veracruz las tropas que enviaba España a las órdenes del general Gasset, y poco después se presentó la escuadra inglesa, y llegaron también las tropas francesas al mando del general Lorencez. El Gobierno mexicano determinó no resistir en Veracruz, pero se preparó a luchar en el interior.

Entre tanto, el Congreso nacional, cuyo espíritu varonil y patriótico dió grande apoyo al Presidente Juárez, invistió a éste de facultades extraordinarias y dictó cuantas medidas creyó oportunas para hacer frente a aquella grave situación, la más grave de las que ha atravesado México desde su independencia.

Los representantes de España, Inglaterra y Francia, general Prim, que había tomado ya el mando de su ejército, sir Lenox Wyke y el conde de Saligny, intimaron al Gobierno sus condiciones, despachando hasta México sus portapliegos. Juárez envió al encuentro de los representantes extranjeros a su ministro Doblado para negociar con ellos, y este hábil hombre de Estado, después de ajustar con los tres diplomáticos unos preliminares de tratado, que se conocen por Preliminares de ia Soledad (nombre del pueblecillo en que fueron celebrados), y de manifestar el verdadero estado del país y la disposición benévola del Gobierno para entrar en un arreglo razonable, hizo que los representantes de España e Inglaterra, en oposición con el de Francia, que deseaba la guerra a toda costa, se separasen de la alianza, retirándose después de algunos meses del territorio de la República.

Quedóse, pues, solo el ejército francés y, contra lo pactado en los Preliminares, salió sin previo aviso de la zona insalubre de Veracruz y penetró hasta Orizaba, en donde estableció un simulacro de gobierno D. Juan N. Almonte, a fin de llamar al lado de los invasores a los reaccionarios que habían invocado su auxilio.

Entonces se verificó en las partidas de éstos, que aún merodeaban por varias partes a las órdenes de Zuloaga, de Márquez y de otros jefes, un hecho digrro de atención y que demuestra que no todos ellos llamaban en su auxilio al invasor.

Muchos jefes y oficiales desertaron de sus filas y se presentaron al Gobierno mexicano para ofrecerle sus servicios a fin de combatir contra el extranjero. Los demás se declararon en favor de éste y consumaron su traición a la Patria incorporándose al ejército francés. Entre éstos se hallaban Márquez, Taboada y algunos otros.

El Gobierno mexicano organizó a toda prisa un pequeño ejército, improvisándolo verdaderamente con algunas tropas de línea y otras, en su mayor parte compuestas de fuerzas auxiliares de indígenas de Oaxaca, Puebla y México, y puso a la cabeza de este ejército al general Zaragoza, pues el general Uraga, que había sido enviado poco antes para mandarlo, había desconfiado del éxito al ver aquel ejército tan exiguo y tan bisoño.

En mayo de 1862, el general francés Lorencez, con su ejército francés y, sus aliados mexicanos, fuerte en cosa de ocho mil hombres, atravesó las cumbres de Acultzingo y se adelantó hasta Puebla.

En esta ciudad se habían improvisado fortificaciones pasajeras en las colinas de Guadalupe y Loreto, aprovechando las pequeñas iglesias que ocupaban las eminencias. Allí, apoyado en ellas, esperó a pie firme el ejército mexicano. Lorencez, desdeñando semejante obstáculo, que le pareció insignificante, lanzó sus columnas sobre las colinas con todo el ímpetu de la fuerza francesa. Pero fueron rechazadas por nuestras tropas y derrotadas después de un combate reñido. La falta de caballería en el campo del general Zaragoza, pues la había destacado el día anterior para contener una columna de traidores que avanzaba por otro lado, permitió al general francés reorganizar su ejército y retirarse hasta Orizaba.

Después, nuestras fuerzas, aumentadas ya con algunos auxilios de los Estados, avanzaron sobre Orizaba con el intento de atacarla, pero la sorpresa sufrida por la división de Zacatecas en el cerro del Borrego determinó la retirada del general Zaragoza hasta Puebla, plaza que se escogió definitivamente como sitio de defensa.

En tales preparativos se pasaron todos los meses del año de 1862. Los Estados enviaron sus contingentes respectivos y con ellos se organizaron dos ejércitos respetables, uno que se destinó a la defensa de Puebla y otro que con el nombre de ejército del centro se previno para auxiliar aquella plaza.

Pero la muerte sorprendió en estos trabajos gloriosos al vencedor del 5 de mayo, al general Zaragoza, por lo cual se confió el mando de Puebla al general González Ortega, y el del ejército del centro al general Comonfort.

