Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán EsparzaTercera parte del CAPÏTULO SEGUNDOSegunda parte del CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha

MEMORIAS DE ADOLFO DE LA HUERTA

CAPÍTULO TERCERO


(Primera parte)



SUMARIO

- El movimiento de 1920.

- La pacificación.

- La pacificación de la Baja California.

- El problema económico de 1920.

- Japón quería una alianza con México.




El movimiento de 1920.

Posiblemente ningún otro sacudimiento nacional ha sido tan mal conocido ni tan mal interpretado como el que se originó por la actitud del presidente Carranza con respecto al Estado de Sonora y a su gobernador constitucional, Adolfo de la Huerta.

Con frecuencia hemos oído la versión que pretende atribuir el origen y finalidad de tal movimiento a las ambiciones o legítimas pretensiones del general Alvaro Obregón, atribuyéndole el papel principal de originador y después de triunfador en tal movimiento y dejando para el señor De la Huerta un papel secundario y desairado.

Nada más lejos de la verdad.

Como se verá, por la relación que a continuación se hace, el presidente Carranza, contrariado en sus propósitos de hacer figurar a don Adolfo de la Huerta como candidato oficial a la presidencia de la República (actitud quizá bien intencionada, pero ciertamente no acorde con los principios democráticos), y convencido de que el señor De la Huerta no aceptaba el desairado papel de candidato oficial o de imposición, escogió para tal puesto al ingeniero Bonillas y comenzó la campaña para lIevarlo a la primera magistratura de la nación, pese a ser persona carente de arrastre pOlítico y cuya personalidad, poco conocida en el país, le valió el famoso mote de Flor de Té (Canción muy en boga en esa época, que decía: Nadie sabe de dónde ha venido, ni cuál es su nombre, ni dónde nació).

A las indicaciones más o menos claras que don Adolfo recibió del gobierno del centro para que auspiciara y favoreciera la candidatura del ingeniero Bonillas, el gobernador de Sonora contestó que garantizaría la más completa libertad en el ejercicio del sufragio, pero que en ninguna forma favorecería candidatura alguna ni trataría de torcer o influenciar el voto popular ya que precisamente uno de los postulados básicos del movimiento en que tanto él como el señor Carranza habían militado, era el de la efectividad del sufragio.

Y nuevamente encontramos el choque entre quienes consideraban tal postulado como algo elástico y susceptible de matices y quien lo consideró siempre como inconmovible, intocable e invariable.

Don Venustiano Carranza (como otros antes y después de él) pretendió, con la mejor intención del mundo, suplantar la voluntad popular por la suya propia. Pretendió escoger él mismo a su sucesor en la presidencia de la República y para ello hizo su junta de gobernadores y expidió sus instrucciones referentes a la campaña. Pero en el Estado de Sonora se encontró con un gobernador que consideró siempre los principios democráticos no como recurso de oratoria ni como algo variable según las circunstancias, sino como un credo firme y sincero por el que se deja al pueblo la elección de sus mandatarios.

Por otra parte, el señor Carranza quizá no llegó a comprender la negativa del señor De la Huerta a aceptar figurar como candidato oficial. Pocas personas llegaron a conocer a fondo la absoluta rigidez con la que el señor De la Huerta siguió, en toda su vida y en todos sus actos, la observancia de los principios democráticos. Y el resultado fue que el presidente Carranza encontró un obstáculo a sus bienes intencionados pero antidemocráticos planes, en la persona del gObernador de Sonora y puesto que no pudo ganárselo, tomó una actitud agresiva.

Aquella actitud se tradujo en una serie de actos hostiles del gobierno del centro en contra del de Sonora que culminó en la orden de reapertura de la campaña en contra de la tribu yaqui que don Adolfo había pacificado antes; pacificación que había sido aprobada y aun aplaudida por el propio presidente Carranza.

Nada más injusto ni menos necesario. El señor De la Huerta, tanto cuando ocupó provisionalmente la primera magistratura del Estado, como cuando llegó a ella por elección popular, trató con los indios su pacificación y la logró. Los yaquis le conocían, sabían que era su amigo y que estaba dispuesto a impartirles justicia y ya hemos visto cómo, tan pronto como supieron que él gobernaba, se acercaron a proponer la paz.

La actitud del presidente Carranza, ordenando la inmediata reapertura de la campaña con la tribu, era un bofetón a los arreglos del señor De la Huerta y era, además, una orden inmotivada, cruel, y que iba a reanudar la larga lucha entre yaquis y yoris en la que tantas vidas se habían sacrificado inútilmente.

La orden fue dada al general Juan Torres S., jefe de las operaciones militares de Sonora; pero ese militar, consciente de lo arbitrario y perjudicial de ella, se negó a acatarla. Entonces fue cesado en sus funciones y se nombró en sustitución al general Juan José Ríos, quien recibió órdenes ya no solamente de reabrir la campaña del yaqui, sino de deponer al gobernador constitucional don Adolfo de la Huerta y dar posesión de la primera magistratura del Estado al general Ignacio Pesqueira como gobernador militar; el mismo que había figurado como candidato y que había sido derrotado en los comicios por el señor De la Huerta. El mismo gallo del señor Carranza al que De la Huerta le había pegado según él mismo dijo al presidente Carranza en ocasión ya referida.

La deposición ordenada, no había sido precedida por decreto del congreso en que se declararan desaparecidos los poderes del Estado de Sonora y era, por lo tanto, un atentado de los poderes del centro en contra de la soberanía del Estado de Sonora.

Tanto el congreso local como todo el pueblo de Sonora se rebeló contra aquel atropello. El general Calles, tan pronto como tuvo conocimiento de los hechos, salió de la capital para ir a Sonora a ponerse a las órdenes del gobernador De la Huerta.

La situación requería medidas extremas y se elaboró el Plan de Hermosillo que después, por condescendencia del señor De la Huerta para el general Calles, se llamó de Agua Prieta.

¿Y Obregón? ¿Qué hacía mientras tanto Obregón? ¿No fue él quien inició aquel movimiento y al cual De la Huerta simplemente se afilió según las versiones de algunos dizque historiadores?

Ya vamos a ver cual fue la realidad de los hechos.

Al aproximarse las elecciones presidenciales de 1919, siendo candidato Obregón, llegaron a Sonora el teniente coronel Morales y Siller y los oficiales comisionados por la Secretaría de Guerra, con el propósito ostensible de dar instrucción militar en las escuelas, aunque, de hecho, iban a desarrollar una labor de carácter político adversa a los intereses del general Obregón.

El gobernador De la Huerta, no teniendo conocimiento más que de la finalidad oficial de aquella visita, ordenó se les acondicionara una habitación junto a la imprenta oficial del gobierno de Sonora, en la planta baja del Palacio de Gobierno. En tal lugar despachaban sus asuntos militares y, por causa de la vecindad, hicieron amistad con los operarios y empleados de la imprenta.

Ya iniciada la campaña política, el general Obregón envió al señor De la Huerta, mensaje concebido más o menos en los siguientes términos:

A la noche tendré el gusto de abrazarte.

Tal mensaje resultaba indiscreto por lo menos, dado el puesto de jefe del gobierno de Sonora que ocupaba el señor De la Huerta. Naturalmente, don Adolfo no asistió a la recepción que se le hizo al general Obregón en la estación ni al mitin que posteriormente se celebró en Hermosillo. Terminado éste y después de que la multitud se había dispersado, el señor De la Huerta siguiendo su costumbre, fue a dar unas vueltas al parque para hacer ejercicio. Allí encontró al general Obregón sentado en una banca acompañado de algunos íntimos amigos. Obregón ni siquiera se levantó para saludarlo.

- El pueblo no necesitó de su gobernador -dijo- para manifestarme su simpatía.

- Mi presencia -replicó De la Huerta- habría perjudicado la celebración del mitin porque le habría dado un sello de aprobación oficial. Yo no puedo hacer esas cosas, pues tengo la obligación de ser imparcial, absolutamente neutral.

- Tan neutral como esto -replicó Obregón a la vez que entregaba al señor De la Huerta un volante que, según parece, había sido impreso en la imprenta oficial del Estado y en el que se hacía propaganda a la candidatura del general Pablo González.

Don Adolfo leyó el volante y, como era natural, protestó no saber nada sobre el particular ni haber tenido injerencia alguna de ello.

- ¡Se te iba a escapar esto, hecho en tu propia imprenta!

La actitud del general Obregón fue tan descortés y tan injustificada, que el señor De la Huerta se alejó casi sin despedirse.

Al día siguiente se presentó en el Palacio de Gobierno el general Obregón acompañado de varios de sus amigos para reclamar al gobernador De la Huerta el hecho de que a sus acompañantes se les habían subido las contribuciones por ser obregonistas. El señor De la Huerta explicó que aquel cargo era completamente falso y que el recargo de 27% que se había impuesto a algunos contribuyentes morosos, era una disposición general que había sido aplicada con absoluta justicia y sin tener en consideración credo político alguno. Obregón no quedó satisfecho con tal explicación y poco después abandonó el Estado sin despedirse del gobernador De la Huerta.

Queda establecido así que las relaciones entre el señor De la Huerta y el general Obregón distaban mucho de ser cordiales en aquellos días. Veamos ahora qué hacía y qué pensaba el general Obregón mientras el gobierno del centro hostilizaba al de Sonora.

Poco después de los acontecimientos referidos, el general Obregón tuvo que salir a la capital al llamado del juez ante quien se le había consignado porque se decía que habían sorprendido correspondencia entre él y el general Cejudo, que se hallaba levantado en armas.

