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Capítulo 53

La entrada del Presidente Eulalio Gutiérrez y del General Francisco Villa a la capital de la República.

Dejamos en el capítulo anterior al Presidente Eulalio Gutiérrez en Querétaro; al General Villa, en Huichapan; al General Emiliano Zapata, en la ciudad de México y a las avanzadas de la División del Norte, acantonadas en la Hacienda de los Morales, en las goteras de la capital de la República. En el otro bando, don Venustiano Carranza se había establecido en la ciudad de Veracruz, recién desocupada por las fuerzas invasoras norteamericanas; don Pablo González terminaba su desastrosa retirada que inició en Silao, siguió en Pachuca y terminó en Tampico, y la plaza de Puebla, ocupada por fuerzas adictas al Primer Jefe, a las órdenes del General Salvador Alvarado.

El arribo del General Villa y del Presidente Gutiérrez a Toluca.

Desde las 6 de la mañana del 30 de noviembre de 1914, comenzaron a llegar trenes militares a la estación de Tacuba, en total, diez. En uno de los últimos llegó el General Villa con su Estado Mayor. Uno de los coches estaba destinado a la Secretaría del citado General, cargo que desempeñaba Luis Aguirre Benavides. En otro carro viajaba Carothers, el enviado especial del presidente Wilson. Colocado el tren del General Villa en uno de los escapes de la mencionada estación, acudió a dicho sitio un gran número de citadinos deseosos de conocer al Jefe de la División del Norte.

En las primeras horas de la mañana del 3 de noviembre, el Presidente Gutiérrez, con los miembros de su gabinete: el General José isabel Robles, Ministro de la guerra, y el licenciado José Vasconcelos, Ministro de Instrucción Pública, y los delegados que integraban la Comisión Permanente de la Convención, entre los cuales se encontraba el que esto escribe, llegó también a la estación de Tacuba. A las 8 de la mañana hizo varios nombramientos. El General Manuel Chao fue nombrado gobernador del Distrito Federal, el del mismo grado Mateo Almanza, Comandante Militar de la Plaza; el licenciado José Rodríguez, Subsecretario de Relaciones, y el General Eugenio Aguirre Benavides, Subsecretario de Guerra. El que esto escribe, a regañadientes, aceptó el cargo de Inspector General de Policía del Distrito Federal, puesto que ya había desempeñado durante la administración del presidente Madero.

Una ejecución sumaria.

Conocí a Eulalio Gutiérrez desde que era muy joven. Le llevaba uno o dos años de edad. Era dependiente en Saltillo de una casa de comercio y se mostraba muy avisado y despierto. Decía que hasta los diez años había sido pastor de un rebaño de cabras y que sólo había concurrido a la escuela otro año, para aprender a leer y escribir. Muchacho robusto, de buena estatura, moreno, con ojos algo oblicuos, frente despejada y cabellera abundante, se mostraba muy listo.

En los siete años que estudié en el Colegio Militar, cuando iba a mi ciudad natal de vacaciones, siempre lo visitaba. Luego lo perdí de vista. Supe después que se había trasladado a Concepción del Oro, en donde junto con su hermano Luis, trabajaba en una negociación minera que regenteaba el ahora General Juan Aguirre Escobar. Después actuó en el levantamiento de Viesca, en la revolución maderista y en la constitucionalista, en esta última con Cuartel General en Concepción del Oro y Mazapil y sus actividades principales consistieron en la voladura de trenes entre Saltillo y Charcas. Nos volvimos a encontrar en la Convención de Aguasca1ientes, en donde nos dimos un apretado abrazo, renovando nuestra antigua amistad.

Llamado por el Presidente Gutiérrez, acudí al coche especial del General Gutiérrez en una fría y nublada mañana. Una señora desconocida para mí, me impidió subir al tren. Dijo implorante y sollozando, que iban a fusilar a su marido, de apellido Reyes Retana, y que intercediera por él. Le ofrecí hacerlo. En esos momentos, se escucharon en las cercanias unos disparos. La señorra, lanzando gritos desgarradores, exclamó: ¡Es inútil. Ya lo fusilaron!

Un cargo peliagudo.

Encontré al General Villa conversando con Eulalio. Hablaban de la ejecución efectuada en las cercanías de la estación de Tacuba. Se trataba del mismo Reyes Retana a quien acababan de fusilar, acusado de falsificación, delito -según ellos- perfectamente comprobado, pues se habían encontrado en su casa implementos para la falsificación, clisés y un gran número de billetes falsificados.