Napoleón III, como era de esperarse, envió numerosas tropas a las órdenes del general Forey, provistas de toda clase de elementos de guerra, y con ellas este general puso sitio a Puebla en marzo de 1863. La plaza se defendió vigorosamente por espacio de dos meses y sufrió todos los horrores de una incomunicación completa, pues el ejército del centro, a las órdenes de Comonfort, fue derrotado en San Lorenzo al tratar de introducir un convoy para los sitiados.

Los combates sobre la plaza eran diarios y sangrientos; la artillería francesa hizo pedazos edificios enteros de la ciudad, y sobre los escombros de ellos los defensores luchaban cuerpo a cuerpo muchas veces, hasta que la falta de municiones obligó al ejército sitiado a sucumbir sin capitular y sin pedir garantías de ninguna clase a los vencedores, rompiendo todas sus armas, clavando sus cañones y reuniéndose los generales en un lugar para esperar fríamente el fallo del vencedor.

Así cayó la plaza de Puebla.

A consecuencia de tamaño desastre, el Gobierno nacional salió de México y se dirigió al interior, mientras que un pequeño ejército a las órdenes del general Garza, formado con los restos del ejército del centro derrotado en San Lorenzo y con fuerzas irregulares, se dirigió a Toluca, desde donde se dividió en varias fracciones que tomaron rumbos diversos.

El Gobierno mexicano estableció su residencia en San Luis Potosí, y desde allí procuró reunir de nuevo al Congreso, que no llegó a tener más que sesiones preparatorias por falta de número. Además se dispuso a la resistencia.

Para ella autorizó a varios generales y jefes que habiendo caído prisioneros en Puebla lograron fugarse, como González Ortega, Patoni, Negrete, Díaz y otros de rango inferior, al mismo tiempo que encargó al general Uraga del mando de otro ejército que con el nombre de ejército del centro debía defender los Estados de Occidente.

El de Guerrero, al sur de la República, estaba encomendado, como antes, a la firmeza del anciano general Alvarez, y los de Oaxaca, Chiapas, Tabasco, Yucatán y Campeche, al este y sudeste, estaban confiados a la actividad y pericia del general Porfirio Díaz, que marchó a situarse a Oaxaca con una fuerte división.

Así, pues, el Gobierno de Juárez no procedía en la invasión francesa como procedieron el Gobierno de Santa Anna y el que le sucedió, en 1847, en la invasión americana, desalentándose con la victoria del enemigo extranjero y abandonando cobardemente el país, como aquel general, o abriendo negociaciones humillantes, como los gobernantes de Querétaro, sino que fuerte con la conciencia de sus derechos, y apoyado en el espíritu de dignidad nacional en que abundaba el partido liberal dominante, organizaba la defensa por todas partes, proponiéndose disputar el territorio nacional palmo a palmo. Y hay que observar que la situación ahora era más grave y más amenazadora, porque el Gobierno francés no sólo amenazaba a la nación con todo su poder, sino que auxiliado por el partido conservador mexicano, que había hecho causa común con él, trató inmediatamente de establecer en México un Gobierno para oponerlo al republicano, sosteniéndolo cón las bayonetas extranjeras y con elementos militares del país.

Los invasores americanos no hicieron esto en 1847, y la nación no tuvo que luchar entonces más que con el enemigo extranjero. Hoy tenía que combatir con el ejército francés y con las tropas numerosas que se apresuraron a levantar los traidores a la Patria, a la sombra y con los elementos de la invasión.

El peligro, pues, hoy era doble, y la defensa del país mayormente difícil, pero a todo hizo frente el Gobierno republicano.

El general Forey ocupó la ciudad de México con su ejército de franceses y de traidores, y aumentó el número de éstos, que habían sido solamente militares, con todos los que le proporcionó el elemento civil del partido conservador. Inmediatamente contó con empleados de administración y con agentes de toda clase reclutados entre los antiguos políticos centralistas, santanistas, los ricos y los clericales. El alto clero apoyó sin reserva la invasión francesa y, desde los púlpitos, saludó al general francés como a un salvador.

De modo que otra vez aquellas castas privilegiadas y aristocráticas de México, con el auxilio de las armas extranjeras, se hallaban en posición de luchar con el elemento popular y liberal, su eterno enemigo. La lucha de 1810 se reproducía bajo un aspecto nuevo, pero igual en el fondo: la independencia nacional para los unos, la sumisión a un Gobierno extranjero para los otros. Tales eran las banderas que se enarbolaban en los opuestos campos durante este combate definitivo.