El tal proceso era, con toda probabilidad, una maniobra discurrida por el presidente Carranza para inhabilitar al general Obregón, pues ya se ha dejado aclarado que Carranza estaba dispuesto a impedir que Obregón llegara al poder.

Ciertos o falsos los cargos, el caso es que el juez citó a Obregón y éste se encontraba en México cuando las relaciones entre el centro y Sonora hicieron crisis.

Al tener conocimiento Obregón de los acontecimientos, lo primero que pensó, conociendo el carrancismo del señor De la Huerta, fue que se trataba de una farsa, de una pantomima que lo dejara a él (Obregón) en situación difícil. Después, cuando ya se convenció de que era sincera la actitud del señor De la Huerta, la censuró, como censuró la del resto de los sonorenses porque, decía, no se le había avisado a él y se le exponía a que se supusiera que alguna relación existía entre él y los sonorenses, lo que complicaría su caso.

En tales condiciones, y cuando al fin le llegó el enviado Alejo Bey (que por diversas razones se había detenido en el camino) llevándole las aclaraciones y explicaciones, desechó Obregón todas aquellas suspicacias y resolvió abandonar la capital, saliendo de México en la forma que es bien conocida, pero es interesante hacer notar que se embarcó en compañía de dos ferrocarrileros: Margarito Ramírez, que hasta hoy disfruta aún del valimiento político derivado de aquella ayuda que prestó a Obregón y otro ferrocarrilero a quien apodaban El Borrego, mencionado por Víctor Hernández en su obra de reciente publicación referente a la escapatoria de Obregón. El Borrego fue asesinado más tarde. Sobre el particular hay varias versiones, pero es evidente que el interesado desapareció víctima de un atentado.

Obregón fue acompañado de Luis Morones hasta el Estado de Guerrero. Parece que Morones se desprendió de su lado para ir a Acapulco en busca de barco que saliera para el norte. Obregón fue hallado por el general Maycotte en forma que ya ha sido relatada con anterioridad. Y como Carranza ordenara a Maycotte que entregara a Obregón, y Maycotte se negó a hacerlo, ya quedó éste en calidad de rebelde.

Por su parte Obregón, bajo la protección de Maycotte, lanzó el manifiesto aquel a que se refiere Vasconcelos, en el cual desconocía la Constitución de 1917 tratando de volver a la de 1857. Posteriormente, alguien le llamó la atención sobre esa actitud inconveniente y él suprimió el desconocimiento de la Constitución de 1917. Algún tiempo después el señor De la Huerta le preguntó por qué había hecho aquello y Obregón explicó:

- Hombre; pues lo primero que se le ocurre a uno ... La mayor parte de la gente atribuía a Carranza la Constitución de 17 Y por más que sepamos algunos que no fue así, que él no estaba de acuerdo con los principios establecidos en nuestra Carta Magna, de todos modos era bandera del carrancismo y yo, que me consideraba contrario a Carranza, pues no podía reconocer ese documento.

Esa fue su explicación; pero más de creerse es que haya tenido ciertos compromisos con elementos de dentro o de fuera del país para echar por tierra los principios avanzados de la Constitución de 1917.

Morones, que logró embarcarse en Acapulco, llegó a Sonora con el manifiesto aquel de Obregón tratando de reproducirlo allá, pero De la Huerta se lo impidió recogiéndole el original que llevaba, lo que contrarió mucho a Morones quien entonces pretendió dar conferencias en Cananea, cosa que tampoco le fue permitida pues era claro que llevaba orientaciones equivocadas.

Obregón, como se ha dicho, corrigió su error y en su segundo manifiesto, el de Chilpancingo, que puede encontrarse en el libro Sonora y Carranza, y que lleva la fecha de 30 de abril de 1920, dice en la parte conducente:

-Y a este conflicto que fue provocado para el Estado de Sonora, han respondido las autoridades y los hijos de aquel Estado, con una dignidad que ha merecido el aplauso de todos los buenos hijos de la patria.

- ... me pongo a las órdenes del C. gobernador constitucional del Estado Libre y Soberano de Sonora, para apoyar su decisión y cooperar con él, hasta que sean depuestos los altos poderes: el Ejecutivo por los hechos enumerados antes ... etc.

Obregón no fue, por lo tanto, iniciador del movimiento de 1920 sino que como él mismo lo reconoce, respaldó la actitud de las autoridades y de los sonorenses ante los ataques del centro y se subordinó al gobernador constitucional don Adolfo de la Huerta. La subordinación del general Obregón al jefe del movimiento de 1920, Adolfo de la Huerta, fue efectiva y constante, por más que al entrar a la capital existió el Pacto de Chapultepec por el cual Obregón se comprometió a apoyar y apoyó, hasta donde pudo, la candidatura del general Pablo González para la presidencia interina.

Y aunque ya en otra parte de esta obra se hace relación de ello, no es por demás recordar que en aquellos momentos, a la entrada en la capital de las fuerzas que apoyaban al señor De la Huerta, don Pablo González contaba con 22,000 hombres, en tanto que Obregón no contaba ni con un millar. Militarmente, por tanto, Pablo González era el amo de la situación y Obregón secundó de buena gana el proyecto de llevarlo a la presidencia interina probablemente considerando también que de esa manera lo eliminaría como contrincante de peligro en las siguientes elecciones para presidente constitucional. Pero no contaba el general Obregón con el sentir del congreso y a pesar de que el señor De la Huerta había enviado una terna formada por los señores don Carlos B. Zetina, don Fernando Iglesias Calderón y el general Antonio I. Villarreal para que de ella se escogiera al presidente interino, el congreso votó por 224 votos contra 22 en favor del señor De la Huerta.

Tan seguro se había sentido Pablo González de su designación que, como se ha dicho ya, nombró su gabinete.

En cuanto al general Obregón, al que se ha querido reconocer como cabeza o jefe de tal movimiento de 1920, ya vemos que ni militarmente, pues no contaba con elementos para ello, ni políticamente, fue factor decisivo y que en lo que se refiere a la designación del señor De la Huerta como presidente interino de la República, no solamente no tuvo nada que ver con ello el general Obregón, sino que hizo lo que pudo para que la designación fuera en favor de Pablo González.

El señor De la Huerta tomó posesión de la presidencia el día 1° de junio de 1920 y la ocupó hasta el 30 de noviembre del mismo año. Exactamente seis meses. ¿Qué podía hacer un presidente interino en ese cortísimo plazo y recibiendo en sus manos el gobierno de un pais que hervía con rebeldes por todas las regiones y se hallaba exhausto de recursos económicos?

Veamos lo que en el curso de esos seis meses hizo el presidente provisional don Adolfo de la Huerta.




La pacificación

El Plan de Agua Prieta, originalmente de Hermosillo, tiene por fecha el 23 de abril de 1920. Don Adolfo de la Huerta ocupó la presidencia interina de la República el 1° de junio del mismo año, es decir que el movimiento que derrocó al gobierno de Carranza duró un mes y siete días. Eso debe ser un índice claro del respaldo unánime que tuvo la actitud legalista del señor De la Huerta. Todo el pueblo de México estuvo con él.

Pero la República entera estaba llena de levantados en armas que el señor Carranza no había podido ni vencer ni convencer en dos años. Don Adolfo de la Huerta pacificó todo el país exactamente a los dos meses de tomar posesión de la presidencia de la República. Eso es otra prueba evidente de la fuerza enorme de su personalidad, de su prestigio y de su irresistible popularidad.

No existe en la historia de México otro caso semejante.

Pero dejemos que el ilustre sonorense refiera en sus propias palabras cómo pudo efectuar aquel milagro.

La situación del país -dice su dictado- en las postrimedas del gobierno de Carranza, era verdaderamente caótica. Había levantados en armas por toda la República y todos encontraban simpatía y apoyo pues el ambiente en todo el país era muy desfavorable para el señor Carranza. Ello no se debía a su actuación, sino a la de los que le rodeaban y que eran los que en realidad gobernaban, llevándolo al desastre.

En las huastecas estaba levantado el general Peláez; las cuatro partidas de los mapaches en Chiapas y el general Alberto Pineda O.; en Veracruz había más de catorce mil hombres levantados en armas; los coras, los mayos, los zapatistas que acechaban constantemente la ciudad.

El señor Carranza se agotó muy pronto. Era mayor de lo que se creía pues nació en el año de 1850 como puede confirmarse por los datos de la Enciclopedia Espasa; de manera que en 1920 tenía 69 años. Había trabajado mucho como gobernador del Estado de Coahuila y después, durante la revolución constitucionalista. Dormía poco y se excedía en actividades amorosas, fomentadas por algunos que buscaban así gozar de la influencia cerca de él.

Yo hago ia distinción entre fuerza política y la influencia cerca de un gobernante. Fuerza política tiene el hombre que cuenta con el respaldo del pueblo, de las agrupaciones políticas. La influencia es el favor que se consigue en una u otra forma de los que esíán en el poder.

Decía que la situación era realmente insostenible. El que se levantaba en armas en un Estado, sabía que encontraría apoyo en el pueblo, pues el antagonismo para el carrancismo era tremendo. ¿Cómo explicar, si no, que por dos largos años estuvieran todas las numerosas partidas teniendo en jaque al gobierno?

Así es que cuando vino el conflicto de Sonora, todos se fueron al lado de la opinión predominante, que era como irse a la cargada.