El Presidente Gutiérrez me dijo: Te voy a nombrar Inspector General de Policía, con facultades extraordinarias. Tú me vas a responder del orden en la ciudad. Yo traté de eludir la muy difícil comisión sobre todo en aquellos momentos, diciéndole que Eugenio Aguirre Berlavides me había nombrado jefe del Estado Mayor de la Brigada Zaragoza y prefería servir en las filas de la División del Norte y no desempeñar un cargo policiaco.

No se arruge, amigo -interrumpió Villa-. Le voy a dar una escolta de quince hombres de mis dorados a las órdenes del Mayor Rafael Castro, que es muy hombre. Allá se lo voy a mandar a las oficinas de la policía.

Villa se despidió de nosotros. Eulalio comentó con socarronería:

Cuídate, ese Castro es un bandidazo que al primero que va a colgar es a ti.

No me satisfizo mucho el siniestro augurio de Eulalio. Sin embargo, insistió y yo acepté un cargo que fue una pesadilla y que no desearía en las mismas circunstancias, ni para el peor de mis enemigos.

La entrada del Presidente Gutiérrez a la ciudad de México.

Las fuerzas del Ejército Libertador del Sur a las órdenes del General Eufemio Zapata, vivaqueaban en los patios del Palacio Nacional. El General Emiliano del mismo apellido, el 2 de diciembre había estado por breves momentos en el citado palacio, recibiéndolo las tropas zapatistas con los honores de ordenanza. Recorrió los salones principales y se retiró a su modesto alojamiento en San Lázaro.

El que esto escribe tomó posesión de las Oficinas de la Inspección de Policía, establecidas entonces en la antigua casona de las calles de Humboldt que perteneció al General Carlos Pacheco. Hizo la entrega el Coronel Gabriel Saldaña. Me informó que no había un solo preso político y también que el Cuerpo de Policía estaba reducido al mínimo y que los pocos gendarmes que prestaban sus servicios en las calles, estaban desarmados. Era necesario reorganizarlo todo.

Ni Zapata, ni Gutiérrez, ni Angeles ni Villa, habían efectuado una espectacular entrada triunfal a la ciudad de México. A las 5 de la tarde del día 3 de diciembre, el General Glltiérrez, sin anuncio previo y sin boato, hizo su entrada a la capital. El recorrido de su comitiva fue: calzada de Tacuba, calle de Rosales, avenidas Juárez y Madero y Plaza de la Constitución hasta llegar al Palacio Nacional.

En el primer automóvil tomaron asiento el General Gutiérrez, llevando al General Villa a su derecha y al General José Isabel Robles, Secretario de Guerra a su izquierda. En otros coches desfilaron otras personas, entre ellas, el licenciado José Vasconcelos, Secretario de Instrucción Pública; ingeniero José Rodríguez Cabo, licenciado Manuel Rivas, Secretario Particular del Presidente; los Generales Manuel Chao, Mateo Almanza, Juan G. Cabral y Guillermo García Aragón y el Coronel Enrique W. Paniagua. A retaguardia, la escolta de los Dorados y la Brigada Melchor Ocampo.

Eulalio Gutiérrez en el Palacio Nacional.

Al llegar el Presidente y su comitiva, la guardia de la puerta central, integrada por soldados del Ejército Libertador del Sur, le hizo los honores correspondientes. El General Villa al llegar a la parte del ascensor, se despidió del General Gutiérrez con estas sencillas palabras:

Ya los dejo a ustedes instalados. Yo me vuelvo a mi carro.

Al salir Gutiérrez del ascensor, lo recibió efusivamente el General Eufemio Zapata y otros jefes del Ejército Libertador del Sur. Don Eufemio, muy conmovido, dio la bienvenída al Presidente con estas palabras:

Cuando los del Sur nos lanzamos a la lucha, por recobrar nuestras perdidas libertades, hice yo una solemne promesa a mis soldados: que al tomar la capital de la República, quemaría inmediatamente la silla presidencial, porque he comprendido que todos los hombres que usan esta silla, que parece tener un maleficio, olvidan al momento las promesas que hicieron cuando eran simples revolucionarios. Desgraciadamente no he podido cumplir mi promesa, pues he sabido que don Venustiano Carranza se llevó la silla, diciendo que dondequiera él era el Presidente y debería usarla en los lugares en que estuviera.

