Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán EsparzaPrimera parte del CAPÏTULO PRIMEROPrimera parte del CAPÍTULO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha

MEMORIAS DE ADOLFO DE LA HUERTA

CAPÍTULO PRIMERO


(Segunda parte)



SUMARIO

- El Orozquismo - Maytorena - Obregón - Calles.

- La batalla de La Dura.

- La batalla de San Joaquín.

-Emilio Campa, prisionero en los EE. UU.

- Alfredo Braceda.

- Madero y el problema yaqui.

-Los yaquis en la batalla de Santa María.

-El cuartelazo.




El Orozquismo.
Maytorena - Obregón - Calles.

Cuando se emprendió la campaña contra el orozquismo, el señor Madero giró órdenes para que se convocara a los presidentes municipales en Sonora a fin de que dieran sus contingentes para combatir a Pascual Orozco en Chihuahua y donde quiera que se presentaran partidas de sus secuaces. El jefe de la sección de guerra, que lo era Gayou, llamó a De la Huerta para que le acompañara a la junta de presidentes municipales, Una de las cuales había de efectuarse en el sur, en Navojoa y al bajar al andén de la estación, el señor De la Huerta vio a Obregón que venía con un amigo, pero tan pronto como se dio cuenta de la presencia de don Adolfo, volvió la espalda y se alejó.

Aquella actitud era lógica teniendo en cuenta la tremenda filípica que el señor De la Huerta le había lanzado poco antes con motivo del asunto de agua para Huatabampo, que ha quedado referido ya.

Por su parte don Adolfo, habiendo reflexionado que, después de todo, Obregón no había tenido intención de ofenderle, juzgó que era lo debido efectuar una reconciliación y le llamó. Obregón volvió el rostro con expresión de pocos amigos, pero De la Huerta le dijo:

- He reflexionado y he concluído que no tuvo usted el propósito de ofenderme y me ha podido lo que pasó en Hermosillo. ¿Quiere usted, Obregón, que olvidemos eso y seamos amigos, como lo fuimos al conocernos en Guaymas?

La expresión de Obregón cambió por completo y aceptó gustoso la reanudación de aquella amistad. Entonces el señor De la Huerta lo llevó a presentar con Gayou.

Durante la junta Obregón quedó sentado precisamente frente a Gayou. Se le veía contento por la reconciliación que había tenido lugar. Estaba alegre, locuaz, y frecuentemente interrumpía las conversaciones con alguna observación de carácter ligero y festivo.

Aquello no fue del particular agrado de Gayou, y cuando éste preguntó cuáles eran los contingentes que podían ofrecer los diferentes presidente municipales, unos dijeron cincuenta hombres; otros ochenta; el que más, que fue el de Navojoa ofreció ciento veinticinco.

- ¿Y usted? -preguntó a Obregón.

- Mil hombres.

- ¿Que qué? ...

- Pues, mil hombres, señor Gayou.

- Fíjese usted en lo que dice.

De la Huerta, que se encontraba al lado de Gayou, le dijo en voz baja:

Los puede reunir. Después le explicaré a usted por qué.

- ¡Pero son mil hombres! Es un número exagerado ese.

- No, señor -replicó Obregón- yo me comprometo a reunir mil hombres y los tendrá usted a su disposición.

Gayou tuvo después dos o tres frases más que hicieron comprender a Obregón que no era persona grata para el vicegobernador.

Terminó la junta; se anotaron los nombres; volvieron a Hermosillo y durante el viaje, tratando de borrar la mala impresión que Gayou había recibido de Obregón, el señor De la Huerta le explicó dónde 'estaba la conexión de Obregón y por qué creía que sí podía reunir los mil hombres que había ofrecido, pues contaba con el Chito Cruz como jefe de los mayos que eran muy numerosos en las comisarías de los alrededores de Huatabampo. Gayou, sin embargo mantuvo su actitud intransigente.

Vino después la junta de Magdalena y al regreso a Hermosillo, se recibió un telegrama del señor Madero a Gayou transcribiéndole otro que había recibido de Obregón. Como éste había sentido que Gayou no le tomaba en serio, telegrafió directamente a Madero y Madero transcribió ese mensaje al jefe de la sección de guerra o sea Gayoú.

- Mira a este tal por cual -decía Gayou a don Adolfo-, no me pudo sorprender y ahora va a sorprender a Madero. ¿Quién sabe cuáles sean sus propósitos al andar ofreciendo gente que no puede reunir?

De la Huerta insistió en defender a Obregón, pero Gayou no se dejaba convencer; le había hecho mala impresión y cuando eso sucedía era muy difícil que cambiara de actitud. Y así ya tenía lista una comunicación francamente grosera para Obregón por haber salvado conductos pero, a instancias del señor De la Huerta no llegó a enviársela; solamente envió mensaje a Obregón diciéndole que estaba en espera de los mil hombres que había ofrecido. Tres o cuatro días después llegó un telegrama de Obregón pidiendo veinticinco mil pesos para el reclutamiento y explicando que necesitaba dejarlos a los familiares de los que saldrían, como era natural. Gayou comentó con don Adolfo diciendo:

- ¡Ya apareció el peine! Para que veas que había algo detrás de todo esto. ¡Ya pide veinticinco mil pesos para el reclutamiento!