Carranza tuvo tiempo y oportunidad de componer la situación; amigos hubo, entre ellos yo mismo, que se lo dijimos, pero tenía a su lado elementos que parecían tener el don de errar; era una verdadera jetatura y cada disposición sugerida por ellos, o emanada de ellos, dados los altos puestos de que disfrutaban, era una verdadera provocación. Por eso cuando me tocó verme en aquella posición antagónica al señor Carranza, por quien sentía verdadero afecto, respeto y cariño originados en su actitud al principio de la lucha del constitucionalismo, me sentía verdaderamente apenado; pero vinieron los acontecimientos de los que ya he hablado y no me dejaron alternativa.

En cuanto a la pacificación del país, hay que tener en cuenta que yo me había acreditado como elemento que dentro del carrancismo había cumplido. No había provocado ninguna de aquellas explosiones populares, sino por el contrario, me consideraban como una especie de hombre de paz, de concordia, de confraternidad general nacional debido a mis actuaciones anteriores, tanto frente a la Secretaría de Gobernación, como frente al gobierno del Estado de Sonora, en que me había dado a conocer.

En esas condiciones, con esos antecedentes y la buena suerte que tuve (porque en realidad el factor suerte, que muchos descartan, vino a ponerse en mi favor), pude lograr mi objeto. Y al referirme a la suerte he de decir que ello consistió en muchos elementos que habían sido amigos míos años atrás, los vine a encontrar en el campo rebelde, como fue el caso de Peláez, Yo nunca me había dado cuenta de que el general Manuel Peláez fuera un antiguo compañero mío de escuela en donde nos tuvimos mutua estimación.

Era Peláez, un hombre muy serio, muy correcto, muy medido en su trato; se le reconocía como amigo leal, amigo sincero. Yo lo perdí de vista y no supe de él después que me alejé de México con motivo de la muerte de mi padre que me obligó a volver a Sonora.

Mucho después, cuando ya la situación de Sonora con relación al centro se hacía cada vez más tirante, supe que había llegado a Sinaloa un individuo que hacía propaganda pelaecista. Lo hice seguir y observar. Cuando llegó el rompimiento lo mandé llamar y le dije que invitara al general Peláez a unirse a nuestro movimiento de protesta. Entonces supe por él que el general hablaba de mí como de un antiguo compañero de colegio, y me vino a la memoria, en aquella forma especial de pasar lista de entonces: Peláez Manuel. Pues ese era el general Manuel Peláez; el mismo a quien había tratado en la escuela y con quien me había unido mutua estimación, inmediatamente que recibió mi indicación se puso a las órdenes de Arnulfo Gómez, como yo se lo había dicho, pues éste era el jefe de operaciones en Tamaulipas y ya había reconocido el movimiento de Sonora sometiéndose a la jefatura provisional que tuve yo.

En el sur, donde estaban los llamados mapaches levantados en armas desde tres o cuatro años atrás, los sancristobalistas que defendían el punto de que la capital de Chiapas debía ser San Cristóbal, y Alberto Pineda O., que también se encontraba entre ellos como jefe de gran ascendiente. De la misma manera estaba otro ex condiscípulo mío, Agustín Castillo Corzo, al que tampoco había identificado con el Castillo C., Agustín de las listas escolares, pues no sabía a qué correspondía aquella inicial y al oir hablar de Castillo Corzo, el segundo apellido me desorientaba y no lo identificaba, hasta que posteriormente un periodista chiapaneco, Raúl Marina Flores, con quien platicaba, me dijo que éste era hermano de Castillo Ciro; eran dos hermanos: Castillo Agustín y Castillo Ciro, pero lo de Corzo no lo sabía yo y por eso no los identificaba. Ya con el informe de Marina Flores me dirigí a él, y como desde la escuela me tenía confianza, porque conocía mi moral y mi manera de ser, al recibir mi invitación para que viniera a México a hablar conmigo, tan pronto como recibió el salvoconducto respectivo se vino a mi lado y fue el que me sirvió para entenderme con los demás, con Tiburcio Fernández, Fausto Ruiz, a quien llamaban el Pancho Villa chiapaneco, el general Velázquez. No así con Alberto Pineda O., que actuaba separadamente de estos señores que eran los apodados mapaches y a ninguno de los cuales obedecía. El era jefe único de la región donde operaba al frente de dos mil ochocientos hombres. Era muy querido y estimado en la región.

En cuanto a Villa, yo lo había tratado desde Tucson donde nos conocimos. Desde la revolución de 1910 él había sabido quién era yo y yo qUién era él, pero no habíamos tenido oportunidad de encontrarnos. Además de las relaciones que en aquella ocasión entablamos, hubo la circunstancia posterior de que Carranza tuvo noticias por Alfredo Breceda de que se sospechaba que Villa pretendía desconocerlo y me mandó a Chihuahua a investigar tales rumores y a aplacar a Villa en caso de que fueran exactos. Fui a verle y en forma clara y abierta le dije lo que me llevaba allí. Le dije que había rumores y ellos habían llegado hasta la primera jefatura, que no estaban de acuerdo con la lealtad que se esperaba de un general a quien se consideraba como un subordinado. Aquella primera entrevista la sostuvimos en la casa de Fidel Avila. Estuvo presente el hoy general Andalón que estaba como en calidad de guardia. Después que hablé con Villa claramente, él me dijo:

- Pues me hace un gran servicio. Usted sabe que me gusta mucho que hable así, muchachito; porque mi propósito es seguir jalando parejo con el jefe y posiblemente haya hecho yo algo de lo que no me he dado cuenta.

- Pues hay esto -contesté-; en primer lugar, sus fuerzas no gritan Viva Carranza.

- Pues yo no les puedo decir; ellos son los que gritan; son mis amigos.

Por supuesto, omito muchos detalles. Al primer intento de mi parte para que reconociera la primera jefatura y sobre todo que atendiera mis indicaciones, noté que se movía, así con una especie de estremecimiento y se quedaba mirándome fijamente como para escudriñar la sinceridad de mis intenciones. Pero luego que se convenció de que lo único que yo quería era coordinar la acción de él a la de la primera jefatura y que no deseaba para él más que su bien, y varios otros puntos, detallitos pequeños que le dije, que eso era lo que me parecía haber oído; que el señor Carranza no daba crédito a esos rumores, y que por eso me había mandado, sabiendo que yo tenía amistad con él, para desvanecer esas apreciaciones injustas y aconsejarle a fin de que no incurriera en esos errores que daban lugar a comentarios desfavorables sobre su actitud. Así fue como, con toda claridad, le dije mi misión, para no tomar el carácter de un informador secreto, de un espía cerca de él, sino de un amigo que abiertamente iba a cambiar impresiones para, como encargado de la Secretaría de Gobernación, señalarle los lineamientos políticos que debiera él seguir para la buena marcha y la unificación de la causa. Le cayó bien todo aquello y estuvimos hasta las tres de la mañana platicando. A esa hora se despidió de mí, subió a su carro y se fue para el sur. Yo me volví a casa. Esa fue la primera entrevista.

Posteriormente, en Chihuahua hubo algún mal entendimiento pasajero de parte de los dorados por defender yo al general Obregón a quien varios, que habían venido disgustados con Alvaro, le habían formado una atmósfera pesada. Estuvieron a punto de liquidarme en el Foreign Club. El que después fuera general Santos Coy, en aquel entonces teniente coronel, encargado accidentalmente del Estado Mayor, se interpuso cuando dos de ellos, pistola en mano, intentaban liquidarme porque decían que era yo agente de Obregón y no toleraban que nadie, en la División del Norte, en el territorio dominado por ellos, hablara bien del general Obregón.

Posteriormente, en Torreón, me lo volví a encontrar.

Carranza se había ido a Durango dejándome a mí en el hotel Salvador un cuarto para que aparentara vivir allí, teniendo mi residencia en otro sitio. Tal consejo me dio él por conducto de un agente de apellido Villavicencio. Yo seguí su indicación.

El cuartel general de Villa estaba enfrente y allí estaba también Angeles; y diariamente, a las diez en punto de la mañana, Villa venía a la banqueta del hotel Salvador a platicar conmigo. Le acompañaba siempre una especie de asistente o mozo que se sentaba a la orilla de la banqueta mientras nosotros dábamos vueltas o nos recargábamos contra los muros del hotel o también nos sentábamos en la orilla de la banqueta charlando, charlando ...

Era la época de sus confidencias y mis consejos. Confidencias de él y apreciaciones mías sobre cada uno de lós actos de su vida pasada que me relataba y mis indicaciones de cómo debía normar su conducta. Y estuve como dos meses así. Carranza estaba en Durango.

Hubo momento de situación embarazosa para mí cuando supe que se trataba de detener al señor Carranza en Torreón a su paso para Coahuila. Le mandé informar con don Luis Meza Gutiérrez sobre esos rumores tratando de inclinarlo a que se marchara a Sinaloa, se incorporara con las fuerzas de Sonora y Sinaloa y se fuera a México por aquella vía.

Pero Carranza no atendió mi indicación sino que se vino a Torreón pasando a la madrugada (como yo le aconsejé). Yo le había dicho: creo que lo mejor que usted puede hacer es marcharse a Sinaloa, pero en caso de que decidiera a pesar de estos informes que están confirmados por Urquizo, regresar por acá, la mejor hora para que pase usted casi sin ser sentido es la madrugada. Yo le aconsejaba así porque a diario había francachelas y todos los jefes dormían hasta las nueve o diez de la mañana.

