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Capítulo 3

El cese del General Felipe Angeles como Subsecretario de Guerra y una torpe celada.

Mientras los soldados de la División del Norte marchaban de Torreón a Zacatecas y preparaban el asalto y expugnación de la última de las plazas mencionadas, en el lapso comprendido entre el 17 y el 22 de junio de 1914, es conveniente examinar lo que acontecía en la ciudad de Saltillo; allí se encontraba don Venustiano Carranza con todo el séquito que lo había acompañado desde Durango, el que esto escribe inclusive, y la mayoría de los más destacados Generales del Cuerpo del Ejército del Noreste, incluyendo a su jefe: el General don Pablo González, recién ascendido a Divisionario.

La inquietud era muy grande en la capital de Coahuila. El único periódico que allí se publicaba era un trisemanal, El Constitucionalista, trashumante órgano oficial del gobierno presidido por el señor Carranza. Pero éste no publicó ni los mensajes autoritarios del Primer Jefe ni los telegramas, respetuosos primero, del General Villa y de los jefes de la División del Norte, e irrespetuosos, después, de todos los Generales de la citada división. El contenido de los tales mensajes sólo lo conocían don Venustiano y sus inmediatos allegados. Hasta se ignoraba la causa del distanciamiento.

Gran alarma en Saltillo.

En la capital de Coahuila se hablaba de un completo desconocimiento del Primer Jefe del Ejército Constitucionalista por parte de la División del Norte. Hasta llegó a rumorarse que algunas fuerzas de esta división marchaban sobre Saltillo y que Villa, imitando la conducta de Miramón con Zuloaga, pretendía apoderarse de la persona de don Venustiano para enseñarlo cómo debía ganarse la Presidencia de la República. ¡Consejas absurdas provenientes de la falta absoluta de noticias exactas sobre el rompimiento!

Yo era el primero en lamentar aquella situación. De muchos años atrás conocía y estimaba a don Venustiano. Mí padre era amigo de éste y de sus hermanos, don Emilio, don Jesús y don Sebastián. Pero mi situación, por un conjunto de circunstancias, era asaz dificil en aquellos momentos. Para muchos tenía el gran pecado de haber pertenecido al Ejército Federal, y casi todos los Generales, jefes y oficiales revolucionarios odiaban cordialmente a los federales, sin analizar las circunstancias de cada uno de los que se habían incorporado a las filas constitucionalistas. No podía decir a cada uno de ellos que yo había solicitado y obtenido licencia absoluta para separarme del ejército, y después de haber sufrido prisiones en la Penitenciaría de SaItillo, en la del Distrito Federal y en el castillo de San Juan de Ulúa, me incorporé a la revolución como un simple ciudadano, no como un desertor ni como un tránsfuga.

Además mediaba otra circunstancia desfavorable para mí. Yo había militado por breve tiempo en las filas de la División del Norte, y precisamente en la artillería de la misma, con el carácter de Jefe del Estado Mayor de su comandante, el General Felipe Angeles. Y a éste, que tenía además el cargo de Subsecretario de Guerra encargado del despacho en el gabinete de don Venustiano, se atribuía, injustamente en mi concepto, el rompimiento con la División del Norte.

Esta falsa situación, me obligó a ser cauto en extremo. Pude advertir que frente a la casa paterna, en que vivía con mi madre, mi esposa y mis pequeñas hijas, estaba apostado un esbirro y que otros me seguían a todas partes. Para evitar molestias, me abstuve de salir a la calle y de recibir a los que pretendían verme.

El cese del General Angeles y una torpe celada.

El 19 de junio se supo en SaItillo que las tropas de la División del Norte habían iniciado su marcha con rumbo a Zacatecas, y ese mismo día cundió la noticia de que el Primer Jefe acordó el cese del General Angeles como Subsecretario de Guerra, por convenir así al buen servicio y por no haber sabido corresponder a la confianza que le dispensó la Primera Jefatura, cometiendo contra ella una grave faIta de insubordinación (sic).