- ¿Y qué tiene eso de particular? Hay muchos que son casados y quieren dejar algo a sus familias. Eso es muy justo y muy humano.

A pesar de ello Gayou no contestó el telegrama de aquel. A los pocos días llegó nuevo telegrama de Obregón diciendo:

Con dinero mío y algunas partidas que me han facilitado amigos, he reunido diez y seis mil quinientos pesos para el reclutamiento y tengo ya alrededor de quinientos hombres. Si me manda usted el resto puedo completar los mil que le ofrecí.

A lo cual contestó Gayou:

- Véngase con los quinientos hombres que tiene usted.

La falta de ayuda por parte de Gayou desalentó a la gente y Obregón solamente llevó como trescientos hombres hasta Hermosillo, por cierto que después encontró muchas dificultades para que se le reembolsara el dinero que había gastado en el reclutamiento.

Obregón procedió con toda rectitud en aquel asunto, pero Gayou estaba intransigente y después resolvió que se quedara en Hermosillo, porque así lo había pedido la Cámara de Comercio.

Sucedía que todos los comerciantes conocían a Obregón, sabían que había sido líder corralista y sentían que él los protegería. Algo de eso debe haber llegado a oídos del interesado pues fue a hablar con De la Huerta (como cada vez que necesitaba ayuda).

- Hombre -le dijo-, tú que tienes tanta influencia con Gayou, a ver qué haces. Yo quisiera que no me dejaran aquí. Sé que la Cámara de Comercio me ha pedido, pero yo no he venido a cuidar tales por cuales. Yo quiero ir a Chihuahua; allá están los grados, quiero ir por ellos y ganármelos a la buena.

No le falló tampoco en esta ocasión su amigo y protector y consiguió de Gayou que fuera Obregón uno de los jefes que debían incorporarse a Sanginés, cuya llegada se esperaba. Así fue como Obregón, y Salvador Alvarado se unieron a la columna de Sanginés para combatir el orozquismo.

Obregón tuvo primero el grado de comandante. Después Maytorena le reconoció el grado de teniente coronel de la Fuerza Auxiliar del Estado y así quedó.

En esa su iniciación de la carrera militar, tiene Obregón un punto muy bonito. Cuando venía con aquellos trescientos hombres de Huatabampo, al pasar por el río Yaqui, fue asaltado, pues los yaquis odian a los mayos de quienes siempre fueron enemigos. Y sabiendo que venían en número de trescientos, levantaron un riel y atacaron el tren que conducía aquellos hombres aun desarmados. Tendrían en total unos catorce rifles, más un Savage que portaba Obregón.

Inmediatamente que se sintieron los primeros disparos, Obregón ordenó:

- ¡Pecho a tierra. Los que tengan rifles rompan los cristales y hagan fuego!

Y él, con su Savage, se fue hasta el pullman, considerando que de ahí tendría oportunidad de cazar al jefe, como lo hizo. Parece que sus disparos fueron los que abatieron al jefe de aquella partida. Los demás indios, al ver caer herido a su jefe, lo recogieron y se lo llevaron, suspendiendo el ataque. Reparada la vía, pasó el convoy hasta Hermosillo.

Ya al lado del general Sanginés, que había sido nombrado por el gObernador del centro para encabezar la columna, Obregón salió para Chihuahua con esas fuerzas para atacar el flanco de los orozquistas. Allá tuvo lugar la batalla de Ojitos en la que se distinguieron por igual los generales Obregón y Alvarado, pero posteriormente, a su regreso a Sonora, los orozquistas, ya dispersos, acamparon en San Joaquín.




La Batalla de la Dura

Durante la actuación de Don Adolfo de la Huerta en el Congreso local de Sonora, siendo gobernador del Estado don José María Maytorena, hubo algunos distanciamientos entre ellos, debido a que De la Huerta, manteniendo la actitud independiente que había anunciado desde que entró en la Cámara, se opuso a algunas iniciativas de Maytorena.

Por otra parte, y siempre con espíritu ecuánime, De la Huerta defendió a capa y espada a Maytorena cuando el congreso del Estado quiso hacerle responsable de la suma de quince mil pesos que dizque había malgastado en su viaje a México. De la Huerta salió a su defensa, pero estaba ya tan cambiado el ambiente de la Cámara, que parecía muy difícil sacar avante su proposición en el sentido de que se diera el visto bueno a los gastos del gobernador del Estado durante su estancia en la capital de la República.

Cuando el orozquismo llegó a su período álgido con la entrada a Sonora de las fuerzas orozquistas procedentes de Chihuahua, se intensificó la oposición para Maytorena y los ataques en su contra. El gobernador entonces se trasladó a Guaymas y allí fue a verlo De la Huerta para sugerirle que se pusiera al frente de las fuerzas que debían ir en auxilio del general Refugio Velasco, jefe de operaciones militares en Sonora y que se encontraba sitiado en La Dura.