Quienes proyectaban detener al señor Carranza eran Villa y Angeles. Lo oí uno de esos medios días en que iba a deshacer la cama para aparentar que había pasado allí la noche, según el consejo de Carranza. Era la época de calores y las ventanas estaban abiertas en todas las habitaciones del Hotel Salvador. En el cuarto contiguo oí a dos generales que platicaban en voz alta.

- ¿Pero no lo van a quebrar?

- No, no; si no se trata de hacerla desaparecer; únicamente lo vamos a detener aquí para que no siga estorbando a mi general Villa y al general Angeles, quienes tomarán el mando de la revolución, de la campaña y ya cuando esté la mesa puesta en México, entonces que vaya el viejo.

Oí aquello con toda claridad. Carranza cometió la imprudencia de llamarme al telégrafo diciéndome: dígame todo lo que sepa de esto. Y yo, ingenuamente había redactado un mensaje ampliando los informes que le había enviado por conducto de don Luis Meza Gutiérrez. Pero al dar el mensaje a un telegrafista, cuyo apellido recuerdo que era Llamas, me dijo: Señor De la Huerta, ¿cómo pasa usted un mensaje así? Aquí lo van a liquidar, porque es contra Villa y aquí todos son villistas.

- Bueno -le dije-, pero usted no me va a denunciar.

- Yo no, pero los demás lo oyen; y todo el camino; toda la línea es villista. Yo soy el único partidario de ustedes.

Dándole las gracias me comí el mensaje y envié otro diciendo: confirmo informaciones comunicadas por mi enviado. Situación exige mi salida a Saltillo de donde le informaré. Respetuosamente. Oficial mayor encargado de la Secretaría. En esa forma, pensaba yo, si me cogen ese telegrama, como lo van a hacer, digo que la situación a que me refiero es la de Coahuila, que como encargado de Gobernación, necesito estar allá y que la situación de allá es la que exige que yo salga inmediatamente. Pero no se lo tragaron y me vi en dificultades. Parece que hubo una decisión, no sé de quién, de mandarme a dar una vueltecita por los alrededores de Torreón en compañía de Rodolfo Fierro para hacerme desaparecer. Efectivamente, Fierro vino por mí y ya me conducía con toda tranquilidad al exterior de la ciudad cuando una circunstancia milagrosa me salvó.

(Aunque en esta ocasión el señor De la Huerta no la relató, sabía el que esto escribe, que al pasar por una cantina, don Adolfo reconoció uno de los caballos atados fuera, como el de un general que le tenía particular aprecio y pidiendo a Fierro permiso para echarse un trago, penetró en la cantina, obtuvo la intervención del general aquel y gracias a ello pudo escapar con vida).

Escapé de Torreón escondido entre dos cajas de timbres en el carro-correo, pues el jefe de las armas me negó salvoconducto. Llegué a Saltillo y con la clave del Lic. Acuña, que actuaba como gobernador de Coahuila, me comuniqué con el señor Carranza confirmándole mis informes y aconsejándole la forma de hacer el viaje.

Carranza escogió venir en la madrugada y escapó por verdadero milagro, pues estaba arreglado que lo detendrían.

Todos estos antecedentes con Villa me dieron cierto ascendiente en su ánimo; esas pláticas, ese papel de consejero, de hermano mayor que yo tuve con él por dos meses, primero en Juárez, después en Chihuahua y finalmente en Torreón. El ya me había conocido y sabía yo que frecuentemente decía: El único que vale de esos, es De la Huerta.

En otra ocasión estuve con él en Douglas, Arizona. Hubo una comida en casa de Pancho Elías y en la noche había una fiesta en la manifestación de Agua Prieta. Yo había oído algo que no me gustó. No se atrevían a hablarlo delante de mí, porque sabían que yo reprobaría cualquier traición o cualquier intento de traición contra Villa. No sé si Obregón estaba en el asunto, si era cuestión de Calles o si era resolución conjunta, pero yo sospeché algo. Veía algo contra Villa y, estando con él en el Country Club, donde fuimos a tomar unos highballs, me dijo:

- Oiga, muchachito, ¿conque nos vamos a ver ahora en la noche allá en Agua Prieta?

- No, mi general.

- ¿Por qué?

- Pues no me siento bien.

- Y ¿qué es lo que va a haber allí?

- Pues no sé, estoy desconectado; y mi consejo es que no vaya usted tampoco.

- ¡Hombre, me latía! ... por eso le pregunté a usted. - Y se me quedaba mirando fijamente. - Así es que ¿no vamos?

- No, mi general; no vamos ni usted ni yo.

- ¿Sabe usted algo?

- No; nada absolutamente, pero no me gusta. Es corazonada, si usted quiere.

- Yo también la tengo y no vamos.

- Pues nos quedamos platicando aquí.

Y hubo muchos insultos para Villa allá del otro lado.

Todos esos antecedentes y muchos otros que no relato, pesaron en el ánimo de Villa y tan pronto como supo del rompimiento entre Sonora y Carranza, se puso a mis órdenes desde Santa Isabel. En esa ocasión le ordené que con 50 hombres pasara a Hermosillo, pero algo debe haberle alarmado, pues no se presentó. Posteriormente a mi llegada a México, no recuerdo si en Pilar de Conchos o en Cuchillo Parado, me envió una llamada; yo estaba ya en la presidencia:

-Lo saludo -no me pidió identificación en esa ocasión- y quiero decirle que estoy a sus órdenes y que con usted si me rindo.

- Usted no se rinde con nadie -le contesté-, véngase a hacer la paz conmigo. Pero al rato me dijo:

- No puedo hacerlo ... No puedo seguir porque me están haciendo traiciones (así, en plural), pero yo sé que no es usted.

Y no supe más hasta quince días después que hizo la travesía aquella famosa del desierto y se presentó en Salinas y en la mañana me llamó por teléfono, pero entonces sí quiso que me identificara. El primer punto que tomé para identificarme fue decirle:

- Con el ingeniero Torres le mandé a usted una carta y mi retrato.

- ¿Quién es el ingeniero Torres?

- Elías Torres, que vino a verme diciéndome que era muy amigo de usted.

Yo lo había despachado como buena hoja después del primer intento que había hecho Villa de ponerse al habla conmigo, es decir, de la corta conferencia que terminó cuando me dijo que estaban traicionándole; y efectivamente, Calles había pasado por Torreón en su viaje a Sonora, en uso de licencia, para el arreglo de asuntos particulares y dejó instrucciones a los jefes militares de allí y también a Nacho Enríquez para que le tendieran una celada a Villa en su intento de ponerse al habla conmigo, y sin tener yo conocimiento alguno de ello. Seguía con su propósito de hacerle desaparecer como, creo yo, lo intentaban en Agua Prieta.

Ya entonces me reiteró su deseo de rendirse y yo volví a pedirle que viniera a hacer la paz conmigo, ya que no había más que buena voluntad para él de mi parte. Entonces él dijo:

- Sí; solamente quiero señalar las condiciones; no por mí, que estoy incondicionalmente a sus órdenes, sino por mis muchachos.

- Y yo le ofrecí entonces un año de haberes y tierras para que se dedicaran a la agricultura, continuando ese año como fuerzas irregulares, listas para el primer llamado y él con una escolta de cincuenta hombres debería ir a Canutillo, creyendo yo que tal hacienda era propiedad de la nación porque me había informado el propio Elías L. Torres que esa hacienda le había gustado a Villa; que había sido de Urbina y que, naturalmente, desaparecido Urbina, había pasado a Bienes Nacionales. Aquella información resultó inexacta y después aparecieron los dueños, unas señoritas de apellido Jurado a las que se liquidó el valor de la finca según peritaje. Se les pagaron seiscientos mil pesos que era el valor real de la propiedad en aquellos tiempos.

Villa, al principio, no quería; dijo que él se iba a vivir a su ranchito cerca de Santa Isabel, que aunque pequeño, allí quería vivir, pero a mí no me convenía que fuera a residir en Chihuahua, pues tenía allá muchos enemigos que podían, en cualquier momento, liquidarlo, y yo podía aparecer como responsable. Por eso insistí en que se fuera a esa hacienda, que me habían pintado como separada de todo contacto con el resto del mundo y donde podría defenderse con los cincuenta hombres de su absoluta confianza y que formaban parte del ejército, de manera que serían pagados por la nación. Yo quería hacerle efectivas las garantías que le había prometido. Entonces me dijo:

- Yo quisiera que todos esos tratados estuvieran en papel, por mis muchachos. Yo, ya sabe, conociéndolo como lo conozco, no tengo desconfianza, pero siempre, mañana o pasado desaparece usted del gobierno, deja usted la presidencia y entonces queremos tener una seguridad.

- Entonces voy a mandarle a usted a un amigo mío, a Eugenio Martínez.

- ¿Quién es Eugenio Martínez? -preguntó.

- El general -le contesté-, el general que lo estuvo combatiendo.

- ¿Usted tiene absoluta confianza en él?

- Absoluta. Puede usted tratarlo como si fuera yo mismo y él va en mi representación a firmar esas condiciones que están en los mensajes que nos hemos cambiado.

- Muy bien.

Llamé a Eugenio Martínez y le expliqué su comisión.

- Viejo -me dijo-, pero ¿no sabe usted que esas son las de Villa? ¿Cómo va usted a confiar en las palabras de Villa? Esa es una tanteada. Eso es para que lo dejen engordar allá en Salinas, donde está.

- No; a mí no me engaña; a mí me está diciendo la verdad.

- No; eso no es posible. No hay que tenerle confianza.

- Pues yo sí se la tengo y usted se la va a tener también y va a atender estas órdenes: se translada usted con una escolta de cincuenta hombres únicamente y va a presentarse con él a firmar, en mi representación, con la credencial que se le expedirá, las condiciones que he pactado con Villa.