Y el mismo día alguien, probablemente el licericiado Jesús Acuña, encargado del gobierno de Coahuila, cuyos esbirros seguíanme a todas partes, me mandó tender una torpe celada. Se presentaron en mi casa los licenciados Heriberto Barrón y Manuel Rivas, a quienes había conocido en Durango. El primero hablaba en todas las veladas y en todos los banquetes con palabras llenas de alabanza servil para el Primer Jefe. Hicimos en el mismo coche de ferrocarril el viaje de Durango a Saltillo, y en varias estaciones el mismo Barrón dirigía a don Venustiano discursos adulatorios en nombre de los vecinos que se encontraban en cada una de ellas. Además sabía que él fue quien disolvió en San Luis Potosi una junta organizada por un club independiente. Barrón me inspiraba desconfianza y repugnancia.

Insistentemente, me invitaron a comer. Manifesté que ese día tenía un invitado a comer en mi casa. Dijo Barrón que él y muchos amigos deseaban tratar un asunto muy importante. Reforce mi negativa. Insistió en que cuando menos fuera a tomar el café con ellos al Hotel Sainz, en donde se encontraban alojados. Tras muchos ruegos, acepté la invitación.

A las 3:30 de la tarde me presenté en el Hotel Sainz. Barrón no se encontraba en el comedor. En compañía de Rivas, de un señor Meza Gutiérrez y de otra persona, estaba en su cuarto. Allí fue servido el café. Había un ambiente de misterio. Cerraron las puertas. Barrón y otros pidieron mi sentir sobre la escisión de las fuerzas constitucionalistas. Contesté que no conocía la historia del asunto. Me asediaron a preguntas, sin resultado alguno.

Entonces Barrón, con gran sorpresa mía, dijo que iba a hablar con toda franqueza y con toda claridad. Estamos entre caballeros -agregó-, pues no debe exteriorizarse nada de lo que aquí se va a tratar. Dijo, con ademanes oratorios:

El General Villa está frente a Zacatecas, cosa que pretendía impedir el señor Carranza por un torpe capricho y fundado en un tonto principio de autoridad. El General Villa, con su desobediencia, ha salvado a la revolución. El General Villa, el General Angeles y todos los Generales de la División del Norte son unos patriotas. Todos los verdaderos revolucionarios honrados debemos estar con ellos y abandonar a Carranza, que además de su incompetencia, quiere convertirse en un dictador sin más ley que su capricho. La verdadera revolución está en la División del Norte, allí palpitan los ideales del pueblo, allí está el alma de México. Hemos invitado a usted, señor Coronel Alessio Robles, porque usted forma parte de la División del Norte, porque usted es buen amigo del patriota General Angeles, porque usted es un hombre de acción y además conocedor del terreno, y necesitamos de su concurso en estos difíciles momentos preñados de angustia para la buena causa. Queremos que usted nos ayude: primero, a convencer a don Fernando Iglesias Calderón, que es nuestro candidato para substituir como Primer Jefe, al señor Carranza, que marche con nosotros a Torreón, y que usted nos guíe y nos ayude en este difícil trance. Nosotros defendemos los principios y los principios están encarnados en el General Villa. Con su ambición desmedida, el señor Carranza los ha traicionado.

Barrón gesticulaba como un poseído. Yo estaba seguro de que se trataba de un burda celada. Quise castigar a Barrón, y lo hice contestando en la siguiente forma:

Señor Barrón, de mis labios no saldrá una palabra de lo aquí tratado; pero me extraña sobremanera que usted me invite a cometer una traición como la que acaba de proponer. Yo no tengo nada de común con usted, que en todas las ocasiones ha prodigado alabanzas al Primer Jefe y ahora lo denigra. Si usted desea irse a Torreón, lo honrado, lo decente, es acercarse al señor Carranza y manifestarle que usted no está de acuerdo con sus ideas y estoy seguro de que él le mandará extender un salvoconducto y hasta le facilitará los fondos necesarios para que emprenda su marcha con toda seguridad.

Y me retiré con un hasta luego, señores.

Cordial entrevista con Carranza.