Conforme a las órdenes del emperador francés, el general Forey, por decreto que dió en Puebla el 18 de junio de 1863, estableció una Junta de gobierno, la cual nombró una Regencia compuesta de D. Juan N. Almonte, el arzobispo Labastida (a quien suplió, entre tanto regresaba al país este sujeto, el obispo Ormachea) y el general D. Mariano Salas. Esto fue en 22 de junio del mismo año. La misma Junta de gobierno, siempre bajo la influencia de Forey, convocó una Junta de notables, los eternos notables del centralismo, única fuente del voto público para las castas privílegiadas, y éstos, por sí y ante sí, declararon que la voluntad de la nación mexicana era constituirse en monarquía imperial bajo la dominación de un príncipe católico, que sería el archiduque Fernando Maximiliano, hermano del emperador de Austria, Francisco José, a quien se ofrecería la corona con el título de emperador, y en el caso de que éste no llegase a ocupar el trono, se pedía a Napoleón III que indicase otro príncipe católico que lo hiciera.

El dictamen en que esto se proponía fue presentado el 10 de julio de 1863, y en él se alegaron largamente las razones que había para adoptar el sistema monárquico y para elevar al trono a un príncipe que no hubiese nacido en México. Los conservadores habían hecho ya la experiencia con un criollo. Iban a hacerla ahora con un europeo.

Entre tanto pasáronse los meses de 1863 en ensanchar el círculo de la dominación francesa en la República y en recoger adhesiones al dictamen de los notables que diesen a éste un cierto carácter de aceptación nacional, y que fueron fáciles de recoger bajo la presión de los franceses y de sus aliados.

Una división francesa marchó al interior y se apoderó de las plazas de Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes, San Luis Pot9sí y Zacatecas. Otra ocupó a Morelia y Guadalajara. El Gobierno de Juárez se retiró a Saltillo, y después a Chihuahua.

Como siempre sucede, las victorias obtenidas por los invasores desalentaron a algunas de las tropas mexicanas, aunque jamás al Gobierno ni a los principales caudillos de la defensa nacional.

Así se pasó el año de 1863. En el de 1864, una comisión mexicana de la Junta de notables fue a Europa para ofrecer la corona de México a Maximiliano, quien la aceptó solemnemente en su castillo de Miramar el 10 de abril de ese mismo año, y se embarcó en la fragata austríaca Novara para venir a tomar posesión del nuevo trono. Al llegar a este país fue recibido pomposamente desde Veracruz hasta la ciudad de México, en donde el ejército francés, sus aliados mexicanos y el partido conservador le hicieron una acogida triunfal.

Pero a pocos días de haber establecido su Gobierno, que era absoluto, pues no había Cuerpo alguno que compartiera con él las tareas legislativas, y tan pronto como pudo estudiar la verdadera situación de las cosas y el carácter de los partidos políticos, pudo notarse que el conservador se había resfriado al sentir que sus ideas extremas y su espíritu no encontraban plena aceptación en el ánimo del monarca que habían elegido.

En efecto, el príncipe austríaco, aunque hijo de una casa que se ha señalado siempre por su carácter autoritario y absolutista, profesaba ideas moderadas en política, de las que ya había dado pruebas gobernando el reino lombardo-veneto, y, además, su ilustración personal, su general benevolencia, sus inclinaciones artísticas, y sobre todo el deseo muy natural de atraerse los ánimos de los que consideraba como nuevos súbditos, le hacían repugnar las miras rencorosas, el espíritu atrasado, el carácter estrecho y mezquino y las pretensiones soberbias del partido conservador que lo había llamado y que amenazaba tenerlo bajo su tutela.

Lo que este partido retrógrado quería era un hombre de la antigua casa de Austria, una especie de Carlos V o Felipe II, batallador o fanático; y el que había venido era un príncipe conocedor de su época, pacífico, de ánimo poético y soñador, que emprendía esta aventura imperial como una peregrinación de placer, que odiaba los excesos y que creía que halagando el carácter de los mexicanos podía conciliar todas las aspiraciones y consolidar su trono.

Esta última circunstancia, que constituyó quizá el único rasgo constante de su política, fue, sin embargo, lo más perjudicial a la causa republicana, porque conociendo la repugnancia que los mexicanos profesaban a todo despotismo, comenzó a desplegar tales cualidades de benevolencia, de sencillez y de afabilidad en su trato personal y en sus insinuaciones para con los hombres del partido contrario, que se atrajo en pocos días a casi todos los miembros del antiguo partido moderado y a no pocos del juarista, quienes, por otra parte, tenían poca fe en la victoria republicana. A estos últimos, que pertenecían a la clase civil y que habían figurado como diputados, como magistrados o como empleados de alto rango en el Gobierno de Juárez, pronto les siguieron otros de la clase militar que servían en el ejército republicano y que tenían allí mandos importantes, tales como el general Uraga, jefe del ejército del centro, y otros varios generales que depusieron sus armas y vinieron a rendir homenaje al Imperio. También Vidaurri, el antiguo reformista, se adhirió al nuevo Gobierno.