Don Adolfo buscaba, con tal sugestión, que Maytorena recuperara su prestigio y pudiera imponerse sobre la opinión pública del Estado que realmente andaba vacilante, pues habían corrido rumores muy desagradables en su contra, aunque sin fundamento real. En verdad, lo único que había ocurrido era que Maytorena no había llenado las formas oficiales; le había faltado comprobación de algunos gastos. No era él muy ducho en cuestiones contables; no recogió comprobantes de nada y cuando el congreso le preguntaba oficialmente en qué habían sido empleados esos quince mil pesos, contestaba que en sus gastos de viaje a la capital de la República al arreglo de asuntos oficiales, pero sin presentar justificantes, como era debido.

De la Huerta se fue a Guaymas, y a pesar de la oposición de Cirilo Ramírez, cuñado de Maytorena, y de un ingeniero su socio, consiguió que Maytorena viera el aspecto político que tenía aquella actitud que le aconsejaba y que aceptara ponerse al frente de las fuerzas que pudiera reclutar rápidamente, y salir con ellas.

Todos estos hechos han sido relatados y constan en el documento que Maytorena dio al señor De la Huerta y que obra en el expediente respectivo de la Secretaría de la Defensa, en relación con la solicitud de don Adolfo para que se le reconociera su veteranía en la revolución. El señor De la Huerta, además, acompañó a Maytorena en aquella expedición militar a pesar de ser un civil.

En el camino se les unió Roberto Cruz, que era presidente municipal de Torin. Llegaron a La Dura y allí hubo un incidente un poco enojoso con Refugio Velasco, pues éste no quería salir a combatir a los que le sitiaban. Maytorena opinó que debían salir a encontrar al enemigo, pero Velasco opinaba que no estaban en condiciones y que debían esperar la llegada del teniente coronel Díaz que iba de Sahuaripa para La Dura. Tal vez era más prudente la actitud de Velasco, pero Maytorena resolvió entonces encabezar personalmente las fuerzas que llevaba, ya que necesitaba en esos momentos mostrar decisión y hombría que impresionaran a los sonorenses que ya empezaban a flaquear tomando las filas de la oposición. Así se hizo. Salieron al encuentro del enemigo, yendo con ellos don Adolfo de la Huerta y Leonardo Camou, cuñado de Maytorena y llevando el mando militar directo Jesús María Gutiérrez, a quien apodaban El Caneno, indio de raza pima, valiente, fogueado y de temple.

Se inició el ataque y casi no hubo resistencia. Los orozquistas iban ya en derrota y cuando sintieron la acometida de los defensores, huyeron como gamos. Se tomaron algunos prisioneros que Velasco quería fusilar; trajo otros dos el general Anacleto Girón que había sido comisionado con un asistente y después de haber cumplido llevando un mensaje al teniente coronel Díaz para que apresurara su marcha de Sahuaripa, aprisionó dos exploradores que andaban por esos terrenos que él conocía perfectamente, pues Girón era de esos rumbos. Era también pima, valiente y noble aunque un poco aficionado a la bebida, pero fue uno de los buenos jefes de 1910. Llegó, pues, con sus dos prisioneros, a quienes también querían fusilar, pero, como siempre, intervino De la Huerta y viendo que no podía convencer a Velasco, acudió a su jefe de Estado Mayor, el coronel Francisco Salido (pariente de Obregón) y persona de buenos sentimientos.

- Mire, De la Huerta -le dijo aquél- no se preocupe usted, deje el asunto por mi cuenta, yo le respondo.

Y así fue, y se salvaron aquellos prisioneros.

A la salida de La Dura, ya desbandada la principal fuerza enemiga, incluso los del sur, Cheché Campos se fue con rumbo a Alamos. Por el norte se fueron Emilio Campa, Salazar y Antonio Rojas. Maytorena opinó que iban a salir a La Colorada y lo mismo creía Anacleto Girón; De la Huerta, en cambio, pensó que iban a acercarse a la frontera, como sucedió. Así fue que en tanto que unos se dirigían a La Colorada, él se fue a la frontera diciéndose: Allá van a salir y acertó.

Fueron a salir precisamente cuando él llegaba a Agua Prieta a ponerse en contacto con el comisario del lugar, Plutarco Elías Calles. Este había recibido ya un recado de los orozquistas pidiéndole la plaza, como se acostumbraba entonces. La guarnición de Agua Prieta consistía de 120 hombres a las órdenes del teniente coronel Begnet, más 40 de Calles. Se telegrafió al señor Madero y éste ordenó que salieran urgentemente las mismas fuerzas que de Sonora habían salido a las órdenes del general Sanginés: una columna de cerca de diez mil hombres. Se embarcaron en El Paso mediante permiso que telegráficamente se pidió a los EE.UU. y fue concedido, para que pasaran por territorio americano a proteger Agua Prieta amagada por los orozquistas, que eran en número de seiscientos a ochocientos hombres.