El día siguiente, 21 de junio, se presentó en mi casa Adolfo de la Huerta, viejo y querido aniigo mío a quien conocía de muchos años atrás. Era oficial mayor de la Secretaría de Gobernación. Me dijo que el señor Carranza deseaba hablar conmigo y que lo acompañase. Nos trasladamos a una casona de la calle de Xicoténcatl, destinada a escuela, que en aquellos días servía de alojamiento al Primer Jefe. Me recibió inmediatamente. De la Huerta se retiró. Me hizo tomar asiento y con extremada amabilidad, bastante rara en él, expresó:

Yo lo mandé llamar a Durango porque tenía la intención de nombrarlo jefe de mi Estado Mayor, cargo con el que ya estaría usted investido si no se hubiesen presentado las dificultades existentes con la División del Norte. Ahora me encuentro imposibilitado para hacerlo porque he advertido que entre muchos Generales y en algunos de los que se encuentran a mi lado hay una gran animadversión contra usted, pues saben que usted pertenecía a la División del Norte, saben que usted militó allí a las órdenes directas del General Angeles, con quien tiene gran amistad, y que este jefe es el principal causante de esta escisión. Yo sé que usted nada tiene que ver con ella, pero es difícil combatir un sentimiento muy arraigado y ello me imposibilita para darle un cargo de confianza a mi lado. Creo conveniente que usted vaya al desempeño de una comisión a los Estados Unidos.

Todo lo anterior dicho en forma atenta y hasta insinuante, cosa extraña en Carranza, que siempre fue adusto. Pensé que esta manera de hablar podría ser el fruto del sondeo hecho la víspera por Barron sobre ml manera de pensar. Conteste:

He notado esa predisposición y hasta he advertido que se me vigila muy estrechamente. Esta situación es muy molesta para mí. Me ofende y me humilla. Pertenecí, efectivamente, a la División del Norte, y quiero, estimo y respeto al General Angeles, que fue mi maestro; pero como usted dice, soy completamente ajeno a esta división, que soy el primero en lamentar. Comprendo la situación y agradezco su buena voluntad, pero yo no quiero ser un obstáculo ni una carga para la revolución. No necesito ir comisionado a los Estados Unidos. Si mi separación de las filas revolucionarias la estima usted necesaria, puedo marchar al extranjero a trabajar por mi cuenta.

Probablemente a Carranza le agradó la forma comedida en que le hablé, pues repuso:

Le he hablado con franqueza del sentimiento que he advertido contra usted y le he dicho que quiero aprovechar sus conocimientos para la reorganización de nuestro ejército, pero quiero evitarle las molestias de estas desconfianzas y de estas hablillas que irritan a todos. Yo creo que usted debe ir a Estados Unidos con una comisión mía. Ya recibirá usted órdenes e instrucciones sobre esta comisión.

Me despidió con la mayor cordialidad. El 28 de junio partí para Washington. Ya me había precedido don Fernando Iglesias Calderón, el candidato de Barrón a la Primera Jefatura del Ejército Constitucionalista, cuyas andanzas en Ulúa, en Durango, en San Pedro de las Colonias, en Estados Unidos y en la ciudad de México merecen todo un capítulo. Iba acompañado por un edecán de don Venustiano, que se hizo rico a su sombra y que lo abandonó a la hora del peligro, quedándose en México cuando su jefe marchaba a la trágica emboscada de Tlaxcalantongo.

Yo siempre creí que Carranza tuvo noticia inmediata de lo que se trató en la junta a que me invitó el licenciado Barrón. A pesar de ello, éste siguió disfrutando siempre de su confianza completa e ilimitada. Los demás que concurrieron a la citada junta no experimentaron la menor molestia.

Pero pasaron muchos años, y doce de ellos después de ocurrido el asesinato de Carranza, en 1932, el licenciado Barrón publicó una serie de artículos en el diario La Prensa con el epígrafe Lo que he visto en México. En varios de ellos censuró al Primer Jefe por haber provocado la ruptura con la División del Norte. En otro expresó que él y un grupo de amigos tuvieron la idea de desconocer al Primer Jefe y la de substituirlo por don Fernando Iglesias Calderón, para lo cual me invitaron a mí, pero que yo, quizá por desconfianza, rechacé en forma brusca su invitación.

Hace tres o cuatro meses hablé de esta ocurrencia con Adolfo de la Huerta, quien me manifestó que él supo lo que se trató en la junta del Hotel Sainz, de Saltillo, media hora después. Se lo comuniqué a Meza Gutiérrez, que estuvo presente y era agente confidencial suyo. ¿Quién mandaría a Barrón?

En el próximo capítulo hablaremos del asalto y expugnación de la plaza de Zacatecas.


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