- Muy bien -dijo-,lo único que le pido es que me autorice para que, desde cada estación de importancia, le telegrafíe a usted a ver si no hay cambio de instrucciones.

- No habrá, pero de todos modos queda usted autorizado.

Y me fue telegrafiando así hasta llegar a Monclova, de donde recibí su último telegrama. Oficiosamente se le unió ei general Gonzalo Escobar, que andaba por esa región.

Así fue como firmé la paz con Villa.

Ya Martínez les acompañó hasta los lugares que yo les había designado para su residencia, próximos a Villa, para que ese ejército de seiscientos y pico de hombres, todos de comprobada lealtad para Villa, le sirvieran de resguardo también. Y asi fue como les repartí igualmente tierras en las cercanías de Canutillo y en Canutillo mismo, donde quedaron unos cincuenta escogidos por el propio Villa, pagados por el gobierno en calidad de tropas irregulares, dándoles un año de haberes adelantados para que tuvieran algo con qué comenzar el cultivo de sus tierras.

Esa fue la rendición de Villa. Ahora tratan de atribuirsela a Eugenio Martínez; no lo dicen así precisamente, pero no dicen, en la versión cinematográfica, por influencia de quién o por consideración a quién, se rindió. Y alguien me ha dicho que en la Secretaría de la Defensa mandaron quitar todos los antecedentes sobre los arreglos que yo había hecho y quedaron sólo unas actas y algo como memoranda que se refieren a la rendición que hizo Martínez, como si hubiera sido la Secretaría de Guerra, es decir, Calles, cuando tanto éste como Obregón me telegrafiaron (el primero muy respetuosamente), no aprobando la rendición de Villa. Obregón lo hizo en forma muy irrespetuosa y en telegrama circular que envió a todos los jefes de operaciones y gobernadores de los Estados para que ellos, a su vez, me protestaran. No le hizo caso mas que uno: Nacho Enríquez y un solo general: Amaro. Todos los demás se pusieron a mis órdenes comunicándome haber recibido aquel telegrama que yo ya conocía y pidiendo instrucciones. Les dije que no lo contestaran o contestaran de enterados simplemente. Obregón era, a la sazón, candidato a la presidencia y a bordo del Guerrero, al embarcarse de Mazatlán a Manzanillo, fue cuando dirigió ese mensaje que, al ser recibido por el general Hill, le contestó con dos mensajes muy enérgicos que fueron los que determinaron el distanciamiento entre ellos; es decir, fue lo que lo acentuó, pues ya de tiempo atrás existía, por más que todo el mundo les creía íntimos amigos. En el fondo, Obregón tenía profundos resentimientos para Hill, no éste para aquél, pues Hill era muy sincerote y noble. Obregón no podía olvidar los insultos que le dirigió allá en otra época, al principio de la revolución, porque Alvaro fue agente corralista en 1910 y el otro era maderista exaltado. Con aquellos telegramas, acabó de recrudecerse el enojo de Obregón contra él y contra Serrano, pues éste, que era subsecretario de Guerra encargado del despacho, y que estaba a mi lado cuando yo celebré aquellos arreglos con Villa, le dirigió también un telegrama enérgico. Hill envió dos: el primero cuando recibió el mensaje de Obregón y el segundo cuando supo que lo había mandado en circular. Muy duro; muy fuerte Benjamín. Pancho Serrano se lo puso con gran firmeza, pero en forma respetuosa, conminándole a que reflexionara y diciéndo le que cometía un error al portarse conmigo en aquella forma, reprobando la rendición de Villa, que significaba la paz para el país.

Así, a mi llegada a México, me encontré con todos aquellos levantados en armas. Manuel Peláez se incorporó inmediatamente, antes de mi entrada a México, tan pronto como le envié al general González. Así es que aquellos levantados en armas, al entrar yo, pasaban de treinta mil hombres. Solamente Peláez tenía como seis mil, que se incorporaron a Arnulfo Gómez por órdenes mías. Luego estaban los zapatistas aquí en México. Es cierto que durante nuestro movimiento se incorporó Genovevo de la O a Benjamin Hill, con trescientos hombres, pero Genovevo ya estaba distanciado del resto de los zapatistas y quedaron levantados en armas los demás en sus montañas. Tuve la suerte de encontrarme con el doctor Parrés, que fue quien me sirvió de amigable componedor entre ellos y yo. Se los envié, les habló y les hizo venir. Llegaron, tuvieron varias conferencias conmigo, les mandé pasaportes o salvoconductos para que vinieran y un telegrafista a quien llamaban El Indio Frías fue otro de los que trabajaron bien y me ayudaron muchísimo en la pacificación de los zapatistas, porque se metió entre ellos, no siendo zapatista; fue a hablar en mi nombre en forma muy amplia. Ya aquellos me conocían también; muchos de sus jefes me conocían porque cuando estuve encargado de Gobernación aquí en México, rendí a más de seis mil, es decir, hice la paz con ellos, contra la opinión de Pablo González, sin conocimiento previo del señor Carranza, hasta después que había conseguido pactar con ellos entre los que se encontraba el general Ocampo, que fue uno de los jefes principales y era, por cierto, hombre muy simpático, muy agradable y de cierta cultura, que había sido representante de la Prensa Asociada.

Así es que los zapatistas ya me conocían; yo fuí magnánimo con ellos cuando entramos aquí en 1914. Entonces quedaron más de dos mil escondidos aquí en las casas y muchos de ellos cazaban a los nuestros, pero otros no lo hacían, y ante la duda de si eran o no culpables, a todos los que aprehendieron (entonces la policía y el gobierno del Distrito dependían de Gobernación), previa amonestación y consejos, los despachaba y así acabó el zapatismo interno que nos encontramos en 1914.

Todos ellos tenían buen recuerdo de mí y me fue fácil convencerlos de que vinieran y conferenciaran conmigo en Palacio. Eran setenta y tantos generales; me creyeron, vinieron de buena fe y se sometieron, terminándose así el zapatismo. Así fue y no como aparece en la película en que se rinden a Pablo González quien, por el contrario, había mandado liquidar a su jefe. No fue sino hasta 1920 cuando bajaron los zapatistas.

Con Félix Díaz, la misma cosa. Se desistió y dijo: como no quiero aparecer rendido, prefiero ser prisionero. Mario Ferrer,el general, fue el enviado, con Guadalupe Sánchez. Calles había ordenado a Guadalupe que lo fusilara. Guadalupe me comunicó tal orden y yo le ordené que no la cumpliera. Dele usted toda clase de garantías; póngalo fuera del país entregándole diez mil dólares (que entonces equivalían a veinte mil pesos mexicanos). Félix Díaz no quiso recibirlos, y se embarcó para el extranjero.

Los hermanos Gabay, viejos revolucionarios que estaban también levantados con cerca de dos mil hombres, se sometieron inmediatamente conmigo. Jesús Z. Moreno, viejo amigo mío de allá, de Sonora, que en una época fue rebelde al régimen de Díaz, pero después lo habían catequizado, se lo habían ganado. Por la amistad personal y la confianza que en mí tenía, se rindió igualmente. En Veracruz, el viejo y valiente Gabriel Carvallo, que tanto vale, lo mismo en tierra que en mar. Accidentalmente le había conocido en Guaymas y él tenía muy buenas referencias de mí también, además de su trato personal conmigo; así es que también reconoció el gobierno sustituto. Y el general Miguel Alemán, acompañado de El Kilómetro. Luego en Tabasco, Ramón Ramos y Pedro Villar; uno de los Greene me sirvió de gancho: Carlos, que me quería mucho y éramos muy amigos, fue quien lo convenció y se rindieron. Cedillo, que estaba levantado en San Luis Potosí, también se rindió conmigo. Le mandé su emisario, se convenció y quedaba Lárraga levantado en armas. Me valí de un viejo amigo que llamábamos El Gato Curiel, quien fue a ver a Lárraga y a explicarle las causas que habían motivado el movimiento de Sonora, enterándole de los telegramas que cruzamos Carranza y yo, y quedó convencido, tanto de que me asistía la razón, como de que no tuve responsabilidad alguna ni en la muerte del señor Carranza, ni en la actitud del centro para Sonora, quedando también como amigo mío.

En cuanto al general Alberto Pineda O., la cosa fue un poco distinta. Se descubrió en la Secretaría Particular de la presidencia un espía de él, de nombre Avila o Avalos. Los gritos de Miguelito Alessio Robles alarmaron a todos. Acababa de comunicarle Julieta que se había sorprendido a ese individuo (que se había hecho pasar como de Coahuila ante Miguel Alessio Robles), copiando las claves de la Secretaría Particular y al registrarlo se le encontraron en los bolsillos las claves de Alberto Pineda O., que era el último levantado en armas que quedaba. Inmediatamente Miguelito hizo lo que todo el mundo estaba acostumbrado a hacer; se lo mandó a Benjamín Hill, jefe de la guarnición, como espía descubierto en la Secretaría Particular y vino gritando: ¡Un espía! ¡Figúrate nomás!, añadiendo: ¡Y en la secretaría; y que me engañó haciéndose pasar como de Coahuila!

- ¿Y en donde está? -inquirí.

- Ahí se lo mandé a Benjamín Hill para que dé cuenta de él.

Inmediatamente llamé a un ayudante y le ordené que alcanzara la escolta enviada por Alessio Robles y me trajera a aquel individuo.