El general Sanginés había regresado a Sonora acompañado de los jefes sonorenses, Obregón (que se había dado de alta para esa expedición contra los orozquistas) y Salvador Alvarado.

Debe hacerse notar, por lo tanto, que el general Obregón no tomó parte en la revolución maderista sino hasta después del triunfo de ésta.

Los defensores de Agua Prieta recibieron aviso de que las fuerzas que venían en su socorro se acercaban, y a las cuatro de la mañana cruzaron la línea divisoria los trenes que llevaban 9,000 hombres al mando de Sanginés y que venían intactos de Chihuahua, después de las batallas de Ojitos y la de Las Vegas; la primera con Alvarado y Obregón, y la segunda con Alvarado solo.

Al sentir el enemigo la llegada de aquellos trenes que venían pitando y haciendo gran escándalo, ya no pensó en atacar y se retiró rumbo al cerro de Gallardo, según noticias que se recibieron.

Aquella noche transcurrió sin que nadie durmiera, y sobre ella hace la siguiente interesante relación el señor De la Huerta en sus propias palabras:

Noté que, dando vueltas a la placita de Agua Prieta se hallaban Obregón y un coronel Heriberto Rivera que era ex federal, pero entiendo que no era hijo del Colegio Militar, sino que se había hecho en la práctica de las campañas contra el yaqui y otras, creo que con el general Bravo en las campañas del Mayo en otra época. Era muy bravo y formó parte de los componentes de las columnas de Medina Barrón y de Peinado en la campaña del yaqui.

Obregón platicaba con él y me había mandado llamar con un amigo; al llegar oí parte de una conversación que trataba de las tres columnitas.

Mire, Obregón -decía Rivera- esto de formar tres columnitas y formar su cuadro, es la base fundamental para defensa, y ¡qué ventaja tan grande se tiene en la actitud defensiva!Obregón escuchaba con mucha atención; yo no quise interrumpir a Rivera, a quien conocía desde Guaymas, y así escuché aquella conversación.

¿Hasta qué grado, durante la campaña que realizaron juntos Heriberto Rivera y Obregón pudo éste, con aquel talento extraordinario que tenía, aprovechar los consejos de Rivera? ... Eso no lo sé; lo único que supe, lo que se me grabó, fue aquello de las tres columnitas y el cuadro para pelear siempre a la defensiva como la mejor forma.

Aquel día Obregón comunicó a De la Huerta que quería salir; le pidió que le dijera al viejo Sanginés que él deseaba salir a campaña; que estaban haciendo un papel muy desairado frente a los americanos que los veían inactivos. Que aunque a los militares no se les permitiera insinuar nada relativo a sus actividades o comisiones, él (De la Huerta) podía hacerlo siendo amigo de Sanginés y con carácter civil, presentándolo como idea propia. De la Huerta habló con Sanginés, pero en la conversación se le escapó decir que Obregón estaba ganoso y había que aprovechar su deseo.

- ¡Ah!, exclamó Sanginés, entonces son cosas de ese. Sí; es el defecto que tiene; es una bola de humo. Es buen soldado, como le dije a usted antes, tiene todas las cualidades que se necesitan, pero es muy vanidoso; nomás se anda cuidando de que se fijen en él; anda pensando en eso y no en otra cosa. Discursito por acá, discursito por allá. Pues lo voy a mandar fuera de aquí para que no tenga queja de que está exhibiéndose.

Sanginés efectivamente había dicho antes al señor De la Huerta que consideraba a Obregón dotado excepcionalmente para ser un buen militar y don Adolfo, interesado en dar nombre y prestigio a los elementos que luchaban por la revolución, comunicó tales apreciaciones a un periodista americano de Douglas, de nombre Butcher, quien dio la deseada publicidad a aquella opinión del general Sanginés.

Así fue como Obregón recibió órdenes de salir para Nacozari con 150 hombres que, unidos a los 50 que proporcionaron los presidentes municipales de Nacozari y Fronteras, formaron el contingente con el que dio la batalla de San Joaquín.




La Batalla de San Joaquín

Sabedor Obregón de que los orozquistas habían acampado en el kilómetro 45, en un lugar llamado San Joaquín, y habiendo averiguado también que estaban tomando informes mediante una derivación del telégrafo y que, por lo tanto estaban enterados de todos los movimientos de trenes, concibió el astuto plan que puso en práctica.

Había descubierto aquello platicando con un telegrafista del ferrocarril al que lo oyó decir que se sentía una derivación. Comprendió enseguida que era cosa del enemigo y ordenó que toda persona que llegara procedente de Nacozari o Fronteras, fuera detenida e interrogada. Dos de esos viajeros fueron interrogados por el propio Obregón y le informaron que desde esa mañana, que venían de un punto cercano al cerro de Gallardo, muy de madrugada, venían los orozquistas pisándoles los talones. Obregón preguntó si no habían hecho parada.