Semejante defección aumentó el desaliento de nuestras tropas. Por otra parte, la plaza de Oaxaca se había rendido; su jefe, el general Díaz, con todos sus subordinados, había quedado prisionero; los Estados del oriente y del sudeste de la República habían sido sojuzgados, por todas partes los defensores de la República sufrían descalabros y la marcha triunfal de las tropas francesas continuaba por todos lados. Ni bastaba la espléndida victoria obtenida por el general Rosales en San Pedro (Sinaloa), en que obligó a rendirse en el campo de batalla a las fuerzas francesas, para impedir la ocupación de ese Estado y del de Sonora por las tropas invasoras, auxiliadas por los aliados que encontraron en esas localidades. El bravo general Rosales murió peleando en el último de los Estados mencionados y sólo escasas fuerzas a las órdenes del general Corona quedaron combatiendo en Occidente.

El general francés Brincourt avanzó hasta Chihuahua y obligó al Gobierno de Juárez a retirarse a Paso del Norte, seguido de pocos fieles, aunque hostilizando al enemigo fuerzas republicanas mandadas por varios caudillos que no se desalentaron jamás. Los años de 1864 y 1865 fueron los más desfavorables para la República, y en ellos se aquilataron la fe y la entereza de sus defensores. Por todas partes el invasor triunfaba y las tropas republicanas no tenían más recurso que refugiarse en las montañas o dispersarse en guerrillas, con las que hostilizaban sin cesar a franceses y traidores.

Sólo en el sur de México, defendido por los Alvarez y el valiente general Jiménez, los imperiales sufrieron una gran derrota en noviembre de 1864. Una columna de cinco mil hombres sitió la plaza de Chilapa, que defendió bizarramente el último de estos jefes por espacio de un mes, hasta que, auxiliado por el general Diego Alvarez, con fuerzas de la costa, en combinación las sitiadas y auxiliares, pudieron presentar batalla y batir completamente a los imperialistas, que perdieron allí todos sus elementos.

Por lo demás, esa parte del sur de Guerrero, desde el río de Mescala hasta la costa, quedó siempre en poder de la República. Una faja del sur de Michoacán, en que sostenían la causa nacional los generales Arteaga, Régules, Riva Palacio y Salazar, también quedó libre de los invasores.

Todo lo demás del territorio fue ocupado por ellos, aunque defendido temporal y parcialmente por intrépidos jefes, como Tamaulipas, en donde sucumbió peleando Pedro Méndez; Sinaloa, en cuya sierra se sostuvo Corona, y la zona del Norte, en que combatían Negrete, Escobedo, Ojinaga, Rocha, Arce, Treviño y Naranjo.

Tal situación hizo creer a algunos que el Imperio iba a consolidarse, y creyendo los que aconsejaban a Maximiliano, en unión del mariscal Bazaine, nuevo jefe del ejército francés, que aquella resistencia temeraria, aunque escasa, que oponían las fuerzas republicanas no debía considerarse ya como la defensa de una causa legal, sino como una guerra de facción, hicieron que Maximiliano expidiera el célebre decreto de 3 de octubre de 1865, en virtud del cual se condenaba a muerte a todos los que fuesen cogidos con lu armas en la mano.

Las primeras víctimas de este decreto sanguinario fueron los generales Arteaga y Salazar y los coroneles Villagómez y Díaz, que fueron sorprendidos, con parte del ejército del centro, en Santa Ana Amatlán, el 13 de octubre siguiente por el general imperialista Méndez, y ejecutados en Uruapan el 21 del mismo mes.

Este acontecimiento causó hondísima sensación entre los defensores de la República, que, además, supieron, indignados, que aquellos patriotas esclarecidos habían sido objeto de indignos ultrajes por parte de las fuerzas aprehensoras y de su jefe el general Ramón Méndez.

Desde entonces pudo preverse que la guerra iba a seguir sin dar cuartel a nadie. Ya los franceses habían dado a principios de ella, en 1863, un ejemplo sangriento fusilando al bravo general Ghilardi y al virtuoso Chávez, gobernador de Aguascalientes, prisioneros de guerra; pero esas ejecuciones habían cesado o no habían sido tan ruidosas, y ahora se renovaban por orden del Gobierno imperial, que se había manifestado conciliador al principio.

Por lo demás, Maximiliano no lograba contentar a nadie ni apoyarse en ningún partido definitivamente. El conservador, al que debía su venida a México, se manifestaba disgustado con él, como se había manifestado también con el mariscal Forey, en el año de 1863, porque tanto éste antes del Imperio como aquél en su calidad de emperador, habían rehusado derogar todas las instituciones fundadas por el Gobierno de Juárez, especialmente en lo relativo a los bienes eclesiásticos, libertad de cultos y leyes del estado civil.