Poco después estaba de vuelta el ayudante con todos ellos. Ordené a los miembros de la escolta que se retiraran, lo mismo que al oficial de guardia. El pobre espía estaba desencajado, la mandíbula caída ... sabía que a los espías sorprendidos in fraganti, generalmente se les ejecuta sin demora.

- Siéntese -le dije- y serénese. Un hombre como usted es el que yo necesitaba. Su atrevimiento al introducirse en la Secretaría Particular me indica el gran cariño que le tiene usted a su jefe, el general Pineda.

Yo le había mandado varios emisarios a Pineda y éste me había mandado recado diciendo que no le enviara ninguno más, porque lo fusilaría. Así es que continué:

- Un hombre como usted es el que necesito. Debe usted ser de todas las confianzas y debe ser muy grande el cariño de usted por el general Pineda; y naturalmente de Pineda para usted, pues él debe saber lo que vale un amigo de esa naturaleza. Además, me da mucho gusto que haya usted estado en la Secretaría Particular y, sobre todo, en los archivos, en donde debe haberse dado cuenta de mi actuación en la presidencia de la República y de cuál es mi propósito aquí para traer a la confraternidad a todos los mexicanos. Y quiero que vaya usted precisamente a ver al general Pineda O., para convencerlo de que es inútil su actitud de rebeldía y que venga conmigo a hacer la paz del país. Y como supongo que tiene usted algunos otros amigos aquí, le vaya dar a usted mil pesos para que pague su pasaje y el de los que vayan y me dice usted los nombres de ellos para ordenar que les extiendan sus salvoconductos. Por lo pronto, vea al jefe del Estado Mayor que le dé amplísimo salvoconducto para que viaje por cualquier región que usted quiera.

Bueno, pues a aquel hombre le volvió el alma al cuerpo. Me trajeron después los mil pesos que le entregué y se fue. Luego me trajo a otro amigo a conocer, que era de los amigos que tenía aquí en México y quería saludarme. Tenía entrada y salida a la presidencia; le concedí derecho de picaporte, aunque todos me decían que era una imprudencia. Gaxiolita, que era entonces jefe de Estado Mayor, me decía:

- ¿Cómo es posible, sabiendo que es un espía?

- Pues es la mejor manera de convencer a los hombres: con la buena fe y con la buena fe que se deposita en ellos, para que ellos la tengan también.

Pues así, aquel amigo se fue y una mañana, a los pocos días, Alberto Pineda O., en el telégrafo. Había tomado una pOblación a donde llegaba la línea.

- Que quiere hablar personaimente con usted.

- Dígale que estoy a sus órdenes y salúdelo de mi parte.

- El acto de usted con mi amigo aquél, me da una idea exacta de quién es usted y con eso es suficiente para que yo me someta. Con usted voy a cualquier parte. Estoy a sus órdenes.

- Cómo tengo informes de que usted es muy querido en esa región, queda usted como jefe de operaciones en ella, encargado de guardar el orden e impartir justicia a todo el mundo. Ya le enviaré un memorándum de cómo debe actuar con la sociedad, los civiles, etc.

Le mandé sus instrucciones y lo dejé allí. Todos lo querían y todos estaban contentos con él. Nunca vino. Yo no lo había conocido. En 1923 secundó el movimiento. Tampoco lo conocí sino cuando volví del destierro; él volvió también de Guatemala y en la Plaza de la República, en aquellos departamentos donde me hospedaba, el N° 9, allí se me presentó un día:

Soy Alberto Pineda O. -me dijo.

Era un tipo sumamente simpático y agradable, de figura acerada como su carácter, un hombre que vale muchísimo. En estos momentos debe tener como ochenta años, pero cuando yo le conocí tenía como setenta, pero tan entero que no representaba más de cuarenta y ocho o cincuenta.

Así se hizo la pacificación de la región de Chiapas.

Me quedaba como único problema el de la Baja California.




La pacificación de la Baja California

Por ser este episodio uno en el que las dotes de habilidad, diplomacia y estrategia del señor De la Huerta se manifestaron más claras, hemos creído deber separarlo como un capítulo aparte.

Y hecha esta advertencia, volvemos a dejar la palabra al pacificador don Adolfo de la Huerta.

La Baja California estaba en manos del coronel. Esteban Cantú, que tenía aquel territorio como una ínsula desde la época de Carranza, pues la sumisión de aquél a éste siempre estuvo prendida con alfileres; era algo que no se podía considerar como muy firme.

Bueno, pues le mandé varios emisarios. No aceptó. Su enojo era fundamentalmente contra Obregón, por lo menos ese era el pretexto. Entonces resolví atacarlo por varios lados a la vez, o mejor dicho, hacerle creer que lo haría.

Llamé a Eugenio Martínez para que, al frente de una expedición, simulara (pero sin decirle que era simplemente simulación) marchar con seis mil hombres hacia Baja California para derrocar a Cantú. La expedición debería salir de Guaymas y de Mazatlán, en barcos que le iba a facilitar.

Cuando Martínez salía de recibir aquellas instrucciones mías, y al bajar por el elevador de la presidencia, se encontró con Abelardo Rodríguez, que estaba en el patio como jefe de las guardias de Palacio.

- ¿Qué se te ofrece para tu tierra? -preguntó el viejo Martínez a Abelardo, quien había estado a mis órdenes cuando yo era gobernador de Sonora.

- ¿Pues adonde vas?

Martínez le explicó que salía con una expedición militar para la Baja California. Entonces Abelardo subió a decirme:

- Oye, me dicen que vas a mandar al viejo Martínez.

- ¿Quién te lo dijo?

- Hombre, pues el mismo viejo.

- Pues sí.

- Hombre, el viejo Martínez ya tiene muchos; dame a mí una chanza.

- Pero hombre; si eres muy parrandero y no te mides para beber; no se te puede tener confianza.

- Hombre, mira: te doy mi palabra de honor de que no pruebo una copa en todo el tiempo. Ahora lo voy a hacer muy bien, ya lo verás.

Pues tanto me insistió, que dije:

- Bueno, está bien, pero ¡mucho cuidado! Tienes que cumplir con lo que prometes de no tomar una copa.

Yo seguía ese camino para ver si conseguía enderezar a ese muchacho, pues le tenía cierta simpatía entonces. Era medio tímido; un carácter distinto al que tiene ahora.

Tomé el teléfono y le hablé a Calles, que era el secretario de Guerra.

- Oye -le dije-, no va Eugenio Martínez, va Abelardo Rodríguez.

- Pero hombre; ¿no te fijas que Abelardo acaba de ascender a brigadier? ¿Cómo va a ir al frente de una expedición de seis mil hombres?

- De todas maneras, que vaya él.

- Pues me vas a obligar a ir yo personalmente. ¿Cómo le voy a confiar? Se van a reir de mí como secretario de Guerra.

- Bueno, pues ve tú personalmente si quieres ir -y añadí-, pero ya sabes que no es sino una pantomima.

- De todas maneras; eso crees tú, pero ya vas a ver como tu sistema de pOlítica no te va a dar resultados. No va a haber más remedio que entrarle a los demoniazos.

- Bueno, ya veremos quién tiene razón, si tú o yo.

Calles ordenó que se alistaran las fuerzas que había que llevar, pues no quiso que Abelardo fuera al mando de ellas siendo brigadier recién ascendido. Tenía razón, pero yo sabía que todo era una simple comedia. Yo tenía la seguridad absoluta de lo que iba a ser.

Entonces mandé llamar a Roberto Pesqueira y le dije:

- Me volteas la prensa americana sin comprar un periódico. Gasta lo que quieras, pero no les ofrezcas dinero a los periodistas. Cantú los tiene comprados a todos; le hacen propaganda a todo trapo y tú los tienes que cambiar.

- Bien -me contestó-, pero ya sabes que yo soy carito en mis condiciones y que no quiero andar con banquetitos en los Child's. Yo los voy a trastear bien. Necesito diez mil dólares.

- Muy bien; que te los den.

- Y dos mil para mis gastos personales.

- Que se te den, pero me respondes del cambio de la prensa.

Baja California era el refugio de federales, de villistas, de maytorenistas y de todos los que habían salido del país. Allí recibía Cantú hasta a los antiguos porfiristas.

Mandé llamar después a Juan Agraz, que supe que tenía buena amistad con el secretario de Gobierno y principal consejero de Cantú, un famoso ingeniero hidráulico de apellido Aguilera.

- Juan -le dije-, en usted estriba una gran parte del plan de pacificación del país; así es que necesito que trabaje usted con todo empeño.

Este Juan Agraz, era un gran químico que después se fue a Europa. En la Preparatoria, donde nos conocimos, fuimos siempre buenos amigos. Y así lo despaché para que trabajara en el ánimo de Aguilera y de su señora, que tenía gran influencia sobre él y era también buena amiga de mi enviado.

Por otra parte, mandé llamar a Vito Alessio Robles que, por Miguel, supe había sido jefe del escuadrón al que perteneció Cantú, en el Colegio Militar y le dije:

- Vito -a ninguno le decía lo que estaba haciendo por otro lado- se me va usted a convencer a Cantú que se venga, que le voy a reconocer el grado inmediato superior y que venga tranquilo a disfrutar de toda clase de garantías acá. Y lo despaché.

A Ramón Valadez, que había sido también condiscípulo mío en Preparatoria y que posteriormente ingresó al Colegio Militar y se había quedado con Victoriano Huerta, habiéndolo yo salvado de la persecución de Obregón, mediante pasaporte que le dí. Lo llamé y le dije:

- Te vas inmediatamente a decirle a los federales que están allá, que se les reconoce su grado, que no se les exigirá ninguna responsabilidad por las actuaciones que antes hayan tenido, que cooperen a la pacificación del país y tú me respondes de ellos.