Ninguna; siguieron con nosotros hasta que se desprendieron para el norte y nosotros nos seguimos para acá.

- Entonces -comentó Obregón- no han desayunado esta mañana; llegaron hoy a medio día ... están vivaqueando allí.

Y resolvió aprovechar la coyuntura. Detuvo un tren que venía de Nacozari; subió sus fuerzas, cambio la carga, y ocultó a sus hombres dentro de los carros. A los que iban arriba, entre ellos Maximiliano Kloss con una ametralladora, los cubrió con una lona y se metió con todo el trén al campamento enemigo, calculando que habrían puesto las armas en pabellón, que los caballos estarían desensillados, etc., puesto que estarían vivaqueando. Y fue exactamente como él lo pensó. La sorpresa fue completa; los orozquistas tenían cinco hombres de vigilancia y habían quitado un riel cerca de su campamento para detener aquel tren que ellos esperaban lleno de mercancías con las que aprovisionarse; en lugar de ello les salió el enemigo.

Tras la sorpresa el combate se generalizó y Obregón se portó muy valiente y resuelto.

Mientras tanto una profesora norteamericana, que llegaba en un Ford procedente de Nacozari y se había dado cuenta del combate aquel, creyendo que Obregón había caído en una emboscada, fue a darle la noticia al señor De la Huerta quien inmediatamente fue a ver a Sanginés para pedirle que mandara fuerzas en su auxilio.

- ¡Que se fastidie! -contestó Sanginés. ¿Con órdenes de quién salió de su puesto?

Entonces don Adolfo se fue a ver a Calles, que no contaba con más de 40 hombres y como nada de la tropa podía salir sin órdenes de Sanginés, ambos salieron con aquel escaso contingente. En el camino, en un pequeño poblado, se acercó un individuo a decirle a De la Huerta que le llamaba por teléfono Alvarado.

- ¿Cómo que me habla Alvarado?

- Si; está para el sur.

- Mucho cuidado previno Calles, no vaya a ser el enemigo que ya anda por esta región.

- Pero ¿Cómo Alvarado? Si Alvarado está en Agua Prieta, dijo don Adolfo creyendo que el mensaje se refería al general Salvador Alvarado que, entonces no era sino teniente coronel.

- No, no; si está en el telégrafo.

- Al teniente coronel Alvarado -insistió don Adolfo- lo acabo de dejar en Agua Prieta.

- No, señor; si no es el coronel Alvarado, es el telegrafista Alvarado.

Aclarado el punto, el señor De la Huerta fue al telégrafo y allí sostuvo con Obregón el siguiente diálogo:

- Felicítame, acabo de obtener un triunfo grande.

- Vaya, qué bueno. Pues aquí íbamos Plutarco y yo con 40 hombres en tu auxilio.

Obregón relató entonces con detalles lo ocurrido y entre otras cosas le dijo que un telegrafista apodado El Coyolito que era su prisionero, había invocado la amistad de don Adolfo para que se le perdonara la vida. Por supuesto que, como siempre, la intervención del señor De la Huerta, que realmente le conocía, le salvó la vida.

En aquel combate cayó herido, entre otros, el orozquista José Inés Aguilar; herido también Salazar cruzó la línea divisoria entre Naco y Agua Prieta y Emilio Campa siguió, haciendo una correría extraordinaria con su gente, rumbo a Magdalena, luego tomó por el distrito de Altar, llegó a la línea divisoria y la cruzó, siendo aprehendido por las autoridades norteamericanas juntamente con su mujer o su amante, que iba disfrazada de hombre y aparecía como un jovencito su ayudante.




Emilio Campa, Prisionero de los EE. UU.

Algún tiempo después de los acontecimientos antes referidos, el señor De la Huerta, en compañia de algunos amigos, fue a ver a Enrique Anaya, que era el representante maderista en Tucson y éste les informó.

- Aquí tenemos unos individuos sospechosos que aún no han sido identificados por las autoridades.

La mayor parte de las autoridades de Tucson, en aquella época, eran mexicanas.

- Pues vamos a verlos -dijo don Adolfo- que llevaba en el bolsillo unas postales obsequiadas por Roberto González Caballero, agente de la cervecería de Orizaba, y a quien había encontrado en Douglas. Era una colección de postales del orozquismo en Chihuahua.

Fueron a ver a los prisioneros como a las once de la noche, pues Enrique Anaya estaba en muy buenas relaciones con las autoridades y consiguió que les dejaran pasar al interior de la prisión, que era un edificio de dos pisos. Allí encontraron varios individuos y de entre ellos, el señor De la Huerta distinguió a alguién que identificó como uno de los que aparecían en una tarjeta postal como abanderado del orozquismo.

- ¿Quiénes son ustedes? -inquirió-. Y a la hora en que se hacía la visita y el aplomo con que se interrogaba, los interesados probablemente creyeron que eran miembros de la policía americana.

- Pues nosotros venimos en busca de trabajo.