Como consecuencia de semejante política se había producido cierto alejamiento entre el partido conservador clerical y Maximiliano, que prefirió rodearse en su Gabinete y en sus consejos o de franceses o de los antiguos liberales moderados a quienes había conseguido atraerse.

Así se pasó el año de 1865, continuando la guerra y estableciendo Maximiliano algunas mejoras materiales, como el pequeño ferrocarril de México a Chalco, renovando el privilegio del ferrocarril de México a Veracruz y decretando el de Veracruz a Puebla, así como estableciendo algunas colonias en el Estado de Veracruz, que no tuvieron éxito, reponiendo el alcázar de Chapultepec y el palacio de México, dando comidas y bailes, y gastando cuantiosas sumas producto de los dos empréstitos negociados en París y Londres en 1864 y 1865. Para estos empréstitos se emitieron obligaciones con el 6 por 100 al año, que debía pagar el tesoro mexicano. Las operaciones financieras que se hicieron en Europa ascendieron, de 1864 a 1866, a l 158,282,540 francos, de los que sólo ingresaron en efectivo de treinta a cuarenta millones, pues con el resto se pagó a las tropas francesas y se cubrió el gasto de comisiones y amortización de los mismos préstamos. Dice un entendido financiero, de quien tomamos estos datos, que si el Imperio hubiese subsistido, las rentas de la nación no habrían podido reportar tan enorme gravamen. Solamente los réditos de esa deuda, contraída en tres años, importaban cosa de diez millones de pesos.

En 1866, Napoleón III, que antes había dicho que el Imperio fundado por él en México era la más bella obra de su gobierno, se vió obligado a abandonarlo a su propia suerte, primero por las intimaciones del Gobierno de los Estados Unidos, que, libre ya de la guerra colosal de separación del Sur que lo había entretenido, no podía soportar la intervención armada de una potencia monárquica europea tan cerca de sí, y después, por el agotamiento de los fondos producidos por los préstamos.

Así es que Maximiliano, que se apoyaba principalmente en el ejército francés, temió verse desamparado, y para evitar este peligro envió a su esposa, la archiduquesa Carlota, princesa inteligente y activa, para que procurase inclinar al emperador francés a mudar de resolución.

Carlota salió de México el 8 de julio; en agosto llegó a París, pero desairada en su demanda por Napoleón, se dirigió a Roma para interesar en su causa al Papa, y estando en el Vaticano, la infortunada señora perdió la razón, que no ha vuelto a recobrar hasta ahora.

Maximiliano, en tal angustia, y con la intención de comprometer en su suerte el honor del Imperio francés, nombró ministro de la Guerra al general Osmond, y ministro de Hacienda al intendente Friant; pero este hecho, sobre haber motivado mayor disgusto en el partido conservador, ya exasperado contra el ejército francés, fue desaprobado por Napoleón, quien, instado por el Gobierno americano, ordenó resueltamente la retirada de las tropas francesas del territorio mexicano.

Entonces, el pobre príncipe, privado de su mejor apoyd, resolvió abdicar, y el 22 de octubre de 1866 salió de México para Orizaba, con el intento de embarcarse en Veracruz, en donde lo aguardaba la fragata Dandolo, que había recibido ya sus equipajes.

Pero sea que por una carta que le envió de México su secretario Eloin supiera que iba a ser aprisionado de orden de su hermano Francisco José, tan pronto como llegara a Austria, o sea, lo que es todavía más probable, que los prohombres del partido conservador, reunidos en Orizaba, con quienes consultó la resolución que había tomado, se opusieran a ella con energía, llegando hasta echarle en cara que los abandonaba, asegurándole que había todavía elementos para alcanzar el triunfo y diciéndole que en todo caso era más honroso perecer defendiendo la situación creada que huir, el caso es que Maximiliano se quedó. Con tal resolución, Maximiliano regresó a México el 12 de diciembre de 1866 y se entregó completamente a los consejos del partido conservador. Por indicaciones de éste encargó a los generales Miramón y Márquez, a quienes antes había alejado y que habían vuelto recientemente al país, que formaran tres cuerpos de ejército y dictó las medidas conducentes a continuar la guerra con actividad.