Señor Presidente, nosotros, los hombres del Sur, no nos lanzamos a la lucha para conquistar puestos públicos, habitar palacios y tener magníficos automóviles; nosotros sólo peleamos por derrocar la tiranía y conquistar libertades para nuestros hermanos. Ocasión tendréis, señot Presidente, de cercioraros de la triste condición en que se encuentra mi Estado natal, cuyas principales ciudades fueron incendiadas. Los habitantes del Estado de Morelos carecen de alimentos, y yo mismo y mis hijos no tenemos hogar; pero no nos arrepentimos porque esperamos obtener las libertades anheladas. Jamás desmayamos en la lucha y en ocasiones, cuando carecíamos de un pedazo de pan que llevar a la boca, nos conformábamos con un puñado de habas tostadas.

Nunca quisimos lanzar emisiones de papel moneda, aun cuando bien pudimos hacerlo y lo necesitábamos; pero comprendimos que esto causaría males a nuestra amada Patria, que a la postre, tendría que redimir todo el papel moneda. A fuerza de sacrificios logramos obtener un regular número de barras de plata con las que acuñamos pesos que son los que circulan en el Sur y no conocemos allá ni los cartones de que está repleto el mercado de la capital.

No son dueños del terreno que pisan.

En Morelos -continuó el General Eufemio Zapata-, señor Presidente, no somos dueños ni del terreno que pisamos; los grandes terratenientes lo poseen todo; por eso ahora que nuestra causa ha triunfado os pido que me ayudéis a cumplir la solemne promesa hecha a mi pueblo, de facilitarle un pedazo de tierra que labrar para dejar de ser parias, puedan transformarse en ciudadanos conscientes de sus derechos y laborar por el engrandecimiento de esta Patria tan rica y tan desgraciada.

Si esto no se logra, prefiero mil veces la muerte, que caiga mi cabeza mejor que consentir que fallen las ideas de la Revolución.

Al terminar su peroración, el General Zapata tenía sus bronceadas mejillas inundadas por las lágrimas.

Me tocó escuchar estas sentidas palabras. La versión anterior que he transcrito fue publicada en el diario The Mexican Herald, edición del 4 de diciembre de 1914. El General Eufemio Zapata mostró una gran facilidad de palabra aunque intercalando algunos cuatros, que corrigió el cronista del citado diario, en su sección en español. Debo advertir que en el mismo salón se encontraba una silla presidencial. Se me informó que era una anticuada reliquia histórica que debería estar en un museo.

La contestación del Presidente Gutiérrez.

Habló después el Coronel zapatista Manuel M. Martínez. Contestó el Presidente Gutiérrez con unas cuantas palabras, expresando que ese día se presentaba la oportunidad para reconstruir la dolorida Patria y laborar por el bienestar de los mexicanos.

En esos momentos -dice The Mexican Herald-, los bronces de la antigua Catedral fueron echados a vuelo, anunciando que el Primer Mandatario estaba en la ciudad y que se hallaba ya ocupando el legendario Palacio. De todas las calles que convergen a la Plaza de la Constitución principiaron a llegar millares de personas que en unos cuantos minutos se congregaron al frente del Palacio, pidiendo que saliera a uno de los balcones el señor Presidente.

Gutiérrez accedió saliendo al balcón principal acompañado por sus Ministros. Le pidieron que hablara. Este vitoreó a la Patria, comisionando al Coronel Enrique W. Paniagua para que dirigiera la palabra al pueblo. Este, que pocos días después desertó de las filas de los soldados de la Convención para unirse con el Primer Jefe, expresó que los revolucionarios que lucharon por derrocar al tirano usurpador, acababan de hacer su entrada al alcázar de los aztecas para plantar la bandera de la libertad.

Invitó al pueblo a lavar la mancha que sobre él pesaba por haber aplaudido a Victoriano Huerta y a Félix Díaz, aclamando al Presidente Gutiérrez, al General Francisco Villa y a los miembros de la Convención de Aguascalientes.

La arenga del Coronel Francisco Salgado.

Habló de los capitalinos que al ser abandonada la ciudad de México por los carrancistas, temían fuera saqueada por los surianos, a quienes la prensa asalariada siempre había llamado bandidos, pero que todo el mundo sabía que los del Ejército Libertador del Sur, no obstante venir vestidos con calzón y camisa de manta, eran mucho más honrados que otros, que sólo vinieron a robar automóviles y ocupar casas ... Uno de los aristócratas que tanto temían la entrada de los zapatistas, en una conversación que escuché dijo que: Estos indios del Sur preferían comer un pedazo de tortilla dura a la vera del arroyo antes que arrebatar la bolsa a la rica dama que va por las calles.

Y terminó con la siguiente terrible admonición:

¡Ay de aquel de nosotros que se apodere de lo ajeno. Nuestros rifles lo castigarán con toda severidad!

Era cierto. La conducta de los zapatistas en los días de su entrada fue verdaderamente ejemplar.


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