Entonces el señor De la Huerta, mostrándole la tarjeta postal, le preguntó si conocía al individuo aquél. El pobre sólo pudo fingir que bostezaba para volver el rostro hacia la pared.

Después los visitantes subieron al piso alto y allí, tras una reja, encontraron dos detenidos más. El señor De la Huerta no conocía a Emilio Campa por más que habían sido correligionarios allá por la época del magonismo. Estaban en dos catres; Campa, bajo de estatura, de bigote y su acompañante con el aspecto de un jovencito pero que era en realidad una mujer vestida de hombre. El señor De la Huerta le dirigió la palabra llamándole por su nombre, pero Campa no le contestaba ni daba señales de haber despertado. Entonces don Adolfo, que traía un periódico en la mano, lo dobló y se lo lanzó por entre los hierros de la celda pues parecía profundamente dormido y probablemente así era dado que su cansancio ha de haber sido terrible. Logró así despertarlo.

- ¿Cómo le va, Campa?

Y el interesado, creyendo que eran miembros de la autoridad, negó:

- Yo no soy Campa; yo soy Juan Mendoza.

- ¿De qué oficio es usted?

- Farmacéutico.

- ¿Dónde trabajó últimamente?

- En el Paso.

- ¿Cómo se llamaba la negociación donde trabajó?

- No lo recuerdo.

- ¿No recuerda el nombre de la casa donde estuvo empleado? ...

- Pues no recuerdo.

- Usted no debe negarlo; usted es Campa. Nos está haciendo perder el tiempo nada más porque tenemos que comprobar que usted es Emilio Campa.

- Si, soy Emilio Campa -estalló-, ¿y qué? Vengo luchando por mi pueblo, vengo luchando por la vindicación de las clases proietarias ... Y siguió con frases por el estilo, llenas de fuego, como si estuviera en la tribuna.

- Bien, así es como debe conducirse -dijo el señor De la Huerta-; y cuando, satisfecha su curiosidad, los visitantes comenzaron a retirarse, don Adolfo se separó y dijo en voz baja:

- Oiga, Campa, yo no soy de las autoridades de aquí; soy enemigo político de usted ahora. Pero usted hace muy mal en estar ocultando su verdadero nombre y condición. Diga usted que es refugiado político y lo dejarán en libertad, porque no tienen motivo para encarcelarlo.

- ¿Quién es usted?

- Adolfo de la Huerta.

- Muchas gracias, y le tendió la mano por entre los hierros de la reja.

Años después, cuando el señor De la Huerta ocupaba el puesto de cónsul general en Nueva York, Emilio Campa fue a darle las gracias, pues siguiendo su consejo se había declarado refugiado político y había sido puesto en libertad por las autoridades norteamericanas.




Alfredo Breceda

Al triunfo del maderismo, con la ayuda del señor De la Huerta, se trajeron a México a algunos de los jefes yaquis para que se entrevistaran con el señor Madero.

Estuvieron despachándolos en la casa de Maytorena y ahí se encontró don Adolfo con Alfredo Breceda que se había incorporado con los indios, pero como sintió que ni ellos ni los pseudojefes que se les agregaron allí después, lo aceptaban, estaba refugiado por ahí en un rincón de los corredores.

- ¿Que le pasa, joven? -interrogó el señor De la Huerta que lo había observado.

- Pues yo quería incorporarme con éstos para irme a México, pero me han hecho política aquí y ...- No tenga cuidado. Si usted quiere ir a México, yo se lo arreglaré.

- No; solamente hasta Torreón, allí me voy a incorporar. Soy muy amigo del señor Carranza que está corriendo para gobernador de Coahuila; mi padre es muy amigo de él y me conformo con llegar allá.

Entonces De la Huerta ordenó que se le diera pase para que se fuera también incorporado a los comisionados y así fue como Breceda salió de Sonora.

En aquella ocasión, Breceda platicó con De la Huerta diciéndole que él había sido simpatizador de Madero y que había andado con unos jefes no conocidos. Posteriormente pidió al señor De la Huerta, cuando éste residía en Los Angeles, una constancia de que había andado con Madero y, aunque no convencido, don Adolfo se la mandó porque consideró que en caso de no ser exacto no perjudicaba a nadie. El sabía que quien había sido activo simpatizadordel movimiento maderista había sido su hermano Enrique Breceda.

Alfredo salió, pues, de Sonora, incorporado a aquella comisión, y se cortó en Torreón para ir a unirse a don Venustiano Carranza. Desde entonces quedó a su lado y allí lo encontró el cuartelazo.




Madero y el Problema del Yaqui

Después de aquella visita que el vicepresidente Pino Suárez y don Manuel Bonillas hicieron a Sonora, y en la que pronunciaron en Empalme aquellos bien intencionados y brillantes discursos, incomprensibles para los indios, el señor De la Huerta se llevó a los jefes yaquis a Guaymas procurando establecer contactos entre ellos y los yoris, tratando de dar fin al brutal antagonismo que siempre existió entre ellos y que alguna vez hizo exclamar al general Lázaro Cárdenas, hablando con De la Huerta:

Yo creo que tú eres el único partidario de la paz con los yaquis, porque todos quieren acabárselos, según las impresiones que yo recogí durante mi estancia en Sonora.