Estos generales desempeñaron su comisión empeñosamente, y, en efecto, a pocos meses de haberla recibido, merced a contribuciones extraordinarias que se impusieron, estaba organizado y listo el nuevo ejército, compuesto de las antiguas divisiones aliadas de los franceses, de los cuerpos extranjeros formados hacía tiempo con los austríacos, húngaros y belgas que habían venido a servir a Maximiliano, y con los franceses licenciados de su ejército que habían querido engancharse nuevamente con el Imperio. Además, se levantaron otras fuerzas que se disciplinaban apresuradamente y se desplegó, en fin, tal actividad, que todo hizo prever que la lucha iba a ser tan sangrienta como decisiva.

Pero los republicanos no desplegaban menor energía en la reorganización y aumento de sus tropas. Escobedo, Treviño y Naranjo habían obtenido ya importantes victorias en Santa Isabel y Santa Gertrudis en el norte de la República. Merced a tales triunfos, que los hicieron dueños de importantes elementos de guerra, el gobierno de Juárez pudo avanzar hasta Zacatecas.

La concentración de las fuerzas francesas que se operaba de orden de su cuartel general de México, abandonando las líneas del Norte y Occidente, permitió al general Corona, jefe del ejército de Occidente, ocupar los Estados de Sonora, Sinaloa, Colima, Durango y Jalisco; al general Régules, jefe del ejército del centro, ocupar a Michoacán, y a los generales Riva Palacio y Martínez el Estado de México.

Entre tanto, el general Porfirio Díaz, que se había escapado de su prisión de Puebla, se dirigió inmediatamente al sur de México, y allí, con pequeños elementos que le proporcionaron los Alvarez y Jiménez, formó una pequeña columna con la cual comenzó a operar sobre los imperialistas, obteniendo sobre ellos grandes ventajas; ganó las brillantes acciones de la Carbonera y Miahuatlán y ocupó a Oaxaca, desde donde emprendió su marcha sobre Puebla, a la sazón que una columna de fuerzas surianas enviada por el general Jiménez partía de la plaza de Tixtla, atravesaba rápidamente la línea imperialista de Iguala, derrotaba en diciembre de 1866 a las fuerzas imperialistas del Sur, mandadas por Ortiz de la Peña, las obligaba a evacuar todas aquellas plazas, y unida a fuerzas del general Riva Palacio y del general Leyva, sitiaba a Cuernavaca, a dieciocho leguas de la capital del Imperio, y la ocupaba en enero de 1867, restableciendo la dominación republicana en toda la tierra caliente.

Por aquellos días, ésta fue la línea más avanzada de los republicanos hacia el centro, pues las fuerzas surianas avanzaron hasta Tlalpan, a cuatro leguas de México.

Así las cosas, el ejército francés, reunido ya, abandonó a México el 19 de febrero de 1867, y a las órdenes del general Bazaine se dirigió a Veracruz, donde se embarcó el 8 de marzo del mismo año.

A principios, pues, de 1867, el Imperio, apoyado desesperadamente por el partido conservador, con su ejército de mexicanos y de aventureros europeos, quedaba frente a frente de la República e iba a librarse el combate final entre los dos enemigos irreconciliables desde 1821 y con iguales armas.

Miramón, comprendiendo que en aquellos momentos todo dependía de la actividad y del arrojo, se dirigió sobre Zacatecas mientras que el general Severo Castillo ocupó la plaza de San Luis. En Zacatecas se hallaba a la sazón Juárez, con su Ministerio, y poco faltó para que fuese sorprendido por Miramón, que tomó la plaza a vivo fuego.

Pero el ejército republicano del Norte, a las órdenes de Escobedo, pronto llegó al frente de Miramón, y ambas fuerzas trabaron batalla en la hacienda de San Jacinto, quedando derrotado el jefe imperialista y dejando en poder de los vencedores armas, municiones y más de doscientos prisioneros extranjeros, y con ellos el general Joaquín Miramón, hermano suyo, que fue fusilado en el acto.

Entonces, Miramón, con los restos de su ejército, con la división de Castillo, con la del general Tomás Mejía y con las fuerzas que reunió de Guanajuato y de todo ese rumbo, se hizo fuerte en Querétaro, adonde no tardó en llegar el mismo Maximiliano con un ejército a cuya cabeza iba Márquez, llevando consigo a la división del general Méndez y varios cuerpos extranjeros.

Todas estas tropas ascendían a cosa de nueve mil hombres con numerosa artillería, teniendo al frente a los generales más acreditados del antiguo ejército reaccionario y provistos de abundante material y municiones para un largo sItio.

Maximiliano decidió, pues, defender a toda costa la plaza de Querétaro, y a ese fin se levantaron en ella las fortificaciones necesarias y se la proveyó de abundantes recursos.

En México dejó encargado del Gobierno al Lic. D. Teodosio Lares y al ministro de Hacienda, Campos, hasta que después llegaron a esa ciudad, primero, D. Santiago Vidaurri, y después, el general Márquez, quien con el carácter de lugarteniente del Imperio siguió gobernando en unión del Lic. D. José M. Lacunza, como jefe del Gabinete.