Llamé a Fructuoso Méndez: Con los ayudantes que necesites, Fructuoso, te vas a convencerme a todos los maytorenistas de los que tú has sido jefe. Efectivamente, había sido uno de sus jefes más respetados; era un hombre purísimo que fue asesinado aquí por Obregón.

Luego llamé a Villa por teléfono:

- Se trata de que los villistas que están aislados con Cantú sigan la actitud de usted y vengan a fortalecer nuestro gobierno. Mande usted inmediatamente a uno a esa comisión.

- Si, jefe, ahí le mando a José Rodríguez, el coronel. El va a hablar a los villistas.

Moví al cónsul de Los Angeles, que era Javier Fabela, viejo amigo mío y que tenía mucha ascendencia entre los obreros y había sido aquí amigo mío de muchos años y medio líder obrero.

- Te vas a poner en contacto allá con los líderes obreros y a decirles de mi parte ... etc.

Ya conocían mi actitud los obreros como gobernador de Sonora, sólo se necesitaba que recibieran palabra mía.

Luego mandé llamar a don Fernando Iglesias Calderón, figura respetable y le dije:

- Mi querido don Fernando: quiero que se me vaya usted a Washington inmediatamente con los elementos que usted escoja. No a pedir reconocimiento, de eso no hable usted ni una palabra, porque no necesito el reconocimiento del extranjero. Yo estoy dando mis pasos aquí, pero en primer lugar tengo el respaldo de mi pueblo; no necesito el reconocimiento de los de fuera, pues tengo el de los de dentro y siento que tengo el respaldo de mi pueblo. Le va usted adecir a Wilson que estoy moralizando la frontera y que los únicos inmorales que quedan son los de Baja California, entre los que están incluídos los agentes federales y del Estado, que están en connivencia con Cantú, explotando los juegos y el vicio. Que si él es, como lo ha predicado tanto, amigo de la moral y de la moral de los pueblos, que debe quitar a todos esos cómplices de la cloaca que existe en la Baja California. Y no me hable usted más que eso. Inmediatamente se vuelve.

Efectivamente, ocho días nada más estuvo en Washington. Se llevó a don Julio García y al huertista Mc Gregor, que él quiso llevar y yo se lo permití. Ese mismo que ahora escribe en El Universal o en Excélsior.

Wilson inmediatamente atendió a mi enviado y Cantú se sintió atacado por todos lados. Por una parte amenazado por las fuerzas que dizque estaban embarcándose. Por otro, moví a los yaquis para Magdalena, a donde van siempre con mucho gusto porque allí está su patrón San Francisco; y sin decir nada a los indios, mandé, con carretas y con fordcitos a llevar barriles de agua por todo el camino de Altar, para simular que preparaba la embestida de los yaquis. Todo sin tener realmente el propósito de hacerlo. Yo sabía que aquél iba a salir disparado, pero tenía que influir en su ánimo y se corrió la voz de que estaban llevando barriles de agua y que automóviles conduciendo agua estaban siendo estacionados de trecho en trecho.

Y para aumentar las preocupaciones de Cantú, todas las noches, la gente gritaba: ¡Viva De la Huerta!, por todo Baja California. Y Cantú tenía que irse a dormir al otro lado de la frontera para sentirse a salvo. Ya cuando supe aquello mandé llamar a Luis Salazar, a quien conocía como amigo de Cantú, y le dije:

- Mira; te me vas inmediatamente a Baja California. Dile a Cantú que conozco ya su situación, que no vacile en venir acá. Que te entregue el gobierno; que te mando a tí porque sé que tú eres su amigo y no le hago el deshonor de mandarle a un enemigo; le mando a un amigo para que a un amigo entregue el gobierno. Te vas con Cenobio Rivera Domínguez, para que las fuerzas militares queden a su cargo.

- ¿Qué -preguntó-, no me das nombramiento?

- No; si duda de lo que tú le dices, que me telegrafíe inmediatamente.

Y mi enviado se fue.

Recibí un telegrama de un agente, de aquél Uriburu, el doctor, que me preguntaba si era cierto que Luis Salazar traía nombramiento mío. Le contesté que sí; y como él estaba en connivencia con Cantú, se lo comunicó, diciéndole que era el gobernador nombrado para que voluntariamente le hiciera la entrega.

Así se hizo. Recibió las fuerzas Cenobio Rivera Domínguez y un mes después se mandó a Abelardo Rodríguez con dos batallones, como jefe de operaciones.

No es exacto, pues, que haya entrado a punta de bayoneta como han dicho sus panegiristas. El llegó después, cuando ya todo estaba en paz.

Y así se pacificó el país.

En sesenta días no se disparaba ni un solo cartucho.

Así terminó la relación del señor De la Huerta y el comentarista sólo quiere añadir este dato curioso: procurando obtener algunos detalles, más como complemento que como confirmación, se entrevistó con los supervivientes de los muchos elementos que el señor De la Huerta movió tan hábilmente en el asunto de la Baja California, y el que esto escribe se encontró con que cada uno de ellos cree, de la mejor buena fe, haber sido él y sólo él, quien logró la rendición de Esteban Cantú y la pacificación.

Seguramente cuando lean las anteriores líneas, se sentirán inclinados a contradecir la versión que ha quedado expuesta. Precísamente por ello he preferido que fuera en las mismas palabras (tomadas al dictáfono) del señor De la Huerta, para que no quede duda en ellos de la verdad de ese aspecto de los acontecimientos, verdad que entonces no conocieron y que tal vez no conocerán sino hasta ahora.

Por lo demás, la obra que cada uno de ellos realizó separadamente y sin tener conocimiento de las labores de los otros, coadyuvó a la finalidad buscada y el hecho de que haya sido hábilmente entretejida por la mano de don Adolfo, no resta mérito a cada una de las actuaciones individuales de sus colaboradores.




El problema económico en 1920

Ya hemos visto cómo don Adolfo de la Huerta, nombrado presidente interino por el Congreso de la Unión, logró en cortos sesenta días la completa pacificación de toda la República, recurriendo para ello a las buenas relaciones de amistad que tuvo con cuantos le conocieron, a su honrado propósito de buscar el bienestar del país ante todo, y finalmente a maniobras inteligentes y bien planeadas para rendir al último rebelde.

Pero el presidente interino Adolfo de la Huerta, al tomar posesión de su alta investidura, sé encontró con un problema pavoroso: el problema económico.

Había ocupado la cartera de Hacienda en el régimen de Carranza don Luis Cabrera y su gestión había sido tan desacertada que la economía del país sufría una tremenda crisis.

Como es bien sabido, don Luis Cabrera, apoyado en aquella frase suya el dinero hay que tomarlo de donde lo haya, se echó sobre las reservas de los barcos y las gastó en lo que juzgó más urgente. Ochenta y seis millones de pesos oro nacional se esfumaron así y cuando el secretario de Hacienda debió haber encontrado una solución al problema, se pidió auxilio a técnicos extranjeros, americanos, y tuvimos la vergüenza de ver instalados en el Salón Panamericano de la Secretaría de Hacienda a los señores Chamler y Kemmerer, graduados de la Universidad de Princeton, amigos del presidente Wilson, acompañados de un delegado especial del Departamento de Estado, Mr. Young, y que tales comisionados se pusieran a hacer estudios y a dictar medidas para resolver los problemas que nuestro encargado de la Hacienda Pública debió haber resuelto.

Por lo que hace al gobierno del señor Carranza, ese fue el error más censurable de todos los que cometió. Por cuanto a su secretario de Hacienda, don Luis Cabrera, debió, por lo menos, tener la dignidad de renunciar. Pero don Luis no renunció, y la Punitiva Financiera, como irónicamente se llamó a aquellos comisionados, resolvió que se hiciera una emisión de bonos (los Bonos Cabrera) que voluntariamente (?) tomaron los bancos a cambio de los últimos remanentes de oro metálico que ya habían reunido las azotadas instituciones de crédito. Con 11 millones de pesos en oro, de esa procedencia, se surtió el famoso tren dorado, que abandonó México el 6 de mayo de 1920.

Los ocho millones rescatados en Aljibes y que fueron entregados en México a la Secretaría de Hacienda, se emplearon en el pago de los haberes de las fuerzas del general Pablo González, que en número de 22,000 hombres ocupaban la capital de la República.

El gobierno sustituto encontró las arcas de la Tesorería exhaustas y en la Comisión Monetaria un solo infalsificable de cinco pesos. Esa fue la situación con la que el presidente interino, Adolfo de la Huerta, hubo de enfrentarse al tomar las riendas de la nación.

En el mismo año de 1920, el presidente De la Huerta nombró ministro de Hacienda al general Salvador Alvarado, pero a los dos meses de nombrado hubo de transladarse a Nueva York, a encargarse de la defensa de la Reguladora de Henequén del Estado de Yucatán, acusada de violar la Ley Sherman.

El presidente De la Huerta manejó directamente, desde entonces, la Hacienda Pública. Pagó todas las deudas del gobierno anterior; hizo el licenciamiento de 45,000 hombres; adquirió barcos para la Compañía Naviera Mexicana y para la marina de guerra, amortizó los últimos remanentes del papel infalsificable y pagó los 15 millones de los Bonos Cabrera, enderezando totalmente la economía nacional.