Efectivamente, había fuertes corrientes de odiosidad porque; algunas familias habían perdido al padre, otras a los hermanos, otras a parientes que habían sido muertos por los indios; pero se olvidaban de los asaltos que los federales daban a los yaquis tratando de exterminarlos.

Ya en 1913, y en vista de que no se había resuelto nada sobre las tierras de los indios. De la Huerta telegrafió al señor Madero recordándole el ofrecimiento que le había hecho éste el 7 de enero de 1910 en el hotel Albin, en el sentido de que sería resuelto el problema del Yaqui.

Madero conocía aquel problema, según De la Huerta pudo darse cuenta en aquella conversación. No contestó, sin embargo, directamente el telegrama sino que envió comunicación a Gayou instruyéndole para que dijera a De la Huerta que ya enviaba persona que, asesorada por él, resolviera la cuestión del Yaqui.

En efecto, envió al general inglés Viljoen, un boero que desconocía por completo el asunto, aunque asesorado por Enrique V. Anaya. El boero casi no hablaba español y quiso resolver el problema colocando a todos en las tierras del río Yaqui.

El señor De la Huerta protestó telegráficamente ante el Sr. Madero y naturalmente tal comisionado fue retirado antes del cuartelazo.




Los Yaquis en la Batalla de Santa María

En 1913, antes de la batalla de Santa Rosa, De la Huerta no pudo ponerse en comunicáción con los yaquis por más que les mandó un enviado, pues éste no volvió, pero después de que pasó la batalla de Santa Rosa, y notando algún movimiento en la sierra, mandó otro comisionado a hablar con ellos y le dijeron que lo iban a consultar con los ocho gobernadores de los ocho pueblos. Más tarde llegó un enviado de ellos manifestando que estaban conformes, que aprobaban la entrevista con el gobernador. De la Huerta dijo a Pesqueira que fueran sin escolta a encontrarlos en la estación Maytorena. Allá fueron. Don Adolfo tenía que ir a la sierra a bajarlos mientras el gobernador esperaba en la estación y cuando ya don Adolfo se dirigía a las montañas, Jesús N. González (que fue taquígrafo del señor Madero, oficial mayor con Carranza y diputado) se ofreció a acompañarlo. Ambos salieron para la sierra y González pasó algunos ratos muy incómodos, pues no conocía la manera de ser de los indios y varias veces creyó que las cosas andaban mal.

Después de los saludos y pláticas de rigor, bajaron los indios con el jefe yaqui Sibalaume, acompañados de don Adolfo, para hablar con Pesqueira, y quedaron en darle una manita en la primera batalla que se presentara, que fue la de Santa María.

Traían los indios, en aquella ocasión, muchos enfermos de viruelas para los que pidieron medicinas, y traían además un prisionero yanqui al que por indicaciones de don Adolfo pusieron en libertad.

Y así fue como, en la batalla de Santa María, cuando atacaban a Alvarado, que defendía cierto lugar de la hacienda de Santa María, habiéndose parapetado en una especie de presa para riego donde se defendía con ochocientos hombres del ataque de cuatro mil federales, los yaquis recibieron aviso enviado por conducto de un capitán Amaro, que era el que se encontraba por ahí cerca, y los indios cayeron sobre la retaguardia del enemigo, lo derrotaron por completo, le quitaron todas las armas y se las llevaron para la sierra. No se llevaron los cañones porque no pudieron.

Y así, en aquella batalla, como en muchas otras acciones de guerra la intervención de los yaquis fue decisiva, pues es de sobra conocido el valor indómito de esa raza que siglos vivió en estado de guerra y para el cual el uso de las armas era mejor conocido que el de los instrumentos de labranza.

No que los yaquis no fueran suficientemente civilizados para dedicarse a las labores de la agricultura, (como hicieron posteriormente) sino que la persecución constante a que se les sometió, les obligó a vivir en continuo estado de guerra y por generaciones cultivaron las habilidades que tal actividad requiere.

Todos los yaquis eran excelentes tiradores, valientes, sobrios, fuertes y resistentes y resultaban soldados de primerísima para las actividades de la revolución.




El Cuartelazo Sorprende en México al Señor De la Huerta

Terminada la campaña antiorozquista en Sonora, el señor De la Huerta regresó a Hermosillo y de ahí salió para la ciudad de México. Llevaba, entre otros asuntos, el del cacto sin espinas. Estaba en comunicación con el distinguido botánico Luther Burbank, y deseaba llevarlo al señor Madero para proponerle que los aprovechara para convertir los terrenos eriales de la nación en terrenos de ganadería. Le habían ofrecido quinientas mil pencas de Santa Rosa en forma muy desinteresada; se había leído todos los folletos pUblicados sobre el particular, se los sabía de memoria (cosa nada rara en él, aunque eran muy numerosos. Habían sido publicados en Santa Rosa y Burbank nombrado así en honor al botánico referido), y en ellos se explicaba ampliamente el cultivo del cacto sin espinas con obieto de plantarlo en todas las serranías en las que crecían cactáceas de otra naturaleza.