El ejército del Norte avanzó hasta Querétaro, y el 12 de marzo, después de una batalla que dió en las lomas de San Gregorio, al norte de la plaza, tomó posiciones. Después llegaron el ejército de Occidente, a las órdenes del general Corona; el del centro, a las órdenes del general Régules; la división de México, a las órdenes del general Riva Palacio, en la que iban las fuerzas del Sur, al mando del general Jiménez, y la división de Hidalgo, a las órdenes del general D. Juan N. Méndez.

Todo este ejército era fuerte, de más de veinticinco mil hombres, aunque parte de él se componía de fuerzas irregulares u organizadas de prisa, con artillería insuficiente y un material de guerra escaso.

Mientras que esto pasaba en el centro del país, el general Díaz, con su ejército victorioso en Oriente, avanzaba sobre la plaza de Puebla, mandada por el general Oronoz, y le ponía sitio con las fuerzas que traía de Oaxaca, las del Estado de Puebla, a las órdenes de los generales Alatorre y Bonilla, y las del Sur, a las órdenes del general D. Diego Alvarez.

En cuanto al Estado de Veracruz, otra división, mandada por el general Benavides, teniendo a sus órdenes a los generales Alejandro García, Pedro Baranda y otros, sitiaba la plaza de Veracruz, cortando así toda comunicación a los imperialistas por el lado del Golfo.

El Presidente Juárez, con sus ministros, Lerdo, de Relaciones; Mejía, de Guerra, e Iglesias, de Justicia, estableció su residencia en San Luis Potosí, en donde esperó el resultado de las operaciones de aquella campaña decisiva.

En Querétaro, los combates comenzaron frecuentes, empeñados y sangrientos. Los sitiados peleaban siempre con arrojo y osadía. No era menor el ímpetu de los sitiadores. A la acción de San Gregorio pronto siguió otra en que se intentó en vano tomar el fuerte de la Cruz, posición formidable en la cual Maximiliano había establecido el cuartel general. Pero se prolongó la línea sitiadora por el lado oriente de la plaza. El 24 de marzo, las divisiones de México fueron lanzadas sobre la Alameda y Casa Blanca, por el lado Sur, y rechazadas con gran pérdida, pero se estableció la línea meridional del Cimatario. Los sitiados siguieron comunicándose con Celaya por el lado de Occidente, que estaba descubierto por haberse enviado una fuerte columna de caballería, a las órdenes del general Guadarrama, en auxilio del general Díaz, que iba a asaltar a Puebla.

Efectivamente, este asalto glorioso y sangriento fue dado el 2 de abril. El general Díaz quedó dueño de la plaza y en su poder gran número de prisioneros, entre ellos varios generales, que fueron fusilados.

El general Márquez salió en auxilio de la plaza, creyendo que llegaría a tiempo; pero el general Díaz, después de la toma de Puebla, se dirigió a su encuentro y lo derrotó en San Lorenzo, lo que le permitió en seguida poner sitio a la plaza de México, donde Márquez se propuso resistir todavía.

Mientras, en Querétaro el sitio se estrechaba, y con la llegada de la columna del general Guadarrama se cerró por el lado de Occidente, no quedando ya la plaza comunicada con el exterior por ninguna parte. Los sitiados esperaban constantemente el auxilio de Márquez, que estaba ya cercado en México.

Después de algunos ataques parciales dirigidos con suma intrepidez sobre las líneas del Norte y del Oriente, pero que fueron rechazados, el 27 de abril los generales Castillo y Miramón ejecutaron en persona uno, hábilmente combinado y con fuertes columnas, sobre la garita de México, mandada por el general Jiménez, y sobre toda la línea del Cimatario a las órdenes de los generales Corona y Régules. El primero fue rechazado victoriosamente; no así el segundo, pues Miramón logró arrollar a todo el ejército de Occidente y del centro, que defendía el Cimatario, apoderándose de 22 piezas de artillería y de todos los trenes y municiones.

Terrible golpe fué éste, sufrido por el ejército sitiador, y él habría ofrecido la mejor ocasión al sitiado de salir de la plaza o expuesto a los republicanos a levantar el sitio, si el general Escobedo no hubiese tomado las más rápidas y eficaces medidas para recobrar aquellas posiciones importantes. Primero envió al Cimatario una pequeña fuerza de caballería a las órdenes del bizarro coronel Doria, quien trabó sangriento combate con la caballería enemiga, derrotándola; después, una brigada a las órdenes del general Rocha, compuesta de los cuerpos 19 del Norte y Supremos Poderes, a las órdenes de los coroneles Montesinos y Yépez, y horas después a la columna de caballería a las órdenes del general Guadarrama. Todas estas fuerzas y las que pudieron reorganizarse a las órdenes del general Corona y del general Régules recobraron la línea, aunque no pudieron impedir que Miramón metiese en la plaza todo el botín que había conquistado. En esa batalla, Maximiliano estuvo a la cabeza del ejército en el campo de acción y se mantuvo sereno y digno.