Considerando las condiciones existentes y la multitud de problemas de toda índole con los que se enfrentaba en esos días, es de notarse que su habilidad y conocimientos en materia de finanzas, se hicieron patentes y ello fue precisamente la razón por la que más tarde Obregón le pidió que ocupara la cartera de Hacienda, donde, como se verá, tuvo una actuación verdaderamente brillante.

Y es que a una honradez extraordinaria por su severidad y rigidez, don Adolfo de la Huerta unía una clara inteligencia, una increíble memoria, una cultura muy superior a la que se le reconocía y finalmente un talento especial para cuestiones de finanzas, talento que brilló esplendorosamente cuando, unido a su profundo patriotismo, le llevó a librar una tremenda batalla en contra de los acreedores de México y a apuntarse un punto glorioso, no solamente por su mérito en sí, sino por los beneficios enormes que trajo a nuestra patria.




Japón quería una alianza con México

En cierta ocasión, durante su interinato, el señor De la Huerta recibió la visita de un súbdito japonés que a la sazón era secretario de la Embajada del Japón y que había sido compañero de estudios en la Escuela Nacional Preparatoria.

Con el doble carácter de diplomático y ex compañero de escuela, el japonés aquél se le acercó y le explicó ampliamente la conveniencia de un acercamiento entre el Japón y México; acercamiento que, según la exposición que hacía aquel individuo, era casi un convenio que nos llevaría a una alianza.

El presidente De la Huerta lo dejó hablar para penetrar hasta el fondo de sus intenciones y una vez que aquél hubo terminado su exposición, y como la manera más fácil de quitárselo de encima, le contestó:

- Mire, compañero: las proposiciones de ustedes son de tal importancia que considero que no me corresponde a mí resolverlas. Yo tengo como principal misión convocar a elecciones presidenciales y vigilar que éstas se lleven a cabo en forma democrática. Ese asunto habrá que tratarlo con aquél que el pueblo de México escoja para ocupar la presidencia.

El secretario de la embajada japonesa sonrió con su característica sonrisa oriental y no insistió.

Poco después Obregón ocupaba la presidencia de la República y encargaba al señor De la Huerta la cartera de Hacienda.

Una noche llegó al castillo de Chapultepec el señor De la Huerta a buscar a Obregón. El guardia le indicó que el general Obregón se encontraba por allá arriba hablando con alguno.

El castillo parecía desierto; ni ayudantes ni visitantes se veían por los salones generalmente tan concurridos. Parecía como si intencionalmente hubieran sido alejados para que el general Obregón celebrara alguna entrevista de importancia y de carácter secreto.

El señor De la Huerta recorrió todas las habitaciones del castillo y ya creía que el vigilante le había informado mal, cuando al asomarse a una terraza poco iluminada, distinguió vagamente dos figuras que, reclinadas en la baranda, parecían conversar. La distancia no permitía distinguir claramente a esas dos personas y el tono en el que sostenían la conversación solamente le llegaba como un rumor.

Se acercó. Al sentir sus pasos el general Obregón se volvió sorprendido; después, indicándole a su interlocutor, le dijo:

- Aquí estoy charlando con tu amigo.

El amigo era el mismo japonés, su ex-compañero de colegio. Después, dirigiéndose al oriental, Obregón dijo:

- Hable usted con Adolfo; lo que él resuelva yo lo apruebo.

El secretario de la embajada japonesa se mostró complacidísimo y pidió desde luego una audiencia para el día siguiente en las primeras horas de la mañana. Le fue concedida y con toda puntualidad se presentó en la Secretaría de Hacienda.

Esta vez las proposiciones no fueron vagas ni veladas, sino que en forma clara propuso en nombre de su gobierno, una alianza ofensiva-defensiva entre el Japón y México, especificando puntos de nuestro litoral en el Pacífico, que deberían señalarse previamente para desembarco de pertrechos de guerra y aun de fuerzas armadas, si la ocasión se presentaba; la ayuda que su país nos ofrecía y las ventajas que a su juicio significaba para México la alianza propuesta.

Siguiendo su costumbre, el señor De la Huerta le dejó hablar y aquél lo hizo largamente, pensando tal vez que el silencio del secretario de Hacienda indicaba una aquiescencia parcial o cuando menos una actitud de simpatía para su proposición. Pero si tal pensó, se equivocaba por completo.

- Por ningún concepto nos conviene esa alianza -replicó don Adolfo- ni aun en el caso de que su país fuera más grande y más poderoso de lo que es.

Y como el oriental mostrara cierta sorpresa, el señor De la Huerta continuó:

- Mire, compañero: si un becerro joven anda mancornado con un toro viejo, el becerro beberá agua cuando el toro tenga sed; pero cuando el becerro quiera, no podrá llevar al bebedero a su más fuerte compañero. Ustedes, que son tan afectos a las fábulas, entenderán bien esto. Por lo demás, si una alianza de esa naturaleza no nos convendría con un país verdaderamente fuerte, menos nos conviene con uno que no lo es. Ustedes pretenden que nos darán ayuda y que con esa ayuda seríamos lo suficientemente fuertes para encararnos con los Estados Unidos, y se olvidan de que al primer ronquido que les echaron los americanos, se sumieron ustedes en toda regla. Además, individualmente, usted y otros japoneses que he conocido, son personas muy estimables; pero como nación, son muy peligrosos para aliados y yo creo que si tal alianza se celebrara y las circunstancias se presentaran, ustedes no dudarían un instante (si eso les conviniera) en entregar a nuestros enemigos todos nuestros secretos.

El japonés sonreía enigmáticamente, aguantando todo el chaparrón. Cuando don Adolfo hubo terminado, le manifestó que puesto que no había posibilidad de que se aceptaran sus proposiciones, como favor especial le pedía que le repitiera esas mismas expresiones a persona que le traería al día siguiente. El señor De la Huerta le hizo ver que él había hablado con entera franqueza y claridad en atención a sus viejas relaciones de amistad, pero que no creía prudente comprometerse a hablar en la misma forma frente a desconocidos y pidió que se le aclarara de quien se trataba. Su ex compañero, presionado así, tuvo que confesar que se trataba de uno de los más altos jefes del ejército japonés que se encontraba en México desde hacía cuatro semanas. Despejada la incógnita y como insistiera en la solicitud, le fue concedida y al día siguiente se presentó acompañado de un compatriota suyo de poca estatura, aspecto insignificante y vestido de paisano.

Se trataba, efectivamente, de un alto jefe militar del Japón quien, por cierto, recibió la negativa del señor De la Huerta en forma bien distinta a la de su compañero. Y como a insistencias del último, don Adolfo abandonó eufemismos y repitió las mismas palabras que había dicho la víspera, aquello le hizo efecto de banderillas de fuego y el militar aquel bufaba. Pero el señor De la Huerta se mantuvo firme y su opinión fue expresada en forma clara y aun ruda y los japoneses se retiraron ya sin esperanza de lograr la deseada alianza.

De las dos entrevistas dio cuenta al general Obregón el señor De la Huerta y al referirle el resultado de sus conferencias, creyó notar algo de contrariedad en el rostro del general (al que conocía íntimamente). No estaba muy seguro de que fuera eso, pero por las dudas le explicó en detalle las dos entrevistas y le reprodujo los argumentos que había expuesto a los japoneses haciéndole ver el error que sería aliarse con el Japón y que aún más, ni siquiera podían estar seguros de que la proposición era sincera, pues bien pOdía tratarse de una maniobra del espionaje norteamericano y que esos amigos obraran por instrucciones de Washington. Este último argumento pareció convencer a Obregón, sin duda porque recordó aquella ocasión en que un enviado de los Estados Unidos que se hizo pasar por agente del gobierno alemán, obtuvo, tanto de Obregón como de Calles, declaraciones de sus simpatías germanófilas, haciéndoles caer redondamente en una trampa.

Todavía una vez más insistieron los japoneses algún tiempo después, solamente que en esa ocasión buscaron otro aspecto del asunto. Se le presentaron con la historia de que deseaban obtener una concesión para construir el ferrocarril de México a Acapulco.

En esa ocasión la proposición fue hecha por un distinguido miembro de la embajada japonesa.

El señor De la Huerta le hizo ver que no le correspondía a él resolver sobre el particular, puesto que aquello era de la injerencia de la Secretaría de Comunicaciones; pero ellos, pretextando que querían tan sólo su opinión personal, dado su conocimiento de asuntos relacionados con cuestiones internacionales, insistieron y lograron por fin mostrarle un estudio muy amplio de las ventajas que la construcción de aquel ferrocarril traería a México; de los terrenos por los cuales pasaría la vía, de los propietarios de dichos terrenos; de las producciones agrícolas y de otra especie de cada región; en fin, un estudio completo y perfectamente documentado.

- Esto -les dijo el ministro de Hacienda- acusa una larga preparación; un trabajo prolongado y cuidadoso hecho por técnicos competentes; pero como ustedes lo que desean es mi opinión, mi opinión es esta; no nos conviene, por ningún concepto, otorgar dicha concesión ni a su país, ni a ningún otro. Yo siempre he creído que las vías de comunicación de un país deben ser propiedad de esa nación. Por lo demás, ya les he dicho que esta es sólo mi opinión personal. Vean ustedes al secretario de Comunicaciones y él les dará resolución definitiva.

Así fracasaron los intentos del Japón por lograr una alianza que habría puesto a México en situación peligrosísima y no nos habría reportado beneficio efectivo alguno.

Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán EsparzaTercera parte del CAPÏTULO SEGUNDOSegunda parte del CAPÍTULO TERCEROBiblioteca Virtual Antorcha