Además, el viaje del señor De la Huerta tenía por objeto asesorar al gObernador Maytorena, quien le había pedido que viniera a México a dónde él tenía asuntos que tratar.

A su llegada a la capital, don Adolfo se dio cuenta enseguida de la efervescencia política que había allí. Inmediatamente se puso en contacto con sus viejos amigos y correligionarios y encontró a todos quejosos de la situación. Acababa de pasar el orozquismo, después había pasado el felicismo con el cuartelazo de Félix Díaz en Veracruz, y estaba muy dividida la opinión en la capital. No así en el resto del país, pues según De la Huerta pudo sentir, Madero no había perdido partidarios ni había sufrido descrédito ante el pueblo; pero sus enemigos, al ver la tolerancia del régimen y percatarse de que no corrían peligro alguno, hablaban sin recato criticando las disposiciones revolucionarias que Madero había dado, y en general agitaban el ambiente en defensa de sus personales y turbios intereses.

Otro de los asuntos que llevaba en cartera el señor De la Huerta para tratarlo con el Presidente Madero, era el problema del Yaqui en Sonora. El señor Madero, como se ha referido antes, trató de resolverlo a través de un comisionado que no era el indicado. Los yaquis, por lo mismo, se sentían poco inclinados al maderismo, y aunque Madero posteriormente mandó retirar a aquel general boero nombrando en sustitución a un ingeniero que según parece era de apellido Cárdenas, tampoco este supo ni pudo resolver el asunto.

Por lo que hace al Estado de Chihuahua, también el Presidente había enviado ingenieros para dar principio al deslinde de las propiedades de los Terrazas y los Creel para repartir los latifundios. Los interesados, naturalmente, se aprestaron a defenderse y se valieron de un comisionado para que entrevistara a los diversos jefes, aprovechando el descontento que existía entre algunos de ellos en Chihuahua, elementos que habían sido los principales del movimiento revolucionario pero que se habían visto postergados. Según el señor De la Huerta opinaba, Madero tal vez había cometido el error de no levantar un poco más la personalidad de Pascual Orozco otorgándole más consideraciones y distinciones, pero pensaba que quizá ello se debió al incidente de Ciudad Juárez en el que Pascual Orozco había sido un poco ligero y en unión de Villa había detenido, en la aduana de Ciudad Juárez, a todo el gabinete del régimen maderista.

Al estallar el cuartelazo, se presentó el señor De la Huerta en Chapultepec. He aquí la corta relación en sus propias palabras:

Yo tuve la satisfacción de ser el primer civil que el día 9 de febrero se presentó en Chapultepec a ponerse a las órdenes de don Francisco I. Madero cuando bajaba y montaba a caballo con el teniente coronel López Figueroa. Llegué a la verja del castillo y como un piquete de alumnos del Colegio Militar me impedía el paso, grité, dándome a conocer. Me reconocieron y me permitieron entrar. Iba yo con un abrigo, sin camisa, pues al conocer la noticia nada más me puse el abrigo sobre la camiseta y así salí. López Figueroa fue el que me reconoció y dio orden de que me dejaran pasar. Vine con ellos, pero yo no tenía caballo; ellos vinieron montados y yo a pié desde Chapultec hasta la esquina del Hotel Guardiola, donde lo bajaron del caballo para meterlo a la Fotografía Daguerre.

Yo me encontré allí con un viejo correligionario y amigo, Salvador Gómez, que a la sazón era senador. Muy cansados nos sentamos en la orilla de la acera de la fotografía. Don Pancho Madero se asomó a poco y recogió las banderas que tenía como adorno la fotografía, porque acababa de pasar el 5 de febrero y se habían adornado las fachadas de las casas vecinas del hemiciclo de Juárez y a la Alameda. Entregó aquellas banderas a los primeros que llegaron allí, que fueron Solón Argüello y una señora cuyo nombre no tomé y les envió a recorrer la Alameda llamando al pueblo.

Estando el señor Madero en el balcón, llegó un joven a caballo a participarle que ya el Palacio Nacional estaba tomado. Después he sabido que fue Federico Montes. Don Pancho salió de la fotografía, montó a caballo y se dirigió al Palacio Nacional. Salvador Gómez y yo, que íbamos a pie, llegamos, naturalmente, después que él y encontramos la Plaza cubierta de cadáveres y todos los acontecimientos que son demasiado conocidos.

Índice de Memorias de Don Adolfo de la Huerta de Roberto Guzmán EsparzaPrimera parte del CAPÏTULO PRIMEROPrimera parte del CAPÍTULO SEGUNDOBiblioteca Virtual Antorcha