Pasado este peligro, el más grave que corrió el ejérciJo sitiador, el sitio siguió cada vez más estrecho. Los imperialistas emprendieron aún el día 19 de mayo otro ataque desesperado sobre la línea de la Garita, defendida siempre por Jiménez, pero fueron rechazados de nuevo con terribles pérdidas de ambos lados.

La deserción de la tropa de la plaza comenzó a desalentar a los sitiados, a lo que se agregaron la escasez de municiones de boca y las enfermedades consiguientes a aquel largo sitio, y que atacaron a los dos ejércitos. El imperialista comenzó a pensar en romper el cerco, pero entabladas inteligencias con un jefe de la plaza que disfrutaba de la confianza de Maximiliano, el coronel D. Miguel López, la fortaleza de la Cruz fue sorprendida por una columna al mando del general Vélez; otros puntos fueron también ocupados. Maximiliano se refugió en el cerro de las Campanas; Miramón, herido, se ocultó por de pronto, pero fue hecho prisionero después, y Maximiliano, con todos sus generales, se rindió al general Escobedo. La numerosa guarnición de Querétaro quedó prisionera de guerra.

El Presidente Juárez determinó que se formara proceso especial a Maximiliano, Miramón y Mejía, y en cuanto al general Ramón Méndez, fue fusilado sin él, con la simple identificación de su persona, por el odio con que era visto por las ejecuciones de Arteaga y Salazar.

El proceso de Maximiliano y de sus dos compañeros fue solemne. En vano intentaron salvar al primero, con su intervención, los ministros extranjeros que habían estado acreditados ante él y sus abogados defensores. La ley dada por la República era terminante: el recuerdo de la ley de 3 de octubre contra los republicanos fue fatal, y el desgraciado príncipe, con los dos generales Miramón y Mejía, fue fusilado en el cerro de las Campanas el 19 de junio de 1867.

Todos los testigos de esta ejecución están conformes en asegurar que Maximiliano y sus dos compañeros murieron con serenidad y valor.

El partido conservador mostró durante mucho tiempo gran pesar por la suerte de Maximiliano, pesar al que se mezcló por mucho el remordimiento, porque, efectivamente, este partido fue causa del fin trágico de aquel príncipe.

El ejército sitiador de México, aumentado con las fuerzas que vinieron de Querétaro, y que eran numerosas, no tuvo más que esperar el desenlace de aquel proceso que dejaba ya sin esperanzas a Márquez y sus soldados. Sin embargo, este jefe apeló a todo género de violencias, conforme a su carácter, para sostenerse y aterrorizar. En vano él y Lacunza, que tenía instrucciones para publicar la abdicación de Maximiliano tan pronto como supiera su prisión, procuraron ocultar ésta; la guarnición la supo al fin y se desalentó; pero la fiereza de Márquez y de O'Horan la mantuvieron fiel.

Por fin, el 20 de junio el general Díaz mandó hacer un vivo fuego de cañón por todas partes; Márquez y O'Horan se ocultaron, y otros jefes, a la cabeza de la guarnición, se rindieron.

El general Díaz ocupó a México con su ejército el día 21, y asumió el mando político y militar.

El 4 de julio se rindió también Veracruz, y desapareció con esa plaza hasta el último resto de defensa del Imperio.

Vidaurri, que fue cogido en su escondite, y O'Horan en una hacienda cerca de México, fueron fusilados a pocos días, pero el ejército vencedor a las órdenes del general Díaz no se abandonó a excesos de ninguna especie en México; por el contrario, el general en jefe dió garantías a la población, restableció en ella el orden, y bajo su influencia la vida, social interrumpida tan tristemente volvió a seguir su curso.

El Presidente Juárez y su Ministerio hicieron su entrada triunfal en México el día 15 de julio.

Así terminó la última y sangrienta lucha que sostuvo el partido conservador contra el liberal, y con ella puao término, hasta ahora al menos, a sus esfuerzos para dominar el elemento popular en el terreno de la guerra.


Notas

(1) El Plan de Ayutla, proclamado en la población de ese nombre, fue reformado en Acapulco, dándosele, por la forma y por el fondo, mayor claridad en sus postulados, mayor amplitud en sus propósitos democráticos y un tono liberal más acentuado.

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